Martha Robles

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Yourcenar, otra vez: De la verdad y lo bello

Cómo se salvó Wang-Fo. elbarrionuevo.com

Enero avivó mi nostalgia del instante en que Marguerite Yourcenar me hizo partícipe de los misterios del ser. Primero tendió el puente hacia la noche. Dispuso después un lienzo con las claves del mundo y, dueña del arte de la palabra, me permitió ver por primera vez lo tantas veces visto sin ser mirado. Era el Hombre y lo mucho por descubrir, empezando por su drama existencial: no Alexis ni el imperial Adriano, sino un atormentado en el revés del poder; no el alquimista Zenón, sino el de la vida errante; no la vengadora, sino la trágica Clitemnestra y así más, hasta dar con la hija del peculiar cincuentón Michel-René Clenewerck de Crayencour, experta en un si no mostrarse en su Laberinto del mundo. Decisivas en mi vida y en mi formación, en sus obras disfruté la comunión entre escritora y lectora. A vuelta de páginas experimenté, en toda su plenitud, el milagro de la literatura.

Al tiempo diría Amos Oz a José Gordon que hay momentos pasajeros en que se caen las máscaras, y podemos vernos uno al otro. “Algunas veces a través de la literatura, algunas veces a través del amor, algunas veces a través de la curiosidad.” He frecuentado las tres vías. El prodigio de la comunión es como el rayo: estruendo fugaz, raya en el firmamento, deslumbramiento; y después, lámpara de luz en el alma.

Por su mansa intensidad supe que enero era ideal para recobrar sensaciones, recobrándome, en sus Cuentos orientales. Releí lo que he publicado  sobre Yourcenar y confirmé que una historia no tiene principio ni fin, solo estaciones que se anudan a golpes de vida. Quedé tentada a reescribir pasajes de mi ensayo sobre esta autora, incluido en mi libro Mujeres del siglo XX.   Reconocerla en el anciano pintor Wan-Fô me estremeció:  Que erraba por los caminos del reino de Han acompañado de su discípulo Ling. Durante la noche contemplaba los astros y en el día caminaba con lentitud para mirar las libélulas. Llevaba en su ojo la palabra esencial. Al nombrarla la convertía en trazo, en figura de luz y paisaje de fundación. Amaba la imagen de las cosas, no las cosas en sí, y ningún objeto le parecía digno de poseerse a no ser pinceles, tarros de laca y rollos de seda o papel de arroz, en cuya superficie cabían la bóveda celeste, montañas nevadas, ríos en primavera o la luna en verano.

Silencioso, descubrió la contemplación. Al alcanzar la vejez supo que la poesía subyace donde la mirada común no penetra y lo intocado y puro permanece. Él vislumbraba un rayo oblicuo, hendiduras que atesoraban matices, colores o sombras que desplegaban un mundo distinto al mundo ordinario. Abominaba lo aparente que empequeñece a los hombres hasta borrarlos. Como el taciturno artista que exploraba el gesto de los borrachos, Marguerite usaba el lenguaje como si el silencio fuera pared y las palabras colores destinados a embadurnarla. Representaba lo real e irreal, fiel a señales que pedían ser nombradas. Hilaba historias donde el paisaje era el alma y su pincel el Verbo.  En su fervor por lo sagrado relacionaba el principio y el fin.  Era alto su sentido de la creación: dar a luz, iluminar la tiniebla y la vida. Tal el portento del Verbo como recuento de olvidos.

Wang-Fô y Marguerite absorbían el esplendor y la sombra. Apuraban hasta el último aliento la geografía del espíritu y ella consagraba el lenguaje. Análoga al efecto que causaba el anciano, su luz proyectaba destellos magníficos en seres y objetos opacos. Mujeres borrosas, hombres que en soledad cavilaban sobre el destino, huellas del sufrimiento, la sorpresa que Fortuna reserva a quienes se prueban en el amor, en el desamor, en la esclavitud, en el poder o entre afanes de libertad: todo adquiría en sus páginas tonalidades vivificantes.

