Martha Robles

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Desencanto y mentira social

Las cosas como son: por mucho menos excesos y delitos que cometen gobernantes, partidos políticos y funcionarios mexicanos, cualquier ciudadano podría ser condenado con severidad e incluso ejecutado en otros países. La herencia de nuestro pasado, nefasta y actuante en la arbitrariedad institucionalizada,  nos somete a una   forma de vivir que, con cinismo, oscila entre lo prohibido en el papel y lo permitido de hecho.

A pesar de que a cielo abierto la pudrición se derrama y ensucia los recovecos más apartados; aunque la gente tiemble de susto, de inseguridad e indignación mientras la sociedad se desestructura, y aunque  problemas y delitos se multipliquen en número y gravedad, el Presidente y sus aliados dilapidan fortunas en publicidad para arrojar mensajes alegres sobre la maravillosa realidad que les debemos.  Ya nadie ignora, sin embargo, que cuanto más optimista y promisoria la propaganda política, mayor la mentira que la nutre. Nada detiene la codicia ni la imbecilidad moral de los corruptos en y con poder. Ni siquiera los intimida el abismo creado entre las orillas de la ficción y lo real, donde subyace  no sólo la imposibilidad de que los gobernados confíen en sus gobernantes sino la duda de que, en régimen tan enfermo, queden recursos políticos e institucionales para limpiar la casa y discurrir un proyecto adecuado de país.

Es un hecho que, entre nosotros, la palabra ha perdido absolutamente su carácter sagrado: ni respetable ni respetada. Mancillada por todos los medios, la pobre palabra ha quedado reducida a acompañante de memes o instrumento de embustes primitivos:  máscara oral de un pueblo que continúa, como en los peores tiempos, sin identidad y sin cara.

Al margen de que el quinto informe del Presidente haya inspirado incontables burlas y caricaturas en las redes sociales por haber pretendido, de manera burda, hacernos creer que vivimos en  Shangri-la,  los gobernados tenemos el derecho y la facultad de exigirle al gobernante un razonable manejo de la verdad: verdad sobre la realidad social; verdad respecto de la situación política, económica, judicial y hasta del estado que guardan nuestros recursos naturales… Pero, ante todo, el Mandatario tiene el deber de decir al pueblo la verdad de por qué prevalece la impunidad, por qué su régimen encubre la peor corrupción de nuestra historia contemporánea, por qué siguen sin aclararse miles de asesinados y desaparecidos, feminicidios, niños robados, zonas "protegidas" destruidas… En fin, que desde la turbia verdad que se oculta respecto del negocio de la construcción hasta las alianzas y componendas sobre los arreglos del Estado que afectan la ecología, el medio ambiente, la seguridad social, el orden urbano, la producción agrícola y en suma, la calidad de vida, Peña Nieto elaboró una torpe ficción que a nadie convence y que, a todas luces, lo hacen aparecer con un Pinocho con la nariz crecida.  Si alguna seriedad tuviera la profusión de spots propagandísticos sobre su obra de gobierno, la mismísima Suiza envidiaría el milagro causado por el priísta mexicano.

Desde que la fábula de la democracia sustituyera al compromiso social de la revolución se potenciaron defectos no resueltos.  A cambio de reducir las desigualdades extremas, el monetarismo situó a los que fueran nadie en el pasado inmediato en los primeros sitios de los ricos mundiales. Tuvo razón Sygmunt Bauman al señalar que en el actual modelo global nada es firme, nada medianamente permanente ni comprometido con el bien común:  las ciudades se ofrecieron al mejor postor y, en vez de proteger el medio ambiente y los recursos naturales, la siembra de cemento y construcciones majaderas han hecho inhabitables las urbes, de por sí caóticas en el subdesarrollo.  

Se subsidia con cifras millonarias a la partidocracia espuria, como si fuera conquista civilizadora y, como en los más abyectos totalitarismos, se pregona como progreso la punta visible de la injusticia.  Nada más falso, en suma, que este simulacro de democracia que con tanta facilidad abrió las puertas a la impunidad. Respecto de los deberes del régimen de poder en cualquier democracia, la mentira social que ha ganado terreno en nuestra sociedad maltrecha  habla por sí misma: ni ideas ni compromisos ni proyectos políticos; tampoco coherencia ni moral y ni qué decir del patriotismo.

En este País de la Alegría, el siglo XXI avanza sobre un estado de esquizofrenia que se debate entre dos verdades inconciliables: la del México idílico que según Peña Nieto  avanza con pie firme y logros imparables, y el otro, encabezado por la criminalidad triunfante sobre una desigualdad social tan radical que más de la mitad de la población exhibe síntomas de miseria extrema. De ahí el daño pernicioso de la mentira social que, enchufada en el inconsciente colectivo,  además de lo ya sabido fomenta el deshonor, nos hace ver la indecencia como lugar común y nos obliga a padecer los delitos como daño irremisible.

Es inútil insistir en que el tema de la moral es cosa vieja, controversial y sin solución. Se discute la necesidad de establecer límites y sanciones en lo público y lo privado desde que el hombre gobierna y es gobernado. Supeditado al carácter personal y/o de la sociedad, el ejercicio la autoridad, del mando y del dominio tienen sin embargo  matices y peculiaridades cambiantes en la historia. Desoídos por los políticos mexicanos,  hay principios universales que en nuestro tiempo regulan el modo de conducirse al ejercer el poder. Varían los estilos al plantar cara a los hechos y ser afectado por ellos, pero una cosa es clara:  si el pragmatismo antepone el interés económico a la moral, sin moral la sociedad se vulnera y, con ella, la dignidad de las personas. Y eso es lo característico de la clase política de este país: mentir, zaherir, pasar por encima de los demás, aprovecharse del bien ajeno…

Ese es el desafío de las democracias contemporáneas: equilibrar lo útil y conveniente en el régimen de poder con lo mejor y más digno para los ciudadanos. En realidad, tal es en términos ideales el propósito de la república: anteponer el derecho, la responsabilidad y las libertades de las personas a la presión de las ideologías y de los intereses espurios. Pero aquí… ¿hasta cuándo?