Martha Robles

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Biografías clandestinas. Un hombre del sistema

De la genial imaginación de Diego Rivera

 Fue como un Midas moldeado por su ambición y apetito de modernidad. El deseo de abarcarlo todo no brotó despaciosamente, como ocurrió a ciertos coetáneos, también picados de mesianismo, aunque con menos fortuna. En cuanto probó los horrores de la pobreza, supo que ése, así, no sería su destino. Dominó la costumbre de sacar las palabras de sus labios delgados como en un hilo de reverencia: un estilo ungido de la caballerosidad distintiva del subdesarrollo, que en el agreste medio de la política mexicana floreció con cursilería.  Pero no sería con el habla como lució cualidades de seductor, sino por su conocimiento de las debilidades humanas.

Los rezongones domiciliarios, por pura envidia, no le reconocían más habilidad que la de convertir en oro lo que tocaba, aunque al desmerecimiento de sus virtudes no les faltaba agregar la acusación de que este hombre, dotado con un físico, unas maneras y una cabeza no desprovista de mañas y mejor dispuestos que los de la mayoría, se proveía de los fondos públicos para encumbrar sus negocios. Que no era un burdo arribista para incurrir en tan obvia vulgaridad, susurró al oído del íntimo amigo que llegó a Presidente. Lo que este hábil operador hacía era aventurarse con empresas que respondían a las exigencias del desarrollo. Como nadie advirtió la expansión capitalista de los gobiernos que se ostentaban “de la Revolución” y acomodó en su favor las oportunidades que Destino puso a su alcance. Administraba tan diestramente debilidades y alianzas de la burocracia que él solo, mejor que cualquier gobierno, creó tal número de empresas y puestos de trabajo que tanto los empleados como sus familias, así como proveedores, sindicalistas, banqueros y toda suerte de agradecidos por la derrama que prodigaban sus manos, le rendían culto de santo.

Frecuente entre los nacidos durante la agitada diarquía Obregón-Calles, elaboró su biografía con más elementos persuasivos que los imaginados por el puñado de novelistas que, como él, comenzaban a despuntar tras el medio siglo, gracias a las bondades del presidencialismo. Tuvo la astucia de fijar su lugar en el mundo en la ficción verdadera, donde éxito y pragmatismo convergen en la lógica del esfuerzo y la Guadalupana, por quien profesaba una sentida no obstante discreta devoción, recompensaba con creces las dádivas que de tanto en tanto ponía a sus pies para, como de paso, también alegrar a la Iglesia.

Era riguroso en sus movimientos, fueran íntimos, políticos, económicos o sociales y nunca, lo que se dice nunca, perdía el tipo. Que no podía darse el lujo de equivocarse, aclaraba al indiscreto inquisidor del origen de su fortuna, pues todos sabían que nació ungido para lo grande. “En lo que le estoy hablando, mi querido, mi capital se multiplica geométricamente, casi por sí mismo. Si así se planificara el país, ya habríamos superado la economía norteamericana…” Los comensales allí reunidos, iluminados por haber sido invitados,  asentaban sonrientes con monosílabos o ligeros bamboleos de cabeza hasta que un grupo musical oportuno, también entrenado, amenizaba el convite con pegajosos acordes.

Visualizaba como de rayo a escritores, plumas incómodas, artistas, disidentes y nombres con presencia social que exhibían apetito de notoriedad. Consciente de su autoridad persuasiva, los agasajaba como mejor disfrutaban: alimentando su vanidad.  Replicaba lo propio con individuos, publicaciones que podían degradarlo y cualquiera en posición de manchar su nombre. Ante un indicio de riesgo, lejos de perturbarse, desplegaba su natural obsequioso a cargo de una secretaria con atributos de maga, y en vez de golpes le llovían agradecimientos, pues antes de que el potencial agresor imaginara pedirlo, recibía regalos imposibles de rechazar: la cirugía de un ser querido, el pago de la hipoteca que ya ahorcaba, un mobiliario renovador, la inscripción escolar, el coche, un puesto político o el trabajo para meter en cintura al hijo o al yerno, la notaría adquirida por vía express o lo que el caso y la circunstancia indicaran: después de todo, como se sabe,” los bienes son para remediar los males”.

