Martha Robles

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Literatura: escalpelo del drama humano

John Steinbeck

Steinbeck estuvo excepcionalmente dotado para explorar el lado más oscuro de la naturaleza humana. Cuando observo a mi alrededor, pienso en De ratones y hombres o en Las uvas de la ira y, por contraste, repaso la joven cultura literaria mexicana, tan ciega al bestiario que nos habita y tan urgida de notoriedad en esta tierra de tartajeos y sin lectores. Aunque el implacable Harold Bloom se llenara de gozo al decir que no puede leer tres párrafos “sin pensar en un Hemingway mal escrito”, el californiano perteneció a la especie de escritores incorruptibles que exhiben con crudeza lo que a los devotos del bienestar no les gusta mostrar. 

La carga de animadversión que  marcó al controversial Steinbeck hasta su muerte, ocurrida en Nueva York en 1968,  no consiguió disminuir la fidelidad creciente de sus lectores ni eliminarlo de entre los grandes de las letras estadunidenses del siglo XX. Sus detractores tampoco impidieron que recibiera el Nobel en 1962, a pesar de que  fuera considerado “uno de los mayores errores del Comité”.  Los que durante años fueran rumores sobre las  presiones de EU a la Academia Sueca, se confirmaron cincuenta años después, hasta 2012, cuando se abrió y publicó el archivo secreto sobre los criterios electivos.  Entonces el mundo supo que ante una distinguidísima lista de candidatos como  la danesa Karen Blixen (Isak Dinesen), los británicos Lawrence Durrell y Robert Graves y el dramaturgo francés Jean Anouih, antepusieron a  Steinbeck. De menos, los críticos escribieron que era algo menos que sombra de aquellos autores monumentales. Y si, cualquiera de ellos era de Nobel para arriba, pero como ocurriera a Borges, jamás recibieron tan codiciada presea. Como “lo que se susurra en los sótanos se grita en las azoteas”, tanto la obra como su difícil biografía quedarían señalados como “una opción de compromiso”  en la más alta y eternamente discutida distinción internacional.

Al margen de intereses y enredos que invariablemente se cruzan en el reparto de premios mayores y menores, lo importante es llamar la atención sobre  el papel que la literatura ha tenido en la democracia estadunidense. No ha habido mejor semillero de  conciencia crítica entre la enorme población de lectores. Al margen de objeciones ociosas, es indiscutible que la mirada tanto de Faulkner como la de Steinbeck fue sustento de posteriores y trascendentales luchas civiles. No por nada y, además de su indudable calidad artística, ambos siguen siendo referentes del revés de la prosperidad capitalista. Infaltables en la abultada lista de “clásicos”, hay que agregar que de Poe a Melville, de Dashiell Hammet a Lillian Hellman, Susan Sontag o Hannah Arendt, por citar ejemplos a vuela pluma, nuestro país vecino es envidiablemente pródigo en obras y autores monumentales. No obstante el padecer de sus vidas privadas, tarde o temprano la sociedad los reconoce, los encumbra e incorpora a su simbología. Es cierto que en la cultura del esfuerzo abundan biografías tremendas, llenas carencias y obstáculos que nos hacen celebrar doblemente el triunfo del talento.  Para pocos escritores la vida ha sido sencilla en el reino de la competitividad, donde nunca faltan animadversiones, envidias, tropezones y frustraciones, pero tarde o temprano encuentran su lugar y son reconocidos por ello.

Pese a las tremendas dificultades para publicar y distribuir la obra; luego, atraer y conservar la curiosidad de los lectores y realizar la diaria hazaña de subsistir con el trabajo intelectual, un hecho es irrefutable: las buenas plumas son las que desvelan  la realidad, donde mejor se manifiestan las bajezas, los sueños, la frustración y las debilidades; es decir, se concentran en el nervio de la sociedad, su verdad verdadera. Conocemos más a los Estados Unidos o a cualquier país europeo por sus narradores y ensayistas que por las noticias o los discursos políticos. Sin literatura se vive a ciegas, expuestos a los prejuicios y a la estupidez moral. Tuvo razón Arthur Miller al afirmar que las confesiones se logran mejor en los personajes de ficción. Tal es el prodigio de las letras: crear universos donde lo común parece extraordinario y lo excepcional, parte de una lógica que es la de la propia existencia. Y es que, cuando recreada como ficción verosímil, la vida se muestra en su desnudez y todas las cosas, incluido el absurdo, encuentran el lugar preponderante o secundario que ocupan en la sociedad.

