Martha Robles

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De mis diarios. Alexandra David-Néel

Hay que tener un gran espíritu, cuerpo de acero, curiosidad y voluntad sin par, valentía y un apetito de saber fuera de serie para atreverse de por vida con las doctrinas, los signos, lo cotidiano y la espiritualidad de Oriente, inaccesibles aún para los occidentales en la primera mitad del siglo XX. Esta belga-francesa tan fuera de serie, bien pudo haber sido extraterrestre. Hija única de maestro –perdedor de la fortuna familiar en pésimas inversiones-, y madre ultrarreligiosa,  al nacer en Saint-Mandé, en 24 de octubre de 1868,  nadie habría imaginado que arrullaban a una pionera  feminista con tales visos de anarquía que, por vanguardista, ningún editor se atrevió a publicar su manifiesto ni sus primeras páginas entre el fin del XIX y principios del XX.

No bien hablaba y caminaba cuando, a los dos años de edad, abrió la verja y huyó de casa. A los cinco repitió el numerito, pero en esta ocasión y en vez del parque cercano, se internó en el Bosque de  Vicennes, en las afueras de París. Las fugas se volvieron rutina, sólo que cada vez más largas, peculiares e internacionales, hasta irse al extremo del mundo para encumbrarse como la mayor orientalista del siglo. Lectora formidable,  fascinada con el estoicismo, a los quince cogió el tren a Londres y, sin más equipaje que la lectura de Epícteto, allí se quedó a pesar del impotente asombro de sus padres, hasta agotar una pequeña herencia. Se dice que antes viajó a España o a Suiza  en bicicleta. En sus escritos autobiográficos, la franco-belga Alexandra David-Néel,  bautizada  Louise Eugénie Alexandrine Marie David, se probó en el canto, el teatro, el periodismo y con la ópera en  Europa, Indochina y Atenas, de donde partió a Túnez hacia 1900, en vista de que el lirismo “no era lo suyo”.

Como le picaba la urgencia de responder al llamado de Oriente,  se disculpó con Philippe Néel por haber cedido en Túnez a la abominable tentación del matrimonio en 1904, a pesar de que el amasiato entre ellos había funcionado durante cuatro años, con altas apasionadas y bajas marcadas por el desaliento.  A fuerza de enormes misivas y un lenguaje dirigido a cultivar la amistad por encima de todo, desde París le escribe, a poco de haberse desposado, para abundar en cuán horribles le parecen los prejuicios que, por demás, a nadie  hacen mejores personas:  …Para ser feliz no es necesario tener una compañera anodina, sentimental y sin voluntad. Junto a esta apatía que la masa vulgar toma por la expresión de la dicha, está la dicha activa, que actúa con más fuerza y más eficacia (…) Formamos un matrimonio singular; nos casamos más por malicia que por ternura. Fue una locura, sin duda, pero ya está hecha. La verdadera sabiduría sería organizar ahora nuestra vida en consecuencia, tal como puede ser apropiada para unos seres de nuestro temperamento.  Y eso fue lo que hicieron, en definitiva, a partir de 1911: sostener una amistad amorosa que, con el agregado del apoyo financiero sin el cual hubieran sido imposibles sus andanzas, duró hasta la muerte de él, en 1941.

Viajera por naturaleza o por karma, se  disfrazó de mendigo tibetano en 1924 para ser la primera mujer occidental no solamente en acceder a la proscrita Lhasa, sino en avecindarse durante meses en Tíbet para estudiar su cultura.  Lo que siguió fue una larga vida de exploradora, escritora, meditadora, yoguini y budista.  Llevó el desapego al extremo de renunciar a la comodidad, al canto, a la actuación, a la relación de pareja, al trabajo convencional y a cuanto le representara cualquier obstáculo a su libertad, por leve y simbólico que fuera.

Leer Diario de viaje. Cartas desde la India, China y Tíbet, me dejó deslumbrada. Marie-Madeleine Peyronnet, su secretaria durante sus últimos años en Samten Dzong  (“Fortaleza de la Meditación” en tibetano), en Digne-les-Bains, en los Alpes franceses, se dio a la tarea -conforme a las instrucciones póstumas de Alexandra- de seleccionar,  ordenar y publicar 600 páginas con detalles de países, viajes, credos y personas, extraídas de 40 años de correspondencia con su generosísimo y también peculiar marido Philippe Néel, a quien sobrevivió 28 años.

Nada ni nadie la detuvo.  Algo como un resorte interior la impulsaba a buscar, a ir más y más allá, a tocar lo imposible  y hacerse de maestros espirituales que localizaba en cuevas o en los más afamados monasterios de China, India, Nepal, Sikkim, Ceilán... Su obra, vastísima y rigurosamente documentada, se convirtió en imprescindible entre  orientalistas desde que, a partir de 1911 y hasta después de su muerte, ocurrida en 1969, comenzaron a divulgarse títulos tan  atractivos  como Le Modernisme bouddhiste et le bouddhisme du Bouddha, Voyage d’une Parisienne à Lhassa, Mystiques et magiciens du Tibet y quizá una treintena más, a veces anticipados en artículos y conferencias, a veces en cartas que se sumarían por miles de cuartillas o mediante dictados a su secretaria, inclusive cuando Alexandra, sin rasgos seniles, ya era centenaria. Ahora me doy cuenta –decía ya al final- de lo poco que se, de lo que me falta por hacer….

