Martha Robles

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Ricardo Garibay, escalpelo en ristre, 2

De la Web, en La Jornada

Fondo es forma

Por hendiduras escapan el grito hondo y una sensación cercana al ímpetu exacerbado de contrición, propio de mentalidades católicas, no obstante su índole renegada. En páginas autobiográficas se considera víctima y representante del machismo que  llevaba en la piel, aunque a la par se la arrancara a jirones para “abrirse en canal” y mostrar el nervio de su dolor.  Era el signo en la frente, cruz de una historia imborrable por su crueldad, por la dureza que día con día, hora tras hora, va moldeando el alma infantil en medios donde se respira la humillación, se bebe ira a puños, a toneladas, en trozos burdos. Cólera que se atraganta con tantos prejuicios… La amarga infelicidad que surca las venas de un país sin identidad ni memoria, sin destino propio ni virtud asimilada. Por eso el medio lo divide en sus páginas, lo arroja a una dualidad que anda vagando desde tiempos inmemoriales, igual que la máscara que por cierto no frecuentó porque lo suyo era mostrar la mueca de una verdad horrenda y abominada. Víctima y victimario; sádico y masoquista a dosis extremas: el machismo no permite situaciones intermedias. Así es el estigma del macho devoto a pesar suyo, así el talante del que, por vez primera en nuestras letras, puede leerse y reconocerse, puede sentirse y comprenderse desde su fragilidad, en sus cimientos terrosos y en su conmovedora ingenuidad.

Admiró Garibay a los batalladores, a los pistoleros aislados, a los aventureros borrachos y a los mujeriegos que pueden matar en un arranque de celos. Pero su actitud en nada se parecía a la de un Borges ante el “compadrito” e incluso observador del gaucho bronco que esgrime el cuchillo y participa en pendencias. Borges nunca dejó de pertenecer a la otra orilla, la del testigo que ad-mira al matón y aprecia la valentía. En cambio Garibay celebró al macho-macho, de preferencia serrano, mejor si jinete, pero maloso, arrojadizo y envalentonado; "entrón", feroz y dispuesto a pelear, a aparentar una inamovible naturaleza de toro salvaje que pega y castiga a los débiles, aunque sufra él mismo el efecto de su hondo arrepentimiento tardío. Y en eso va la prenda de una obra de notable originalidad; una obra de gran aliento: reinventar una situación abominable, una forma de ser que, en mayor o en menor grado dirige el destino de la serpiente que repta en el alma nacional. Se trata de la culebra que interviene en la educación cotidiana y se aloja en el espíritu popular como una carcoma voraz y, como la carcoma, todo devora, a excepción de la piel delgada de su apariencia: endeble memoria de lo que fue, semblanza de la propia e irremediable oquedad y, por sobre todo eso, el trazo de una suerte de máscara sin rostro. Ya se sabe que los mexicanos viven huérfanos de identidad, que buscan aquí y allí sin atinar con la cara que los serene, que los libere de su ninguneo desdichado, de su no ser,  de ser “ninguno” a los ojos de los demás, así como de su atroz carencia de individualidad que arrastran como fardo desde los días coloniales.

Así las mujeres. A la hora de las verdades descubren en silencio y resignadas cómo son malos amantes estos brabucones que no hacen sino alardear y gritar. De preferencia procaces y marginados de la sensualidad, sus coitos -vertedero final de represiones simples o complejas- espejean su primitivismo. Tentados por la bajeza, su verdadera excitación sexual obedece al estímulo de la agresión femenina, mejor si ésta los desafía emulando el desdeñoso desprecio del macho. De este modo se establece entre ellos un correo de mensajes latentes que perpetúa tan sofisticada trama de bestialidad y cólera manifiestas. Es el impulso de penetrarla y zaherirla. Agresión implícita que enciende la imaginación de sus protagonistas para discurrir nuevas maneras de sometimiento o de mantenerse "a las vencidas". Otra expresión del “boxeo de sombra” (que tanto disfrutó), con el único fin de ver quién puede más, cuál de los dos es el que dobla al otro en un sistema amenazante de falsificaciones sucesivas que, a fin de cuentas, no tiene más intención que la de fingir lo que no se es y actuar tal fantasía  como si fuese genuina.

