Martha Robles

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¿Burlas y corruptelas? Democracia, no hay más

Calígula, emblema de corrupción

El declive de la sociedad es tangible. Conocemos el origen, su largo enquistamiento y lo rápida y efectiva que puede ser la descomposición de la cultura. También podemos enlistar  elementos que participan en la ruina del Estado: injusticia social, deficiencias educativas,  torpezas acumuladas, gobiernos espurios, narcotráfico, impunidad, relaciones enajenadas, urbes envilecidas, débil cohesión de grupos, lumpenización, deshumanización, regularización de la irregularidad, etc. Inclusive la pobreza del lenguaje es causa agregada, aunque no menos significativa, de la degradación de nuestras formas de vida que no dejan aspecto sin afectar, aun en lo personal.

De que el descenso social es una de las características más visibles del mexicano, es obvio, pero cuesta  aceptar esa pasiva inconformidad en estado de laisse faire que nos rodea. También es difícil, en el extremo contrario, coincidir con el montón de  ansiosos –y desde luego insensatos- que repiten a voz en pecho que “necesitamos mano dura”, “un líder” quizá hermanado a los gorilatos latinoamericanos o a los criminales tiranuelos a la manera europea; en el mejor de los casos los desesperados ruegan por un ángel exterminador, como el anhelado durante sus peores delirios por José Vasconcelos.

Los disgustados piden vengadores, no civilizadores; golpeadores, no políticos avezados y honrados. Peor que el hartazgo popular añore el yugo dictatorial en vez de empeñarse en democratizar la vida en común y elevar el espíritu mediante el arte, el pensamiento y la reparación de las relaciones. También me alarma el poco valor que se asigna a la cultura como ruta inequívoca hacia la superación. Vox populi pide golpes, humillaciones y no razones. La gente que vocifera en público y en privado no quiere acciones estructurales ni logros que reduzcan la presión que los oprime. Quieren que pobres diablos impongan sus leyes y manden al país a la Tierra de Nunca Jamás, donde impera una infantil y juguetona ilusión sobre la lucha entre calificados arbitrariamente malos y buenos.

Se respira entre la confusión y el oprobio algo como una desbandada hacia la incivilidad y el horizonte de la fiereza. Y es intimidante ese estado de ánimo porque augura un estallido –casi inevitable- del cochinero cuyo cinismo ya no se enmascara, como solía hacerse en tiempos en que los gobernantes dijeran –como el Calígula de Albert Camus- que “gobernar es robar… ¡Hay que ser grandes gobernantes!” Si, no es casual que el estado de nuestra cultura esté como está: en plena correspondencia con la degradación del Estado, porque robar y matar ya no son faltas extremas ni inadmisibles, sino lugares comunes que se dan por sentado.

Terapéutico, ejemplar, reparador, formativo… Cuánta falta hace en México (y cuánta falta me hace) el buen teatro que, a querer o no, sigue siendo el gran educador de las masas, el espejo de la sociedad. El teatro es lo que presenta y representa lo real, lo mejor y peor de nuestra humanidad. Qué daríamos por disfrutar de los beneficios de los clásicos, a la manera de los envidiables programas en Madrid, Barcelona o en la ciudad de Mérida, en España: un antiquísimo foro romano, directores de privilegio, actores de primera, músicos, coro, escenarios magníficos, obras de gran aliento y la palabra, la pausa o el silencio como pauta reflexiva de nuestra circunstancia. ¿Cuánto hace que no tenemos un teatro de verdadera calidad, en todos aspectos, en nuestro país? Allá en la Península, donde la dramaturgia es inseparable de las exigencias básicas de buena parte de la población, el público celebra por todos los medios y durante este verano la escenificación del Calígula de Camus: obra de excepción que aquí levantaría más de un velo en las conciencias dormidas.

