Martha Robles

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Intolerancia y libertad

foto por: telegraph.co.uk

Del propio miedo al golpe del dominador y de la vara religiosa al dictado del más fuerte,  lo único indiscutible es que la libertad es algo tan relativo como complejo, frágil y solo definible en atención al contexto. De suyo es imprecisa, salvo cuando no se tiene. En eso se parece a la salud y quizá también al amor que no son permamentes ni sólidos ni infalibles. Siempre hay algo que oprime, alguien que esclaviza y situaciones, prejuicios, normas, costumbres, dictados y creencias que limitan de todos los modos posibles: mediante la mirada del otro, con sanciones directas, amenazas, juicios devastadores, discriminación, agresiones y repudio a lo distinto y ajeno.  Si bien la sujeción oprime y entraña un estado de violencia, ser libres nos hace tan vulnerables que hay que establecer categorías para atinar con cierto equilibro entre la digna autodeterminación, el orden establecido y la posibilidad de pensar y conducirse consciente y sabiamente.

Al margen de lo que las normas determinan, quien se aventura más allá de lo aceptado y permitido social, política, territorial y religiosamente se convierte en transgresor. Y transgredir tiene un precio, aunque el castigo conlleve su recompensa. Lo supo Sócrates y antes que él Protágoras. Uno y otro, con finales y determinaciones diferentes, pusieron a prueba a la democracia ateniense y transformaron la historia. Ninguno ignoró que la inteligencia es riesgo y que la tolerancia, en todo tiempo y lugar, es el eterno ideal cubierto de espinas. Razonar y ser libres son atributos que, no obstante humanos, solo se ejercen por unos cuantos, aunque sus beneficios se derramen después sobre lo que Sócrates calificó de “rebaños”.

Entre los personajes trágicos, Antígona atentó contra “las leyes de la ciudad”. Por defender el honor familiar desafió el dictado de los mismísimos dioses y prefirió suicidarse antes que acatar el letal veredicto del tirano. Del helenismo al imperio romano, de la Edad Media a la Contrarreforma y ni qué decir sobre la Inquisición y la larga memoria negra del cristianismo, no hay época, credo ni geografía sin infamias cometidas en nombre de Dios, de la fe, de los profetas o del interés de sus ministros y gobernantes. Inclusive algunos de los debates menos resueltos de la era moderna siguen siendo los límites entre la intolerancia y la libertad, entre lo prohibido implícitamente y lo permitido de manera explícita, entre las conquistas civiles y las atribuciones divinas o divinizadas: cuestiones que, por inseparables del fanatismo, ponen en duda principios éticos relacionados con el compromiso crítico de la razón frente al derecho y la dignidad.

A pesar de que la libertad de expresión preside las mayores conquistas de nuestra época, no han cesado la coacción, las persecusiones ni los atentados contra quienes la ejercen. El 14 de febrero de 1989, el ayatolá Jomeini condenó a muerte al escritor anglo indio Salman Rushdie por supuestas “blasfemias” contenidas en su novela Versos satánicos. Obligado por la fatwa a confinarse en una trampa sin salida, Rushdie se convirtió en víctima emblemática de un fanatismo político/religioso que 26 años después, el 7 de enero de 2015, situó al semanario satírico Charlie Hebdo  en referente universal de los crímenes cometidos por fundamentalistas islamistas, con un saldo de 11 heridos y doce muertos.

La noticia de esta acción terrorista se divulgó en el mundo mientras yo leía en la autobiografía de Rushdie, Joseph Anton. A memoir, que una sentencia religiosa se sitúa por encima del derecho y no hay autoridad civil que pueda frenarla. Por eso, al enterarse de su condena por un periodista de la BBC, sintió el rayó: "Soy un hombre muerto", pensó. Sin embargo, en vez de discurrir con prudencia, se lamentó en la televisión por no haber escrito un libro más crítico. Ante su imposibilidad de rezar a causa de su declarado ateísmo, su reacción fue alardear y hasta bromear por nerviosismo:

"¿Por qué dije esto?  -escribió-. Porque cuando el jefe de un Estado terrorista acaba de anunciar su intención de asesinar en nombre de Dios, uno puede o bien bramar o bien farfullar. Yo no quería hacer esto último. Y porque cuando se ordena asesinar en nombre de Dios, uno empieza a pensar menos bien del nombre de Dios. Después pensé esto: si existe un Dios, no creo que esté muy preocupado por los Versos satánicos; no tendría mucho de Dios si podía verse sacudido en su trono por un libro. Por otra parte, si no existe un Dios, tampoco se sentiría muy sacudido por los Versos satánicos. De manera que la querella no se da entre yo y Dios, sino entre yo y aquellos que -como nos recordaba en una ocasión Bob Dylan- piensan que pueden hacer cualquier maldita cosa porque tienen a Dios de su parte."

