Martha Robles

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Señor Presidente: aquí mi piedra

vanguardia.com.mx

Entre la tormenta económica anunciada por Agustín Cartens, “el efecto cucaracha” de rateros narcotraficantes, violadores y asaltantes, así como de asesinados y descuartizados a puños, niños y jóvenes robados o desaparecidos, normalistas quema-camiones que exigen plazas a perpetuidad a cambio de no matar rehenes y secuestrados, gobernadores y burócratas que hurtan a sus anchas, poderes que derraman pus y, si algo faltara al pudridero, la construcción a costa de “mordidas” de mega edificios en calles y barrios inadecuados...  Esto  y más horrores definen nuestra realidad. La causa: las autoridades no sólo no cumplen con su deber ni permiten que los demás lo hagan de forma honorable y decente; tampoco  respetan a la población ni se hacen respetar. Y lo peor: se corrompen y corrompen al actuar amparados por la impunidad que hace del Poder Judicial el mayor cómplice de la criminalidad.

Abominable desde lo aparente hasta sus venas recónditas, el sector público es la medida de lo que hemos descendido; es decir, a honduras sin precedente en nuestra historia. Problemas graves ha habido, pero ni en el atribulado XIX encontramos algo comparable a la actual rapacidad de los tres poderes y sus dependientes y correligionarios. Alianzas, complicidades, encubrimientos, una democracia tan espuria como subsidiada a costa de la pobreza extrema, hipocresía, mentiras y más mentiras que tragamos como sapos: el inframundo que nos devora supera el imaginado por nuestros antepasados. La corrupción es el cáncer terminal del sistema político mexicano. En consecuencia, podemos afirmar que para bien o para mal, este estilo de gobernar ya no tiene reservas que puedan salvarlo.

¿Qué, cómo sigue? ¿En cuánto tiempo?  ¿Qué esperar? ¿Qué anhelar? Por lo poco o nada previsores que hemos sido - quizá porque “el extraño enemigo” nos lanzó esa tremenda maldición-,  debemos reconocer que, como nuestros abuelos remotos, las actuales generaciones seguimos condenados a la improvisación. A diferencia de otros países que no dejan de asombrarnos por su ímpetu y capacidad de recuperación, en general nuestra cultura no es que ignore, más bien odia el voluntarismo, la disciplina, el espíritu de superación, el orden racionalizado, la constancia, el respeto a la autoridad y, en suma, lo que requiere la  “ingeniería social” para dirigir un proceso de desarrollo con progreso y bienestar. 

Estamos en vilo, enojados y gritando, pero inactivos en lo esencial. No hay indicios de un modelo de país ni de democracia; tampoco interés por crear instituciones estructuradas, confiables, sanas y preparadas para actuar en situaciones críticas. Falso de toda falsedad que todos los mexicanos seamos corruptos, como sancionó con total ignorancia y torpeza el errático Peña Nieto. Inclusive nos invitó a “tirar la primera piedra” a los que estemos libres de este mal: petición por demás estúpida, por no detenernos en desentrañar su profunda inmoralidad. Pues aquí está mi piedra porque no acepto bajo ninguna circunstancia que me incluya en su rasero. Somos una muchedumbre los que, desde la cuna, podemos afirmar que literalmente no hemos cometido un acto de corrupción, a pesar de que hayamos tenido la ocasión de hacerlo. Lo grave, sin embargo, es que los defensores de la decencia somos las mayores víctimas del mal que nos aqueja, además de no ser considerados indispensables en la única reparación posible de la sociedad.

 El caos persiste en la correspondencia de ineptitudes entre poderes, deberes e individuos. Inmersos en la peor situación sociopolítica de nuestra historia, entendemos la enfermedad, reconocemos las causas y sus procesos pero, por desgracia, no vemos  médicos dotados ni medicinas milagrosas para abatir la pandemia que está arrasando con el territorio y buena parte de su población.

Este fracaso social deja al desnudo el engaño acumulado y aún acumulativo, del sistema político que se gestó tras el Levantamiento armado y, refinado a conveniencia, alcanzó nuestro días bajo la máscara dual del pluripartidismo y la dizque democracia: dos brazos impresentables del carácter delincuencial que lo único que nos ha dado a la ciudadanía es miedo e inseguridad absoluta.

Sea cual fuere el origen partidista de funcionarios con poder de decisión o de intervención, todos participan directamente en el proceso de descomposición social: unos por inmoralidad y otros por complicidad u omisión.  Los peores gastan fortunas en publicidad engañosa para convencernos de cuán honrados, mesiánicos, trabajadores y ungidos son para redimir a este pueblo de agachados. Aquí, donde tanta falta hacen escuelas, hospitales, alimentos, vivienda y lo fundamental, gastan cantidades indignantes en propaganda personal y electoral, en subsidios a partidos zafios y sueldos a legisladores y empleados de sabe Dios qué en la burocracia.

Nada más abominable que el lenguaje de correspondencias entre el mentiroso con mando y los gobernados taimados. Templada en el insulto y la bajeza, a la gente de a pie corresponde hacer cambios en los usos y abusos del poder. Recordemos que el tirano vive hasta que el humillado quiere. No se trata de aguzar la furia social, sino de cultivar y hacer cumplir los deberes cívicos, empezando por el cumplimiento de las normas que con tanto cinismo y facilidad violentan quienes primero que todos están llamados a resguardarlas. Exigir sanciones y juicios para los que delinquen y no permitir privilegios en la administración de justicia. ¿Improbable? Quizá si, en esta circunstancia, pero eso es lo que tenemos que modificar: la circunstancia.

Yo daría cualquier cosa por no volver a estos temas, pero nadie puede dejar de padecer el pudridero cuando la cloaca rebasa los aparejos. Aunque no es la razón ni el conocimiento lo más apreciado en estos tiempos oscuros, no me cansaré de insistir en que, como aprendimos de los clásicos, la política es el arte de lo posible: eso y ninguna otra cosa es lo que debemos exigir como única vía de conciliación entre gobernantes y gobernados.  Empecemos por no elegir tan ostensible escoria. Busquemos políticos, no simulacros. Y no se llamen a sorprendidos cuando “el elegido” saca las garras y enseña el rostro porque ya bien lo decía Unamuno: el progreso consiste en renovarse, y a un pueblo sólo se le convence de lo que quiere creer y convencerse. No podemos ni debemos caer otra vez en la trampa donde los idiotas y los sinvergüenzas pretenden ser la medida de nuestras aspiraciones.