Por simpatía o intuición regulaba su mente según estrictos aunque insólitos cánones protestantes teñidos del ancestral señorío. Era tal su identificación con el estilo personal de gobernar que él mismo sólo podía explicarse mediante el enigma del sistema y, a su vez, éste jamás habría consumado un largo capítulo en la historia del poder sin la intervención avezada de quienes, al tiempo y como él, serían etiquetados de “dinosaurios”. Sin embargo, hay que reconocer que a diferencia de sus coetáneos priístas, don Eleuterio Martínez H.  se desplazaba con idéntica habilidad entre la política, la presión eclesial, la inversión extranjera, la cultura y el mundo del dinero. Su destreza superaba con creces al más pintado, pues ordenaba en compartimentos su mente y atinaba con el personal adecuado para ejecutar un proyecto, “sin tropiezos y con eficacia ejemplar”.  Resentidos nunca faltaron, pero no había nacido –o al menos  no se le cruzaba- quien se atreviera a enderezar una acusación que lo vulnerara.

Atesoró sus secretos con tanto celo que por su experiencia, su intuición y sus logros se convirtió en uno de los más emblemáticos “hombres del sistema”; si no el mayor, al menos de los mejor logrados. Supo con precisión qué quería y cómo, cuándo y con quién obtenerlo desde que, en temporada, recogía tejocotes en los linderos de su pueblo polvoriento.  Después de probar recetas tradicionales con el fruto elaborado por su madre presumiblemente soltera, aunque empeñosa como las mexicanas en desamparo, convirtió el ate casero “en uno de los productos más rentables y demandados en el mercado”. Todo fue empezar y avanzar. Según gustaba decir cuando la muerte estaba más cerca que la otrora etapa de sus batallas, la escena  se manifestó a través de la mano materna al mover el cazo del dulce ardiente para que el buen hijo, con apenas estudios medios aunque con atributos sobrados, concluyera su adolescencia escalando con paso firme la doble cuesta del dinero y del mando.

Amigo entrañable de sus amigos, avezado maestro de esgrima frente a sus enemigos y sobre todo partícipe del florecimiento y declive del sistema que lo dotó de identidad, patrimonio y sentido, don Eleuterio Martínez H. dejó tras de sí una familia nuclear incómoda y cuando menos otra a la sombra, resguardada por la distancia geográfica y el bienestar arreglado para algunas generaciones. Cuando el destino quiso probar su capacidad de resistencia emocional y/o política, no hubo dolor ni adversidad que doblegaran su ánimo.  

Forjador del modelo del éxito en un México de agachados, se elevó de la condición más humilde a la cúspide del verdadero poder. Apenas vocablo en su apellido, la figura paterna fue para él, en el mejor de los casos, un anónimo inspirador de fábulas que confirmaron su indudable individualidad. Gustaba decir que pertenecía a la frontera rural con la provincia urbana, donde vendría a crearse, bajo su liderazgo, el cinturón industrial más próspero de la República y proveedor, a su vez, de sucesores malogrados de un régimen de poder sostenido por estrategos y degradado por torpes oportunistas.

Apenas cambiar de siglo, la enfermedad se lo llevó –ya encanecido- como señal inequívoca de que nada sería lo mismo a partir de entonces. Uno tras otro murieron durante los meses previos y siguientes sus casi pares en todos los campos. Tanto la literatura como la economía y la política, el arte, el clero, el periodismo, el sindicalismo, la banca y en general la cultura se quedaron como vacíos, sin referentes del que fuera orgullo nacionalista que, no obstante sus sombras y negras presencias, creaba un ámbito de certidumbre que hacía sentir a la población que era posible un porvenir mejor o siquiera digno.

Nostálgicas de espíritu emprendedor, de la cultura en movimiento y del ruido cotidiano provocado por aquellos hombres del sistema que por igual se ostentaban presidentes de la República de las letras que hijos privilegiados de la Revolución, las actuales generaciones miran a un lado y a otro sin memoria ni rumbo, enojadas y dóciles al dominio nefasto del aquí y ahora carente de ideales y monumentos vivos. Como no sea la insondable sensación de orfandad popular, nada quedó de aquellos defensores de la patria, intelectuales, voces críticas, “hombres del sistema” y empresarios: “mexicanos por encima de todo”.

En panorama tan sombrío y distante de las sonrisas, ni siquiera don Eleuterio, poderoso, versátil y significado como fue en su momento, tendría sentido ni presencia en el México actual.