Martha Robles

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¡Qué recuerdo! Una experiencia única

Llegué llena de palabras.
Al ver al público, me quedé sin habla.
M.R

Toda presentación en público es una moneda al aire. Nada, sin embargo, como la innenarrable conmemoración de “1539-1989, 450 años de Imprenta en México”. Un “melífluo” (como lo calificó Octavio Paz) Víctor Flores Olea, investido con las luces fundadoras del CONACULTA, me invitó entre fórmulas estrambóticas y con anticipación a impartir la última de “4 conferencias magistrales”, que se llevarían al cabo en la Pinacoteca Virreinal del Exconvento de San Diego los martes 5, 12, 19 y 26 de septiembre de ese año. Guillermo Tovar y De Teresa, Miguel León Portilla y Efraín Castro completaban la lista de “prestigiosísimos” intelectuales que “desplegarían su erudición” sobre un tema inseparable del desarrollo de la doctrina cristiana y del español en esta tierra. Está de más insistir en la solemnidad con que la que el pastoso Víctor me advirtió que sería “un ciclo de lujo” para afianzar los innovadores bríos de su política cultural. Así que no podía desmerecer ante competencia tan ruda.

Durante un mes febril me concentré en la escritura del ensayo. Los “Nuevos papeles” era de suyo un texto difícil y, a petición de Víctor, pensado para especialistas, historiadores y “un público exigente”, aunque ya se sabe que, según la mala costumbre de menospreciar el trabajo intelectual, no causaría honorarios. La paga consistió en el honor de ver mi nombre en invitaciones ostentosas que quién sabe a dónde fueron enviadas. Así que corregido hasta en pormenores, editado, impreso, cuidado, repasado y dispuesto en la carpeta que llevaría esa tarde con la responsabilidad de ser la que cerrara el ciclo, hice lo propio con mi arreglo personal para estar bañadita, perfumada y bien presentada ante la selecta concurrencia.

Acompañada del entonces esposo, mi hija y tres o cuatro amigas suyas, llegamos antes de la hora señalada.  Nos recibió Virginia Armella, directora de la Pinacoteca y a la sazón madre del Pedro Aspe, poderosísimo Secretario de Hacienda. Al punto anunció que Pedro estaría presente con otros funcionarios “de primer nivel”. Por supuesto, nunca llegaron los tales funcionarios, ni siquiera los obligados del CONACULTA; tampoco los llamados especialistas, académicos o equivalentes. La escena era una fiesta de equivocaciones y ni el más incauto podría suponer que alguien se había tomado la molestia de organizar el evento.

Aquello era un correo de mentiras. Llovía desde temprano. El frío calaba en un recinto solitario, cuyas piedras se antojaban más piedras y más heladas ante la ausencia de luz. No había piso ni cuadros ni gente que entibiaran tan tremenda soledad. Virginia nos condujo a su oficina, donde nos pidió esperar en un figón vecino “mientras llegaban los técnicos de Televisa e Imevisión, el público y los invitados (“más de cien personas confirmadas por el interés que despertaba mi presencia”). “Ya saben, agregó, cómo se complica la ciudad con la lluvia…” Con una de sus hijas, se apersonó Yolanda Mercader, encargada del evento,  y un sujeto de modales exquisitos que preguntó mis generales “para presentarme al público”. El interrogatorio comenzó con una pregunta que me puso a temblar: “A qué se dedica usted…?”

Pasamos casi una hora en el figón aledaño. “Lo que sea, debo enfrentarlo”, les dije a mis acompañantes, a pesar de que los enviados de Virginia Armella insistían en que aguardara afuera un poco más porque los de la televisión ya venían en camino. En la entrada de la Pinacoteca había dos señoras muy repingadas que creí conocer, pero nunca identifiqué.  Lo que me aguardaba era más bizarro que surrealista y, en eso, Antonin Artaud se quedaba corto: tragafuegos, prostitutas, viejos desdentados, ciegos, cojos y acaso sordos, pordioseros, pepenadores, malabaristas callejeros, teporochos…  la Corte de los Milagros de La Alameda Central y sus alrededores.

Unas velas esmirriadas iluminaban la excapilla de San Diego. Nuncá llegó la luz, literalmente. La lluvia se convirtió en tormenta. En penumbra se sentían con violencia los goterones y rayos relampagueantes que, por instantes, alumbraban las caras del “respetable”. Los acarreados aguardaban expectantes en sus asientos. Bajo un murmullo extraño percibí el peso del silencio.  Al punto me di cuenta de que lo importante para ellos era que aquello terminara para atacar charolas y mesas dispuestas con las viandas. Pasé al estrado. Observé… La concurrencia me miraba abrazada a bolsitas de plástico muy bien dobladas en el regazo. El hedor era casi insoportable: gestos del hambre y picaresca pura atraída por la oferta de “vino de honor y ambigú”.  En los ojos inmensamente abiertos de Sofía, mi hija, leí una mezcla de asombro y desafío a vencer. Imposible negar que, al principio, se me puso la cara roja de vergüenza. La adrenalina me invadió de punta  punta. Gastón García Cantú, a excusa de su “mal estado de salud”, se sentó en la última fila, seguramente para salir huyendo.

