Martha Robles

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A propósito del infierno

El grito. Edvard Munch

Concentrada en descifrar uno de los mitos más ricos e incesantemente renovados, descubro que no es el ave Zu de los remotos sumerios el amo del terror. Tampoco son las feroces Irinias las que discurren castigos pavorosos para sancionar las faltas cometidas ni creo efectiva a la muchedumbre de demonios que intimidan desde la noche de los tiempos, de preferencia  para fortalecer el poder de las religiones. La realidad supera cualquier ficción porque cada uno de nosotros puede crear un averno a medida: pensarlo intimida, pero experimentarlo en carne propia induce a los penitentes a suicidarse antes que seguir padeciendo aguijones tan lastimosos como la melancolía, la depresión, la sensación de vacío, el sinsentido, el absurdo, la desesperanza, el dolor extremo, el terror y la angustia por encima de todo.

No sabemos si es de llamas, monstruos y tridentes el reino de Satanás y su cohorte  de torturadores.  Lo que sigue a la muerte puede ser nada o cualquier cosa ya que, a fin de cuentas, la existencia se encarga de prodigar sufrimientos sin necesidad de amenazas a perpetuidad localizadas en espacios virtuales o físicos; de entre las causas íntimas del dolor, las enfermedades mentales arrojan pesares concretos y tanto o más tremendos que las figuraciones de Dante. Reales o imaginarios aunque invariablemente espantosos, los infiernos interiores pueblan la gran literatura no por su poderosa escenografía ni su riqueza de recursos fabulosos, sino porque son inseparables de la vida. Si Kafka y su escarabajo abrieron las puertas de la pesadilla, con “Una temporada en el infierno” Rimbaud demostró que no se necesitan geografías sofisticadas ni ejércitos de torturadores sobrenaturales para que un Verlaine trasmutado en monstruo convirtiera en relámpagos y soles negros la pasión compartida. No menos mortificado por su monstruo interior, Gérard de Nerval sería otro “sol negro” inmerso en el submundo sombrío regentado por su Hades particular.

Y de demonios supo como pocos Edgar Allan Poe, un legítimo y verdadero residente de la noche.  Rodeada de atribulados y personajes sombríos, Djuna Barnes aprendió a jugar esgrima con la angustia para envejecer y convertirse en relatora de aquel “Bosque de la noche” que arrojaba en París sus frutos podridos. Otro averno nocturno estuvo frecuentado por Lowry, Salgari y Anne Sexton entre un listado tan enorme de escritores que no faltan quienes confunden el amor a las letras con la locura y el desprecio a la vida, con la costumbre de la fuga y -en más ocasiones de las que nos gusta aceptar-, con la incapacidad de armonizar las emociones con la razón. De ello podrían informarnos cabezas tan avezadas como Yukio Mishima, la propia Woolf, Hemingway, mi querida Remedios Varo, Alfonsina Storni, Silvia Plath, un temerario Horacio Quiroga, Paul Celan o Sandor Márai. Cada vez que releo a Alejandra Pizarnik no puedo evitar imaginarla en el vértigo del alcohol sazonado con una buena dosis de barbitúricos para deslizarse hacia la muerte lentamente, como en un sueño, como al parecer también hicieron Pavese y Lugones.

La bestia negra se adueñó de todo un régimen y, deshumanizado, el fascismo torturó, asesinó e hizo del sufrimiento emblema de la demonización del poder.  Eso, sin descontar lo que Stalin discurrió por su cuenta en relación con los infiernos de este mundo que, sobre sus crímenes, provocaron suicidios tremendos entre pensadores, artistas y los que se oponían a su averno oficial. Es que a nuestra especie le fascina construir infiernos y protagonizar a las más indignas criaturas para irse con todo contra sí mismos y sus semejantes. Hay dominios que, además de especializarse en tortura física, son maestros devastadores de espíritus. De eso dejó tomos enteros de historias de locura y bajezas la “Santa” Inquisición, experta en aniquilar cerebros y, si no en matar de la manera más cruel, dejar a los infortunados que acosaba como muertos vivos. Una más, entre millones de víctimas sobrevivientes de los campos de exterminio, al ser rescatado por los aliados como esqueleto de lo que fue, un brillantísimo Primo Levi escribió sus dudas en Si esto es un hombre. Tras dejar obras cuya lectura nos arranca la piel, el fantasma de Auschwitz lo empujó al vacío desde el cubo de la escalera de su vivienda. La paz que la vida les negó a los supervivientes y perseguidos que vagaban como reales almas en pena también fue buscada por Arthur Koestler, Walter Benjamin, Stefan Zweig y cientos de judíos o no judíos que, con el alma quebrantada, eligieron la muerte antes que continuar arrastrados por la pesadilla que, de tiempo atrás, se había adueñado de sus días.

