Martha Robles

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De la Biblioteca de Alejandría y otras pasiones

Nueva Biblioteca de Alejandría

De las grandes hazañas que he leído, conocido o experimentado, ninguna se iguala a la emprendida por Tolomeo II Philadelphus con la construcción de la Biblioteca de Alejandría, en el siglo III a. C. Si episodios como éste parecen sacados del realismo mágico, su continuidad evoca los tránsitos insólitos de los cuentos orientales. Además de alojar a sabios, músicos y eruditos perseguidos o sin patria, este rey/faraón ponía en cuarentena a los barcos  para sustraer y hacer copiar todos los textos que, sin distingo de lengua, llevara la tripulación. Tenía mensajeros y copistas encargados de obtener obras conservadas especialmente en Atenas, aunque cualquier tablilla o papiro era igualmente valioso para hacerse con el mayor acervo de su tiempo.

Tolomeo II ideó y construyó el Museion como un templo de curiosidades consagrado a las musas que no todos sus sucesores mantuvieron ni valoraron con semejante celo. Primer centro dedicado al cultivo de las artes, las ciencias y la filosofía, reunía especímenes vegetales, minerales y animales, estancias, instrumentos comunes y raros, laboratorios, teatro y cuanto fuera necesario para el estudio, la enseñanza, la divulgación y el  intercambio de hallazgos que aún nos benefician. Figuras como Arquímedes, Euclides, Apolonio de Rodas, Aristófanes de Bizancio y tantísimos más participaron del monumental estallido helenista que continuaría con creces la edad ateniense y se anticiparía varios siglos al Renacimiento que tanto admiramos. 

El legado espiritual de aquella proeza se ha recreado en su versión moderna al cumplirse unos 2,300 años de su fundación. Los egipcios honran su pasado  con un par  de obras magníficas que, en sendos edificios,   recobran la significación histórica tanto del sello faraónico como del posterior  helenismo, cuya influencia también nos alcanza. “Somos helenocentristas”, diría Alfonso Reyes, porque Grecia y Roma son presencias vivas e insustituibles que nos recuerdan que, gracias al idioma, formamos parte de la formidable aventura humana en la que el helenismo fue decisivo. Aun sin saberlo ni pensarlo lo confirmamos cada vez que nombramos cualquier objeto, idea u asunto relacionado con el universo, la literatura, la política, la ciencia, la filosofía, el cosmos, la filología, el arte…

Entre el rescate del remoto esplendor del Nilo en un recinto hermosísimo que, cercano a las pirámides, ya aloja a unas treinta momias reales -algunas con sus posesiones mortuorias- y la espectacular biblioteca que evoca el culto a las musas o Museion,  se ha abierto una ruta cultural entre El Cairo y Alejandría a la altura del mejor siglo XXI.  Por su implícita energía civilizadora comprobamos que lo mejor del hombre es una obra en continuidad, a pesar de los reiterados intentos de tiranías, invasiones y fundamentalismos por frenar e inclusive abolir la inteligencia creadora que enaltece a nuestra especie.

De los descendientes distinguidos de Ptolomeo Sóter I, uno de los mariscales de Alejandro el Grande y cabeza de la dinastía de los Lágidas que perduraría tres siglos,  me ha cautivado la hazaña civilizadora emprendida por su hijo, Ptolomeo II Filadelfo, quien gobernó con esplendor del 285 a.C, primero como asociado a su padre enfermo, y en solitario hasta al 246 a.C.  Amante del saber y de gusto exquisito, atrajo y protegió a sabios, artistas y eruditos perseguidos y dispersos en Asia Menor, especialmente judíos. Los proveyó con largueza de cuanto fuera menester y dejó que la razón en libertad hiciera el resto para honra y memoria de los alejandrinos.

Pieza decisiva del helenismo, este Rey-faraón de origen macedonio encumbró la dinastía finiquitada por Cleopatra VII al ser derrotada por Octavio, alrededor del convulso año 30 a. C., aunque la batalla de Action, en el 47 a. C.  hubiera fechado el fin de cualquier resabio que pudiera identificarse tanto con el legado faraónico como con la edad ateniense.

Fascinada con los remotos relatos sobre la busca y pesca de rollos, manuscritos, tablillas y cuanto papiro o superficie estuviera escrito, hace años me concentré en esta  aventura en dos títulos especialmente queridos: Memoria de la Antigüedad y Los pasos del héroe. Tramada de fábulas y datos insólitos, la Antigüedad es un surtidor inagotable de ideas, cuentos, poesía y ocurrencias. Pobres generaciones actuales que, con programas educativos tan elementales como los de la SEP, poco o nada conocen de la historia de la cultura: única que, por su diversidad y contenido casi inabarcable, trasmite lo que ha sido, es y aún puede ser el hombre en cualquier circunstancia.

 Gracias a los griegos y latinos supe que es delgada la línea entre lo real y la ficción. Que la imaginación es el mejor instrumento del saber, que como sea hay que explicar lo inexplicable, que un manuscrito llama al otro y que, a partir del mito de la caverna, la vida es un tránsito incesante de la oscuridad hacia la luz. Así caminamos hacia el idílico Shambala en pos de un sentido, el sentido de ser. Así mismo transitamos por entre obras, épocas y  registros de lo que fueron capaces algunos hombres por el hecho de crear, rescatar y conservar el saber.

Si algo de esa pasión que inspiró e hizo crecer al Museion y a la célebre Biblioteca de Alejandría tocara a quienes con tanto e irracional ahínco se aferran al peor ejercicio del poder, otra sería la historia y otra la actitud al gobernar. Por desgracia, solo los grandes espíritus entienden de qué se trata la grandeza. El delirio y no la razón creadora se ha infiltrado en las rebatiñas que, políticas o no, han hecho del poder  un averno que a todos nos condena. Más que nunca debemos insistir en que si no es por la cultura, nada habrá de salvarnos.