Martha Robles

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Intelectuales y Fidel. Fin del idilio, I

Cubadebate

La revolución cubana fue el milagro social del siglo XX. Asolada por gorilatos, presidentes y partidos políticos espurios, en la segunda mitad del siglo nuestra América tambaleaba con mala fortuna entre el subdesarrollo, el intervencionismo de los Estados Unidos, las guerrillas y las campañas ideológicas. Fidel, único héroe vencedor del imperialismo, protagonizaba la hazaña anhelada por todas las facciones de izquierda. Nuevo Teseo,  engañó y venció al Minotauro en su laberinto. Fidel idealista; Fidel guerrillero; Fidel lector; Fidel aventurero; Fidel barbudo viril, criollo, seductor y bien parecido. Renegado de su origen pequeño burgués; Fidel, el que causó lo imposible. Fidel mesiánico: el líder que educaría y sacaría de su postración al pueblo de analfabetos, meretrices y antiguos siervos del capitalismo abyecto. ¿Quién que fuera no era castrista?

 Letras, fábulas y expectativas generacionales se identificaban con el estallido isleño. Aupados al “nuevo lenguaje”, los escritores –encabezados por miembros del Boom- ponderaban la Revolución y ésta los recompensaba encumbrándolos. El avezado Fidel tenía el don de atraer a las plumas más connotadas de la hora.  Los elegidos, por su parte, capitalizaban la mutua atracción con publicaciones masivas, prensa y traducciones aseguradas. La proeza de haber vencido al “imperialismo yanqui”, en plena Guerra Fría, no dejaba indiferente a nadie, menos aún a los universitarios. Curiosamente, sin embargo, las simpatías activas por el “comunismo tropical” –que no tardó en integrarse a ritmos bailables- provenían de la inteligencia educada y no de sindicatos ni de grupos obreros, como sería de esperar. Precisamente por eso, al estudiar la Revolución Cubana y el proceso social posterior, se debe atender en primera instancia la reacción internacional de los intelectuales, no de los trabajadores.

Y allí estaban, sensibles al mensaje, los narradores que protagonizarían su propio “estallido” al emprender la aventura, al través de las letras, de dotar de identidad a los otrora vencidos.  Hay que agregar que la  respuesta complementaria más visible, viva y dinámica, provenía de los rebeldes Baby Boomers  que, en la década de los sesenta, ascendían masivamente a las aulas superiores: primera generación de lectores y simpatizantes de una izquierda vinculada a la filosofía social, a la rebeldía, la investigación académica y, con singular entusiasmo, a la obra de los grandes pensadores del siglo. A la par de la cubana se internacionalizaron numerosas causas, en especial las más radicales y aún incompletas: el feminismo y su complementario anticlericalismo;  el antiimperialismo y el correlativo “compromiso” intelectual, previamente definido por Sartre.  En conjunto, las demandas prefiguraron el signo liberador y pro derechos civiles que si bien no consumaron las rupturas ni las metas anticipadas, al menos allanaron el camino a los procesos democratizadores –no obstante endebles- de buena parte de nuestros países. Es interesante señalar que aunque ninguno de estos movimientos fuera de filiación estrictamente marxista, desde los años sesenta ya se consideraban de izquierdas en Hispanoamérica. No era difícil, por consiguiente, que los conservadores vincularan cualquier exigencia de derechos, justicia y libertades al demonizado comunismo que por cierto pocos, muy pocos, había estudiado porque, como ahora, lo que campeaba eran prejuicios y lugares comunes. Esta actitud típicamente emocional, acrítica y reveladora del talante de las masas, estallaría en los funerales del yacente nonagenario con furor similar o superior al fomentado en torno de los guerrilleros victoriosos que comenzaron a convertir al Comandante en leyenda.

Cuantos más desafíos enfrentaba la isla, el castrismo más influía emocional y políticamente a intelectuales, hippies, liberales y artistas de todo el mundo. Nadie, entonces, se habría atrevido a advertir sobre los efectos nefastos del caudillismo. Los estudiantes se dejaban las barbas para igualarse a sus héroes.  Paralizada por el bloqueo, Cuba miraba a China y a la Unión Soviética en busca de apoyo. Se popularizaban la lucha de Angola y la fe comunista. Por encima del legendario y romántico ‘Che’ Guevara que tanto admirábamos, sobre las plegarias y loas al infortunado Camilo Cienfuegos y sin considerar conflictos internos de liderazgo, Castro era el titán que inauguraba en solitario la mitología contemporánea. Campeón de Sierra Maestra, reiteraba su gloria en bahía de Cochinos exhibiendo la parte oscura de Kennedy... Fidel, de este modo, abonaba de una parte el camino hacia la mitificación; y de otra, la esperanza de “los condenados de la tierra”, ponderados por Franz Fannon.