 

Vaginas dentadas

Trono de la venganza femenina, en el lecho se multiplican las causas del resentimiento con el que las esposas o las madres alimentan la conciencia de los hijos varones. Más todavía: poseedoras del secreto de la torpeza amatoria, indivisa de una personalidad falsificada, las mujeres administran a discreción un callado dominio que sabe cobrarse cada una de las vejaciones visibles mediante sutilezas que van discurriendo a modo de contrarrespuesta y según se asiente un código definitorio entre ellos. Este proceso explica cómo, al paso del tiempo y por encima de su creciente resequedad, la mexicana se autoprotege con una impenetrable coraza que no deja de entrañar un proceso autodestructivo. Poco a poco trasmuta en mandurrona sufrida, aguerrida feroz, resistente al dolor y siempre maternal, como saben serlo las bestias. Quizás en este perverso nudo de mutuos engaños e íntimas complicidades se origine un matriarcado fundamentalista, teñido de prejuicios sociales y fanatismo religioso, que gustosamente acepta el duro precio del maltrato sexual, así como los complementarios golpes físicos y humillaciones verbales, a cambio de ejercer, en su oportunidad, una melodramática, intolerante y devastadora regencia domiciliaria.

Orgulloso de su incuestionable virilidad, el hijo/amante, por su parte, interpone en el juego de las pasiones y los celos la causa de las mujeres para rivalizar con hombres porque en el fondo de este fenómeno se encubre una actitud profundamente homosexual. De preferencia ante testigos, las usa para zaherirlas y así incrementar su machismo por  sobre una doblegada mansedumbre femenina. Si rebeldes, él las domestica hasta "amansarlas" y ejercer sobre ellas su dominio irreverente. Conquista a las más rabiosas para mostrar a los otros cómo es hombre al someter mañosas. Macho entre los machos, sola la propia madre es sagrada; las demás, "viejas", “pendejas”, prostitutas despreciables, putas o al filo de emputecerse. Él es un "gallito de estaca", rey del gallinero, levantado ante los gallos, arisco y rijoso para que no lo confundan; sujetador de indóciles y agresor temible.

Contraparte esencial del macho, la mujer ejerce una dualidad tenebrosa entre la sumisión y el autoritarismo; entre el símbolo de la feminidad doblegada y la omnipresencia materna, cuyo poderío trasciende la sexualidad y se consagra mediante el alto y claro signo del dolor del vencido histórico que lleva a cuestas con heroica resignación. La esposa aborrece veladamente al ser que obedece, al hombre que adivina y complace con repulsiva devoción. Lo atiende en lo mayor y menor, especialmente en el coto domiciliario. Lo sirve con devoción y hasta lo mantiene económicamente en innúmeras ocasiones. Ya lo decían las abuelas: “todo hombre es mantenido de mujer”. Se pliega incluso a sus exigencias a cambio de transformarse en fecundo surtidor de desprecios. Nada más parir al primer varón para entregarse al cumplimiento de su laboriosa trasmutación en mamota eficaz, madrota silente en lo cotidiano, protectora de vástagos, inspiradora de un inacabable régimen de venganzas. Regenta domiciliaria, la madre humillada gobierna a su modo al cónyuge. Moldea con destreza su herencia de prejuicios y supersticiones. Ella es golpeada física y moralmente; abierta o sutilmente, pero nadie se atrevería a discutir su derecho a reconvenir al descarriado cuando se embriaga, cuando dizque se “juega la vida” en pendencias, "se larga con viejas" o no cumple en la casa. Se trata de ejercer una remota dualidad que revela indicios del vasallaje y atavismos de los antiguos mexicanos, de su compleja cosmogonía y de su pensamiento mítico que ya han sido asimilados, y por tanto modificados en nuestra actual cultura, aún teñido de un hondo primitivismo.

