Martha Robles

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De mis diarios. La maldición de la culebra

José López Portillo, Presidente de México (1976-1982)

Echeverría se marchaba entre burlas. El rey criollo esgrimía el cetro de la virtud.  Los elogios iluminaban el firmamento: que su discurso inaugural sería una obra maestra de la oratoria política;  que su sexenio marcaría un antes y un después; que si por fin el milagro esperado, que si ya era hora… El publicitado retorno de Quetzalcóatl auguraba un nuevo Sol, otra gavilla de años.

La profusa propaganda electoral, intacta tiempo después de las elecciones, se centraba en un sonriente exsecretario de Hacienda, criollo medio calvo y con largas y feísimas patillas.  Seducía a las mujeres “por guapo” y a los hombres, “por su talento”. Aunque votaron por él, los clasemedieros comentaban con desconfianza “la foto de familia”: “un matriarcado”, advertía él mismo quizá para curarse en salud, pues sin tardanza comenzarían a divulgarse  chismes, caprichos y desaguizados.

La profusión de “amigos” y perros fieles en pos de “hueso” era imparable. Los “hombres del sistema” pretendían  colarse en segundos o terceros niveles, porque lo mero principal ya estaba bien atado a pesar de que, como se vería al tiempo, no distribuido con inteligencia. Los ungidos debían sortear el yugo de una tremenda deuda exterior.  Que López Portillo formó un gabinete de lujo para subsanar la ruinosa herencia del echeverrismo, escribían los “cráneos privilegiados”. Y ellos, flamantes elegidos, caminaban adueñados de la redención anhelada. Se respiraba la enfermedad del futuro. Los enterados aseguraban también que, desde López Mateos, la burocracia carecía de grandes figuras. “Gracias a Dios”, todo indicaba que don José y sus hombres llegaban con la fortuna en la frente. Y si: a la voz de que no hay buen gobernante sin suerte, el sexenio se bautizaba con promisorios hallazgos petroleros, “que en breve darían sus primeros frutos”. Ni qué decir del giro  benéfico con los vecinos del Norte, después de los agitados tirones de Washington. En suma, los dioses nos sonreían. Solo faltaba “un golpe de timón adecuado” para que México venciera su postración ancestral.

Y así lo gritaría en las horas oscuras: “soy responsable del timón, pero no de la tormenta”.

Ni el más perverso habría sospechado que tras coronarse en la cima, el Hado le reservaba al orgullosísimo mandatario un inmenso fracaso. Lo supieron los personajes trágicos, pero la antigua Grecia  no estuvo en los intereses de López Portillo, por más que lo presumiera. Sin embargo, tras el anuncio del implacable Tiresias, de nada valdría rogar a los dioses piedad o misericordia. Y dos o tres Tiresias hubo, así como una Casandra dotada con el don de la profecía, aunque condenada a no ser creída. Calificados de aves de mal agüero, envidiosos, necios, mala leche, ignorantes y cuanto adjetivo inventa el infatuado, ninguna advertencia sería atendida: ciego de vanidad, sordo como los necios, el Presidente solo se escuchaba a sí mismo.

El Sistema encumbraba el presidencialismo absoluto: modalidad derivada del Gran Tlatuani de los aztecas. Aun en las rancherías se supo que el origen navarro de los López Portillo provenía de Caparroso, un pequeñísimo caserío, apenas notado en la geografía peninsular. Su “castillo” era no obstante evocado por estos descendientes de indianos como sede de buena cuna y mejor cultura. Asentados en Jalisco, donde el criollismo prosperaría desde los días coloniales, en sus antepasados fincaba el aval de su probidad: tercera generación de un apellido de intelectuales y políticos. De hecho su abuelo, José López Portillo y Rojas fue escritor regular e intrascendente, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, fugaz gobernador de Jalisco y ministro, tanto durante el porfiriato como con el golpista Victoriano Huerta, lo que no era por cierto para enorgullecer a nadie. Su padre en cambio, José López Portillo y Weber, se concentró en la historia, las letras y la milicia ya que, enemigo del poder, aseguraba que “los defectos de un hombre honrado son las cualidades de un buen político”, frase que su vástago gustaba citar con la voz engolada en infaltables recuentos autobiográficos.

El ámbito social era un batiburrillo de enojo y augurios entusiastas de los que ya se creían nuevos ricos y socios privilegiados del selecto club de petroleros mundiales. Acostumbrados al mesianismo sexenal, pocos descreímos del triunfalismo. La miseria se multiplicaba y lo real avanzaba a dos velocidades: la que es como es y la de la mentira en política.  Al concluir mis estudios en el exterior, encontré un Distrito Federal enfermo de humos, gente, ruido y cuanto puede afear a una urbe superpoblada y sin planeación.  Salvo “el nuevo estilo de gobernar”, como dijera Cosío Villegas, todo seguía igual en el país endulzado con burlas y sátiras populares.

