Martha Robles

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Intelectuales y Fidel, II. El Gabo, amigos por siempre

tvSur

 

La ondulante relación de los intelectuales con Fidel Castro, antes y después de la revolución, es un registro fundamental de la Hispanoamérica de las últimas siete décadas. Desde ideales quebrantados, conquistas y retrocesos visibles hasta aperturas de la sociedad que parecían impensables, todas las posturas han cursado estas décadas.  Al pie de las cenizas de Castro, destaca una verdad inequívoca: la voz crítica de los escritores, que fuera tan significada en el despertar y aun en la transformación de varias generaciones, es una de las grandes pérdidas actuales no sólo en Cuba, sino en el resto de América y el Caribe. La mal llamada alta cultura, que no es otra que expresión de la inteligencia educada, ha sido tan castigada por el comunismo cubano como por el neoliberalismo. Y esa es la paradoja: corroborar que sea cual sea el signo del poder, a fin de cuentas la reflexión crítica resulta igualmente incómoda y estorbosa en nuestros días.

El desencanto que provocó la desbandada de intelectuales de la causa cubana no mermó el ánimo ni la voluntad de Gabriel García Márquez.  Hizo caso omiso de la reacción de sus colegas y, en su mayor muestra de autonomía moral, afianzó su elección en lo público y lo privado. Sorteó el caso Padilla y las sucesivas denuncias de persecución, violación de derechos humanos y falta de libertades en la Isla con el mismo talante empeñado en narrar anécdotas y endulzar ficciones.   Sin variar su actitud ni insinuar desacuerdo alguno, se mantuvo firme en sus posiciones con una fidelidad vitalicia y acaso más amistosa que ideológica. Iba y venía de México a La Habana, de La Habana a Colombia y siempre, invariablemente, contribuía de modos distintos a la formación de jóvenes cineastas en Cuba. Ni durante los tormentosos episodios con que la Unión Soviética estremeció al mundo a partir de 1968, el novelista alteró su actitud y en eso, como en lo demás, su fotografía en la Isla era la misma: la del par de amigos departiendo “felices y contentos”.

En vista de que Cuba y los cubanos crearon un comunismo a su manera, el Gabo publicó su lealtad irrestricta no al marxismo previamente idealizado, sino al amigo entrañable y a la isla que amó hasta su muerte. Los debates y divisiones subsecuentes,  a partir de los referentes de China, del bloque de la Europa del Este y principalmente  sobre la posrevolución antes mitificada e impugnada abiertamente a propósito de la caída del Muro de Berlín, se convirtieron en moneda corriente entre sus otrora simpatizantes. En estos casos, como en los demás espinosos, García Márquez guardó silencio.

 A mayores y más visibles los efectos fastos y nefastos de las democracias emergentes, más ostensible el poderío global de la economía de mercado y más contrastante la realidad cubana. Con la balanza mundial inclinada a la derecha, la otrora supremacía de las izquierdas se fueron debilitando hasta desaparecer del interés de las nuevas generaciones. El incremento del desempleo, el terrorismo, los estallidos armados, los fanatismos religiosos y cientos de miles de migrantes hambrientos en busca de ingreso, derechos y bienestar en las tierras de acogida, desplazaron las que fueran prioridades de justicia social durante la segunda mitad del XX. Con una carga de horrores que no dejaban espacio a los alegatos doctrinarios, el nuevo siglo espetó su signo: la incertidumbre económica, anticipada por una rápida concentración de capitales. Con problemas seculares sin resolver a cuestas, el nuevo orden mundial    agravó la realidad de nuestros países, asolados, además, por la narcoeconomía y el lavado de dinero.

Mientras todo esto estremecía al mundo, Cuba y Fidel continuaban defendiendo los términos precisos de una sociedad cerrada: un líder consagrado y los isleños acatando el mandato; unos con gusto, otros a regañadientes. A la disidencia se la marginaba o confinaba en cárceles que continuaban provocando la indignación exterior, pero ninguna presión era suficientemente fuerte para aniquilar o siquiera transformar al régimen de poder. Aun los más reacios tuvieron que aceptar que, con la introducción del modelo de desarrollo global a “dos velocidades”, un hecho fue inequívoco: el mundo estaba cambiando y, con él, caían por su orden la sociedad de prestigio, la movilidad social, la pujanza de las clases medias, la presión de la clase trabajadora, la voz persuasiva de los intelectuales y, para desgracia de nuestra América, también los antiguos ideales y el aprecio general por la que se consideraba “alta cultura”.

