Martha Robles

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La memoria y su relato. Fragmento autobiográfico.

Mnemosine. Tercer cuarto del siglo II d.C. Mosaico hallado en 1996, Villa Els Munts (Altafulla, Barcelona). Museu Nacional Arqueològic de Tarragona.

La memoria construye nuestro vocabulario interior. Chapucera como es, esconde o recobra a discreción lo inofensivo o terrible, lo rutinario que agrada o lo  recóndito que hiere. Experta en lanzar olvidos como puñetazos, es la maga que aparece/desaparece hilos de una historia –la propia-, y de todas las historias irremisiblemente unidas. Sin embargo, deja “en presente” lo que a capricho tiembla y se niega a desaparecer o a manifestarse del todo. Quizá este filtro, a veces benéfico, sea como los viajes  reducidos a estampa y alimento de nuestro ficcionario. Evocamos la imagen del mar agitado, una tormenta, el viento helado, un puente, un edificio hermoso, al hombre que miraba absorto una vidriera… Y lo significamos por la palabra que la nombra. La música, una fragancia o la luz, en cambio, son sustancia ondulante, poesía pura, lo sagrado.

Cuando pregunto a memoristas sobre la naturaleza de los recuerdos, responden que su “archivo personal” está poblado de instantáneas, inclusive respecto de lo que consideramos narrable: unos zapatos de hombre, algunos rostros de ansiedad en la multitud, una fugaz sensación amorosa, cierta  mirada furtiva, alguien que aguarda con las manos en los bolsillos, el muñón en las pesadillas de Borges… Chispazo o relato, todo es unidad y fragmento porque, a fin de cuentas, All is always now, como cantara Eliot. En mi repertorio reconozco una piedra tallada por Nogguchi, el tacto de la seda, el sabor de la miel, el aleteo de un colibrí, inscripciones milenarias que rocé en China con la punta de los dedos,  el Sol gigantesco en el horizonte de Puri, la belleza del Adriático frente al Duvrobnic de madrugada, una raya de luz en la oscura tumba de Agamenon y otras levedades que me llenan de sentido. Aun estando dormida veo de golpe una cara asomada con timidez a la ventanuca de Amsterdam, aquella tarde/cifra en que el viento helado me rasgaba las mejillas… Imágenes, sonidos, emociones y, en lo esencial, alfabetos para nombrarlos. Sin recuerdos, pues, careceríamos de relato.

 Con la muerte y la idea de la muerte, razón y memoria han sido para mí misterios tan inescrutables como la palabra, lo sagrado, el tiempo, el sueño, la imaginación y las emociones. Me pregunto qué es eso que nos define mediante omisiones, presencias, asociaciones y registros, inclusive insólitos. Y luego está lo otro: “recuerdo que sufrí” o “el dolor era terrible”, “no he vuelto a ser tan feliz”, sin embargo, aunque lo nombramos, evocar no replica la sensación, a pesar de que al reinventarla vuelva a estremecernos. Entonces me pregunto si lo que se nombra se siente. Y es que no basta recordar para repetir cómo dolía cuando dolía el dolor. Acudimos al conjunto  almacenado para aparejar palabra y representación mediante el poder del relato. Sabemos que fueron malos los tiempos del sufrimiento o del pesar  porque  les ponemos nombre: los singularizamos cuando memoria y lenguaje se fusionan hasta  formar lo que llamamos carácter.

En su lucha contra recuerdos incisivos que lo atormentaban, Max Ferber, uno de los “emigrantes” de W. G. Sebald, decía que mientras el dolor físico tiene un límite porque eventualmente se olvida o se mitiga, el mental es ilimitado y reiterativo por ser  aguijón y sombra. No hay analgésicos, polvos ni sueros para sosegar las penas del alma. Las hay malas y peores.  Así, por ejemplo, las de las víctimas del fascismo o de  otros sobrevivientes de actos de crueldad, tortura y/o violencia extrema: una de las pruebas mayores de que la imaginación para el mal es casi infinita. No solamente el dolor involucra a las guerras, a los levantamientos armados o a los actos terroristas, también, con saña singular, encuentra nichos domiciliarios, oficinas, calles, aulas, templos o recintos de enfermedad, aislamiento y dominio. Ese tipo de recuerdos/daga quebranta la arquitectura interior al separar la aflicción profunda de todo lo demás. Al aislar la experiencia, se aisla también al que la padece, lo que desencadena nuevos motivos de sufrimiento.

He vivido con el ojo en alerta sobre las huellas de tales  aflicciones sombrías. Los relatos de Primo Levy rasgaron el velo de la crueldad y la perversidad de que es capaz cualquier ser humano por obediencia, imitación, imbecilidad moral o porque el mal es inherente a nuestra naturaleza. El bien y lo bueno no son cualidades innatas. La historia demuestra que no nacemos buenos, sino determinado a absorber  peculiariades de lo que carecemos o lo que nos rodea. De ahí la dificultad para vencer al monstruo o al gran salvaje que llevamos dentro: una de tantas verdades que, antes que cualquiera en Occidente, supieron los orientales. Al respecto, leo y releo  evocaciones autobiográficas de Octavio Paz y en especial Pasado en claro me sacude hasta el hueso. Pienso en sus intratiempos, en el ayer y su porvenir, en la vigencia del always de Eliot en su historia y el montón de contrastes que separa al joven que recoge la pedacería del padre alcohólico sobre las vías, del poeta encumbrado con el Nóbel, causa de envidias y maledicencias. Como quien pudiera borrar espacios entre líneas, concluyo que Paz sólo es Paz en los entresijos de sus remembranzas.

