Martha Robles

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Del habla y memoria del sistema, II

Caricatura de Abel Quezada

El habla de los políticos mexicanos es insoportable. Entre engolados, tartamudos y esperpentos valleinclanescos, no se libran de la tentación de aparentar y/o   pretender ser o parecerse a la máscara que ostentan. En la colección de hablantes que hablan sin decir nada coherente, reconozco que López Obrador encabeza la frecuentada costumbre de espetar galimatías, mentiras y disparates como si de ideas, verdades o aciertos se tratara. Que en cierta forma el tabasqueño compite con Osorio Chong en el dominio del tartajeo, no tengo la menor duda.  Por masoquista me detengo a oírlos en la respectiva oportunidad radiofónica o televisiva solo para ver si, de casualidad, el Espíritu Santo los ilumina con el favor de alguna ideología, doctrina o acierto.

Los dioses benditos no han iluminado las lenguas de los políticos mexicanos. Imparables como Muñoz Ledo, cortos de palabra en mayoría o presuntuosos como López Portillo, quien gustaba enfatizar la v, competir en prosopopeyas y retruécanos con el Sombrerero Loco o inventar metáforas y cultismos que sólo conseguían ridiculizarlo,  en realidad abundan los tartajeantes como Luis Echeverría, uno de los precursores del cancaneo en boga.   Los hombres del sistema o en pos del poder  comparten una afectación elemental al hablar. Esa tendencia de imitar y repetirse entre ellos va empeorando con el tiempo, como su necesidad de gritar. Quizá  suponen que así persuaden o que amaneramiento equivale a elocuencia y que hay que excederse en labia y enjundia a falta de argumentación.

Mi memoria no atina con más de un par de referentes políticos dignos de evocarse por su calidad o siquiera su claridad lingüística. Con sus más o sus menos, los mexicanos hemos crecido atenazados por modos de hablar inseparables del poder absoluto y su correlativo machismo. Es lo que se dice, cómo se dice y con cuáles palabras lo que distingue al estilo de gobernar, de “estar en la jugada” y ejercer el populismo arraigado: una de las herencias nefastas de la dictadura de partido o presidencialismo. Nuestra cultura política no sólo se trasluce al grillar y gobernar, también en las conductas sociales. “Separar” lenguajes y vocabularios entre lo público y lo privado ha requerido una complicada agudeza psicológica para “medir” al otro.  Con el uso de las palabras en el eje del dominio, se trata de tener argucia para madrugar o adelantarse al contrincante y someterlo mediante el disimulo y la zancadilla. Y toda esta cosa de menospreciar, disminuir, controlar, vejar, engañar y aun humillar al otro o a los demás ha sido, por descontado, lo propio del machismo. De ahí que el éxito del sistema de poder proviniera del carácter esencialmente violento, discriminador y antifemenino de nuestra cultura.

Aún asombra hasta dónde puede darse por sentada una realidad brutal, corrupta, inadmisible y con giros verbales tan asimilados en la vida cotidiana que aprendimos a disfrutar, odiar, observar, adivinar, repudiar, increpar, aprovechar e inquirir con las mismas falsedades que sustentan el poder. Compartimos un habla tramada de procacidad, desprecio y admiración para referirnos no sólo al sistema, al gobierno o a los priístas, sino a los cabrones esos; es decir, “los demás” porque la lógica del desprecio de nuestra cultura carece de fronteras entre lo público y lo privado.

La hora del Tapado hasta el fin del siglo fue el evento más importante de la sucesión presidencial. A los empresarios les preocupaban sus intereses, mientras que el pueblo/pueblo esperaba que el proyecto económico por venir lo redimiera. La especulación mantenía ocupada a la clase política en torno de los probables beneficiarios o afectados reales o imaginarios y se vivía el tapadismo con un peculiar espíritu festivo.  Se echaban suertes por éste o aquél “tapado” que, por obra y magia del sistema, adquiría brillo y virtudes en un escenario ilusoriamente ventajoso respecto de los contrincantes/precandidatos vencidos. Los dimes diretes sexenales fortalecían o debilitaban a discreción tanto la leyenda del mandatario entrante como la del saliente. Una vez destapado, al virtual triunfador –priísta, desde luego- se le reconocían virtudes fuera de serie. Y si no era el mejor para suceder al Mandatario saliente, resultaba el más conveniente. No era aventura menor coronar una ardua carrera de obstáculos con la Presidencia de la República pues, para empezar, asimilarse al “sistema” requería agudeza y sumisión en iguales dosis. De eso dependía la habilidad de tomarle el pulso a la situación, conocer los tiempos, decir o callar, negociar, ajustar, equilibrar lo prohibido y lo permitido, sumar, restar, abrir, emparejar o cerrar puertas y muy especialmente entender en la acción que –como dijera el zorro don Jesús Reyes Heroles, en política, la forma es fondo. Para el que quisiera entender la jugada era indispensable calcular la pertinencia y el significado de este principio inequívoco, también acuñado por Reyes Heroles: lo que resiste, apoya. Así florecían los movimientos de masas alrededor del que conduciría los destino de la patria. “Y recuerde Señor siempre tender la mano ya que un saludo dado es un voto ganado”.

