Martha Robles

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Página del diario. De sueños prestados

Monumento a Jean Moulin en la Plaza de la República, en París.

El Quijote se me entregó como una revelación. No por sus andanzas, no. Lo que de él me caló hasta el hueso fue el efecto que causaron las novelas de caballería en Alonso Quijano: un lector refundido en una rutina sin gracia que aspiraba a mucho más que deleitarse con sueños prestados. Asimilado en el personaje que le permitió ser el otro idealizado, abandonó todo lo conocido y se atrevió con la gran aventura de su vida: zambullirse en cuerpo y alma en la ficción como hiciera en su hora el viejo pintor Wang-fo, para salvarse del feroz monarca. La diferencia es que el genial artista oriental, para asombro del verdugo y a la vista de la corte, desapareció en las aguas del lienzo recién pintado, mientras que Cervantes/Alonso/Quijano dio vida y mayor visibilidad al Quijote para mantenerlo actuante como personaje, historia y libro.

Cuando ni siquiera imaginaba que la vida tiene sus propios planes y que a querer o no hay que acatar el Dictado, mi fantasía del Quijote coincidió con el impreciso e infantil anhelo de realizar grandes hazañas: ir en pos del entonces publicitado Shangri-la; explorar a fondo la ciudad de El cuarteto de Alejandría, en particular la de Justine y de Clea; seguir las huellas de Lawrence y de Sir Richard Francis Burton; recorrer el trayecto de Alejandro de Macedonia; y de perdida siquiera cumplir un tramo, en los Himalaya, de la inaudita proeza de Alexandra David-Neel, mi heroína del momento… Repasada a distancia, no puede ser más conmovedora la fantasía de aquella lectora adolescente a la que le parecían tan infumables las discotecas y los autocinemas, como  deseables los imposibles. Era la edad en que, asediada por lo anodino, se sueña con ser “algo” allí donde el destino ignora fronteras, lenguas y calendario y la vida por venir se fusiona con naturalidad a lo infinito, como si la ejecución del deseo estuviera al alcance de la mano.

Así como hay muchachos marcados por un futbolista, un músico o un actor, en los años de formación el lector de raza absorbe a fondo a ciertos autores, un puñado de ideas y poesías, algunas ficciones y las infaltables biografías que, en conjunto, forman carácter. De esa irrepetible edad-esponja data mi deslumbramiento -vigente aún- de las Antimemorias del gran Malraux, inventor de si mismo no porque fuera un gran mitómano, que lo era, sino porque lo vivido y experimentado adquiría dimensiones de eternidad al transformar lo visto, oído, sentido, imaginado y pensado en páginas de excepción.  En ninguna de sus obras  encontré desperdicio y releído no se cuántas veces,  me sigue pareciendo el gran Odiseo de nuestro tiempo, creador de la ficción verdadera desde que se obsesionó con Lawrence de Arabia. El modelo de escritor y pensante que tuvo al Hombre en sí en su preocupación esencial orientó mi interés por lo sagrado. Por él abrí compuertas de luminosidad impensable en la estrechez del México que me rodeaba. Movido por el impulso de abarcarlo todo y desentrañar misterios, fue tras las huellas de la reina de Saba, conversó a profundidad con Nehru, se unió a la resistencia francesa, a la Guerra Civil española, a las guerrillas en Indochina, donde además de nutrirse para escribir La condición humana, traficó con obras de arte y fue encarcelado; siempre irrepetible, fue el gran Ministro de Cultura con De Gaulle y fundador del Museo del Hombre. Al inaugurar el espectáculo de Luz y Sonido en Teotihuacán, subsidiado por la UNESCO, dio un discurso que, como el correspondiente en Atenas, todavía me estremece. Demostró con  Les Voix Du Silence que el mundo del arte no es el de la inmortalidad, sino el de la metamorfosis que en nuestros días equivale al viaje de adentro afuera de la vida misma. Habló con reyes, esclavos, chamanes, curas, combatientes, tiranos…, y de cada uno extrajo relatos invaluables. Lo sagrado fue su axis mundi y el afán de saber lo que le permitió sobrellevar las pérdidas, que fueron tremendas, como las de sus dos hijos.

Tatuada en el alma llevo esa frase suya que pudo ser la de Antígona: toda vida se convierte en misterio cuando la interroga el dolor. O ésta, que repito con las noticias del día en este México ensangrentado: El infierno no es el horror; el infierno es ser degradado hasta la muerte, tanto cuando llega la muerte como cuando pasa de largo (…) El dialogo entre el ser humano y el suplicio es mucho más profundo que el dialogo entre el hombre y la muerte. Todo esto cobró sentido cuando, en mi primer viaje a París, fui a rendir tributo al admirado Jean Moulin, héroe emblemático de la Resistencia. En el Panteón donde reposan sus restos por iniciativa de Malraux, volví a leer la Oración Fúnebre que, emblema de lo sagrado aquella noche de diciembre en que bajo el redoble de los tambores se depositó el pequeño ataúd sobre el catafalco, ante De Gaulle y miles de franceses y extranjeros el Ministro de Cultura evocaba cómo en los campos, en las cuevas, en las salas de tortura… se interrogaban los ladridos de los perros desde el fondo de la noche.

Originaria de un país y una cultura donde son practicamente inexistentes los héroes y a cualquier pelele le besan la mano y le rinden tributo, la figura de Jean Moulin me ha acompañado como la del hombre que -superior a Perseo-, cayó en manos de la tremenda Medusa, encarnada en el sádico Klaus Barbie Altmann, el Carnicero de Lyon, su torturador despiadado quien, sin que se le moviera un pelo, le reventó los órganos y le hizo probar el límite del sufrimiento humano; la peor de las torturas, sí, sin conseguir que el gran Jefe de la Resistencia revelara un solo secreto: él, que los sabía todos.

No me fue dado realizar grandes hazañas. ¡Qué lástima! Me quedé en el puente de los sueños prestados que, a veces, trasmutan en escritura. El bobalicón en turno, que nunca falta, me pregunta que para qué tanta lectura, que para qué sirven los libros. Estupefacta, pienso en los pueblos sumidos en las sombras, evoco  a Malraux y el cortejo fúnebre hacia los Inválidos; miro a las Abuelas de la Plaza de Mayo; lloro con las madres mexicanas de miles de desaparecidos; repaso las láminas de Goya con los empalados y sus Sueños de la razón. Pienso en Saturno devorando a sus hijos… Entonces entiendo a los héroes, el significado de la grandeza y el misterio del Hombre.