Martha Robles

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COVID. Pasos en la azotea y confesión obligada

Coronavirus

Cada quien vive la enfermedad a su manera. Y cada enfermedad tiene su lenguaje y sus reglas, igual que las edades, la compasión, el dolor y/o el amor, la idea de la muerte o las dudas sobre lo fundamental y lo secundario. Para mí el COVID  fue largo, solitario y extraño: un pozo que por sabe Dios cuáles sedimentos inconscientes asocié al Círculo I del Infierno. Dante sobrevaloró el Bautismo al reservar ese inexplicable limbo para mentes “virtuosas” o “paganos” tan luminosos como Homero, Hipócrates o Aristóteles: ejemplos de quienes, tras la vida breve, harían soportable la eternidad que -nos dicen- sigue a la muerte.

Inesperado y totalizador, este bicho indómito al que le gusta fortalecerse en mi cuerpo con cada vacuna me enseñó que “la vida está en otra parte”, y que apenas se limita a espetarnos  la humildad del instante. Significó la imposibilidad de leer y escribir; renunciar a mi afinidad con “Funes el memorioso”; perder los olores cambiantes del mundo; reconocer que la fragilidad del cuerpo es como las marionetas gastadas por tanto representar escenas grotescas de la existencia; respirar como la mayor de las hazañas; preguntar -si alguno-  por el sentido del vacío; imaginar en fragmentos los siete años de Hugo Mújica en un monasterio trapense y dar vueltas a la hondura de que es capaz el silencio. Confirmé cuán endeble es la frontera entre la razón y la sinrazón y sin proponérmelo descubrí que, tras la densa nebulosa de la enfermedad, existe un tipo infrecuente de lucidez para  percibir, en toda su plenitud,  lo no visible, la verdad enmascarada y lo que ni siquiera sospechamos en estado de vigilia.

Lo que se dice pensar la muerte no deja de ser extraño y no se si infructuoso; digo pensarla cuando se intuye el aleteo de algún zopilote furtivo y en algún momento el estado nos “regresa” al espacio de los saberes olvidados: el final del libro de los ayeres.  Sin autocomplacencia ni lamentos ociosos entendí que vivimos como podemos, no como queremos. Es inútil -y en realidad absurdo- lamentarse por lo no realizado ni recibido en nombre de los merecimientos imaginarios, que nunca faltan y siempre sobran. También el arrepentimiento se queda tan fuera de lugar como la íntima vergüenza por haber permitido ser subyugados y mal tratados, alguna vez, por un pobre diablo  abusador y autoritario. Lo que es, es como es. Así, nada más. No hay más.

De eso se trata estar vivos: de estar impulsados cada minuto por lo mejor de nosotros mismos, aunque lo alcanzado quede por debajo de las propias expectativas. Éstas, con frecuencia, son absolutamente irreales; tan ajenas a lo posible y probable como mi remota y por fortuna abandonada a tiempo fantasía de escribir algo a la altura de mis sabios y artistas más entrañables. Más pronto que tarde reconocemos que la lista de los deseos es  abultada y flaca la capacidad personal de alcanzar y con suerte superar a nuestros mayores. Esa distancia entre haber logrado ser tan poca cosa y anhelado lo idealizado se cubre con lo cumplido con creces: amar y ser útiles a los demás; trabajar con entusiasmo; escribir y leer sin pausa; disfrutar cuanto gratifica a la mente y los cinco sentidos; reír, reír o de menos sonreír, de preferencia en buena compañía, lo que tampoco es tan usual.

Pues mi libro de los ayeres dejó en claro algunas líneas generales en lo que respecta a mi historia como escritora: haber trabajado sin paga ni recompensa la mayor parte de mi vida, sin discriminar, sin reconocimiento, con alegría y sin reservas. Comprobar cómo, con tamaña cachiza, varios y varias se han echado a saco sobre mis ideas y mis páginas quizá porque ni he pertenecido a cofradía alguna, ni he cultivado ni procurado los elogios que tanto y de manera tan obvia e infantil persiguen algunos mi alrededor.  Tampoco he creído jamás en la “pequeña eternidad personal” que en realidad se reduce a los efímeros cinco minutos de fama o supuestos aplausos.  

La enfermedad, pues, es una de las estaciones definitivas de nuestra biografía. Entramos en ella de un modo y salimos de otro, mejor o peor, pero distinto. A algunos nos enseña de lo que se trata la resistencia y la feliz sensación de inmortalidad durante la infancia; a otros, de manera esporádica y definitiva, les representa un golpe intolerable que aprovechan para abusar, maltratar y ensañarse contra los que lo rodean y lo sirven.  De la variedad de ejemplos, solo se puede extraer una sola verdad: al envejecer, ”la fantasía punitiva”  se manifiesta en toda su significación y se constituye en la gran prueba del carácter, de la madurez, de la calidad espiritual y de la actitud ante la vida propia y la de los demás.

Recuerdo haber leído con los ojos bien abiertos La enfermedad y sus metáforas, de Susan Sontag. Talentosísima, fuera de serie y siempre echada palante, Susan dio muchas vueltas por el laberinto que calificó de “fantasías punitivas”, aunque en sus exploraciones casi ilimitadas menospreció a  los fantasmas que cobran vida y golpean cuando más débiles e indefensos nos encontramos. Yo por eso titularía su libro “La enfermedad y sus fantasmas”, porque fantasmagóricas y no otra cosa son las sombras reanimadas por las fiebres que se manifiestan bajo los párpados para espetarnos, sin compasión, el saldo de nuestras vidas.