Cualquier innovación en los tejemanejes era bienvenida a condición de no arriesgar la sólida estructura del poder personal. Desde que el genio estratégico de Plutarco E. Calles discurriera institucionalizar la revolución mediante el  Partido Nacional Revolucionario, en 1929, ese dislate tardaría unos 70 años en ocurrir. La maquinaria política tenía engranajes tan lubricados que funcionaba con sorprendente eficacia. La solidez del Sistema se constituyó en la envidia del batallón de gorilas latinoamericanos, hasta que el aparato del poder  comenzó a destruirse desde dentro. Con sótanos y roperos atiborrados de cadáveres, chapuzas, censuras, mentiras y secretos sellados y lanzados al infinito, en salones, antesalas y ámbitos elegidos prevaleció sin embargo el lenguaje triunfalista de los  servidores públicos, a pesar de que a todas luces y sin alternativas de cambio, la historia del poder, en México, ha llegado a su fin tal y como la hemos conocido.

Tuvo que ser un extranjero, Mario Vargas Llosa, quien en 1990, durante el debate televisado sobre la Europa del Este, “El siglo XX: la experiencia de la libertad”, causara estupor al declarar que México era la dictadura perfecta.  Las bocas se abrieron con gestos incrédulos. Piernas y orejas temblaron hasta los rechimales del Palacio Nacional. Llovieron protestas por la declaración infamante de un novelista que todo ignoraba de la realidad mexicana. No bien crecía el coro de  indignados, cuando brotaron los abajo firmantes. Se establecieron posiciones en contra o en pro del “metiche” de Vargas Llosa, quien “ya debía entender que si no le gustaba el país debía largarse cuanto antes…” Cuando el peruano agregó a su discurso que la dictadura perfecta no era el comunismo ni la URSS ni Fidel Castro sino la mexicana camuflada de un partido inamovible, el foro echó chispas y no tardó en manifestarse la reacción tronante de los dioses. Moderador del debate, Enrique Krauze dejó que el peruano avanzara a lengua suelta sin advertir que las quijadas de Octavio Paz se iban endureciendo, mientras el colega peruano se regodeaba. El colmo de la descortesía –como se diría durante semanas- fue el atrevimiento del novelista al tocar la “zona sagrada”: “Yo no creo que haya en América Latina ningún caso de sistema de dictadura (como la del PRI) que haya reclutado tan eficientemente al medio intelectual, sobornándole de una manera muy sutil…”

Vargas Llosa tuvo el arresto no sólo de abundar en detalles sobre nombramientos, prebendas y cuanto se le ocurriera, sino de exhibir complicidades entre el poder y las letras y entre Televisa y el PRI… Si tamaño desaguisado generó un escándalo sin precedentes en las postrimerías del siglo XX, ya se podrá imaginar el lector el alcance de un sistema tan críptico, con capas sobrepuestas y sembrado de símbolos inescrutables como las pirámides de los antiguos abuelos, que haría lo que fuera para no vulnerarse interna ni externamente. De sobra lo sabían los conocedores de los antiguos mexicanos, ya que el poder personal del Presidente no ha sido otra cosa que versión apenas ajustada del culto al gran Tlatuani: un Señorío que podría ser golpeado y de preferencia recubierto, pero jamás destruido. Este episodio sin embargo y de manera paradójica, anticiparía el principio del fin de la “dictadura perfecta”.

Ya nadie podría parchar la gran fisura del poder absoluto del Presidente. Aun así resistió el sentimiento de eternidad de “los hombres del sistema”.  Se mantuvo su prepotencia gracias a setenta años de dominio con  discrepancia, pero sin oposición. Bloque inamovible, se forjó un estilo de gobernar que se creía, era y se sentía más firme que cualquier monarquía. Y de tales saldos estamos hechos. Por eso debemos cambiar de raíz la costumbre de gobernar, de ser gobernados e inconformarnos en esta sociedad maltrecha. Si no modificamos desde la raíz nuestra cultura política, seguiremos atados al mesianismo, a los vicios del populismo, al machismo y a los saldos del poder personal que son inherentes al sistema de poder que nos distingue como una población de inconformes que se quejan incesantemente, eligen lo peor y nada hacen para superar sus propias deficiencias y limitantes.