Inmutable y mientras la edad y la salud lo permitieran, el Comandante seguía lanzando discursos eternos en la Plaza de la Revolución. Su oratoria exacerbada jamás bajaba la guardia. Nunca, a periodista ninguno y al menos públicamente tampoco a García Márquez, explicó por qué, habiendo combatido con furor a las dictaduras, él mismo encarnó los males abominados y dominó a la isla durante casi cinco décadas, hasta que la enfermedad lo abatió, sólo para dejarlo detrás del mando. Además del tema de las represiones, el acoso a los homosexuales, la ausencia de libertades, políticas internas impugnadas y la precariedad de la Isla, la inaudita permanencia en el poder absoluto volvió a poner en entredicho la postura del intelectual colombiano.  Al margen de cuestionamientos –que ambos amigos ignoraban- y de las transformaciones políticas de sus colegas intelectuales, Gabo continuaba publicando ficciones celebradas en varias lenguas y Castro en lo suyo, como si la crítica y la autocrítica –tan pregonadas por el marxismo- no existieran. 

La amistad entre el narrador colombiano y el Comandante Castro fue tan perdurable y críptica por una causa: entre ellos no hubo espacio para la crítica.  Acaso fueron más las simpatías que las diferencias, pero una cosa trascendió sobre las demás: sus elogios mutuos. Las vidas paralelas de estos dos hombres tan significados podría ser la gran novela de nuestros días. Fidel nació en 13 de agosto de 1926 y Gabriel unos meses después, en 6 de marzo de 1927. Eran, pues, casi de la misma edad, salvo que Gabo murió a los 87 el 17 de abril de 2014 y Fidel, a los noventa, el pasado 25 de noviembre de 2016. Cada uno en lo suyo, sus etapas vitales parecen dialogar o al menos sostener un sistema de correspondencias que ponen de relieve los temas fundamentales de su época. Enfermos de manera simultánea,  ambos se retiraron por necesidad de la vida pública, pero sin desaparecer de la curiosidad de periodistas, observadores y público en general. Era fácil imaginarlos como enormes cirios que se apagaban sin merma de monumentalidad.  

¿Qué quedó entre el joven periodista que valientemente defendió sus ideas a costa de su salario en Bogotá, el creador del Patriarca y el octogenario célebre y celebrado mundialmente, autor de un panegírico publicado a propósito del cumpleaños 80 del Comandante Castro? Quizá sólo Gabo lo susurró en su intimidad. Y con seguridad encontró el modo de hallarle su parte amable: Así, al parecer, fue su naturaleza. El texto que escribió al respecto no tiene desperdicio. Si Fidel lo llamó “genial y prestigiosa pluma de nuestra América”, Gabo correspondió  al cumplido con un panegírico sorprendente: “Su devoción por la palabra. Su poder de seducción. Va a buscar los problemas donde estén. Los ímpetus de la inspiración son propios de su estilo. Los libros reflejan muy bien la amplitud de su estilo [...] La fuerza de la imaginación lo arrastra a los imprevistos [...] José Martí es su autor de cabecera y ha tenido el talento de incorporar su ideario al torrente sanguíneo de una revolución marxista. La esencia de su propio pensamiento podría estar en la certidumbre de que hacer el trabajo de masas es fundamentalmente ocuparse de los individuos...”

El castrismo estuvo en su corazón caribeño. En el fondo, quizá también el anti-castrismo. Es inútil buscar una explicación de por qué hizo mutis ante atrocidades denunciadas mundialmente y determinantes del cambio de rumbo de sus colegas.  Es cierto que el destino de Cuba no dependió de esta amistad, pero ayudó al Comandante. Lo que el distinguido con el Nobel pensó del mítico amigo consta en “El Fidel que yo conozco”; del otro... pues del otro cuidado tuvo de no novelarlo ni biografiarlo para contrastar o rectificar, de primera mano, al ridículo protagonista de El otoño del Patriarca.    Escrito por Max Aub hace unas décadas en Ínsula, el Retrato total de Buñuel bien serviría, por analogía, para aproximarnos al reflejo público de Gabo: “Ni crédulo ni incrédulo, ni religioso ni irreligioso, ni comunista ni burgués, ni anarquista ni totalmente en contra, ni creyente ni increyente. Escéptico sin serlo, ni ateo del todo, tal vez –no lo creo- descreído, materialista, hasta cierto punto fiel e infiel, hereje sin saber de qué... Descatolizado hasta el punto en que puede serlo un español... que no es demasiado.”

Un hecho es inequívoco: la muerte de Fidel sella el atribulado y contradictorio siglo XX y, a la vez, lanza una enorme interrogación sobre el rumbo de las expectativas caribeñas y latinoamericanas.