Martha Robles

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Esther, un alma errante

Esther Seligson: el instinto de la palabra - Youtube

Era espigada desde niña, de movimientos felinos. Su rostro estaba surcado por unas cuantas líneas: dos profundas en el entrecejo.  Las de las comisuras completaban su natural ironía que comenzaba en sonrisa y estallaba en mordacidad. De cuerpo fibroso y cabellos rizados,  parecía que llevaba tatuado el pasado suyo y de su gente. Miraba al mar como quien mira a Dios: agua, agua y sal en su poesía. La sed la ahogaba, la incitaba a ir más allá, hasta el origen mismo, donde pudiera hallar la Voz, el Verbo, un vocablo esencial o el golem de sabiduría y santidad.  Aspiraba a encontrar la Luz en la claridad. Deseaba trascender el vacío y la turbulencia hacia “lo otro”, acaso el vocablo primero como algunos persiguen al Adán primordial. Errabunda,  anheló el Todo desde un hueco que nada pudo  llenar. Persiguió la divinidad innominada entre sus páginas, al Yaveh invocado en la inmensidad de su ausencia ya que, como dijera el poeta Jabès, para el judío el punto de partida y de llegada se confundenLos dos están en ese nombre solitario: Judío. Primera y última palabra de un libro donde todo lo demás se ha borrado.

Esperar fue su signo y una aspiración no tan secreta de lo absoluto. La espera también fue móvil de su desgarramiento interior y de la soledad insondable que línea a línea se abre y se cierra sobre sí misma, sin distingo de verso o prosa, sin fisura ni concesión. Su obra es un círculo escritural que la llevó de toda Luz al negro más insondable, de la pasión al desencanto, de la primera a la última palabra, de la simiente al duelo y al hijo suicida, de la Madre compasiva a la más pura orfandad; es decir, no hay fragmentos ni pausa sino un pensamiento continuo hacia el “libro total”. Es  la palabra que llama a la otra en busca del Verbo, del libro que subyace detrás del libro, de la pregunta que sólo se abre a otra pregunta. Así la confesión que atrae a la historia; el pasado que prefigura el presente, el yo al nosotros, el ser al estar… Su obra evoca el “libro total” prefigurado por Mallarmé como unidad del universo: un mismo texto y distinto según se lea de atrás a adelante, al revés o al azar.

Prefería el párrafo largo, más largo, musical, sembrado de metáforas y sucesivo cuanto más encaminado a lo divino, a lo trascendental y a una cabal abstracción. Y ése es el punto-cifra de una identidad conformada por la urgencia de lo sagrado  “como lo no percibido, lo disimulado, lo protegido, lo inefable”. Así lo descifra en voz de Edmond Jabès en su magnífica traducción de En su blanco principio: por eso escribir es la tentativa suicida de asumir el vocablo hasta su última desaparición, ésa donde deja de ser vocablo para ser sólo huella –herida- de una fatal y común ruptura: la de Dios con el hombre y la del hombre con la Creación.

 De riesgo en riesgo, ávida infatigable de luz, depredadora en sus relaciones, durante una estancia en Toledo en su juventud la deslumbró la cultura sefardí. Allí  remontó la tradición judaica al obedecer el llamado de La morada en el tiempo. Inclinada a la ruptura, supo que todas las historias se repiten, que el pasado es el presente y que, fiel a esa intuición o profecía temprana, en su hora, años, décadas, experiencias y libros después, dejaría que su corazón cesara de latir. No que el resto de su obra se apartara del círculo escritural que la distingue, es que al seguir sus huellas por entre Luz de dos, La fugacidad como método de escritura, Simiente, Negro es su rostro y concretamente en Todo aquí es polvo, la unidad anhelada se consuma mediante el acto de libertad radical de apagarse a su aire como si detuviera el tiempo, como si al fin congelara la errancia, su errancia. Morir de fatiga, de dolor, de orfandad, de culpa, de desamparo e inclusive de una valentía cercana a la heroicidad significaba atar el ovillo propio y de su gente. Algo misterioso había en su recóndito afán de sellar el sufrimiento: acaso dejar de ser vocablo para ser sólo huella –herida- de una fatal y común ruptura: la de Dios con el hombre y la del hombre con la Creación. De eso se trataba cerrar el círculo y saber, como indicaban los rabinos ficticios de Jabès, que todo fin es principio.  Hallar o no la Voz fue duda  que estalló ante la pena capital del desesperado que medita e inclusive acude a Buda acaso para aliviar el sufrimiento. Así como a Heracles sólo la muerte le haría soportable su dolor, a Esther la decisión de dejar de vivir con el corazón enfermo le permitiría saciar, de una vez por todas, la  sed de ser y amar y la “sed de mar”. Una sed que del mito a la espiritualidad o de la tragedia a la Biblia -sin desatender la importancia de Antígona en su propia biografía-, también la llevó a recrear a Ulises, a Penélope, a Euriclea la nodriza…: Dímelo Ulises, ¿habla el silencio? ¿Qué dice el silencio cuando calla?