Durante sus exploraciones observaba, con cierta tranquilidad, cuán maravillosas son aquellas culturas remotas pues por más que los conquistemos, los engañemos y los robemos, los asiáticos continúan viviendo en un mundo de belleza y grandeza cuya puerta  permanece cerrada a Occidente (…) Vivió la Gran Marcha, la independencia de India, la ocupación del Tíbet y, en medio de sucesos a cual más de extraordinarios o peligrosos y a pesar de carencias y dificultades tremendas, seguía “su viaje” a pie, en andas, en burro, en carretas destartaladas, elefante o a lomo de algún nativo sin que hubiera obstáculo o prejuicio que la detuviera. Además de porteadores ocasionales, se hizo de un sirviente llamado Yongden que le servía de lo que fuera, desde cocinar y dialogante hasta preparar la pequeña tina donde se bañaba todos los días sin importar clima ni dificultades geográficas.

“Lámpara de sabiduría”, la llamaban los lamas en los monasterios, porque además de su enorme intuición entraba a fondo en las enseñanzas hasta desentrañar sus secretos. Si del  cristianismo absorbió cuanto tenía que saber para renunciar a la fe, el Corán y el judaísmo cerraron su interés por el monoteísmo. Oriente, en cambio, le dio hasta lo no buscado.  Aun al filo de su muerte decía que su obra seguía incompleta. Además del dominio de la telepatía, del manejo de los sueños vívidos y otras prácticas reservadas a iniciados, probó una, especialmente secreta y en posesión de unos cuantos, que consiste en la creación mental de una especie de robot llamado tulpa o fantasma tan fusionado al “amo” que, “materializado”, puede usarse como esclavo por el  monje que lo genera. Y Alexandra tuvo el suyo hasta que con enorme dificultad pudo librarse de él, pues “ya se le había rebelado”.

Sus libros se harían tan imprescindibles  para la Generación Beat, que Jack Keruac, Allen Ginsberg y el muy influyente  Alan Watts se constituyeron en voceros del orientalismo. En pocos años las doctrinas orientales fueron emblema de las generaciones siguientes. Empezando por las comunidades hippies, escritores y vanguardistas hicieron suyas sus enseñanzas. Las librerías de Berkeley, Big Sur, Santa Cruz y prácticamente de toda la costa californiana se adelantaron en la venta de traducciones, en tanto y los miembros del  Baby Boom se vanagloriaban de ser los más entusiastas lectores y divulgadores de la obra de Alexandra. El orientalismo influyó poderosamente el espíritu del ‘68. Fue tan significativo su efecto que no era posible referirse a  California ni a los años sesenta sin considerar las literaturas y el budismo zen, el interés por el tao, la súbita multiplicación de escuelas de yoga y el deseo de cultivar otra forma de pensamiento mediante estados meditativos para experimentar diversos  estados de conciencia.

Su lectura es un pozo insondable. La descripción de cómo tuvo que amarrarse a la espalda a Yongden, tibetano 30 años más joven que ella, cuando se rompió la pierna en una ruta dificilísima de los Himalaya, no tiene precio. Ella, entonces de sesenta años de edad, siguió sorteando el camino de nieve, los ríos, las piedras, el hambre y lo que se presentara durante semanas con el hombre a cuestas  hasta llegar al poblado donde pudiera convalecer.

Superar presiones por ser mujer, proveerse de fondos, crear y sostener vínculos institucionales y editoriales para divulgar su obra en Francia y por añadidura, distinguirse como una de las más avezadas especialistas en filosofías, doctrinas y religiones orientales no solo la acreditaron dentro y fuera de Europa, también fue especialmente acogida y reconocida por el Dalai Lama. Cuenta su secretaria que la muerte de Philippe fue decisiva en su aventura. Gradualmente se fue despidiendo de Asia y acercándose a los Alpes para entregarse a la escritura  febril. De allí, a partir de entonces y durante la década siguiente, salieron títulos, ensayos, artículos y conferencias. Siempre estuvo acompañada por su fiel Yongden, hasta que él murió en 1955 en Digne, donde nunca dejó de practicar sus disciplinas.

En abono de su poderosa personalidad, Marie-Madeleine Peyronnet recordó que en 1969, la víspera de su 101 cumpleaños y unos meses antes de su muerte, Alexandra acudió a las oficinas municipales para renovar su pasaporte. “Nunca se sabe”, dijo a los demudados funcionarios. En lo que a mi respecta, suelo tenerla en mente. Lección tras lección, su lectura me permitió entender que unos exploran de afuera adentro; otros se van en pos de iluminación a las cuevas, y los menos combinan la acción con el pensamiento y la espiritualidad.  En todos los casos, sin embargo, hay algo que nos conduce a lo que nos corresponde. Así lo entendí cuando, de madrugada en Benarés, un día recordé que en 1973 quizá su sobrina con la propia Marie-Madelaine arrojaron al Ganges las cenizas de Alexandra y de Yongden para que todo siguiera su curso o tal vez para que allí concluyeran sus ciclos en la rueda de la vida, como lo hubiera deseado.