Martha Robles

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1968, tan lejos y tan cerca

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Hay fechas cifra en todas las historias. 1968 es una de ellas, aunque en unos países más que en otros y de maneras y por causas y consecuencias diferentes. Asociado a cambios trascendentales, a partir de que el año se selló con una siembra de sangre, de represión y de cadáveres, la memoria juvenil comenzó a incorporar el Movimiento Estudiantil a la lucha por la democracia mexicana, empezando por la defensa de la autonomía universitaria, correlativa a la libertad de expresión.

Cargado como estuvo de ingredientes reales, circunstanciales e imaginarios, 1968 comenzó a mitificarse después del estallido de dos fuerzas inconciliables: la urgencia de derechos y libertades, representada por la primera generación de una sociedad de masas que avanzaba hacia la vida adulta carente de oportunidades y garantías vitales  y, desde el extremo opuesto, el poder absoluto, conservador e intransigente, de un régimen presidencialista con más capacidad represora que imaginación política y con mayor apego a técnicas dictatoriales que sensibilidad para percibir el curso transformador de los tiempos.

Dado el atraso nacional imperante y la supeditación de sindicatos, empresarios, prensa y “fuerzas vivas”  al Sistema, era impensable no se diga un diálogo –como se pidió reiteradamente a los representantes del Mandatario-, sino cualquier solución civilizada al conflicto, por sencilla que fuera, porque según el estilo aún inamovible de gobernar cualquier “concesión” significaría ceder a las presiones y exigencias estudiantiles: algo que, por descontado, se consideraba “un signo de debilidad de la autoridad del Ejecutivo”. Ésta, en realidad, no era más que una muestra extrema del  autoritarismo, legitimado por la estructura del Partido “revolucionario institucional”. Un partido único y sin sombra de discrepancia, no obstante la oposición limitada, que paradójicamente avalaba el desarrollo contrarrevolucionario y evitaba el curso benéfico de las instituciones.

Nunca, por consiguiente, quedó más clara la contradicción esencial del  moderno Estado mexicano. Así pues, lejos de garantizar el compromiso social de la Revolución durante el agitado 1968,  los tres poderes de la República se concentraron en contravenir los principios que lo dotaban de sentido. La reacción oficial, fiel a la costumbre, en vez de fluir hacia adelante ante los grandes conflictos reactivaba el efecto paradójico de “avanzar hacia atrás” o “ascender cayendo”: característica de lo que con buen tino, años después, Mario Vargas Llosa definiría como “dictadura perfecta”.

Eso, por sobre la complejidad que distinguió al mayor estallido de inconformidad juvenil de nuestra historia, es lo que considero más valioso del ’68:  su vitalidad implícita, ya que todavía pervive en la memoria colectiva como divisa de ruptura con el carácter cerrado de nuestra sociedad. Más que democratizador, hay que reconocer que el ’68 dejó sin síntesis posibles las contradicciones del Poder. Un poder que, desde el autoritarismo, se ostentaba “revolucionario institucional”.  Un Poder impune con el poder absoluto de matar. Un poder sexenal aferrado a su eje fijo y habituado a cerrar filas con lujo de violencia alrededor del modelo contrarrevolucionario de gobernar. Un modelo que se iría autodestruyendo en la medida en que la población crecía en número y  disminuía en capacidad para satisfacer su explicable exigencia del desarrollo con progreso.

Este choque de posturas inconciliables culminaría casi treinta años después del Movimiento Estudiantil con el declive –ahora irremisible- del PRI y el ascenso de la partidocracia.  