Precisamente mediante esa maternidad tramada de ambigüedad se reproducen los signos distintivos del carácter mexicano. Por ejemplo en la relación padre/hijo, desde luego distante durante una infancia generalmente feroz como bien lo narrara Garibay en Fiera infancia y otros años (1982) y en la estremecedora novela Beber un cáliz (1962), en cuyas historias alcanza notables niveles de complejidad porque confluyen la admiración y el odio, otra vez la dualidad trasmitida por la madre durante años de destilar resentimiento, fomentar revanchas y nunca separarse del esposo, jamás exigir justicia ni hacer nada efectivo para finiquitar, de una vez por todas, el estado de brutalidad extrema que la inmoviliza en la sociedad. El hijo aborrece a su padre porque "chingó" a su madre, la mancilló, la violó, la maltrató y humilló cuanto pudo. Lo admira por las mismas causas y secretamente hace suyos los contrastes y rencores, su expresión de violencia, su manera de aborrecer la vida, la sensibilidad, las normas y la razón. En su hora, sin embargo, el hijo trasmuta en el padre y la historia se repite con dramática puntualidad

La madre, por su parte, asume con naturalidad su condición de poseída y “chingada”, con una salvedad: resignada y trabajadora, únicamente a ella corresponde, a plenitud, la propiedad y el verdadero no obstante velado control de los hijos. Ella es la guía; la que ningunea a las hijas y les fomenta su servidumbre para que, de ser posible, también ellas mismas sean la madre/cultural que repite un drama secular que muy lentamente, quizá a cuentagotas comienza, en el siglo XXI, a adquirir otras modalidades femeninas. Ella es, sin embargo y en la actualidad con mayor énfasis en medios de medias o ningunas letras, la transmisora de un secular y profundamente femenino afán de venganza. Ella, la que enseña a los varones a aborrecer, a ajustar cuentas y pelear, a imponerse aun por encima del padre y a celar su memoria, su “buen nombre”. Un nombre que crece en la memoria deformada de los vástagos cuando el tirano se convierte en difunto. Entonces, desde la hondura de la tumba se completa el proceso mutilador del Padre-padre, ahora proveedor de anécdotas graciosas y hasta intrépidas que se repiten con nostalgia durante las sobremesas. Se lo evoca con signos de admiración, aunque en el vocabulario de las víctimas no existan términos compasivos para comprender las bajezas que se congregan en tan enredada obra de demolición de la dignidad o siquiera del respeto a sí mismo.

Tal ambigüedad, confusa si las hay, ha dificultado el entendimiento de este fenómeno. Describirlo no basta. Hay que padecerlo para calar su secreto, para “sentir” la gravedad  de sus efectos. Por eso el estado perfecto de cualquier mexicana es la viudez: viuda y honrada, fiel y templada por la memoria del finado; reseca, como los llanos, pero briosa, alimentada de por vida con rabia, con desasosiego, con rencor incurable. Así lo entendió y lo recreó con destellos artísticos Garibay en Par de reyes (1983), novela de una venganza, de un mundo, de un talante y, particularmente, de una viuda. Esa viuda magnífica por arquetípica, cuya metamorfosis maligna comienza al mirar, inerte entre cuatro cirios, el rostro de “su finado”:  “...un navajazo en la sombra". "Como toro. Pero deveras como toro..." Pasado el entierro, aparece el prodigio de una transmutación cultural que en la misoginia consuma la cabal conquista de su rencor: ..."Desde aquella madrugada se hizo cargo. Se hizo bronca y dura como bestia de monte. Como colmillos eran sus ojos, que nunca se cerraban. Como llamitas de infierno sus miradas. La sostuvo una idea fija y nudosa que creció hasta alisarse y ennegrecerse con el tiempo."

Acaso situada entre los años veinte y cuarenta del siglo XX, Par de reyes es la historia de dos hermanos que no podrían ser más distintos entre sí, pero que se “aparejan” cuando ven morir a su padre, víctima de una emboscada. Reynaldo y Valente de Hierro crecen alimentados por la mano materna quien, bocado a bocado, consigue penetrarlos del afán de venganza que encarece su maternidad, su viudez sostenida por la obsesión de la muerte. Las llanuras desérticas del noreste mexicano son el escenario perfecto para aislar el signo del odio que Garibay disecciona como si una a una levantara capas del ser hasta atinar con el nervio de una realidad delirante. Obra maestra, Par de reyes trasciende el género de la novela por esa habilidad suya para presentar y representar el drama de una cultura que se antoja sin redención.