Martha Robles

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De mis diarios. Lo que el Muro derrumbó

De la memoria, apenas placa y un monumento. Mariscal/EFE

Incrédula, supe que con el muro caían las izquierdas y los grillos pro soviéticos que tanto fastidiaron en la UNAM. Cayeron décadas de enredos, corrupción, encubrimientos, persecuciones, intolerancia y mentiras. También fueron exhibidos los crímenes de Stalin. Imposible confundir los estertores de un siglo trágico. Que nada podría ser peor a lo padecido, repetían los optimistas al lado de los profetas: que seguía una era de luz, democracia y libertades. Que el mundo convulso, herido hasta el hueso y cubierto de harapos, vería sus mejores logros con el milenio que, en una década, prodigaría sus dones. Como siempre al fin de una catástrofe, no se vislumbraban indicios del destino. Tampoco era importante: la euforia duró hasta que los restos del naufragio traspasaron los cotos domiciliarios.

Las noches de aquel noviembre de 1989 serían como haber visto a Dios. ¡Cuánta felicidad! ¡Cuántas promesas! Se respiraba una embriaguez liberadora. Yo misma, desde mi natural escepticismo, creí que todo sería posible, inclusive que un régimen de hostilidad dejara el sitio a otro igual o peor. Berlín era un hervidero.  La escena iluminaba nuevas voces, otros uniformes y los mismos hombres repitiendo que el espanto había concluido. No más escritores proscritos ni libros ni vocabularios perseguidos. No más yugo ni espionaje ni amenazas… Aunque los exiliados podrían recobrar su patria y su memoria, permanecerían en sus países de acogida. El destierro les había dado un halo de significación meritoria, pero la libertad ya disipaba su magia. Del Berlín reunificado en adelante los discrepantes, para distinguirse, tendrían que hallar otros temas, nuevos fantasmas y distintas invenciones.  Intuíamos que la realidad se encargaría de activar otros demonios y que pronto se hablaría del hambre, pandemias, desempleo, injusticia, luchas religiosas y migraciones imparables.

Reducido al lento escarbar de los archivos, el comunismo se volvería papel impreso y la electrónica en ascenso eliminaría el poder  del secreto. Las letras tendrían que buscarse otro Belcebú y distintos atavíos. Sin “la causa”, el mundo quedaría expuesto a la competitividad desventajosa del mercado. Bajo el regocijo ascendía el signo teatral de la caída.  El drama se volvía comedia aún poblada de brujas y demonios que bailaban con sus víctimas. Voluptuosidad y nerviosismo… Todo se teñía con los colores de lo humano, hasta el concreto gris saturado de grafitis. El ombligo de Berlín se transformó en festín carnavalesco. Otra posibilidad se inauguraba: la del justo medio democrático, escondido aún tras una máscara sin rasgos definidos.

GGC estaba demudado. Miraba con incredulidad cómo la muchedumbre derrumbaba el muro: era él mismo -sus creencias, su certidumbre e ideales mancillados- el que caía entre piedras, púas, cemento y restos del grafiti. Adueñado de certezas que supuso “inconmovibles”, dudaba entre correr al teléfono, escribir una nota tronante o quedarse atónito hasta hallarle punta al amasijo que retumbaba en su mente. “¡Es el retroceso de la historia!”, gritaba desconsolado frente al televisor. Después aceptaría que “aquello” era inevitable.

Para quienes vivíamos aguardando este momento, fueron claros los signos del declive comunista:  huelgas, luchas internas y presiones laborales en Polonia; la disolución del Partido Socialista Obrero Húngaro y la creación reciente del multipartidismo; la agitación estudiantil durante la “primavera de Praga” o el ´68 simbólico del grito generacional en Occidente. Se percibía algo liberador –difuso aún- que estaba dando al traste con el régimen soviético. Que más prolongados habían sido el imperio romano, la dominación árabe en España, la colonización española en América o el yugo británico en la India, pensé al repasar la brevedad histórica de un régimen que se presumió invencible.  No proliferaron los reformistas ni sus ideas tenían el doble filo con que la comunicación masiva repartía denuncias en continentes y países. Sin web todavía, ignorábamos el efecto súbito de un estremecimiento a distancia que  modificaría nuestras vidas. Y eso era lo que hacía tan singular el suceso: ver en vivo desde el otro lado del planeta lo que también nos afectaba. Supe  que nada me era ajeno. Con ser obvio, me deslumbró el hallazgo.

Los huérfanos de Marx, de Lenin o de Stalin multiplicaban sus lamentos:  ¿qué seguía  después de “la hecatombe”? Que brotaría un nuevo imperialismo y probaríamos el yugo de una potencia dominante. Que la bipolaridad era necesaria, agregaban los dolientes inquiriendo fórmulas restauradoras para una izquierda moribunda. Yo pensaba en Grecia, en el Helenismo, en los dominios del Imperio: ascensos y descensos, tentativas y fracasos, lenguas perdidas, dioses derrotados y de nuevo reinventados, culturas desaparecidas para dar lugar a otras que, mejores o peores, enseñan que el hombre en esencia es movimiento.

