Martha Robles

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Con Kafka, ¿a dónde huir?

Atrapada en un tránsito infernal, vigilante de la sombra o del asalto furtivo en cada cruce de caminos, las palabras de Kafka recién leídas en sus diarios retumbaban en mi mente:  “Estoy condenado, y no solo estoy condenado hasta el final, sino que también estoy condenado a defenderme hasta el final”. ¿Defenderme? ¿Hasta el final?: sí, de lo que no tiene respuesta: del miedo de lo que no es aún y a cada paso puede ser o ya no ser porque el Mal se da la vuelta repentinamente y nos sorprende.

En eso estaba cuando Kafka, sin quererlo ni preverlo, se sentó a mi lado a exponer lo suyo y a escuchar lo mío. Éramos, los dos, rehenes de las infinitas jerarquías que si a él lo hicieron sentirse cucaracha, a mi una no-persona eternamente fuera de lugar. Pero, ¿a dónde huir?, le preguntaba. ¿Cuál es el paraíso, la tierra prometida, el Golem, el axis mundi o el Shangri-la?   “La escritura” -respondió-. Sólo la escritura: “Me aburre todo lo que no es literatura…” “No hay tal lugar idílico…, sólo espectros acechando, entrando por las puertas…” Y yo los vi con nitidez. Los padecí a mi alrededor, exactamente como Kafka los describe: “… espectros enormes, huesudos, anónimos en la multitud; con uno se podía luchar, pero no con todos los que me rodeaban. Si escribía, eran buenos espíritus ruidosos; si no escribía, eran demonios.”

Lo se yo. Lo supo él: estamos forzados a sortear el sinsentido. El peligro acecha y no hay quién se libre de esta indefensión. Se trata de reducirnos a nada. Es el Mal, pienso inmersa en una de tantas situaciones insólitas creadas por “la autoridad” y, creo que adivinándome, Kafka sonríe al mostrarme un ejemplar de El proceso que alguna vez, en una estación angustiosa de mi vida, releí y releí como una oración. Que así demuestran “los de arriba”, allá en El Tribunal, nuestra ínfima valía –pienso otra vez-, y corroboro que para que el Poder sea más infalible y más Poder debe imponer reglas inescrutables, paradójicas...  Exactamente como las que aquí nos atormentan.

Vuelvo en mi. Parpadeo quizá para corroborar que Kafka no está ahí, sino en mi mente. Es su espectro el que se expande en el carácter opresor de esta urbe atroz y violenta si las hay. Tampoco somos personajes kafquianos -susurro apenas-, pero como ellos somos víctimas de faltas tremendas y absolutamente indefinidas que nos lanzan condenas insólitas y no menos letales que las de sus ficciones. Los mexicanos no provenimos de la pluma del genial creador del más inútil e invisible de los combates: el de nosotros mismos, pero a veces el parecido me asombra. Como Josef K, somos sujetos de un proceso permanente y cada vez más terrorífico, angustioso e insoportable: el proceso de nada que, por entre vericuetos culpables, conduce a la muerte.

Decidida a deshacerme de presencia tan perturbadora como la agresividad exterior, recordé que mi admirado Kafka escribía con el temblor de la angustia. El padre era el yugo, pero abominó también de las tareas indeseadas, del ruido y de los espectros huesudos, enormes, anónimos y en multitud que transfiguraba en nebulosas con lenguas colgantes, asidos de la palabra. Sólo las letras podían colmarlo, apaciguarlo y dotarlo del profundo sentido de humanidad que le revelaría la metáfora de un mundo que no tardaría en convertirse en infierno.

Creyó estar incesantemente expulsado de la vida: sensación profética que, eje de la sinrazón y el dolor, finalmente caracterizaría esta época dominada por la figura de los “sobrantes de humanidad”.  El empleo del anonimato en El Proceso -simbolizado por la letra K-, refleja una inquietante tendencia social a deteriorar la individualidad que dominó el pensamiento del siglo XIX. Obra de una poderosa intuición, anticipó la crisis tumultuosa del XX que, como el absurdo en El castillo, semeja el laberinto  universal en el que estamos atrapados millones y millones de seres que en apariencia confiamos en la razón aunque, en realidad, permanecemos atados al impulso devastador.

