Martha Robles

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Cultura del descenso

Unos famélicos 20 pesos por dólar de inmediato multiplicaron el costo de los libros. También disminuyeron el acceso a actividades, servicios y objetos que fueran parte de  nuestras vidas. Al ver que un título de Calasso con apenas 100 páginas superaba los 300 pesos, y que me temblaba la mano al tocar portadas, como rebote me di cuenta de cuánto y hasta cuáles pormenores domésticos ha descendido mi realidad en los últimos años.

Con Rosario Robles en mente, quien en su infinita hipocresía afirmó que en México se puede vivir con 89 pesos diarios (o algo así), entendí que para quienes tienen  altísimos y majaderos salarios y a la vez aprovechan las  fuentes alternas de pronto enriquecimiento, las personas comunes deben sobrevivir como animalitos acosados: indefensos y corriendo para alimentarse con lo mínimo, sorteando peligros y enfermedades mortales, temblando de susto de la noche a la mañana y al final  refundirse en su jaulita, donde el sexo es la única distracción en apariencia gratuita, aunque no necesariamente satisfactoria. Optar por el sexo sufrido o por  lo que con tanto lucro y facilidad prospera en esta tierra: la delincuencia y/o el crimen organizado. Eso es lo que hay y lo que se ofrece a las generaciones.

Antes de que el drama se manifestara en el precio de los libros, la evidencia de nuestro empobrecimiento material y cultural fue arrojando otros testimonios que golpean la autoestima y la idea de patria. Me refiero al deterioro acumulativo y cotidiano que, ante la imposibilidad de subsanarlo y causar una inevitable depresión,  provoca un obvio repudio a la cáfila de gobernantes sinvergüenzas que ha sustraído nuestras oportunidades vitales. Y ahí están las constancias del disgusto justificado:  desgaste de la vivienda y falta de mantenimiento, aparatos rotos y sin reparar, coches viejos, cambios en la alimentación y el vestido por productos más baratos, sin servicios asistenciales, renuncia definitiva a las vacaciones y a la compra semanal de flores y hasta la cancelación de pequeños gustos –la ópera o unos deliciosos chocolates suizos o franceses- que en tiempos mejores, con los mismos ingresos, nos hacían tan felices… Es decir, sufrimos carencias que “antes no teníamos”, pero que indican el pavoroso descenso de la calidad de nuestras vidas.

Lejos quedaron los días en que los intelectuales tenían voz y presencia. Quizá Octavio Paz se llevó a la tumba el último vestigio de lo que llegaron a representar, social y políticamente, el arte, las ideas y el pensamiento crítico. Hasta el declive del PRI, el fin de las izquierdas y el lastimoso ascenso del PAN al poder, trabajábamos por una cultura más promisoria por sus posibilidades a futuro que por el saldo de sus frutos pasados. El respeto e inclusive la devoción que inspiraban ciertas obras, no obstante ignoradas por la mayoría, provenía de la admiración que se profesaba al talento. En ese ámbito de fervor por la cultura y el correlativo deseo de superación no era extraño toparse con jóvenes que no dudaban en declarar su deseo de seguir a sus más altos modelos para convertirse ellos mismos en intelectuales, científicos o artistas.

Narcotráfico, neoliberalismo, fortalecimiento de las derechas ultrarreaccionarias, una Iglesia tan irresponsable como enferma internamente, gobernantes y facciones que compiten en ignorancia, incompetencia y rapacidad y una sociedad doblegada por el hartazgo, empeñada en igualarse hacia abajo y sin espíritu de grandeza consiguieron, en conjunto, afianzar lo peor que le puede suceder a cualquier país: el envilecimiento y la criminalización de la vida en común, descrédito de la cultura, descenso de la calidad cívica y de las aspiraciones educativas y una total degradación de los niveles de vida. En conclusión: si nuestra joven y accidentada vida cultural se encontraba durante las postrimerías del pasado siglo en un proceso ascendente, de pronto recibió un tremendo palo que volvió a confinarla en sus antiguos reductos sombríos, con la diferencia de que, en la actualidad, vivimos bajo el imperio de la delincuencia infiltrada en todos los órdenes, poderes e instituciones.

El país está mal. La cultura está mal y no es estrictamente la economía la causa del   descenso general que nos agobia, sino uno de sus síntomas más visibles. El poco respeto que les merecemos a los gobernantes es el mismo que tenemos por ellos. No hay sorpresas, sólo expresiones distintas del mismo desprecio por lo que somos, por lo que nos hemos convertido y  por lo que –difuso aún, confuso siempre- no somos aunque queremos y no podemos ser: problema de identidad, de reconocimiento y aspiraciones, en fin, que no es que sea nuevo, sino que ha llegado a extremos tremendamente autodestructivos. De ahí la frustración de un pueblo que, al parecer, no puede o no se atreve a explorar ni aceptar su propio rostro y tampoco, por consiguiente,  puede renunciar a la tentación de las máscaras que le impide cultivar sus aspectos más nobles.

El pobre es más pobre sin educación ni cultura y, subyugado en principio por el resentimiento,  en su circunstancia jamás podrá igualarse con quien empobrece apoyado en su cultura. Nada es más costoso ni de consecuencias más adversas que la ignorancia. De ahí que sea tan grave el abandono del Estado a las prioridades de la obra espiritual: único recurso que hace fuerte a los pueblos. Que hay que pagar por educarse y cultivarse es algo tan obvio como el deber de trabajar para alimentarse y subsistir. Esto y más es cierto; pero empeñarse en la formación de los más es la mejor inversión y la que mayores y más diversos beneficios produce.

Que tanto la miseria como la ignorancia redundan en una mayor depauperación social, es completamente innegable; no obstante, a cambio de aplicarse en la construcción de una gran cultura, como nunca se está cumpliendo la sentencia atribuida a Luis Cabrera, según me ha recordado mi brillante amiga Tita Valencia:  “En México, no se decapita al pensador: se le quita el sueño bajo los pies”.