Martha Robles

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María Zambrano. Palabras del regreso

Foto de rtve

Jesús Moreno Sanz se fue a buscarla a Ginebra el 18 de noviembre de 1984. Dos días después, María Zambrano es recibida en Barajas por un grupo de amigos y parientes, y solo un receptor oficial, por deseo expreso suyo: Jaime, el hijo de su amigo Pedro Salinas, entonces Director General del Libro.

Alegría de vida adentro, poco podrá disfrutar la intensidad madrileña; pero Madrid entra a casa de María. La vigila una médica de cabecera, Olga Fano. Desde el primer día hay una asistenta, Mari Paz, luego sustituida por otra. El caudal de visitas no impide su renacer. Su inteligencia deslumbra, como su capacidad de trabajo. Ya se sabía que había nacido para escribir. Por la palabra alboreaba. Se concentra en escribir del escribir. Congrega sueños realizados. Recuerda a la “Generación del Toro”. Remonta espacios sagrados. Piensa en la metamorfosis, el misticismo y la palabra abismática. Tiene arrestos para colaborar semanalmente en Diario 16, El País y ABC. Con “Notas para una autobiografía”, Mercedes Gómez Blesa reúne artículos y otros textos en Las palabras del regreso (1995). Es la memoria conciliada. María lo confirma en el prólogo: “Y esa palabra nos trae la memoria. Es memoria. Memoria que rescata el pasado del olvido, de las tinieblas del no-ser. Pues no recordar lo sido, no dar entidad a lo que fue por miedo a que se repita, por temor a despertar viejos odios, conlleva no asumir la historia, no recuperar su continuidad, sino vivir anclados en la discontinuidad del presente bajo la sombra siempre recurrente del fantasma del pasado.”

Y, agregó: “Solo este ponerse al día con la historia permite despertar del sueño de aquella tragedia, posibilita que la vida siga, fluya, continúe, sin permanecer estancada en las aguas del pasado, en las aguas del olvido.” Confirmaba así que hay vidas-voz que, al modo de Unamuno, transcurren por el cauce mayor de la palabra. A propósito del ser/palabra recuerdo la anécdota del periodista que, asombrado al conocer la la rutina intelectual de don Miguel en Salamanca, quiso desentrañar su “vida-secreta”: “Y usted, don Miguel..., ¿solo escribe?”, preguntó. “Le parece poco?”, repuso Unamuno con su peculiar ironía. “No busque más: la vida del escritor es la escritura. Seguramente mi biografía le parecerá aburrida”.

Y es que la oscuridad, el alba y la aurora transcurren a su ritmo en el mundo interior. No es siempre visible ni del mismo modo para los demás. María conoció la tormenta y la ceguera. Tuvo también episodios de clara-luz. Durante los últimos años de su vida, la intensidad se concentró entre las paredes de la que seguramente fue su hogar, la casa del espíritu. Veía los destellos mostrándose apenas. 1985 es fecha inaugural de cosechas: honores, fundaciones, homenajes. Su nombre se fusiona a la academia, a los asuntos femeninos, al filosofar desde su rumbo transformado, a las rectificaciones ante los rigores del exilio. Ella, mientras tanto, procura concentrarse en la actividad literaria. Moreno Sanz la ayuda a ordenar y editar escritos para integrar De la aurora. Fernando Muñoz realiza con ella una revisión completa de El sueño creador. En ocasiones accede a descansar en la casa de campo de algunos amigos. A uno de ellos, el economista Carlos Manuel Fernández –según evoca Moreno Sanz- le encargó enterrar ahí, bajo un cedro en Galapagar, a sus dos gatas. Primero, en 1985, a Tigra (19 años); y en el verano de 1987 a Blanquita (15 años). Irredenta, luego aceptó el regalo de dos gatitas hermanas (Lucía y Pelusa) que la acompañarían hasta el final.

Tuvo la rara habilidad de estar rodeada de gente elegida, que además le ayudaba. Su magnetismo lograba que sus colaboradores se sintieran honrados de poder hacer algo por ella, de participar en la organización final de su obra. El mundo de nombres que se van enlistando a su alrededor, en la España dedicada a distinguirla, se expandía como una maquinaria formidable. De este modo María se institucionalizaba. Impedida de la vista, también Elena Gómez, de la editorial Antrophos, se suma a la diaria jornada de reunir sus artículos. J. M. Ullán graba en cintas sus entrevistas que posteriormente publica. A él comenta que el mundo está horrible: “No hay un rostro de verdad, un rostro, puro o impuro, pero un rostro. El mundo está perdiendo figura, rostro, se está volviendo monstruoso...”

Asida a Juan de la Cruz, lo evoca, lo invoca. Pondera como nunca el silencio y, con Ortega, repetía con cierta nostalgia: “Bebe en el pozo y deja tu sitio a otro”. Quizá lo intentaba; pero era tanta la gente pululando en su casa que nos parece admirable que reservara espacios para sus propias tareas. Con frecuencia estaba indispuesta. Sus enfermedades la forzaban a aislarse en estaciones de retiro, trabajo y ánimo para continuar las reuniones. J. C. Marsé la ayuda con la publicación de Notas para un método y, en el amplio proyecto de reediciones destaca la intervención de Rogelio Blanco. Intentar comunicarse con ella es una aventura: la multitud la cerca. Cada uno es más dueño que el otro de su vida, de su obra y de su tiempo. Cada uno dispone, niega o acepta entrevistas. Las habitaciones comienzan a ocuparse con parientes. Ante la inútil tentativa de hablar con ella, no obstante viajar desde México para verla, todos se llaman sobrinos, primos, vigilantes, depositarios de su palabra, de sus manuscritos, sus decisiones. Extraño ambiente el que la cerca. Ruidoso y autoritario. Consigo sin embargo unos minutos con ella. Solo al teléfono: quiso el destino –los imponderables de siempre- que mi temporal residencia en España en esa ocasión me llevara a atender la agonía de un familiar cercano. Pero, inédito aún, me pide leer Delirio y destino; luego, fragmentos del que sería Los sueños y el tiempo. Entonces advierto que, no obstante su obra, hay en el fondo un dejo de inseguridad que no la abandona. Y la prefiero en sus libros. Me abruma el gentío.

Tal el movimiento que la habita al ser distinguida con el Premio Cervantes, en 1988. El jurado estuvo constituido por escritores de los dos continentes: Jorge Semprún, Rafael Lapesa, Pablo Antonio Cuadra, Emilio Alarcos, Alfredo Bryce Echenique, Alfredo Conde, Montserrat Roig, Carlos Fuentes, Juan Manuel Velasco y José María Merino. Exhausta, debilitada y sobre todo perpleja, no puede escribir su discurso. “Sabia y piadosamente”, aseguran que un poeta amigo suyo compone un collage con fragmentos de antiguos ensayos, especialmente los extraídos de “Lo que le sucedió a Cervantes”, de 1955. La cifra del alba que lo inicia sería contribución del amigo, aunque a tono con su estilo. Ella encuentra la calma.

Mejor que nadie María sabe que son las glorias del adiós. La Fundación que lleva su nombre había sido creada el año anterior. El Ministerio de Cultura contribuye a completar sus necesidades personales. Osborne, fiel a su natural generoso, no abandona los envíos económicos. En su casa se realiza, en 1987, la investidura del Doctorado Honoris Causa, acordado en 1982 por la Universidad de Málaga. También les son otorgados el Premio Extraordinario Pablo Iglesias y la Medalla de Oro de Madrid. De este modo, la España socialista paga cumplidamente su deuda con quien, durante cuarenta y cinco años, se conservó asida a su razón hispana.