Kafka se aventuró en su tormento interior para atinar, por el prodigio de su genio, en el drama general de la vida. Sus personajes no son héroes ni ostentan cualidades atractivas. Tampoco recompensan al lector con historias personales o siquiera con algún acto que los distinga en el curso de la trama. K o X, vislumbrados en plena madurez literaria, podrían ser Y o Z extraídos de nuestras calles: hombres que no están hechos para interesar ni agradar; gente común, hijos de la psicología moldeada por la torcedura de trámites a cumplir; figuras que, desprovistas de ideas, pasiones o expectativas, pertenecen al entorno y lo reflejan al carecer de rasgos distintivos en lo físico o en lo moral.

Tal su capacidad visionaria al vincular al sujeto con el objeto creador de tantas existencias que, por insulsas, agravan el tedio convertido en yugo. Previó la violencia implícita en la disponibilidad sin rumbo de las mayorías. Así Gregorio Samsa: un hombre que, al metamorfosearse en escarabajo, se vuelve referente del espíritu contemporáneo. Soñador culposo, en sus delirios florece la culpabilidad distintiva del pueblo judío que una y otra y otra veces aparece en sus Cuadernos: “hay sorpresas del Mal. Se da la vuelta repentinamente y dice: Me has malinterpretado”.

Acaso malinterpretamos un Mal que, creado en absoluto por el Hombre y manifiesto en un proceso sin fundamento como el de Josef K., nos arrastra como víctimas pasmadas por el pecado hereditario. Bien o malinterpretado el origen de Mal, es innegable que la injusticia que pudo o no haberse cometido por alguien, alguna vez, conserva desde tiempos inmemoriales un signo aniquilador del que no desistimos porque todos estamos condenados o perseguidos “sin haber hecho nada malo”.

Los veo a mi alrededor: autómatas “culpables”, acosados y asidos a la vaga expiación del ser cada vez menos humano y más fantasmal. Veo a la muchedumbre expuesta a ser arrollada, apuñalada, asaltada, “desaparecida” o arrojada al espantoso empequeñecimiento de la comunidad anónima. No obstante los nubarrones que se percibían en la Europa de entreguerras, el genio checo pudo salvarse por la palabra. Aunque al parecer inconscientes,  los nudos que lo atormentaban jamás le hicieron perder el sentido crítico de sus metáforas. Y si bien se alimentó de “las chinches de su propia familia” para disfrazar la confesión de manera “indiscreta”, Kafka descifró las claves de una angustia aunada a la imposibilidad de vivir con todas las resonancias históricas, dobleces y sentidos de que ha estado cargado el destino judío.

Lo interesante de su lectura es ver hasta cuáles honduras del absurdo descendemos en un estado de injusticia casi perfecto. Todo está ahí, en su verdad ficticia o su ficción verdadera: Gregorio Samsa sufre pasivamente su metamorfosis. Georg Bendemann, un hijo incapaz de rebelarse contra la autoridad, corre a tirarse al agua ante el solo enunciado del veredicto paterno. Josef K., sojuzgado por jueces y un tribunal corrupto, acepta el reto, ignora el procedimiento judicial y decide cambiar el curso de su historia al discurrir que puede triunfar sobre tales infamias al inquirirse a sí mismo escribiendo su autobiografía.

Franz Kafka, por su parte, muere a los 41 años de edad a causa de la tuberculosis, el 2 de junio de 1924. Igualado a sus personajes, no resolvió para sí el absurdo que tan brillantemente encumbró en obras que, al filo del genocidio fascista que aniquiló a su familia, creyó su vía de expiación. Tan magistral panorama de desolación fue su testamento intelectual. No se de otro escritor con su capacidad visionaria. Desde dentro de sí y de su genial manera de padecer el poder, el autoritarismo y la burocracia, atinó con el sinsentido implícito en el proceso de autodestrucción, mucho más intrincado y de consecuencias que el padecido por Josef K.

Llego por fin a casa agobiada, aunque redimida por la memoria kafquiana. Corro al anaquel preciso. Busco el tomo II de sus Obras Completas, publicado estupendamente por Galaxia Gutenberg. Abro al azar, como evocando al Kempis, una de las últimas entradas de su Diario, la de 16 de marzo de 1922, y al leerlo confirmo los embates, su angustia y las “ratas que tiran con violencia de mí y que yo aumento con mi mirada.” Tenía razón Kafka, uno de mis entrañables: Uno no puede refugiarse en ninguna parte.