La transparencia la envolvió como seña de identidad. No ocultó sus vínculos con Cioran (a quien también tradujo), con Rilke, Steiner, Juan de la Cruz o María Zambrano… y ni qué decir de Bachelard o de Edmond Jabès. De hecho, sembró epígrafes como mensajes cifrados en sus textos. Culta si las hubo, abierta a lo que su curiosidad indicara, abominó de límites, complacencias y comparaciones. Diestra en la discusión, su irritabilidad la perdía. Implacable en su enojo, nada ni nadie podría superar el rigor de su autocrítica. A solas esgrimía sus culpas y, otra vez, mascullaba la figura de la huida. Ninguna paciencia igualaba su devoción por la escritura: su patria, la Tierra Prometida. Perdió amigos por su ferocidad abismal, pero quienes practicaron el arte del equilibrismo desafiaron  su capacidad de amar. Su escritura era un mapa de territorios reales e imaginarios, de mitos y soñaciones, de juramentos y cuestiones de fe, de culpas, confesiones y confrontaciones, de lamentos, pérdidas y fundaciones, de preguntas, duelos y representaciones que completaban su temperamento con su pasión por el teatro.  Original, brillante, inimitable, su obra a nadie deja indiferente: fue, es una escritora fuera de serie.

Alma vieja, chamana, hechicera, bruja inevitable, supo cuanto había que saber  de escenarios mágicos, de rituales sagrados y profanos y fórmulas esotéricas. Enseñó el arte del teatro a mentes jóvenes e inclusive su segundo hijo se convirtió en actor.  Su suicidio la quebró en añicos, aunque ni así dejó de errar entre lenguas, textos y países hasta que, desgastada, regresó a explorar otra luz, otro espacio, otra ventana y “otra cortina al aire” que, cárcel del destino al fin, la enfrentaba al tiempo congelado. Traspasada de dolor, lo sobrevivió una década. Cada línea de Simiente (2004) -un largo lamento dedicado a Adrián-, toca la esencia del ser, lo irremisible, la pregunta que queda en la negrura donde se sella una historia con cinco mil años a cuestas:

Cristal de luz se me rajó el alma/ Y tu cuerpo volando astilla/ Cómo no se abrió la tierra urna/  Para hundirnos ambos aliento de agua/  Desnudados de dolor y de materia/ Cómo vine a quedar tan huérfana de ti/ En este otro parto.

Así era Esther: talento al rojo, flama que en segundos adquiría la condición de hoguera. Fue pasión que, iluminada, cedía a la soñación que la habitaba. Rehén del fuego que a poco trasmutaba en decepción, perseguía el sosiego inútil que por demás no conoció. Por una casualidad de las que sólo nos reservan las letras, al leer un ensayo de Luis de León Barga sobre Arthur Koestler pensé por analogía en el sentimiento de culpa, distintivo del pensamiento judío. A querer o no el judío se siente responsable del frío, del hambre, del calor, del sufrimiento ajeno, de la desgracia y aun del fracaso de la vida. Esto atormentó sin tregua ni vía de salvación a la escritora que huía de sí misma y de los que la querían aun como fiera herida. Y se fugaba  armada de libreta y tinta, de soledad teñida de dolor, de genio, sobre todo de la genialidad que la habitó.  El drama del hijo la llevó a desdoblarse en una estremecedora confesión titulada con el verso de Geney Beltrán, Todo aquí es polvo cierra el círculo de una vida/voz. En consecuencia, la mítica Tierra Prometida no fue, no es y nunca será otra cosa que la Palabra, el texto y la interpretación del libro que ha hecho de la inteligencia judía emblema de creatividad: categoría no solamente para mejorar sino “para pensar el-ser-en-el-mundo”, según observara Harold Bloom.