Rushdie pasó por alto el hecho de que, en tratándose de un terrorismo de Estado, Dios o su idea de Dios está efectivamente del lado del Estado, no al servicio del transgresor. Así la respuesta de los sobrevivientes de Charlie Hebdo, que respondieron al crimen cometido contra sus colegas con la publicación de un número más satírico, más “blasfemo” y desafiante quizá para demostrar que la libertad no solo es la corona del juicio crítico, sino lo que mejor encumbra la dignidad humana. Tal es el valor del hombre libre que inclusive está dispuesto a arriesgar su vida con tal de defender esta conquista que en caso alguno puede dejarse en manos de ningún grupo fanatizado, de ningún gobernante ni menos aún bajo el control de quienes aterrorizan y coaccionan para imponer sus propósitos.

El problema de la intolerancia sin solución ha transitado, sin embargo, de lo indignante a lo trágico, de lo inaudito a lo posible e inevitable para rematar en una verdad sin regreso: tanto Rushdie como los caricaturistas franceses desafiaron al Islam tradicionalista, alto representante de la intransigencia de nuestra época y en su sentencia ya se han encadenado otras víctimas, entre heridos y asesinados, sin descontar atentados varios y no menos terroríficos, como el de las Torres Gemelas de Nueva York. Parece infructuosa la lucha por vindicar el derecho de todos los pueblos a expresar ideas y creencias y a expresarlas críticamente en base a una mutua tolerancia, libre de censuras o de posibles intimidaciones.

Ante el embrollo creciente, cabe preguntarnos ¿cuál es la orilla donde la intención crítica se vuelve profanación? Acaso para un ciudadano inglés, para un estadunidentes o cualquier europeo, en cuya sangre fluye el arte de hacer y decir cualquier cosa, no existe distancia entre la noción de libertad y la capacidad real de ejercerla sin arriesgarse a la fatalidad: un hecho completamente alejado de la realidad de millones de víctimas de teocracias, corrientes religiosas fanatizadas y poderes dictatoriales que en casos como los más nefastos de nuestra América, han provocado ríos de sangre por hechos tan simples como discrepar, apelar al derecho, denunciar u oponerse al tirano.

Atribuida a los sabios desde la antigüedad remota, la libertad no es ni ha sido valor universal incondicional. Es un derecho probatorio de la inteligencia, con límites implícitos, condicionantes y circunstanciales que, en sociedades cerradas, entraña consecuencias espantosas. Recuérdense si no, los peores ejemplos dictatoriales de Cuba, Argentina, Chile… la Venezuela de hoy… Por sobre cualquier interpretación, un hecho es indiscutible: no hay nada teórico en los límites persecutorios del fanatismo. En el cumplimiento de la fatwa, se cuentan otros episodios sangrientos que demuestran cómo en lo religioso no hay conciliación ni escondites posibles: en París, al publicarse la condena  contra Rushdie, un comando terrorista decapitó al ex primer ministro iraní Bajtiar y, en Alemania, a un cantante disidente lo despedazaron. Sus partes quedaron abandonas en una maleta. En unos cuantos meses, a partir de febrero de 1989, los fundamentalistas incrementaron el alcance y la ferocidad de sus amenazas. Ettore Capriolo, traductor al italiano de los Versos, fue apuñalado en Milán. Corrió con suerte, a pesar de las heridas en el cuello, en la nuca y en el torso. El traductor de esta obra al japonés, Hitoshi Igarshi, en cambio, fue brutalmente asesinado el 12 de julio en la Universidad de Tsukuba, a 60 kilómetros de Tokio.

Rushdie reitera en su autobiografía que ni siquiera imaginó al escribirla que su novela desataría tal tormenta, más aún si previamente había sido celebrado inclusive por iraníes e islamistas en general por “encumbrar” su cultura. Tras padecer un martirio durante más de dos décadas, quedó convencido de que hay más trama política que religiosa en el terrorismo de los fanáticos. Reconoce que las sociedades musulmanas y principalmente petroleras fueron vulneradas por intereses económicos del capitalismo occidental y que el infierno se desató cuando el ya fallecido ayatolá Jomeini, en pleno triunfo del fundamentalismo religioso iraní, expulsó al occidentalizado Sha. Al punto decretó en nombre de Dios la observacia de la más cerrada religiosidad y, con ella, el fin de los derechos y libertades no contemplados en el Corán. Lo demás es historia en curso…

Estamos ante una situación compleja y representativa de los contrastes de nuestro tiempo. En las víctimas del terrorismo han recaído algunas consecuencias de cuando menos tres actitudes extremosas de la actual realidad política: una, la indudable intolerancia de Estado que prevalece en el mundo, no solamente en teocracias islámicas; dos, la libertad de expresión no es panacea incondicional ni derecho capaz de saltar por sobre el sentido común; y, tres, en épocas de persecusiones, no existe refugio en el que no recaiga la consecuencia de haberse atrevido con un acto de libertad.

Así como la historia es una lección viva de las bajezas de que son capaces los hombres, también enseña que gracias a la valentía de los menos podemos decir que por sus logros somos mucho más libres que los que nos antecedieron. Más libres, más conscientes del valor de la dignidad y mejor dispuestos para defender el alto sentido de la tolerancia.