¿Cómo entender la enajenación del trabajo inútil sin el Mito de Sísifo de Albert Camus? ¿Cómo ver al hombre contemporáneo sin el genio de Kafka? ¿Y las Emmas Bovary o Annas Kareninas, perdidas en fantasías devastadoras? Gracias a Faulkner y Tennessee Williams entendí la violencia y las confrontaciones sociales. Por los libros confirmé que en México son peores y más crueles los sucesos diarios que aquellos dramones gringos que, en su hora, nos parecieron casi insoportables.  Aunque el mundo es más mundo cuando lo vemos desde la locura o el vagar de los muertos, como en el caso de Rulfo, hay culturas, como la nuestra, que se resisten a incorporarse con toda su complejidad a la gran literatura. Es como si el mexicano temiera los espejos. Como si, por odiar o temer la confrontación con su verdadero rostro, se pega a la máscara y allí se queda, refundido en su no/ser, pero anhelando ser otro. Y por eso no entendemos esta complejidad ni sabemos cómo movernos en este criadero de culebras enredado a altares de Dolores y extraños cultos, como el de la Santa Muerte.

Los mexicanos hemos estado inmersos en una turbulencia social extrema; tanto, que la damos por rutinaria, normal. La furia colectiva encontró acomodo en la frustración, pero no abrió puertas a la palabra crítica, creadora y creativa de las grandes obras vivificantes. La gran literatura es la de la identidad, la que nos muestra y nos define.  La correlación es precisa: sin identidad no hay literatura; sin letras, es imposible identificarse. El poder del lenguaje transforma la realidad, la raíz de las cosas y la fuente de significados.  Donde las letras son pobres, las culturas también lo son. La correspondencia entre la visibilidad de grandes escritores y grandes culturas es tan fecunda como las libertades y los trayectos reparadores de esas libertades.

Tenemos a un Luis Spota que se atrevió con la costumbre del poder, a un José Revueltas que exhibió las miserias de la persecución vinculadas al Partido Comunista, a una Rosario Castellanos que narró horrores de su Chiapas natal, a un Fuentes que, sobrepasado por la complejidad, acudió a lo esperpéntico y a la caricatura para no perderse en la maldición ancestral de la culebra. Pero las ausencias son aún más poderosas en este llano. En fin, que joven como es, incompleta todavía, a nuestra literatura le falta mucho por recorrer en esos canales misteriosos que atesoran lo recóndito y todavía indecible.

Toda esta meditación sobre la función vital y expansiva de las letras viene a cuento porque, al repasar la gran riqueza de la literatura inglesa y norteamericana del siglo XX, veo de golpe su efecto benéfico en los ámbitos y políticas que de una parte las engendran, y de otra las absorben para enriquecer el entorno. Veo a José Revueltas, pero en nada se acerca al universo de Steinbeck, a pesar de que ambos merodearon dramas humanos similares. Por su capacidad de abarcar desde la Gran Depresión hasta el padecer de migrantes, trabajadores, campesinos y quienes vagan con la eterna necesidad de encontrar un lugar en el mundo, el autor de A un Dios desconocido me descubrió más de los granjeros sureños y sus luchas que toda la grilla que me aturdió desde mis días estudiantiles hasta el reciente y muy revelador proceso electoral. No el galimatías político que nos ha tocado en suerte, sino mi formación literaria es la que me permite abundar en este pozo de incertidumbre, violencia, ilegalidad y fantasía en el que nos encontramos los mexicanos.

El sufrimiento, las pasiones y los sueños carecen de nacionalidad, no así el genio de mostrarlos, presentarlos, examinarlos y recrearlos. Desde su natural antisocial, Steinbeck decía que lo mejor es siempre lo más simple, pero no aclaró que para conseguir la sencillez hay que escarbar, buscar, deslindar y trabajar hasta dar con el hueso de las ideas y de las cosas. Además de las biografías, los mitos  nos enseñan a ver y a entender el drama de nuestra condición. La literatura es la gramática del corazón humano. Por ella atinamos con la estructura vital que nos sostiene y nos define. Sin ella estamos condenados a seguir Nepantla, en ninguna parte, asidos a las máscaras, al vocerío y a este diario penar que, como maldición ancestral, nos sigue caracterizando por nuestra inclinación a la ceguera, a la sordera y a la derrota.