Años de gloria iluminadora. Cuba se balanceaba entre la realidad y la utopía; entre el sacrificio interno y la presión de Washington. Se hacía más isla, la más aislada de las islas. Sin aspirinas ni antibióticos, descapitalizados, sin alimentos ni recursos básicos; con maestros-niños improvisados y niños pioneros en el fervor del cambio, Cuba creó el primer estado de conciencia latinoamericano. En la zafra se concentró una esperanza de subsistencia. Por miles llegaban extranjeros para sumarse al levantón anual de la caña de azúcar. Proscritos, los partidos comunistas hispanoamericanos seguían subsidiados por el Kremlin. En vez de discurrir caminos propios, sus miembros eran becados e instruidos en la Unión Soviética.  Por torpezas partidistas, el comunismo se dividió en dos: el de disciplinas doctrinarias, de corte estalinista; y el del símbolo de Cuba. La China de Mao “era otra cosa”, de corte rural.

Cuba subsistía a costa de estrechar derechos y libertades con mano dura. De ideal causado y aventura juvenil, la Isla se convirtió en quimera. El embargo estadounidense puso a prueba las mejores intenciones y la realidad, con un socialismo que entre burlas y veras se definía “tropical”, fue supeditando los propósitos anunciados al mando cada vez más intransigente del Comandante Castro: carencias, discrepancia,  vertientes opositoras, presión implacable de Washington, acomodo del poder, nula tecnología, escasez de recursos básicos… Siguieron las etapas del silencio, el encubrimiento de sucesos oscuros, persecuciones, ejecuciones y juicios implacables a detractores, hasta que brotó en las barbas de Castro la cultura de la denuncia: No lo soportó. A cuenta gotas, la prensa extranjera fue publicando el horror padecido en la Cuba revolucionaria por escritores, opositores, simples desobedientes del régimen, homosexuales y todo aquel que no acatara las reglas con la fidelidad obligada.

Durante más de una década, autores reconocidos como Julio Cortázar, García Márquez, José Donoso, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa fueron sostén espiritual de la revolución “hacia fuera”. Entre la recién creada Casa de las Américas y sus revistas asociadas o simpatizantes de la revolución se estableció una complicidad de beneficios mutuos, basado en el culto a la personalidad de Castro. Amigos entonces cercanos, Vargas Llosa y García Márquez se convirtieron en firmantes asiduos de toda suerte de manifiestos y desplegados pro Cuba. Fuentes concluyó simbólicamente La muerte de Artemio Cruz en La Habana, donde la casa de Hemingway servía de santuario a líderes, escritores y lectores notables. Se hizo costumbre viajar a Cuba, no obstante las adversidades, para que el mundo supiera que los intelectuales vanguardistas eran incondicionales de Fidel. A base de premios, conferencias, seminarios, entrevistas, publicaciones y un estrecho sistema de correspondencias entre la política, la propaganda y las letras, surgió un fenómeno único en la historia cultural de la América Latina, que a todos beneficiaba:  la comunidad de intereses entre un régimen de poder y la literatura de vanguardia.

El idilio duró exactamente una década. 1971 fechó el desencanto. No sería un hecho político lo que desencadenó las primeras rupturas de intelectuales y el régimen castrista. Fue el escándalo internacional suscitado por el poeta vencedor del concurso literario de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, en 1968. Antes de que Heberto Padilla enardeciera al castrismo por el contenido del libro Fuera de juego, la censura había prohibido la divulgación de un documental de Sabá Cabrera Infante y ordenado la clausura del suplemento cultural Lunes de la Revolución, dirigido por su hermano, Guillermo Cabrera Infante. Confiados en una hipotética libertad de juicio y expresión, poeta y jurados no sospecharon que Fuera de juego fuera a crear tanto alboroto.  Celebrado en principio en el ámbito cultural, los comunistas “duros” consideraron que, por su contenido contrarrevolucionario y subversivo, el fallo a favor de Padilla había sido un yerro. El jurado fue obligado a retirar el premio. Para desacreditarlo, aparecieron testimonios que presentaban a Heberto como un oportunista, farsante, trepador, ávido de publicidad y urgido de irse al extranjero. En los medios diplomáticos que gustaba frecuentar, se decía que era lenguaraz y muy locuaz: “Si quieres escuchar críticas de la revolución no tienes más que invitarle un whisky y unos cigarros puros”. Humillado públicamente, forzado a realizar una repugnante “autocrítica”, Padilla, para colmo de las fobias cubanas, era amigo de homosexuales como Virgilio Piñera y Lezama Lima. Fue perseguido, interrogado como criminal de guerra por la policía política y finalmente encarcelado con lujo de vejaciones. El episodio indignó a la comunidad internacional. Una vez liberado y hecho trizas, vagó enfermo por La Habana hasta que, en 1980, consiguió exiliarse en los Estados Unidos. Murió en Alabama, en septiembre de 2000, a los 68 de edad, sin que en Cuba se limpiara jamás su memoria.

