Martha Robles

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Página del diario. El virus del desasosiego

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La imaginación es un cruel verdugo: lanza preguntas sobre lo improbable y el tiempo que no es; nos hace añorar cosas, personas y situaciones que no existen y hasta atiza las emociones que más afligen por lo que suponemos que pudo ser. Por eso, mientras los publicistas se valen de la avidez del deseo para lucrar con la desgracia de no ser otro ni lograr lo improbable, los budistas atribuyen a la ilusión la causa del sufrimiento. No aceptar que lo que es como es desencadena un sinfín de padecimientos. 

Como Kafka a su manera, Pessoa me recuerda en su Libro del desasosiego los mediostonos del alma que, desde la raíz del absurdo,  nos hacen sufrir por lo incumplido, lo fantaseado y deseado… Todo lo que no es en sí adquiere forma, peso y sentido por el poder de lo figurado. Y nada parece más propicio al cansancio anticipado de los esfuerzos malogrados que esta prueba del destino que llaman confinamiento o aislamiento que puede o no serlo del todo, pero desde sus inicios tiene el carácter de una condena para abrazar la supervivencia. Entregada sin dramatismo a mi soledad, la sensación de ver cómo se suceden las noches y los días me recuerda el penar culpable de K que no sabe por qué ni de dónde le viene la “acusación” o causa de su tormento. Absurdo puro, pues, aunque no es la mentalidad culpable la que lastima la conciencia del confinado, sino el Covid del que poco o nada sabemos salvo que algo imperceptible está activando los sentimientos que más duelen durante una experiencia que nos sobrepasa, al término de la cual solo aparece la muerte.  

Con frecuencia me llegan quejas airadas por la obligada alteración de las costumbres.  Otros acusan síntomas de depresión o, de vez en vez, llegan noticias alarmantes sobre enfermos y muertos entre nuestros conocidos. Respecto de los sanos y salvos que se molestan por no hacer lo que hacían antes de la pandemia, en vano les digo que es propio de lo humano repetir y repetirse para no aceptar lo nuevo y mucho menos lo distinto. La capacidad de adaptación es tan valiosa y difícil como la respectiva de resistencia: guerras, hambrunas, presidios, conventos, etc., dan sobrada cuenta de ello. A la mayoría le disgusta que le saquen de su rutina, sin importar lo monótona y tediosa que ésta sea.

Me incomodan los llorones sin causa, los que no saben qué hacer ante los imponderables. Al caso tengo varias anécdotas.  Una, cuando sin deberla ni temerla, me quedé encerrada en un ascensor atascado con dos hombres. Por el desquiciado que iba conmigo, las dos horas de espera parecieron infinitas. Semejante a caja mortuoria, el estrecho elevador se detuvo ruidosamente de golpe y se quedó balanceándose, como colgado de un cable, entre el séptimo y el octavo pisos. Siguió un tirón  que nada más me permitió decir ¡qué barbaridad!  Además del escritor bastante mayorcito, reconocido bravucón, iracundo y de pleito pronto que dizque me acompañaba (“acompañar” es una presunción improbable), nos tocó en suerte un desconocido cuarentón oficinista que parecía entrenado en la obediencia.

Apoyada en un esquina, me mantuve en pie y en cuanto pude pulsé el timbre de emergencia, pero no había luz ni modo de salir.  Atorados entre pisos, la escena se fue haciendo  dantesca. El escritor perdía la calma por segundos. Enmudecido, el burócrata palidecía con sus manitas cruzadas. Tanto y con tanto riesgo se agitaba el bravucón acobardado que le ordené aquietarse porque estaba a punto de provocar una tragedia. Paralizado, el cuarentón me observaba suplicante, como si de mí dependiera la solución. No había aún teléfonos celulares ni modo de comunicarnos con nadie. Era obvio que teníamos que esperar a que los usuarios se dieran cuenta del desperfecto y llamaran a quien fuera. El problema es que el escritor “mayorcito” estaba completamente desquiciado, justo como los que, en situaciones críticas, desencadenan desgracias irremisibles. Imposible hacerle entrar en razón: manoteaba, gritaba, golpeaba la puerta, se agitaba, nos amenazaba… El burócrata, en cambio, más y peor se paralizaba. No tuve más remedio que darle un bofetón que me salió del alma para hacer reaccionar al apanicado mayorcito que ya se aprestaba a mandarnos a todos al mismísimo infierno. Sorprendido con el tremendo cachetón que le dejó huella varios días, el Fulano de tal, que ya me tenía harta, ante la sorpresa se sentó con la cara entre las manos y se dedicó a decir incoherencias mientras chillaba. En cuanto se movía sospechosamente y volvía a subir la voz le advertía que volvería a darle otra hostia si no se  aplacaba. Como sería de esperar, el ascensor estaba roto y nos rescataron manual y muy cuidadosamente dos o más horas después. Al cuarentón solo le conocí la voz al despedirse con un ¡Vaya hembra… mis respetos! Me reí durante semanas. En adelante, el escritor mayorcito, para encubrirse, solía hacerse el gracioso al decir, como en una oración: “Líbreme Dios de la cólera de los mansos”.

La cuestión es que, sin necesidad de agregados, la vida es dura para todos, pero los melindrosos esgrimen su disgusto ante cualquier cambio indeseado por no hallar qué hacer consigo mismos.  Las historias de quienes nos antecedieron no eran tan diversas ni sus quehaceres tan falsamente complicados.  No recuerdo que mi abuelo hablara del pasado; del futuro tampoco, ni se quejaba por no haber hecho esto o aquello.. Vivir al día y sin fantasías confesas era común en la provincia. La religiosidad ayudaba, quizá, a aceptar “lo que Dios dispusiera”. No era compleja la economía y la sociedad no estaba viciada por lo ilusorio e inalcanzable. Intolerante en lo esencial, mi padre en cambio añoraba una juventud idílica y abominaba del presente, aunque sin referirse jamás al porvenir. Se imaginaba campeón del donjuanismo, emprendedor en política y un deportista consumado. Entre la voz del abuelo plantado en su tiempo, el padre inconforme con su destino y los coetáneos que sin memoria ni capacidad para gobernar su presente no consiguen adueñarse de su días confirmo, en el silencio de mi soledad, que la sabiduría del desapego es lo que en verdad funciona para evitar frustraciones  y seguir adelante con lo que hay, no con lo que nos imaginamos que es o que puede ser.

El confinamiento, por consiguiente, es la gran lección que necesitábamos para entender que no dominamos nada ni controlamos a nadie y mucho menos debemos estar supeditados a fantasías y falsas expectativas. Solo podemos mitigar el sufrimiento evitable y aceptar que lo que es es como es, aunque a veces, muy a veces, podamos influir, si no para mejorar, al menos para que no sea peor lo que es a nuestro pesar, como me ocurriera en aquel ascensor.