Martha Robles

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Memoria. De mis diarios

Mnemósine. Mitología griega. Diosa de la memoria

La memoria, ese difícil rompecabezas, construye a capricho su dibujo final. Como buena tramposa nos hace creer sus chismes y, hábil como es, elabora su relato. Hace y deshace cuentos con tal certidumbre que nos persuade de esto y lo contrario:  prodigio que pocos, muy pocos novelistas consiguen. Esta formidable creatividad, que le es dada hasta al más humilde de los hombres, solo compite en versatilidad con los sueños.  Nadie sabe cómo ni por qué funciona el ser interior que habla y dice cosas que difícilmente comprendemos. Lo cierto es que hagamos lo que hagamos, aun si los sueños se fugan, recordar o no hacerlo es el nutriente de una identidad que, de la cuna a la tumba, se niega a manifestarse en toda su plenitud.

Desde pequeños nos familiarizamos con la Mnemósine que llevamos en la mente y sea cual fuere su versión, caemos rendidos a sus cuentos. Inclusive nos hace descreer de las versiones de aquellos que aseguran poseer el paso a paso de cada cosa que es y ha sucedido en nuestras vidas.  A capricho elige  rostros, sucesos, nombres e inclusive fechas y escenarios para cimentar lo que fue o acaso no fue o no pasó como lo recordamos. