Martha Robles

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Lo mexicano: La vida no vale nada

Pedro Infante

La chabacanería del Presidente me hizo tropezar, otra vez, con el móvil que inspiraba la narrativa de Carlos Fuentes: la insolencia del machismo. Al novelista le fascinaba lo mexicano no como culminación del barroquismo sino a modo de interrogación y escarnio, distintivos de su estilo. Tal el hilo conductor de “los días enmascarados”, como podría resumirse  su visión del poder, de la sociedad y del espectáculo.  Así lo trató en las fantochadas de los arribistas o en la “ingenuidad” agresiva “del peladaje” posporfirista y “revolucionario”.  Inclusive él mismo dijo que el nervio de lo mexicano  es la afrenta, el agravio, la bajeza, el vilipendio y la traición que elevó a cifra de su estilo.

Disfrutó como nadie el crecimiento de las clases medias y de ello nutrió sus ficciones.  La segunda mitad del XX anticipó el progreso con desarrollo, pero ni él mismo pudo imaginar que, en pleno siglo XXI, se diera una vuelta de tuerca hacia el retroceso. El hecho, al margen de las causas, es que pervive el estigma del gran Tlatuani, que el civismo sigue en pañales o lisa y llanamente, que aquí no gusta la democracia y cualquier indicio de madurez política saca lo peor de nuestro talante.

En cada época la naturaleza cerril fortalece la intemperancia. Lo mexicano consiste en eso: violencia nutrida de odio a sí mismo y a lo que se desea ser, pero no puede ni tiene con qué serlo. Envidia del otro, pues, con grandes dosis del complejo de inferioridad que, desde el acierto de Samuel Ramos, dejó de ser un enigma. De ahí que la inclinación a mentir y la función de las máscaras, examinadas por Octavio Paz, no dejen de actuar ni de reproducirse. Multifacética, pervive la crueldad innata desde los antiguos mexicanos, aunque agravada por la modernidad. Recuérdense a los desollados de ayer o de antier; o la feroz imagen de niños obligados a aspirar el chile ardiendo sobre el comal…  Luego lo demás, hasta las violaciones durante el levantamiento armado que erizan la piel, torturas, persecuciones, el perfil del “revolucionario” típico: desleal, traidor, depredador, embustero, artero, borracho, cínico, ratero, simulador, ignorante si los hay… Y ni qué decir de la monstruosidad de los narcos e inclusive de los policías. ¿Cuáles son las diferencias? En fin: imposible asociar lo mexicano a los derechos humanos. Quien se asome a la historia del país dará con un depósito de chapuzas, crímenes, impunidad, mentiras y corrupción total.

No que otras culturas carezcan de episodios feroces, es que hay que conocer lo mexicano para entender esta realidad. En ello subyace el por qué de la repulsa a la civilidad y a estados culturales superiores. Lo pienso a propósito de la inexistente empatía del Presidente respecto de la dignidad esencial de las personas o del infortunio femenino… No hay más que ver su actitud ante el cúmulo de muertos por el narcopoder, por la violencia o a causa de la pandemia, la impotencia de las familias de niños con cáncer, la desaparición de guarderías, el sentido de la justicia, su desprecio a la ciencia y a la crítica… Él mismo es un ejemplo vivo de lo mexicano que desearíamos abolido. Me estremece su cabal insensibilidad para con el medio ambiente, con la educación o su nulo respeto a  las instituciones, la inteligencia, el arte y el pensamiento. En fin, que en él reconozco el perfil del socarrón que, amparado por el poder, se burla y degrada a los demás como si fuera un chistorete. Es, llevado al extremo del cinismo, encarnación del escarnio que atrajera a Fuentes. Y podría ser uno de sus personajes.

Y, ¿qué es el escarnio?  Pues lo definido por la RAE: “burla cruel cuya finalidad es humillar o despreciar a alguien.”

A la letra, este tabasqueño lenguaraz, de pobre pensamiento y peores modales que lanza acusaciones infundadas, cumple con la definición, según pruebas cotidianas.  Su lista de adjetivos e insultos pueden formar un vocabulario de la autocracia a la mexicana. Su perfil da fe, además, de la sentencia que resume lo mexicano por excelencia: “la vida no vale nada”. El hallazgo de  José Alfredo Jiménez tocó la raíz de la archi conocida actitud popular, pero  solo Pedro Infante pudo elevarla a himno.  El primero por advertir que la vida “comienza siempre llorando. Y así llorando se acaba”; el otro por encarnar al macho bueno en tierra de jijos de la re tal madre, los dos hicieron una mancuerna perfecta al poner música, voz y letra al “alma del pueblo enmascarado”.  Y es “el pueblo”, su gente, el que año tras año desde el fatídico avionazo, en 1957, acude en masa a la tumba de Pedrito para honrar su memoria con buenas cantidades de alcohol, mariachis, fotografías, disfraces y clones caricaturescos del difunto. 

Con Agustín Lara en su propio universo y las películas dirigidas principalmente por Ismael Rodríguez, el intérprete de Ustedes los ricos, Los tres García, No desearás la mujer de tu hijo, Dos tipos de cuidado y otros melodramas con títulos semejantes no solo consiguen “robarse el corazón”  del México de los años cuarenta y cincuenta, sino encarnar uno de sus rasgos más cursis, agrestes y emblemáticos del machismo arraigado en el inconsciente colectivo: el escarnio. Imposible entender nuestra realidad actual sin las extravagancias del medio siglo, fomentadas por el culto a los estereotipos, la industrialización y el ensanchamiento de las clases medias; clases ahora combatidas por la 4t. En los cincuenta, la acumulación de capitales y las “sociedades anónimas”, el nacionalismo ramplón y la máscara antiyanqui  no ocultaban el deseo de ser y parecer  gringos. Sembrados de contrastes, proliferaron “representantes del pueblo” aupados por la vulgaridad y lenguajes patibularios que consagraron “la época de oro del cine nacional”, los clubes nocturnos, las danzoneras y “lo popular”. Más allá, los exclusivos bailes para presentar a las casaderas  con los nuevos ricos, para consumar el maridaje de la nueva burguesía, formada a la sombra del erario, y el abolengo empobrecido  por el levantamiento armado.  Las carpas, a su vez, sintetizaban la psicología de la garnacha aunada al dicho escarnio y personajes como  “Resortes”, “Clavillazo”, el emblemático “Cantinflas”, “Tin Tan”, “Capulina” o “Piporro” satirizaban la mezcla de sociedad en ascenso, política “revolucionaria” y atraso ancestral que encontró su escenario ideal en La familia Burrón…

Tiempo, además, de los cafés en el centro, allá por Balderas, donde se reunían exiliados españoles, periodistas y amigos “de izquierda”. Hora de funciones de box, de bares frecuentados por periodistas entre Reforma y Bucareli y restaurantes como el Passi, el Napoleón o el Cardini, donde era costumbre “hacer política” y periodismo en cotilleos que duraban horas, a veces hasta la media noche, si es que no se organizaban rondas en cabarets para estar “con las muchachas” y llegar a casa con la obligada excusa del trabajo duro y encontrar a la mujer con la cara torcida de furia. La vida estaba viva, cuando los salarios se estiraban a fuerza del chambismo y los figones ofrecían “comidas corridas” con sopa, arroz, guisado, pan postre agua fresca y café.

No todo Fuentes se respira en el espíritu de lo mexicano impuesto de manera tan burda y amañada por la 4t. Ni siquiera puede hablarse del ambiente de cabaret que tanto amaba el novelista, cuando se hacía acompañar de actrices y figuras en boga. Aquel espíritu festivo –ya inexistente- reflejaba el despunte falsamente liberador de los inconformes que aspiraban a un estilo cosmopolita de ser “intelectual”: algo correlativo al de ser o parecer para ser notados. En los centros nocturnos la nueva burguesía iba ataviada con una elegancia surrealista a la que no faltaban pieles en pleno verano, abundancia de joyas, zapatos picudos y trajes masculinos “acharolados”. En el extremo opuesto, en las “carpas” campeaba un permisivo lenguaje contra la clase política, cuya patanería sustituía a la crítica. Templados los ánimos al calor de las danzoneras, los “parranderos” continuaban su travesía burlesca con fantasías sexuales en aquel país que, pequeño y cerrado al fin, arropaba el poder absoluto encabezado por “los gobiernos de la Revolución”.

La mascarada no ha terminado. Solo cambió ropajes y de protagonistas, ahora sin clase ni estilo. Ni siquiera tenemos algo equivalente a Agustín Lara para conmover a la muchedumbre entrenada en el "acarreo", la sumisión y la violencia socavada. Hoy nos atiborran de series en vez de radionovelas por entregas y culebrones de Televisa. Todavía se tiene por milagroso ser funcionario y regalo de la fortuna pertenecer a las nóminas, pero esta multitud ociosa carece absolutamente de gracia, de ingenio y de interés por su país.  Artemio Cruz acaso se modernizó, pero sigue representando al mexicano supersticioso, traidor y supeditado a los prejuicios por su ostensible ignorancia con violencia. Seguimos padeciendo al funcionario desmesurado y codicioso; ridículo por nuevo rico; insolente por llevar llena su billetera; lambiscón, para no perder el rumbo de los favores ni el connatural correo de influencias en un sistema de complicidad y componendas. Y por su machismo ancestral, colérico, majadero, dependiente velado de las mujeres y de preferencia golpeador, sigue a la vista el seductor opresivo “que sabe mandar”, oprimir y divertirse de manera ordinaria. En resumen, lo mexicano no ha engendrado en la vida pública ni en las letras a un personaje digno de ser reconocido por sus principios, respetable, con autoridad moral, comprometido y dotado con pensamiento educado.

Nunca me gustó la obra de Carlos Fuentes, pero lo he leído a la par de la historia para fundar mi crítica. Tampoco la realidad que satiriza me atrae. Sin embargo, me agrada menos  reconocer que lo mexicano sigue allí, redivivo y cada vez más dominante y caricaturesco. Lo mexicano como estigma: ¡qué fatalidad! Faltó crítica entre nuestros antecesores, cuando debieron señalarse estas peculiaridades; y falta ahora, más que nunca, porque solo la cultura habrá de salvarnos. La crítica y el conocimiento, sí, para ser libres, para saber ver y entender lo que vivimos y padecemos.  A fin de cuentas, la literatura, con más o menos talento, no es otra cosa que reflejo de la vida. Por eso me parece escandaloso el descenso de la cultura en nuestro país. ¿O es que aún no se han dado cuenta de lo que eso significa?