Martha Robles

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Decir no o dejarse caer

Sabemos que las crisis carecen de fondo, pero no somos obnubilados para no darnos cuenta de que en los últimos meses hemos ido a peor, a más bajo, a más perverso. Sabemos que la historia de México poco, muy poco tiene para enorgullecernos y que la mayor parte de la población desconoce lo que, en términos idílicos, se llama “estado de bienestar”, pero quien diga que lo que estamos padeciendo es ejemplo de superación sociopolítica, de desarrollo con progreso, de fomento a la obra pública, de inteligencia estratégica, de rectificación de errores pasados y/o enquistados y de talento en los modos hiper personalizados de gobernar es, de menos, un ignorante o un enchufado. 

Nuestra sociedad está en bastante mal estado. Tanto, que el sufrimiento evitable se ha incrementado de manera escandalosa en la población. Hay que decirlo alto, para que se escuche y no seamos cómplices: crear, encubrir y fomentar conflictos y daños a terceros desde el poder es una forma innegable de terrorismo de Estado.  Lastimar deliberadamente a otros no puede ni debe ser tarea de las políticas públicas. Aberraciones como estas pretenden pasar ante la opinión pública como recursos políticos para sabe Dios cuáles propósitos, pero callar agrava la humillación.

No es suficiente chocar con los acontecimientos cada mañana, hay que sumarse a los que dicen que no.  Si ya lo decíamos de tiempo atrás, hay que repetirlo a viva voz: no al crimen; no a los feminicidios; no a los asesinatos de periodistas; no al odio a la libertad de expresión; no al robo de niños y de adolescentes; no a los encubrimientos delictivos; no a la farsa del Poder Judicial; no al empeño oficial de acabar con el deber moral de la educación pública, por pobres que fueran sus logros (o precisamente por eso); no a la contaminación; no al descrédito de la cultura; no a la destrucción de las instituciones democráticas; no a la autocracia; no a la batalla oficial contra los recintos académicos; no a nombramientos espurios ni a la protección gubernamental de acosadores, violadores y delincuentes; no al vituperio como máscara política; no a las imposturas de “el otro es el culpable”; no al encubrimiento ni la complicidad delictuosa; no a la violencia disfrazada de logro político; no a repudiar energías limpias y propuestas ecológicas; no a la inversión en más gasolinas y productos contaminantes; no a la destrucción del campo; no al descenso general del país que pretende remontar el siglo XIX… 

Sobre todo decir no a la presión para igualarnos hacia abajo. No confundir la manipulación de las masas como instrumento de “transformación”. No aceptar que uno tras otro, día con día y sin que falte ninguno, se repitan asesinatos -y concretamente asesinatos contra periodistas y mujeres-.  No al horror como el del cadáver del bebé robado para dejarlo en un basurero del penal. No a la venta de niños ni al comercio sexual forzado; no aceptar la excusa de que el pasado es el hoy y el ahora es presa de su ignorancia, de su irresponsabilidad y del enamoramiento del poder absoluto.  No por favor, no más esta farsa que presume democracia cuando ni siquiera existe conciencia ciudadana, ni se ha cultivado la capacidad electiva de las personas.

Decir no es un derecho al que no podemos ni debemos renunciar. Una y mil veces lo repitió Marguerite Yourcenar: “sólo importan los que dicen no (…) Cuando los utopistas comiencen a ser la mala conciencia de los gobiernos, la apuesta está a medio ganar.” Aquí, por desgracia, se escribe en la arena, se protesta para oídos sordos y se defiende la democracia con la convicción de un artilugio prescindible. De ganar es poco lo que se obtiene aquí, donde los partidos políticos son un simulacro, la oposición un fantasma y la crítica apenas susurro al oído del puñado que aún confiamos en que no seremos un pueblo más en el historial de fracasos, retrocesos y descensos latinoamericanos.

No renunciar al beneficio de la crítica: repetirlo para creerlo y persistir. No menospreciar la inconformidad; sin ella no hay propuestas ni la sociedad se dispone a observar, a entender, a asociar, a proponer y a actuar. Hacer de nuestros días un combate de divergencias es una trampa mortal. Crear timos como “nosotros los transformadores, ustedes los conservadores” es una opción tan infundada y necia como autonombrarse de “izquierdas” aquí, en el imperio del surrealismo.  Zaherir a los discrepantes y confundir deliberadamente a la masa vulnerable son recursos perversos.  Desde la caída del muro del Berlín y los subsecuentes fin de la Guerra Fría y desaparición de la Unión Soviética quedaron en letra muerta las ideologías y la chapucera división del bien y del mal como sinónimos de las imprecisas y engañosas derechas e izquierdas. Los que se encapsularon en sus quimeras, desde Korea del Norte hasta Cuba y de Venezuela a Nicaragua, sin desdoro de ejemplos intermedios, la teatralidad de los ismos de ayer (marxismo, comunismo, socialismo, conservadurismo, clericalismo, triunfalismo…) declinó como otros ingenuos, desconsoladores y peligrosos chauvinismos, como mesianismo y populismo. 

Luchar por los derechos, la justicia, la conservación del planeta y las libertades. Eso, en el siglo XXI, resume las aspiraciones universales para lograr una vida digna y con los menos sufrimientos evitables posibles. 

Fortalecer la indiferencia con propaganga trae como consecuencia el descrédito de los que dicen no: no a la contaminación de la flora, la fauna, del aire, de los ríos, del mar, de los lagos; no a la violencia en todos los frentes (santo Dios: ¿Cómo es que hay tanta y tan espantosa violencia en el país?). Algo grave debe de estar ocurriendo desde que la defensa de la vida se sustituyó con la publicación cotidiana de estadísticas rojas: tantos asesinados, tantos desaparecidos, tantos violados, tantos secuestrados, tantos robados, tantos desmembrados, tantos feminicidios, tantos árboles destruidos, tantos animales en peligro de extinción, tantos funcionarios espurios, tantos acusados y refundidos en cárceles sin fundamento ni acceso a la justicia, tantas víctimas, pues, del horror cotidiano.

Triste y con una sensación de honda impotencia me han dejado las noticias recientes sobre los espantosos asesinatos de dos periodistas. Si alguien lo sabe, que por favor lo diga: ¿qué nos sucede a los mexicanos? ¿De qué es síntoma esta indiferencia? ¿Son la crueldad y la nula capacidad compasiva parte de nuestra naturaleza?