Nos atosigaban analogías entre revoluciones e ideologías, rebeliones y dictaduras. El suceso rebasaba a quienes habían consagrado la  quimera soviética. ¿Qué sería de sus vidas? ¿Con qué sustituir su furor? Los vi desolados, con las esperanzas vacías. El suceso adquirió la gravedad de un credo perdido. Era como aceptar que Dios no existe, que la Virgen no es y el Espíritu Santo no ilumina a nadie con sus lenguas de fuego. ¿Qué hacer? ¿En qué creer? Quedaban Cuba y China, a pesar de sus indicios de descomposición y de que la memoria del junio fatídico en la plaza de Tian’anmen estaba fresca.  Nada, sin embargo, podría compensar tantos sueños  frustrados.

Leí que “esa inesperada cólera masiva” exacerbaba prejuicios que los fanáticos convirtieron en ortodoxia marxista. Aparecieron libros sobre el triunfo de la burguesía y la debacle de los nacionalismos. Lo cierto es que declinaba una edad de culto a personajes idílicos tan poco recomendables para los jóvenes como Mao Tse Tung, Ho Chi Minh o Fidel Castro. Era innegable que morían sueños abonados por Marx, Engels, Trotsky, Lenin, Sorokin… Y acaso para mitigar el sentimiento de orfandad, se invocaba a Duvcek, al “socialismo con rostro humano” y la renovación “lógica” del socialismo. Se publicaron cientos de denuncias  sobre cómo “la izquierda organizada” y los intelectuales encubrieron crímenes atroces, campos de concentración, abusos e incontables evidencias de corrupción, no solo en la Unión Soviética del peor estalinismo, sino en organizaciones sindicales y comunistas de otras geografías, Cuba incluida. Que todo proceso revolucionario tiene sus abyecciones, repetían como mantras los viudos del comunismo. Los lamentos abundaban entre exequias  mientras que para el recién fundado Parlamento Europeo, “el proceso de Berlín”  auguraba “otra forma de socialismo teñido de democracias nacionales”, según  indicaban los giros anticipados por la glásnost y la perestroika. Lo cierto es que al autoritarismo se le puso nombre y rostro mientras una larga sujeción quedaba reducida a polvo; con ella, se iban la Guerra Fría y el batallar de los antiimperialistas y sus complementarios nacionalistas a ultranza.

Al desvelar secretos y pudrideros acabarían las complicidades. Ni siquiera los Estados Unidos, “cabeza y cuerpo del nuevo imperio”, sería el de antes. Con reformas electorales y partidos antes proscritos, en México se determinó subsidiar a individuos y facciones para aparentar avances democráticos. Antes dizque progresistas e incluso venerados, los de la vieja guardia serían considerados reaccionarios. Lo ensalzado en las aulas quedó de un plumazo devaluado.

Con los “neoconservadores” y los representantes de una “advenediza generación de gerentes”, se entronizarían los ricos mundiales del “Nuevo orden”. A diario leíamos que presenciábamos los primeros pasos de un futuro democráticamente promisorio y que por el efecto dominó irían cayendo las dictaduras que faltaban. No más represión ni persecuciones políticas ni Guerra Fría. ¡Por fin libres! El capitalismo triunfaba enarbolando un extraño lenguaje global. Los del bando perdedor serían borrados de la historia, de las aulas superiores y aun de la memoria intelectual de quienes se creyeron “de avanzada”. Con preguntas como ¿quiénes frenarían a los agentes de la codicia? ¿Quiénes creerían en las voces críticas, en la fuerza de la razón? ¿Qué sería de los herederos de la Revolución? ¿A dónde ir?, cuando menos tres generaciones de revolucionarios se quedaban sin causa y sin destino. Les costaba aceptar que este suceso marcó el final del siglo XX y que nadie pararía los albores de otra edad.

En lo que a nosotros respecta, todo cambió con la caída del muro, pero no hubo milagros. Las izquierdas quedaron en ruinas y el triunfo se concentró en el monetarismo neoliberal. Comenzó entonces el estallido de un fenómeno estrictamente milenarista: el de las migraciones masivas, sin solución, sin tierras de acogida, sin esperanzas  vitales. Narcotráfico en México; violencia apocalíptica, terrorismo, una democracia espuria que apenas merece el nombre, corrupción como emblema de un siglo XXI horrendo y la cultura que declina como animal enfermo. Cayó el muro, si, cambió nuestras vidas y una vez más quedamos en la historia fuera de lugar.