Martha Robles

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Mediocridad como mérito

Nada nuevo en la región ni en la historia. Lo que llama la atención es su proliferación desenfrenada, su inquebrantable presencia política y social y el entusiasmo con que las mayorías confunden la mediocridad con merecimiento. Estamos rodeados. De pies ligeros, la medianía se adelanta a los grandes espíritus y los menosprecia con sorna. Pagada de sí misma, anula la  crítica, discrimina para elegir lo de menor resistencia e imponer su consabida ley: “lo semejante llama a lo semejante”. Esta obviedad no hace menos temible al individuo oscuro pues, ensalzado por sus iguales, se mantiene con el ojo en alerta para denigrar y zaherir lo que le ha sido negado. Aborrece lo distinto, lo que lo supera y no comprende. Pródiga en mañas, sabe sin embargo que  jamás tendrá el talento, la virtud, la curiosidad intelectual, la creatividad, la grandeza, la sensibilidad, el honor, la decencia o, en suma, las cualidades que agravan sus complejos.

Los  hay de varios tipos aunque, sin excepción, los mediocres solo pueden moverse entre mediocres. Agrupados se arropan, se encumbran y en montón ensanchan el coro que a falta de ideas y argumentos escupe adjetivos e infundios como dagas. Desacreditar es lo suyo. Difamar es lo suyo. Difamar deliberadamente con más agresividad cuanta mayor la presencia, la singularidad o los logros del agredido, que suele tratarse de un ser superior o al menos aventajado.

Aunque pretenda enmascararse, la pequeñez se trasluce en las palabras, en el lenguaje corporal, en la mirada esquiva, en el carácter del “hombre sin atributos”. En medios como el nuestro, dominados secularmente por la tentación cerril, inteligencia y fortuna deben abrirse paso a trompicones.  Un gran espíritu subsiste a contracorriente para trabajar e ir enriqueciendo la cultura con niveles más estimables de vida y de conocimiento. Eso es lo que más incomoda a los mediocres, pues mejor se sienten cuanta mayor la ordinariez y la pobreza moral de quienes los rodean. Para jalar a los demás y hacer valer su ambición pregonan las supuestas ventajas de igualarse hacia abajo y, en consecuencia, fomentar la costumbre de adular a los peores e hinchar a los viles.

Como la literatura y la historia social ilustran, no hay un solo modo de ser mediocre, pero a todos ellos se les nota tanto su condición como la consecuencia de sus complejos: pasivos, activos, necios con iniciativa, impávidos, entrometidos, trepadores, conformistas,  codiciosos, con doble discurso… El peor de todos es el ávido de ser notado y reconocido: lenguaraz y grosero con los que envidia, cree y hace creer que lo corriente y bajuno es lo que vale.  Su frustración es medida de su primitivismo. En su pequeñez se cree elegido, virtuoso, superior a los demás cuando no es más que un pobre diablo con poder o con dinero. Y están también los obedientes, los repetidores, los que se pliegan, los taimados, los maledicentes, los aplanados, los zánganos, las chismosas… Hay que repasar el desfile de dictadores, civiles o unifomados, especialmente de Haití, África, América Latina, el Caribe…, para arrancarle el velo a la historia de la mediocridad de tantos países atrapados en su incapacidad de salvarse de sí mismos y del yugo de los vencidos.

Por el empuje devastador de la frustración y de la correlativa pobreza de espíritu, a más envidia aquello de lo que carece el sujeto pueril se vuelve mas peligroso. De ahí el riesgo cuando se hace del poder porque  su incapacidad de mirar hacia arriba potencia sus defectos, empezando por la falta de escrúpulos.  A diferencia del “mediocre con iniciativa”, el pasivo subsiste a su sombra. Va por la vida como el perfecto anodino, retratado magistralmente por Sandor Marai, entre tantos autores que han presentado y representado el fenómeno.

En cubierta, como las esposas subyugadas a las que se les hizo creer que la prudencia se  trataba de estar en “off”,  la anodina -como el anodino- no opina, no se compromete ni toma la iniciativa de nada: acata, jamás decide por sí mismo, cumple el dictado del cónyuge o del jefe, carece de ideas aunque, si la ocasión lo permite, participa en el correo de los chismes y en cubierta, siempre a espaldas del otro, son los verdaderos maledicentes.

Hay épocas en que con mayor intensidad que otras se burocratiza y desciende la vida en común. Así la que nos ha tocado en suerte. Proliferan entonces  el hombre-masa y lo ordinario. La medianía asciende en la escala de las recompensas por no incomodar, por carecer de voz propia, por representar al incivilizado   perfecto sea en el sector público, en la academia, en las aulas, entre familias e inclusive entre intelectuales o en la vida social. Típico personaje que “pasa por el fango sin mancharse” llevó a decir a Jaime Torres Bodet que  “México es una llanura, al que asoma la cabeza, se la cortan”.  

En eso estamos y eso, en tiempos oscuros, es lo que se premia y se considera meritorio.