Martha Robles

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Un tiempo raro

En pleno confinamiento en el centro de la CDMX. Foto de animalpolítico.com

Con mascarilla, la cara se volvió rendija para sobrevivir sin movernos por el mundo. De marzo en adelante las ciudades se convirtieron en focos de contagio y las casas –grandes, pequeñas, inhóspitas o gratas- en refugios para, supuestamente, protegernos del virus adueñado del planeta. Ventana afuera, al menos en principio, las calles exhibieron un paisaje atípico, sin el run run de los transportes, sin voces, sin sirenas ni ruido de fierros y  motores. Como las vidas de los otros, también se enrarecieron las palabras. Sin dejar de pensar en lo que los espejos fueran para Borges, cualquier reflejo se hizo abominable. No más chismes ensanchando los lenguajes porque así como evitamos el contacto de los cuerpos y los trabajos presenciales, las letras también se encerraron en los libros. De la noche a la mañana y al menos para algunos, las páginas recobraron importancia.

Cada mañana exploro lo distinto en textos para no ceder al sopor expansivo de la murria. Si no asoma el síndrome de Bartleby, el Quijote delirante halla sitio entre los cuentos árabes; así surgen nuevos nombres, ideas y reflexiones sociológicas.  De no ser por los afectos perdidos, por los duelos a distancia y la cantidad de referencias que me espetan lo contrario, creería que los relojes se pararon y que quedamos atrapados en el muy borgeano “letargo infinito”. Tuvimos que llenar las horas con música, poesía y recetas de cocina. Recluidos, el tedio no tardó en manifestarse. La tv resultó repetitiva y el Zoom se hizo indispensable. La vastedad de google confrontó el vicio infame de consultarlo todo y, a querer o no, mientras nos resistimos a limpiar armarios o a depender de las escobas, por fin cedimos a una cabal incertidumbre.

Pronto la gente, por montones, se cansó y volvió a salir como si nada, como si el bicho no existiera. Los meses y las noticias transcurrieron con evidencias agravadas de lo que es vivir en países atrasados. Asolados por la crueldad de los hechos y una pésima administración, tuvimos que aplicar las propias normas y confiar en el juicio no de los políticos, sino de los mejor capacitados. El gobierno no se sustrajo del vicio de mentir para abonarse adeptos y, aun en lo más apretado de la crisis, el mismo Presidente se ha atrevido a asegurar que no empeora la pandemia, que “la curva” desciende y “el pueblo bueno” es feliz. Como en los cuentos negros, los peores no solo han dado rienda suelta a sus instintos, también han multiplicado los infiernos familiares.

Se perdió la cuenta de los feminicidios, así como de asesinatos cada vez más pavorosos, asaltos, robo de personas y crímenes a cargo de narcos, sicarios o parientes golpeadores. Ante el cúmulo de exigencias y denuncias, además se omitieron cifras de niños maltratados, ancianos desamparados y enfermos de cáncer sin acceso a medicinas.  Ante panorama tan brutal, el gobierno decidió negar el lado oscuro de lo real. Mientras tanto, los confinados nos balanceamos entre la espera y la esperanza, sin que por ello existan para nadie garantías de nada.

 El dramatismo pierde eficacia en una cultura que juega con la muerte desde tiempos ancestrales; y cuando no juega, le rinde culto o se pliega al prejuicio de que “la vida no vale nada”. Eso explica la naturalidad con que la mayoría desafía los riesgos. Cuando durante años los asesinados se han acumulado por decenas o cientos de miles sin tener siquiera el registro de sus nombres, la cuenta de caídos por Covid y la subsecuente deficiencia de recursos dejan de ser intimidantes para quienes se creen inmortales. Por eso “el pueblo bueno y sabio”, como lo califica el Presidente, no solo no acepta el confinamiento ni el uso de mascarillas y medidas sanitarias, sino que se aglomera en tiempo de posadas en plazas, mercados y en cualquier espacio frecuentado por la Parca.

Ya se sabe que esta es una cultura que tiene por patrona a la Calaca y que, a la par de la Guadalupana, la Santa Muerte es acreedora de devociones peculiares. Se puede suponer que la popularidad del Mandatario se debe a que él mismo –representante de quienes descreen del saber y la razón- se burla de las advertencias de los médicos, de la sensatez, de la democracia y de su deber de garantizar el bienestar de los gobernados. Así queda claro que, en tiempo tan raro, cada uno es responsable de su descuido o su cuidado, de su contagio y de curarse o morirse como pueda o “como le toque”.

Con tantos muertos y enfermos, trabajadores a la baja, negocios en quiebra, mascotas abandonadas, deserciones escolares, fracasos educativos y robos, muchos robos directos y mediante delitos digitales, se prefirió mirar para otro lado. Ya no sabemos qué es lo peor: si las deficiencias generales de la sociedad o el cúmulo de funcionarios ineptos en el momento más inadecuado. Saturados, sin medicamentos, sin personal sanitario ni equipos suficientes, en los hospitales se hacen cotidianas las escenas dantescas, especialmente cuando por falta de espacio o de recursos, los enfermos mueren en la calle o en sus coches porque no hay manera de ser atendidos. Y no se diga de lo que cobran los privados, pues no sueltan al difunto ni al convaleciente hasta corroborar que se ha despellejado por completo a los parientes. Aun así, la marca del atraso acumulado encuentra modo de exhibir sus miserias a la hora de las catástrofes, sin descontar inundaciones y otros daños provocados por el cambio climático.

Quizá no funciona en el aquí y ahora de México la vieja creencia de que las crisis anteceden a las grandes decisiones. Si se antoja terriblemente dramático escucharlo decir que la pandemia le cayó al Presidente “como anillo al dedo”, ya no resulta inaudito. No ha faltado la opinión de su esposa, quien agregó al todo está bien y demás sandeces que los que tienen que morir se mueren. En suma, todo ha sido muy raro en estos meses con principio y sin fin. Lo innegable es que son incontables los enfermos y que no hay camas, medicamentos ni hospitales suficientes.  

Como ratones asustados, la gente tuvo que esconderse y estar consigo misma: “soledad insoportable”, se repite, mientras que el wi fi y las pantallas demuestran que ni aulas ni espacios de trabajo ni prácticamente nada de lo que se tenía por insustituible eran en verdad indispensables. Pasada la novedad de los primeros días, las semanas se alargaron de más en los países pobres.  Quietos hasta lo posible, advertimos que el virus fatídico también ha creado nuevos lenguaje y distintas maneras de estar y relacionarse o no estar y dejar de relacionarse. Nos impuso otras rutinas y nos obligó a reparar en múltiples vicisitudes ya probadas por nuestros ancestros, sin descontar las consecuencias de las migraciones, las plagas, las hambrunas ni las guerras.

Obligados por añadidura a meditar el trasfondo del símbolo del burka, estamos aprendiendo a vivir con los ojos bien abiertos para mirar y ser mirados, aunque sea al través de la rendija. Descubro así que todo es paradójico: si la máscara ancestral ha ocultado nuestro verdadero rostro, por las mascarilla hemos descubierto el yo verdadero y el alma de las cosas. ¿Será este bicho el que además de todo lo demás, nos enseñe de una vez por todas a dejar de temerle a la verdad? Lo único cierto, hasta ahora, es que todo este tiempo es raro, muy raro.