Si acaso, ante las peores atrocidades en nuestro país se deja oír el insulto pronto, la grosería del que todo sabe sobre la mentada de madre, la vejación y el desprecio, pero ignora cuanto debería saber de compromiso, dignidad, civismo, responsabilidad y respeto indispensables para una sana convivencia.

Nos escandalizamos ante un socavón, como el del Paso Express de la carretera México-Cuernavaca, que deja al desnudo la hondura de la pudrición, el cinismo y cuanto se esconde detrás de las contrataciones amañadas en los negocios de construcción. Observamos con estupor cómo desaparece la vida de dos viajantes cuando la tierra se abre súbitamente bajo sus pies. Que si basura, que si la lluvia, que si el drenaje, que si el enojo de los dioses prehispánicos o la mano negra de Masiosare: “el otro”, pues, es el culpable. “Yo no fui”. El naiden vido, naiden supo que tanto escandalizó a fray Diego Durán al comprobar la mexicana costumbre de tirar la piedra y esconder la mano y, en casos peores, desollar y cubrirse con la piel del enemigo.  Resulta que no debe llover para que la obra pública funcione… Ni que haya viento ni sople el lobo…

Así va la cosa en esta tierra de fraudes, abusos y mentiras. Tierra de desprecio a la vida y culto a la muerte. Pueblo de discursos rimbombantes, saqueos y sinvergüenzas de cuello blanco que en nada se diferencian de los matarifes en pandilla ni de  narcotraficantes y bribones que asaltan y matan de manera indiscriminada. A tres meses de entregar con bombo y platillo un costosísimo camino “de primer mundo”, se convierte  en coladera, en tragacoches, en espejo monumental de una realidad que avergüenza. No se si merecemos tan humillante verdad, lo que se es que, desde los días de la Independencia, hemos sido incapaces de construir un Estado de altura, gobiernos confiables, poderes respetables, leyes aplicables, una sociedad digna y generaciones dispuestas a vencer el estigma de la derrota.

No oculto mi enojo. Al reconocerme indignada por este comportamiento mecánico e irracional de millones de conformistas que nacen, se reproducen y mueren sin dejar su condición de rehenes de la psicología de la derrota, siento el deseo de mover al país para sacarlo de su letargo. Repasar nuestro horror cotidiano me recuerda el párrafo de Octavio Paz, en Las trampas de la fe,  que ilustra cuáles son los secretos hilos que mantienen inalterable la arraigada actitud de un pueblo que no quiere, no puede o no se atreve a enderezar su hasta ahora horrible destino.

Entre el montón de observaciones agudas, Paz escribió que “Una sociedad se define no sólo por su actitud ante el futuro sino frente al pasado: sus recuerdos no son menos reveladores que sus proyectos. Aunque los mexicanos estamos preocupados –mejor dicho: obsesionados- por nuestro pasado, no tenemos una idea clara de lo que hemos sido. Y lo más grave: no queremos tenerla.”

Despertar pues y mantener los ojos y la mente bien abiertos para no caer en las trampas de los vengadores ni ceder al espadazo flamígero de los ángeles exterminadores. Exigir justicia, legalidad y verdad. Exigir responsabilidad a los gobernantes en vez de aspirar a remedios mesiánicos. Acabar con la impunidad y  la corrupción que hermana a empresarios y gobernantes. Insistir en que la democracia es el único sistema político que garantiza derechos y libertades; es decir: es la menos mala o menos peor manera de vivir en comunidad, como asegurara Popper. Ser demócratas y portarse como tales, sin embargo, es tarea ardua que exige mismas dosis de inteligencia compartida, cultura,  entendimiento del bienestar, civismo y desarrollo con progreso sin caer en las inhumanas diferencias entre la mayoría marginada y hambrienta y la minoría que atesora  privilegios.

Hay que repetirlo para evitar socavones letales y víctimas de la criminalidad imperante: la democracia es la solución. En ella están implícitas las soluciones. No hay más ni existen milagros. No queremos más…