Tan lejos y tan cerca, a Koestler y Seligson la palabra errancia los ataba a la ansiedad, a la búsqueda perpetua. Moverse de aquí para allá, dispersarse como estigma de la égira,  viajar en pos de espacio o de lo que mitigara la aflicción por estar en el mundo y en la vida a ambos les sirvió de acicate para interesarse en varias disciplinas: filosofía, esoteria, psicoanálisis, cábala, parapsicología, misticismo, espiritualidad, doctrinas orientales… La curiosidad de Esther devino en una suerte de inteligencia escolástica, minuciosa y esencialmente talmúdica. Intolerante con los mediocres, no otorgaba tregua a quienes, de cerca o de lejos, exhibían ignorancia o imbecilidad. Es comprensible que su talento la hiciera atractiva por las misma causas que no pocos la rechazaban.

La tradición cabalística afianzó su ir y venir en los entresijos de la letra. Aspiraba a más de lo humano y a abarcar el tiempo como totalidad. Esperaba que la escritura compartiera la noción del aleph como el lugar desde el cual se pueden ver todas las cosas y todos los espacios. De ahí, acaso, su desigual pasión por los místicos, por  la poesía y el sueño del ser en el ser durante la errancia maldita que la llevó a abarcar su pensamiento judío, inclusive de manera paradójica. Extranjera desde el Génesis y peregrina sin asiento, el no lugar era su lugar, la nada y el silencio como surtidor de un decir luminoso. Desde la hondura de lo sabido o no sabido, la Palabra y sólo en la palabra reconoció su esencia. Intentó reescribir la Tora “como un Jeremías contemporáneo”, confesó en Toledo, cuando de golpe vislumbró La morada en el tiempo y como una posesa se concentró a recibir el Dictado.

Tenía el desierto tan adentro de los huesos que de sal y arena extrajo una poesía de toda luz.  Traslúcida era la palabra; traslúcida y entramada de soñaciones, de fragilidad y desamparo. Lo hacía y no como Jabès –siempre individual y a su manera-, porque las semejanzas los unían, “la sed del alma” en la lengua de Dios, en el libro detrás del libro y en los tránsitos de la memoria que la  llevó a decir que llevaba la infancia colgada del meñique. Había que verla sin parpadear porque hilaba más que revelaba un alfabeto a descifrar. No se parecía a ninguno; y a veces, ni siquiera a si misma.  Fue una mujer con la obstinación del libro, la ansiedad del alma y la sal en la punta de la lengua.  Sus manos parecían ofrendar cada ciclo y su final. Adoraba la liturgia. Ella misma, diestra en ceremonias, cumplía sin falta cada rito que afianzaba una remota relación entre Dios y el pueblo de Israel: bendiciones, santificación del pan, del vino, del comienzo de los días, de lo ordinario, de los cambios, de las velas… Lo creía con fervor: “Te ligas a lo que se desliga –a lo que en tu ligazón te desliga. Eres un nudo de correspondencias”. 

Nacer tocada por el deseo de lo absoluto fue recompensa y daga envenenada: de ahí su ambigüedad inconciliable. Siempre daga y siempre flama, el regalo-estigma no tardó en ser desasosiego. Mejor que otros lo saben los descendientes de Abraham, pues entre ser miembros del pueblo elegido y vagar en pos de la Tierra Prometida, el judío convirtió la morada en palabra y la palabra en pregunta. Kafka lo entendió desde el fondo y también lo aplicó de manera radical: “la palabra es una elección entre la muerte y la vida”. Errar, pues; errar y buscar equivale desde tiempos inmemoriales a resistir. En posesión de una gran literatura, Esther Seligson nos dejó, como Antígona, la sucesión de preguntas que se plantean hasta el fin.