Sebald fue un experto memorizador: clasificaba, reordenaba y entendía hasta dónde la agitación “provocada” del cerebro era capaz de crear “criaturas emocionales” o seres “atormentados”.  Las trampas de su memoria/hechicera no estaban bendecidas con el olvido. Oportunamente aceptó que en eso consistía el secreto de su escritura, en perseguir el hilo real o ficticio de la memoria. Sufría al arrancar el velo de lo tenebroso, pero al dirigir la tinta contra las sombras, aquella penumbra adquiría luminosidad, forma y sentido. Entonces caminaba; viajaba, evocaba y caminaba; otra vez viajaba y volvía a caminar para  enfrentar sus demonios en solitario. Así, de manera simultánea,  creaba su inventario de paisajes, lecturas, escenarios y personajes; es decir, él era el sustento de su memoria y a la vez la memoria lo sostenía, reinventándolo y enriqueciendo su vocabulario interior. De tan original procedimiento surgió una gran literatura poblada con huéspedes magníficos. Eso  lo llevó a innovar la ficción verdadera o la verdad ficticia que, a fin de cuentas,  nos define en estos tiempos de confusión.

En algún libro –o en varios- escribió además Sebald que para distraer el ramalazo que activa las células cerebrales relacionadas con los malos recuerdos acudimos a actividades tales como el estudio, el deporte, la televisión o a cualquier otro quehacer que nos saque de la angustia alojada en  el pozo de la memoria. En mi caso la música, leer y escribir, además de caminar, practicar el silencio, meditar y hacer yoga han sido recursos invaluables para rediseñar “la pausa” que me permite vislumbrar, gracias al sigilo sin barullos perturbadores. Caminar largas distancias o pasear al perro sacaba a Sebald del “hoyo”. Resulta irónico que, cuando al parecer aquel extraordinario escritor había dominado un diálogo asociativo con sus sombras, falleciera el 14 de diciembre de 2001, a los 57 años de edad, atropellado por un automovilista en Norkfold, donde había encontrado su verdadera patria. Cuando leí la noticia sentí el rayo: nadie, ni él, pudo triunfar sobre los juegos del recuerdo, la remembranza y el olvido. El murió, y yo me quedé sin uno de mis  más amados dialogantes “en sombra”, uno de los mejores entre los que suelo buscar páginas prodigiosas.

Coincido con él en que dejar atrás el pasado o al menos intentarlo exige una doble labor de reconstrucción interior y exterior para atinar con un ser intermedio entre lo rememorado, lo inventado y lo definido en presente. Los recuerdos suelen sellarse, al menos en principio, a fuerza de no mencionarlos para ir encimando -si así pudiera decirse-, lo mejor sobre lo indeseado. A nadie que le haya tocado resistir el mal de manera temprana le gusta reconocer la ciénaga que sirvió de cuna. A mí tampoco. Lo frecuente es toparse con relatos de infancias idílicas, padres y años que, de tan felices, iluminan la nostalgia por venir.  Si algo hay que apreciar en la diversidad literaria contemporánea es su ruptura con prejuicios que, hasta hace relativamente pocas décadas y salvo excepciones, mostraban lados a medida de los miedos. Al genio de Kafka debemos la voluntad de rasgar remembranzas hasta reducirlas al sin sentido.  Logró la máxima disminución del recuerdo/lenguaje respecto del padre y creó una literatura monumental mediante metáforas que desvelan las ataduras y nuestros modos de interpretarlas y contarlas. Gracias a él –y no necesariamente a Freud- sabemos que omitir o callar no significa olvidar, sino reelaborar un fondo con relatos/espejo lanzados al futuro. 

Quien, como el notabilísimo Sebald, camina largas distancias entregado al proceso de elaborar apuntes y/o copias de la memoria, consigue distinguir puntos de partida y de llegada. En aventura tan minuciosa se trazan estaciones de reposo, senderos engañosos y señales de advertencia que activan el potencial creativo al hacer  preguntas sobre el destino. Es decir que, concentrado en el paso a paso de afuera adentro y de adentro afuera, el caminante inquiere cuál y cómo es la carga que habrá de lanzar al impreciso futuro. Un futuro “situado”, según Sebald, en el no-lugar  (always, otra vez) donde podemos reconocernos o siquiera cobijarnos.

La pasión, el fuego, la incertidumbre, el miedo, el narcisismo, la lucha, el sufrimiento, la maldad… Todo sirve como caldero a historias y personajes que, a querer o no, están supeditados a las trampas mentales. Pienso en Penélope, que hacía y deshacía su telar sin ver “el revés” del relato y sin vencer el estigma de la abandonada, aunque “tejiera” pendiente del porvenir que debía llegarle por la ventana. Los griegos, exploradores sin par de mensajes herméticos, tuvieron el genio de ilustrar el lado oscuro de las personas primero en los mitos y después, revestidos de una belleza perturbadora,  mediante personajes trágicos que engrandecen a la perfección el poder del Destino. Por ellos me fascinó la Ananké, la Necesidad, el designio o lo ineludible que es, a querer o no,  nutriente insustituible tanto de la literatura como de la vida, sin el cual me sería imposible desentrañar contradicciones intransferibles de lo humano.