Puse mis páginas al lado de mi bolso. Inhalé y exhalé. A sabiendas de que se trataba de una prueba de humildad, decidí improvisar porque de ningún modo les faltaría al respeto al negarme a hablar. La situación era difícil. Virginia desapareció. Me armé de valor y poco a poco comencé a contar una especie de historia para niños sobre el viaje de las palabras traídas por mar, la magia de la escritura, la fabricación del papel, el mito de Quetzalcóatl y la sabiduría de los antiguos toltecas. Reiteré el orgullo de su pasado, lo que cada uno compartía con una historia de dioses, de lenguas y prodigios. En la actitud respetuosa de esa gente que apenas parpadeaba y de vez en vez aplaudía a rabiar, como en las funciones de títeres en los parques, iba midiendo los tiempos y el rumbo del mensaje. Concluí con el relato del espejo humeante y los engaños de Huitzilopochtli…

Silencio total. Nadie se movía.

“Cuenta más…. Cuenta más”, se oyó un grito por ahí, salido de la penumbra. Luego, a coro: “sí, sí, cuenta más…” Y rocé la magia de la imprenta y el poder transformador de las letras…

Al final, todos contentos. La picaresca se apelotonó alrededor de los meseros y, a puños, comenzaron a llenar sus bolsas del súper con galletas, bocadillos y pastelitos, como fueran cayendo. Distinta a los tragones burgueses pintados en su mural por Diego Rivera, la Corte de los Milagros se hacía del vino blanco o apuraba el tinto intercalado de coca colas que bebían de corrido y cambiaban por la siguiente copa hasta agotar el último sorbo. Sin tardanza, corrían después a rodearme entre empujones con su bastimento bien surtido y mejor resguardado. En segundos las charolas se vaciaron. Inclusive ayudé a algunos a servirse. Un chimuelo de gorrita tejida llena de agujeros que exhalaba los humores de las cloacas me dijo, conmovido, que nadie, “ni los otros que vinieron antes” les “había platicado cuentos tan bonitos”. Con trapitos o falditas que mal y poco cubrían su pubis, un trío de prostitutas pechugonas con las medias rotas, escotes pronunciados y tacones pelados quiso sacarse “unas fotos con la señorita” para enseñarlas a sus amigas. “Ándale, Manita, no seas malita: arrímate para acá…” Y “Manita” se arrimaba, y sonreía y saludaba de mano o platicaba, según lo fueran pidiendo.

La “conferencia magistral” concluyó con una lección que me dejó llorando toda la noche. Sentí vergüenza por mi vanidad, por creerme superior, por mi falta de compasión, por tonta... A su vez me indignaba la farsa institucional. Al mismo tiempo experimenté un extraño alivio por haber hecho lo que hice y haber permanecido hasta el final sin correr al baño para lavarme las manos cada vez que alguien me tocaba.

Por su orden, a partir del día siguiente busqué a Guillermo Tovar, a Efraín Castro y a Miguel León Portillo. Les pregunté cómo les había ido. Los tres, entre evasivas y lugares comunes que revelan el supiritaco compartido, ni siquiera reconocieron que huyeron a tiempo al toparse con idéntico espectáculo. Los tres suspendieron su lectura y se fueron como llegaron: con sus papeles en mano, decididos a mantener en secreto la experiencia. Ninguno quiso hablar más del asunto. Le narré a Miguel lo sucedido y fue el único que lamentó no haber hecho lo propio. Al mes siguiente, Efraín publicó en un folleto mis Primeros papeles y Excélsior destacó el ensayo en Primera Plana.

Días después vino a casa Víctor Flores Olea. Con tamaña cachiza se disculpó por “no haber podido llegar; pero me informaron que tu conferencia estuvo muy concurrida y fue un éxito”. Sonreí: ¡los burócratas son increíbles! Sí, repuse, “el respetable agradeció como pocos. Los invitados comieron y bebieron muy bien y no me fui hasta despedir al último. Te agradezco la deferencia.” La vida es una broma y la política cultural, una mascarada. Esto de creerse intelectual es pura fantasía.

Si bien la conmemoración “oficial” de los 450 años de la imprenta en México se redujo a una experiencia inaudita, el mundo de las conferencias deja mucho qué desear en este medio: sabemos cómo comienzan, nunca cómo y entre quiénes terminan. Así como descubro auditorios llenos cuando especialmente en provincia publicitan el evento, otras veces los estrategos discurren hacerse en el momento de alumnos de secundaria y preparatoria para evitar que el conferenciante “se sienta como en casa”; es decir, en la soledad de su mesa de trabajo. Lo raro es tener que dirigirse al batallón de pordioseros, putas, cirqueritos callejeros y teporochos que, a cambio del “vino de honor”, estén dispuestos a participar de un espectáculo bizarro.

Invitaciones, sin embargo, nunca faltan. Tampoco la sorpresa habitual del anfitrión cuando le hago saber mis honorarios. “Cómo, maestra, usted cobra?” “¿Y usted no?” Contesto con ironía sin ignorar la respuesta, aplicable por extensión a colaboraciones periódicas y entrevistas: “Ya sabe usted cómo son las cosas… No tenemos presupuesto... Pero, por única vez, háganos usted ese favor…” Así es el surtidor de la cultura subsidiada que corre en paralelo a la oficial y sujeta al presupuesto proveniente del erario del Estado.