Martha Robles

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IGNORANCIA Y BARULLO

A más reparo en la pobreza del habla en México, mayor mi interés por descifrar el enredo de historia e intrahistoria en nuestra enferma cultura dominante. Quizá no hay nada qué decir, por eso se mal-dice, dice nada o mejor aún: se balbucean y gritan insultos eslabonados a lugares comunes y muchas, muchísimas banalidades ofensivas. Ni ideas, imágenes u observaciones; mucho menos expresiones originales: somos el pueblo condenado a la imitación y al tartajeo, a la negación de sí mismo, al miedo a mirarse y reconocerse en su verdadero ser. Por desgracia y sobre todo, somos aún el pueblo supeditado a los poderes monopólicos, partidistas y gubernamentales, del que buena cuenta dio un Paz pesimista ante el “tiempo nublado” que, pertinaz y agarrado a vicios ancestrales, se cierne todavía sobre nosotros.

En cada rincón del territorio, como tumor infeccioso, es inocultable la misma evidencia de la añosa y acumulada derrota educativa. Se trata de la más grave traición contrarrevolucionaria arrastrada desde la fundación de la SEP, en 1921, hasta nuestros días, con todas sus consecuencias. Si la máscara emblemática se aliña con proyectos y reformas sexenales vueltos alarde y ceniza,  la debilidad del idioma español pervive doliente en el verdadero rostro. No es que no haya nada qué enseñar ni que el magisterio se caracterice desde la noche de los tiempos por su cabal ineptitud pedagógica; tampoco se trata de discurrir el método maravilla que nadie ha inventado, desde los griegos remotos hasta los nórdicos de hoy, es que se enseña lo que se sabe, se exhibe lo que se tiene y también se trasmite lo que se padece o se ignora. Y en eso el magisterio mexicano no es excepcional sino producto puntual de su herencia y de su carácter gremial e institucional. 

La raíz del monstruo que pervive detrás de la máscara de la CENTE no es regional ni particular. Lo mismo existe en Michoacán, en Morelos, en el DF…, con la salvedad de que el pus brotó por lo más vulnerable, donde habría de ponerse a prueba el dilema del país: se comienza a limpiar el pudridero desde la simiente y sin simulaciones, se cultiva la crítica pública y se fortalece la sociedad civil para que controle y exija el recto cumplimiento de sus deberes a instituciones o gobernantes o el declive continuará avanzando hasta ahogarnos, hasta ponernos a unos contra otros, hasta encargarnos de nuestra propia destrucción.

La corrupción es el mal mejor extendido en los individuos, en el gobierno, en la enseñanza, en las cárceles…; es decir, es el mal endémico de una sociedad que desde sus orígenes marcados por la independencia de los criollos, compromete, a partes iguales, a funcionarios y sindicalistas, a burócratas  facciosos y aun a la sociedad que más y peor es aplastada, humillada y anulada por los poderes instituidos.  Con el furor de los cambios que anunciaron en el año 2000 nuestra aparición triunfal en la democracia, la partidocracia se encaramó a la jugada y carente de ideas, codiciosa y tan primitiva y de poco fiar como su tentación nerviosa para brincar de aquí para allá entre facciones, sin soltar las nóminas ni dar nada a cambio, contribuyó a empeorar los viejos vicios, a agregar nuevos males y a incorporar a “la cosa pública” más feroces elementos de engaño, simulación y destrucción.

 En todo este enredo que a fin de cuentas va trazando la doble historia del poder y de la cultura en México está el eje educativo y, en el núcleo, el drama de nuestra miseria lingüística. Entre 80 y 100 palabras integran el vocabulario del “ciudadano” medio y dizque favorecido por las aulas. La “cultura” media del mexicano está muy, pero muy por debajo de países organizados. “Igualados hacia abajo”, diría Alfonso Reyes porque del aula a la calle, de las familias comunes al habla popular, del campo a zonas depauperadas y estemos donde estemos, con las excepciones de las minorías  que aún creen en el poder vivificante del saber y la palabra, predomina la misma obviedad: el cultivo del pensamiento es preocupación tan infrecuente como la de conocer. Mejor que nadie los supieron los conquistadores: un pueblo sin memoria y sin palabras es un pueblo anulado, esclavizado y sometido al dictado del amo. Por eso la enseñanza verdadera del idioma no ha sido prioridad de nuestros enfermos sistemas de poder, porque mientras se carezca de significación, de memoria, de derechos, de rostro y de destino propio, los mexicanos seguirán siendo “carne de sacrificio”.

Todo es grave, lastimoso y sujeto de intimidación o abandono en este complejo país nuestro que lleva siglos ceñido a sus represiones y complejos, como la Coatlicue a su faldellín de serpientes. Pensar y hacerlo críticamente no es propio de nuestra cultura. De ahí la insistencia de Paz y otros cuantos escritores en hacer ver los beneficios de la lengua y el pensamiento. No hay más acicate contra el cochinero que el despertar de la conciencia crítica, que el cambio de actitud de la sociedad civil, que la transformación radical de la conducta política.

No hay mayor indefensión que la de un pueblo balbuceante, sin sustantivos ni capacidad de abstracción. El nuestro está esclavizado al pequeño, pequeñísimo mundo que puede nombrar y entender porque su vocabulario es la medida inequívoca de su enajenación. Tampoco hay mayor poder que el de un pueblo que habla, entiende, dice y exige con firmeza y claridad lo que en justicia y por derecho le corresponde. Encerrado en sí mismo, presa de su ignorancia, el mexicano atrapado en la compleja escala de la pobreza arrastra consigo la imposibilidad de elegir y modificar su destino. 

Y, asolados por una sobrepoblación que exagera los excesos y errores de nuestros antepasados, los millones de hombres y mujeres que reproducen “el sentimiento de soledad” que, según Paz, estalla cada vez con mayor violencia no conduce a la rectificación sino a una mayor anulación de sí mismos, a la enajenación que nos ahoga.

Hubo un tiempo y una generación de escritores que antepusieron el valor del idioma a los “falsos” alegatos de modernidad que, pese a la entusiasta demagogia de empresarios y hombres del sistema, no devino en el bienestar prometido a las mayorías, no igualó hacia arriba a la población ni propició el ascenso de mejores gobernantes;  tampoco condujo a una explotación racional de nuestros recursos. 

Y todo este horror comenzó como una gran mentira, elevada a motivo de fe y consagrada en los altares de la derrota.  Entonces se nos dijo que Dios hablaba la lengua del conquistador, aunque nada dijera a los naturales. Para los dominadores el idioma era el Verbo, lo sagrado, el poder, ruta asegurada hacia la gloria prometida; para los de la otra orilla, los aplastados y derrotados, balbuceo hacia el sometimiento, obediencia, olvido de sí, la condena de estar Nepantla, de ser Ninguno, extranjero en su tierra, esclavo… El choque entre dos universos y expresiones distintas de lo humano haría de la palabra impuesta el vehículo más efectivo para fundar la historia del país que nos contiene, aunque los idiomas y sus significados sigan separándonos.