Martha Robles

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Ironías de la historia: seguimos nepantla

Ilustración del Código Durán

El símbolo de trascendencia del mítico Quetzalcóatl fue quebrantado por la Conquista. Triunfó el mestizaje étnico (no exactamente cultural), sobre la población huérfana de dioses a partir de que los súbditos de Moctezuma quedaron nepantla: ni aquí ni allá, en punto muerto, en ninguna parte. Despojados de lo suyo, avergonzados por su origen y con la derrota en la frente, los vencidos carecieron de opción a madurar un saber propio no más pobre ni más rico, sólo distinto al traído por mar. La “nueva” autoridad impuso su jerarquía excluyente para asegurar la continuidad del sistema de privilegios que perdura  en todos aspectos: saber, riqueza y poder para los españoles de entonces. Beneficios discrecionales a la población criolla. Cuenta gotas a los mestizos en expansión y  esclavitud, epidemias y trabajo para castas y etnias condenadas a nacer, reproducirse y morir con su evolución mancillada.

El conquistador dividió las comunidades agrícolas en reparticiones y encomiendas. La repartición de suelo era la cruel verdad; la encomienda de almas, el eufemismo sangriento. No sin contradicciones, la Iglesia decide a la par “proteger” a los sometidos: cuida sus tierras y junta en el atrio a las familias espantadas. De tanto “cuidar tierras y familias” acaba por quedarse con ellas. Convierte en huerta todo el campo y se alza como un señor más que desafía inclusive a la autoridad virreinal.

La rebatiña tiraba para el lado de Dios, de los amos armados o de la insaciable Corona. A la par, el idioma se ensanchaba con ajustes fonéticos, sintácticos, regionalismos y neologismos. Las razas hacían lo propio mezclándose de cualquier modo, a condición de dejar a negros importados e indios abajo. Los españoles arriba y en medio del todo, sin desdoro de la soberbia criolla, los avezados mestizos que con más sutileza que ruido  engendraban el carácter hispanoamericano. Condenada en su nepantlismo, la enorme no obstante mermada población de  macehuales era arrojada gradualmente y con violencia a sus últimas trincheras: las peores  tierras para el cultivo, donde no llegaban voces nuevas ni el eco de sus antiguas deidades. En la deformación del olvido se iban perdiendo la dualidad sagrada, las aves preciosas, los pasadizos calendáricos hacia la cuenta del Destino, las ataduras de los años, el fuego en las piedras, historias pintadas, el sagrado juego de pelota, sus jerarquías, el Calmecac o sistema escolar y las lecciones de los tacuilos o sabios ancianos.

En el centro y las urbes el fluir de lenguajes era imparable.  Se entremezclaban tantas hablas locales cuantas colonias había en las islas y en tierra firme. Entre el universo de la escritura y el predominio de la tradición oral un abismo separaba al vencido del amo. Reinaban la confusión, cotos infranqueables, la intolerancia y las subsistencias en pugna. Mientras avanzaba el olvido disminuía la esperanza de un porvenir digno para los nativos. El ayer y su anhelo de otra edad quetzalcoatliana desaparecían bajo el conflicto de identidad. Pueblos sin voz y sin rostro, el mítico legado tolteca se perdió antes de crear culturas comunicantes.

Como gran obra sustentada por una lengua propia fue poco lo realizado, como no fuera  “enseñar en cristiano” en las escasas escuelas para indios a cargo del clero. Los  escogidos para castellanizarse aprendían “primeras letras y un oficio” en tres años; en seis, “las letras divinas y humanas”. En realidad, diría Justo Sierra, los indígenas que bogaban en sus largas canoas planas henchidas de verduras y flores, “oían atónitos el murmullo de voces y el bullaje de aquella enorme jaula, en la que magistrados y dignidades de la Iglesia regenteaban cátedras concurridísimas, donde explicaban densos problemas teológicos, canónicos, jurídicos y retóricos, resueltos ya, sin revisión posible de los fallos, por la autoridad de la Iglesia.” En aquella urdimbre de conceptos teológicos, no había nada accesible al oído del indio. Sólo palabras huecas y un universo que ni entonces ni después pudiera fertilizar en su habla.