No que el avezado pintor ni la pluma sutil que lo recreó inventaran un mundo distinto al mundo de hormigas, pájaros, árboles u hombres y mujeres sumidos en la costumbre del ocaso y la aurora; es que los dos percibían el resplandor y el susurro. Calculaban la intensidad de una pausa o el sigilo abultado.  Afinaban la sutileza en la turbiedad: justo lo que depura la vista o el oído del verdadero artista. Inclinada como Wang-Fô al arte del retrato, ella soñaba con la figura ideal. Al descubrirla en la levedad de la joven esposa de Ling, el viejo pintor provocó que su vida se marchitara. También la escritora causaba reacciones insospechadas en sus lectores. Criatura frágil, creyente en los presagios, la muchacha murió frente al lienzo recién pintado. Su natural  supersticioso no resistió mirarse como hada entre las nubes del poniente, porque sabía que las hadas estaban reservadas a los muertos. Y Marguerite también congregaba símbolos, mitos y voces que distinguían al modelo. Elaboraba historias, relatos y poemas biográficos que resaltaban la esencia del ser en su lucha contra el misterio del tiempo. Esto transcurría durante procesos en los que sus personajes comenzaban con la agonía y concluían en la muerte. La memoria era lienzo y el pensamiento guía en etapas de penumbra y claridad.  Así homologaba trayectos equivalentes al embate  de la flor contra el viento: una de la sutilezas mejor logradas de Wang-Fô al significar el dolor tras la pérdida de un gran amor.

El anciano oriental subsistió gracias al comedimiento de Ling: un alma pura que, aun sin comprender la ventura de la creación, apreciaba lo sublime de su maestro. Así, en tanto el inexperto discípulo renunciaba al pasado para seguir por el reino de Han al artista cansado de una ciudad donde las caras ya no podían enseñarle ningún secreto de belleza o fealdad, Marguerite Yourcenar aceptó la amorosa y terrible solicitud de Grâce Frick para vagar libremente por donde pudiera rescatar su carga de olvidos.

La fama de Wang-Fô avanzó más rápidamente que sus pies. No tardó en convertirse en leyenda por la magia de sus pinceles.  Con ellos iba extrayendo la humedad de las lluvias, el temblor del rocío o el resplandor colorido que anticipaba el amanecer. Daba vida a sus temas con un último toque de color que añadía a los ojos de sus retratos. Los sacerdotes lo honraban como un sabio y el pueblo lo temía como a un brujo. Él se alegraba por suscitar controversias y aprovechaba el río de opiniones para estudiar gestos de gratitud, de miedo o veneración. Un día los agentes del poder imperial irrumpieron en su aislamiento. Acosado, el viejo intuyó que algo tremendo estaba por suceder. Cuando los soldados ataron sus manos para llevarlo frente al Hijo del Cielo, el anciano gastó sus últimos ratos de libertad para contemplar el leve rayo de luz que se atravesaba en su sombra. Parado frente al único ser cuya jerarquía obligaba a los súbditos a bajar la vista, advirtió que la perfección del silencio que reinaba en el palacio prohibido era tan sugerente como los colores y la sapiencia de los antepasados reales.

Su delito: hacerle creer al emperador que el reino de Han no era el más hermoso de los reinos; asimismo que él, aunque sentado en su trono de jade, tampoco era el emperador, sino una figura ensombrecida por retratos y paisajes extraídos de lados ignotos. Wang-Fô escuchó en voz del monarca el relato de cómo, desde su niñez, supo que el único imperio que valía la pena reinar era aquel donde penetraba el artista por el Camino de las Mil Curvas y los Diez Mil Colores. Un mundo irreal, al que llegó a aficionarse porque su padre reunió para él una colección de sus pinturas en la estancia más escondida de su palacio. “En aquellas salas me educaron a mí”, agregó lamentándose. En su presencia, los retratados nunca bajaban los ojos. Así lo obligaban a ser mirados. Agregó además el emperador que su padre dispuso una gran soledad a su alrededor para permitirle crecer. Y para evitarle las salpicaduras humanas, alejaron de él las agitadas olas de sus futuros súbditos.

A nadie se le permitía pasar ante su puerta, por miedo a que la sombra de cualquier hombre o mujer se extendiera hasta su cuerpo consagrado. Así descubrió que los colores pintados se reavivaban con el alba y palidecían con la caída del sol. Inspirado por el paisaje cambiante de Wang-Fô, el heredero imperial quiso conocer sus provincias. Empero, sacudido en su litera por los caminos de barro y piedras, nunca encontró jardines poblados con mujeres parecidas a las luciérnagas ni había belleza en los arrozales. Nada se parecía a la perfección de verdes y amarillos que se mecían por el prodigio de tan amados pinceles. Ni siquiera vio algo cercano al rojo granada con  que el artista pintaba la sangre de sus soldados muertos. Con desaliento comprobó que el arte nada tenía que ver con el charco pastoso bajo cuerpos putrefactos. “El mundo es un amasijo de manchas confusas”, le increpó al anciano sin contener su furia. “Sólo tú reinas en paz sobre unas montañas cubiertas por una nieve que no puede derretirse y sobre unos campos de narcisos que nunca se marchitan.”