“El caso Padilla”, como se llamaría en adelante, fue una bomba a nivel internacional. Llovieron desplegados anticastristas en varias lenguas, se multiplicaron denuncias y oposiciones al régimen. El español Manuel Vázquez Montalbán publicó el reportaje Y Dios entró en La Habana: que se había quedado “como estatua de sal” –escribió-, al enterarse de lo que estaba ocurriendo a Heberto Padilla en la noche “oprobiosa” de abril de 1971.  La cerrada comunidad que apoyaba incondicionalmente al comunismo cubano sufrió por esta causa su principal e irremisible división. En consecuencia y como vertiente imparable, se formó la significativa generación de escritores de izquierda, pero ya anti-castristas: el propio Vázquez Montalbán, Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes fueron los primeros que se atrevieron a criticar el signo estalinista adoptado por el comunismo cubano y, aunque con cierta timidez, se insinuaba la instauración de una dictadura. Julio Cortázar y Gabriel García Márquez se mantuvieron al margen. Desde París y publicado en Le Monde apareció un significativo, por influyente, documento de protesta contra los abusos del régimen castrista, firmado por unos cincuenta intelectuales encabezados por Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, cuya campaña no paró hasta conseguir la liberación del poeta.

Pasaron años y décadas. Fidel Castro se entronizó en el mando y fomentó en los isleños un culto a sí mismo en todo contrario a las ya imparables –no obstante imperfectas- tendencias democratizadoras el el exterior. Se persiguió de manera brutal a disidentes, homosexuales y reformistas. Cuba dejó de fungir como el gran Ministerio de Cultura de la izquierda hispanoamericana. Castro gobernaba “como si estuviera predestinado a no morirse jamás”, como ocurriera al Patriarca novelado por Gabo, salvo que para García Márquez el patriarca ficticio, no obstante inspirado en una síntesis de dictadores reales, no guardaba ninguna relación con la figura de Fidel Castro, su amigo entrañable.

Emblemas del antiguo esplendor capitalista, las danzoneras y los atavíos del proverbial Tropicana comenzaron a verse mohosos, como parásitos de calendario. Aumentaron indiscriminadamente las persecuciones, las denuncias, las mordazas, los muertos y las atrocidades de totalitarismo. Destapadas las verdades que se sucedían en la isla, el mundo perdió su inocencia. La única figura mesiánica que había cautivado a los más exigentes en la América Latina y el Caribe había resultado ser un tirano, aunque un tirano idealizado y, para muchos, también idolatrado; un tirano con tintes de ángel exterminador; un tirano marxista y a la vez no tan marxista, sino creador de un comunismo a su manera. En los setenta se extendió el desaliento. La realidad, otra vez, se encontraba con las manos vacías.

Fidel ya no era Fidel ni el castrismo lo que prometía, aunque quedaran briznas de aquellos fuegos. Izquierdistas “de toda la vida” se resistían a modificar su criterio. Por no comprometer a la revolución con críticas que consideraban adversas, prefirieron callar o, en el peor de los casos, seguir enalteciendo a Fidel con impostada religiosidad supuestamente marxista. Pasados el entusiasmo y la novedad y ante el torrente de acusaciones probadas, sólo quedaron en la isla un dictador mitificado, al tiempo su hermano y sucesor y la realidad encubierta por un poderoso mecanismo de represión, propaganda y movimientos de masas dominado, al término de la historia, por una gerontocracia que ya carece de edad para vislumbrar el porvenir.

Los escritores que fueran su más entusiasta soporte ajustaron su rumbo y su crítica  hasta que, uno a uno, se fueron individualizando. Interpusieron prudente distancia al castrismo y La Habana. Los propios Vargas Llosa, Octavio Paz y Fuentes no dudaron al fundamentar sus críticas opositoras, en nombre de la libertad de conciencia. Ante la inminente campaña mundial por las democracias y la defensa irrestricta de derechos y libertades, la izquierda intelectual declinó, modificó su lenguaje, su vocabulario y sus propuestas; pero, especialmente, cambió de clientela y al final la llamada izquierda  política devino en algo menos que caricatura de sí misma, enarbolada por gobernantes tan controversiales, populistas y enemigos de derechos y libertades como los venezolanos Chávez y su heredero Maduro; el boliviano Evo Morales y ni qué decir de la ya llamada “dinastía Ortega” en la infortunada Nicaragua, sólo por citar a sus más “connotados” representantes y amigos de la “revolución”.

Continuará…