A fray Diego Durán debemos el término nepantlismo, recogido de un natural quien, al ser reprendido por continuar practicando la idolatría, le respondió que eso ocurría porque allí todavía estaban nepantla, según lo relata en Historia de las Indias de Nueva España e Islas de Tierra Firme, escrita hacia 1579: (…) Padre no te espantes pues todavía estamos nepantla y como entendiese lo que quería decir por aquel vocablo y metáfora que quiere decir estar en medio torné á insistir que en medio era aquel en que estaban me dijo que como no estaban aun bien arraigados en la fé que no me espantase de manera que aun estaban neutros que ni bien acudían á la una ley ni á la otra ó por mejor decir que creían en Dios y que juntamente acudían a sus costumbres antiguas y ritos del demonio y esto quiso decir aquel en su abominable escusa de que aun permanecían en medio y estaban neutros (…)

Los mexicanos no concebían el universo sin el eje humano sostenido por sus dioses y sus creencias. Descubrirlo escandalizó a los evangelizadores. Les parecía inconcebible y “mera idolatría” la dualidad “humanizada” de su pensamiento. Opusieron el catecismo al legado náhuatl fundado en la continuidad energética del adentro hacia afuera, desde el corazón hacia el Cosmos. Desasidos y enajenados, aún sin sedimentos sólidos para civilizarse, perdieron el equilibrio que mantenían con la naturaleza. Quizá por eso alcanzó tal hondura el conflicto de identidad. La mayoría, excluida de la educación y del logos, fue trasmitiendo a su descendencia el vacío que sustituyó a la mentalidad mítica que trasladaba a lo material el ser sustancial de sus creencias. De que perduró su religiosidad singular, no hay duda. Lo interesante sería examinar qué tan cristianos serían los conversos analfabetos en dos lenguas, la materna y la tartajeada. Es indudable que la Palabra se continúa trasmitiendo de manera oral entre la población marginada, que ha sido y es mayoría que tambalea entre el analfabetismo y una elemental y hueca aproximación a la lectura.

No es que varíen los modos del pensamiento, sino las concepciones de lo real y lo que constituye la circunstancia. Portador del libro y de la escritura con resabios de la Edad Media desconocida en estas tierras –y no se diga del Renacimiento en boga-, el de la Conquista fue un  embate desigual entre dos versiones de la vida y de la muerte; de la verdad y lo sagrado; de lo humano y lo divino; del hombre integrado a la naturaleza, los dogmas y cuestiones de fe teñidos de escolástica, neoplatonismo y un sinfín de prejuicios que perduran hasta nuestros días.

Estar nepantla significaba imposibilidad de sintetizar fe  y ortodoxia porque se enredaba la idea de la gloria eterna, el más allá o un no-lugar identificable en su propia cosmogonía y la verdad/verdadera, infernal, de todos los días. Si los predicadores pregonaban resignación “por amor a Dios”, los indios trasladaban su ancestral espiritualidad y su esperanza de ser comprendidos a la incondicional madrecita guadalupana: una idolatría por otra, a partir del traslado de Nuestra Señora Tonantzin, para dejar intacto el pensamiento mágico y primitivo. No cristianización, sino sustitución de devociones mediante el sincretismo. Tampoco hispanización en su sentido cabal, sino imposición de un vocabulario para servir a los amos, desprovisto de elementos para ascender al juicio, al criterio histórico, a la lógica, a la crítica, a la idea de justicia y a la disposición transformadora hacia el porvenir de una identidad bien lograda.

De haber realizado una verdadera castellanización otro, civilizado y con instituciones, habría sido el movimiento de independencia. Tan no hispanizaron, en el pleno sentido, que los hispanohablantes o tartajeantes se multiplicaron sin un discurso lógico y sin razón de ser, aunque su lengua fuera apropiada. Al independizarse, el faltante impidió a los novohispanos  gobernarse bajo principios y normas generales en bien de un orden individual y común, acorde a la aspiración de las republicas en ciernes en el siglo XIX. Empezando por imperativos de justicia, en el orden social no cabía otra lógica que la de la obediencia y el sometimiento teñido de resentimiento. Sembrado de contradicciones, el lenguaje dejó huecos en lo inefable y la sabiduría, entre el saber de experiencia y los términos liberadores y entre la comprensión razonable de los actos y la irracionalidad de los mandatos. De espaldas a  los libros, la lengua se constriñó con la preeminencia de la oralidad vigente.

Y así seguimos: arrastrando atavismos y cada vez más nepantla, más entrampados en la irracionalidad agravada por el resentimiento social, la ignorancia sobreprotegida y versiones caprichosas  que pretenden hacernos creer que era glorioso  el pasado y abominable lo que tanto respecto del ayer como el hoy dignifique nuestras vidas con el cultivo del saber, de lo bueno y lo bello.