Por eso su obra puede difundirse al ritmo de sus metáforas de luz; por eso María, tránsfuga del rayo, es reconocida por dos o tres generaciones que descubrieron que no era Ortega y Gasset el único pendón del vitalismo ni su representante más apasionado. Cuidada en el destiempo de su larga enfermedad, María fue celebrada en su agonía como los peninsulares suelen solemnizar un hallazgo de esta envergadura.     

Pasada la tormenta, se entregó a la calma. Se movía en silla de ruedas. Trabajaba como podía, con los auxilios de rigor. Abominaba del espanto del mundo, de la guerra en el Golfo Pérsico. Consigue ver publicado Los bienaventurados y, copiado por Rosa Mascarell, deja listo para su publicación póstuma Los sueños y el tiempo.   Nada mejor que la descripción de un testigo para conocer su final. Así lo narró Jesús Moreno Sanz: “Pocos días antes de que la llevaran, por primera vez, al Hospital de la Princesa, María Zambrano le dijo por teléfono a su amigo Edi Simons “Estamos en la noche de los tiempos, Edison Simons, hay que entrar en el cuerpo gloriosa”. Y colgó. A mediados de enero de 1991 hubieron de llevarse al hospital a Mariano Tomero, su primo. María creyó que él iba a morir, y literalmente se descompuso. Hubo que ingresarla aquejada de una infección respiratoria severa que provocó su desajuste global. Pero se recuperó lo suficiente para volver a casa. Se reprodujo la infección. Vuelta a la Princesa, habitación compartida, noches delirantes. Pero se recuperaba. La tarde del 5 de febrero estuvo muy serenamente charlando con Javier Ruiz, recordando amigos y secreteándoles sus amores más ciertos. A mediodía del 6, mientras intentaba comer, le comenzó, de nuevo el (final) ahogo. Unos instantes angustiosos. Pero, una eliminación por medios mecánicos del exceso de secreciones, hizo que lentamente su corazón se detuviese sin perceptible agonía. Estaban con ella Fernando Muñoz, Rogelio Blanco, Jesús Moreno Sanz, Teresa Gracia, Esther Blázquez, Antonio (hermano de su gran amigo Alfredo Castellón). Al día siguiente de su muerte, se la trasladó a su pueblo, Vélez-Málaga, donde yace, entre un naranjo y un limonero, en una casita –que ella quiso en vida se le construyera- en el cementerio local. En la lápida, por previo deseo suyo, está inscrita la leyenda del cantar de los Cantares: Surge amica mea et veni. A su tumba acuden –quizá porque allí les echan de comer- decenas de gatos de todos los colores. Allí también han sido trasladados los restos mortales de su madre y su hermana Araceli”.

Al filo de la muerte, acaso reparó en el silencio radical. Quizá cayó en la cuenta de que Antígona le hablaba. La oyó que susurraba. Sintió un lamento trágico. Se interesó en los tránsitos de una muerta viva que por fin atina con la voz que la consuela. La miró a su lado. Encontró a una Antígona tan natural que tardó en reconocerla. Estremecida, alguna vez  escribió el recuerdo indeleble de aquellas, sus primeras palabras: "nacida para el amor he sido devorada por la piedad". Las hizo suyas. Y como Antígona, quizá se consumió también por la piedad. Una piedad poética, bañada con el mejor cristianismo, de donde vino a confirmar el origen sagrado del Verbo, el carácter luminoso de la palabra. 

De su vasta herencia, destaca el temblor de humanidad. Temblor que clama, que llama la aurora. Desnacer y renacer incesante, distintivo de los combatientes de los dioses. Con el doloroso resabio de las penurias del transterrado, María volvió a su España amada al declinar noviembre de 1984. Seis años después -a dos meses de cumplir los 87 años de su edad (nació el 22 de abril de 1904)-, murió vaciada de su germen, desustanciada de su latente oscuridad, como la palabra clara, la palabra-luz que emana mansamente de su espíritu poético.