Cobijado por el priísmo exacerbado y el entusiasmo de los antiecheverristas, que día a día gritaron en cuenta regresiva su despedida, su sucesor tomó posesión el 1º de diciembre de 1976. Al tiempo quedó demostrado que su inocultable donjuanismo era eje de su carácter, de su falta de juicio y uno de sus mayores yerros. No que sus predecesores fueran almas de Dios, pero desde su campaña electoral comenzó a exhibir sin pudor y sin tardanza indicios de fatuidad que habrían de ensombrecer sus virtudes. En principio a nadie pareció preocupar su exagerado protagonismo porque, a tono con la costumbre, se pregonaba con más esperanza que fundamentos que “al fin hay en Palacio Nacional un hombre de Estado”. Comparar rasgos “presidenciales” era (es) deporte nacional. Se traía a cuento a militares admirados como Calles, idolatrados como Cárdenas, apenas visibles como Ávila Camacho o civiles protoempresariales como Miguel Alemán, anodinos como Ruiz Cortines,  populacheros como Adolfo López Mateos, detestados y crueles como Díaz Ordaz o afamados por su necedad y peor juicio como Echeverría.  Pero de ninguno se recordaría una impertinencia equivalente a la del lópezportillismo. La urgencia, además, de enlodar hasta el último rasgo rescatable de su paso por la vida pública, lo convertiría, ya expresidente, en una figura tan lastimosa que inclusive la historia haría lo posible por voltear a otro lado. Mientras tanto, las preferencias políticas se cultivaban de oídas y quedaban expuestas a simpatías o diferencias con éste o aquél gobernante (igual que ahora).

Los nacionalistas repetían a coro que México, “su amado México”, les dolía más que todo. Ninguno de sus hombres –y menos el Presidente- desaprovecharía la ocasión para  elevar la historia a la altura que le correspondía: desde el subsuelo hasta las cumbres,  el pasado remoto y el porvenir cercano iluminarían el nombre de México. Por una de esas casualidades que el destino nos depara, no bien asimilaba el regreso a mi país, cuando una amiga cercana -“esposa de”- me invitó a su casa, “porque el Presidente y algunos funcionarios estaban interesados en conocer la opinión de jóvenes como tú”. La cena, como sería de esperar, fue para mi un curso intensivo sobre peculiaridades del poder. Aunque el Presidente dominó la escena, mucho se dijo y cada cosa más aleccionadora que la otra, pero entre el riquísimo anecdotario allí recogido hasta la madrugada, este relato de Gastón García Cantú me dejó pasmada:

-Algunas veces, habiéndome citado el expresidente en su casa de Pátzcuaro –narraba García Cantú- lo acompañé a uno de sus recorridos por los pueblos de Michoacán. Allá nos íbamos desde temprano, como mejor le gustaba hablar y relajarse. Al divisar las primeras casas, el chofer bajaba la velocidad. Y la gente veía, veía… Unos arreando animales, otros a pie en la orilla del camino, niños corriendo… Al reconocerlo, lo saludaban con la mano en alto o sacudiendo el sombrero. Y él, consciente de la gran influencia política que conservó hasta su muerte, les correspondía asomando la cabeza por la ventanilla abierta. El chofer daba una o dos vueltas para “calentar la plaza”. Luego estacionaba el coche en un lugarcito adecuado, mientras se bajaba a anunciar que “por ahí andaba el Tata”. Tras una señal prevista, don Lázaro salía parsimoniosamente del coche y se dejaba seguir por dos o tres lugareños… Y luego más, hasta que se juntaba la gente. Volteaba a un lado y a otro mientras llegaba a pasitos hasta la Presidencia Municipal y se quedaba un buen rato a mitad de la plaza, como un santo patrón. En minutos se multiplicaban los campesinos a su alrededor. Le daban la mano, le pedían esto o aquello, especialmente su intervención para mejorar las condiciones del campo. De repente llegaba un viejo y le hacía una indicación. Y allá se iba don Lázaro, a alguna ranchería apartada en el descampado, donde lo esperaba una muchachita ya preparada. Ya se sabe que “jalan más dos tetas que dos carretas”... Tenía la costumbre de trazar con su navaja un corazón en los árboles con sus iniciales y las de la recién desflorada. ¡Era de un vigor envidiable!”

Ante el silencio incómodo de las cuatro mujeres allí presentes, el relator se desconcertó. Era obvio que entre su idea de la virilidad y la nuestra había un abismo de por medio y cuestiones generacionales insalvables. Que aquí hay costumbres y otras maneras de ver las cosas, intervino López Portillo a favor de la “hombría”. Más de una década había pasado del ’68; sin embargo y acaso por mis años de ausencia, advertí que el verdadero desafío de ese México superpoblado, que no acababa de asimilar, era la brecha inescrutable entre los representantes de un pasado estancado y la urgencia de construir una sociedad instruida y consciente de su derechos y libertades, así como de su entorno y del verdadero significado de la cultura.

Lo que separaba a unos de otros en aquella reunión surrealista no era solo la edad, sino la educación y el modo de interpretar las relaciones, el poder, la sociedad y el mundo en general, según lo reflejaba otra discusión sobre los contrastantes enfrentamientos entre la teología de la liberación y  el clero tradicional.  Y este episodio viene a cuento porque, décadas después y lejos de disminuir, educarse o desaparecer, tanto el machismo como las veleidades del poder han discurrido nichos cada vez más amañados, más resentidos y retrógrados para no soltar sus fueros. Supongo que bajo esta necia costumbre de aferrarse a lo peor, creyéndose adelantados, sigue enraizado el resentimiento infecundo del vencido, el que no puede asumirse como un sujeto actuante y responsable de sus actos y su circunstancia.

Imbuida de suspicacia, porque parecemos condenados a repetir la maldición de Sísifo, me asomé al pasado en busca de un hilo conductor para entender mi presente. Y si, concluyo que es difícil descifrar el laberinto mexicano. Cuando he creído encontrar cierta lógica, reaparece lo insólito, como si hubiera una consigna para mantener intacta la supremacía del síndrome de la culebra: reptar con sigilo, confundir, atacar por sorpresa.

Creo que al síndrome del vencido deberíamos agregar ésta, la maldición de la culebra: nadie o casi nadie, aquí, sabe cuál es su lugar… Lo demás es mera consecuencia.