A propósito de conmemorar el 140 aniversario de su nacimiento, no solo repasé lecturas relacionadas con la depresión y el suicidio de Virginia Woolf en el río Ouse, a sus 59 años de edad, también retomé la antigua inquietud que he tenido por las enfermedades mentales. A mis quince años de edad tuve que darme cuenta de lo que se trataba y lo que ocultaba el suicidio cuando nuestro vecino, estudiante de la preparatoria militarizada, se pegó un tiro cuando jugaba a “la ruleta rusa” con cuatro compañeros suyos. No solo nos tocó en suerte a mi hermana y a mi acompañar al moribundo en la ambulancia de la Cruz Roja, también tuvimos que corroborar que uno tras otro, y con pocos meses de diferencia entre sí, hicieron lo propio los demás miembros del grupo. Abrí los ojos a partir de entonces, y de cerca y de lejos advertí que los infiernos privados campeaban con peligrosidad alrededor de nuestros días, con la salvedad de que nadie, bajo ninguna circunstancia, podía ni debía revelar ESA verdad “vergonzosa”. No tuve que cavilar demasiado para darme cuenta de que el atraso de la neuropsiquiatría y de las terapias especializadas guardan una temible y terrible correspondencia con los prejuicios que indican que las enfermedades del alma son una mancha familiar que muy pocos están en aptitud de soportar.

Es fascinante repasar la inmensa galería de infiernos discurridos por los pueblos, desde la antigüedad remota. La imaginería que en el pasado mesopotámico podía matar del susto a quienes creían que aquél “que lleva rápido”  “tenía un cuerpo negro como la brea y su rostro era como el de un zu; llevaba una capa roja; llevaba un arco en la mano izquierda y una espada en la derecha; con su pie izquierdo pisaba una serpiente...” Aquel bisabuelo del demonio era visible y tangible, lo que indica que los monstruos, por íntimos que parezcan, andan todavía sueltos como aves de rapiña o perros rabiosos. Amo del terror, aquel de los orígenes personificaba el mal y  la fealdad. Se anunciaba con un grito violento. Encarnaba la crueldad reconcentrada y el placer de desencadenar penalidades en seres inferiores a sus verdugos: sospecho que el ave Zu algo sabía de los que sufren en silencio su propio infierno. Apareció sin embargo el psicoanálisis y proliferaron los nombres para clasificar a los monstruos particulares a partir del árbol de la angustia. Aunque la literatura nunca abandonó su apego a lo sombrío, se multiplicaron las maneras de entender e interpretar el sueño y la pesadilla. 

Desde Sócrates y Safo, Séneca o personajes trágicos como Antígona hasta literarios como Anna Karenina o Mme. Bovary el suicido demuestra que, como dijera, Camus, es el único problema verdaderamente filosófico. Pienso en Virginia, en Alfonsina, en Safo, en Anne, en Silvia… y en el dolor insondable que las habitó antes de decidir despacharse. Pienso, además, en los miles y miles de enfermos del alma, en los atenazados por la depresión y la angustia, en los atrapados en la noche oscura y me duele el atraso de la psiquiatría. Me duele el abandono y la incomprensión que rodea las no-vidas de los atormentados por el demonio interior. 

No queremos chamucos ni diablos de cola ardiente: la angustia es suficiente para sustituirlos. Tampoco hay necesidad de más fantasmas porque el infierno es el yo y la pesadilla. El infierno está en el alma desmembrada, en la mente rota, en la emoción herida.