Y por haber logrado que el infeliz gobernante se asqueara de lo que poseía y deseara cuanto jamás podría poseer, decidió quemarle los ojos y cortarle las manos porque los primeros eran dos puertas mágicas que abrían su reino idílico, y las manos dos caminos divididos en diez bifurcaciones misteriosas. Wang-Fô corroboró hasta dónde podía ser odiado por hacerse amar. Sintió en su corazón que la muerte sellaba su búsqueda de perfección. Al verlo amenazado, saltó Ling contra el emperador y desenfundó su cuchillo en un acto de devoción. Amagado por los soldados, el valiente discípulo fue decapitado a los pies de Wang-Fô. El artista admiró la hermosa mancha escarlata que dejaba la sangre sobre el pavimento de piedra verde.

Antes que permitirle llorar, el Hijo del Cielo le ordenó reservar lo que le quedaba de luz para concluir una pintura que superara al resto de su gran colección. En ella consumaría su dolor. Le trajeron una compleja pintura que el artista no pudo concluir en su juventud, porque el paisaje reflejaba su frescura de alma. Entonces era inexperto. No habían descendido hasta sus pinceles el sufrimiento, el desaliento de la vejez ni la proximidad de la muerte. Al observarlo, Wang-Fô comprobó que si, al lienzo le faltaba impregnar tristeza en las piedras tendidas en los flancos desnudos del mar.

Absorto en su arte, tiñó de rosa el borde de una nube que se alejaba. Añadió unas pequeñas arrugas al mar para disminuir su serenidad. Suavizó el oleaje con trazos azules y blancos, mientras se iba mojando la superficie en la que estaba sentado. Delineó la frágil embarcación que apareció en un primer plano de aquel rollo de seda y, al ritmo de pinceladas extraídas del fondo del corazón, se oyó en el recinto el ruido acompasado de remos sobre las olas causadas por su visión. Unas gotas temblaban en el borde de la madera sostenida por el barquero. Reinaba el sigilo. Estupefactos, los testigos no atinaban si contemplar o moverse. Hacía tiempo que el hierro con el que  iban a quemarle los ojos se había apagado.  El agua cubría los hombros de los nobles y funcionarios que lo rodeaban. El silencio era tan profundo que podía oírse el caer de las lágrimas. El paisaje pintado cobraba vida, se adueñaba del universo y todo allí, en el cuarto del trono, se modificaba por el prodigio del genio. El pintor mojaba con seguridad y con prisa el pincel en la sangre del joven que poco a poco se iba espesando.

En la escena recién transformada el remero era Ling, en efecto, aunque luciendo una extraña bufanda roja en su cuello. Aproximándose a la orilla pintada, desde el lienzo el joven tendió la mano al maestro para ayudarlo a subir a la barca. El techo de jade se reflejaba en el agua mientras el anciano observaba, tal y como le indicaba el discípulo, que había bastante mar en la seda para ahogar un imperio. Todos perecerán, alcanzó a decir Ling, “aunque el emperador conservará un poco de amargor marino en su corazón”. “Partamos, maestro, al país más allá de las olas.”

Wang-Fô se hizo del timón y Ling se inclinó sobre los remos. Su cadencia llenó de nuevo la estancia. En tanto y los dos se perdían en el lienzo, disminuía la humedad en el recinto imperial. Algunos charcos brillaban en el pavimento de jade. Disipados sus rostros, la barca, el surco y todo volvió a cerrarse sobre el mar inmóvil. Luego  desaparecieron los dos, borrados por la distancia, en aquel océano de jade que Wang-Fô pintó para ser absorbido por su obra maestra.

Yourcenar también creó su mar de jade, su barca y su espacio sagrado.  Discurrió  palabras distintas a las comunes para oídos de barro. Buscó la belleza y atinó con el hombre. Retrató ciertas vidas y encontró que el espíritu es el mar cambiante de las edades que concluye en la muerte. Leyó el tiempo como carta para navegar el espíritu. Eligió el penumbroso y solitario Maine para fusionarse al paisaje. Allí, en su mítica isla de los Montes Desiertos, encontró con Grâce Frick la naturaleza en su máxima desnudez y un santuario ideal para reinventar el pasado. Era una artista.