Confrontadas a la luz de los inminentes Juegos Olímpicos, las partes en pugna extremaron su respectiva pujanza en  el forcejeo entre una juventud heterogénea, no obstante unificada por su antigobiernismo aunado a  la necesidad de apertura,   y la estructura piramidal del Estado, bajo el irrestricto control del presidente Díaz Ordaz. Prolongado si los hubo en el turbulento siglo XX mexicano, el ‘68 no solamente superó en significación y trascendencia al también sangriento conflicto por la autonomía en 1929, sino que exhibió lo que ya era imposible ocultar, aunque no se podía o no se quisiera aceptar: de una parte, que el Sistema carecía de recursos para satisfacer demandas que exigían agudeza, visión, imaginación sociológica y aptitudes para comprender, planificar y activar la inaplazable ingeniería social; de otra, que ya pesaban las evidencias de que tanto la presión como la influencia del exterior –y en especial de los Estados Unidos- afectaban varios aspectos de la vida en común:

1) Las aspiraciones inmediatas de las generaciones en ascenso,

2) La creciente industrialización, con el correlativo fortalecimiento de la iniciativa privada y el desarrollo de las clases medias y,

3) un desmesurado y caótico crecimiento de las ciudades, encabezado por la centralización económica y política del Distrito Federal. Agréguense a las contradicciones del Régimen el imparable fenómeno del Mass Media; es decir, la comunicación inmediata de lo que ocurría, se descubría y/o se cuestionaba en cualquier parte del mundo, gracias a los medios masivos de comunicación: recurso de concientización prodigioso que el autoritarismo, en México, se apuró a sujetar, controlar, perseguir y corromper con la torpe pretensión de conducir su efecto crítico y el apetito democratizador de las masas.

Represión, pues, como alternativa del diálogo y sustituto de cambio razonable que hubiera regulado el crecimiento  del país, sin las desigualdades extremas y la corrupción que ya nos ahoga. Ante el dramático desenlace del Movimiento Estudiantil, por lo tanto, la agresiva y no menos estúpida y filicida  reacción del gobierno de Díaz Ordaz y su cohorte de validos contribuyó a mitificar el suceso. De suyo, cual corresponde a los mitos, el construido popularmente alrededor de 1968 se diversifica y enriquece en el tiempo gracias al vox populi, inclusive como divisa de la democracia por venir. Así se atribuyó al Movimiento el eje generatriz del gradual, pero inevitable, declive del régimen presidencialista. Así también se confirmaba la inminente caída del estilo personal de gobernar, inclusive, en la medida en que se dificultaba cualquier expresión democratizadora en una sociedad de pobres recursos cívicos y más precarias aptitudes para consolidar la ciudadanía.

Dada la ineficacia institucional, la corrupción sindical y su alianza con el Sistema como  “brazo electoral del PRI”, parecía imposible encauzar cualquier lucha liberadora, salvo mediante el ejercicio crítico de intelectuales, universitarios y periodistas, a pesar de las consecuencias de sobra conocidas.  Al ´68 siguieron, por consiguiente, los años del ascenso de la prensa politizada, aun por encima del control oficial tanto del papel como de la prensa y la distribución de publicaciones.  Aunque las “oficinas de prensa” se encargaran de intimidar, amedrentar, corromper, “persuadir”, disuadir, perseguir, “desaparecer”, “sugerir”, golpear, causar “muertes civiles”, ninguneos, difamaciones, etc, a nombre de la defensa del Estado ninguna acción represora consiguió frenar a las sin embargo amenazadas voces críticas. Así pues, puede decirse que el ’68 fue un factor importante a favor de la democracia, pero en caso alguno determinante ni único, ya que esta larga, accidentada e incompleta batalla civil comenzó en el siglo XIX y, a costa de grandes sacrificios populares y personales de muchos valientes, continúa sin atinar con algo más que soluciones electivas en las urnas, carentes de madurez institucional.

 Sin embargo y como en todo mito, hay que insistir en que el construido y abultado en torno de 1968 tiene un fondo de verdad, incluidas sus múltiples versiones. Éste, inseparable de las características intransferibles de los Baby Boomers, está colmado de interpretaciones, sucesos extraordinarios, hazañas fastas y nefastas, poderes oscuros, héroes más ficticios que reales, monstruos, manipulaciones oscuras, protagonistas que se inventan o  reinventan y sueños, muchísimos sueños que revelan las aspiraciones incumplidas de una población largamente subyugada. Hay que agregar, finalmente, que además de su significado social, psicológico y político, el ’68 contiene una enorme carga emocional que ha dotado de identidad no a una sino a varias generaciones.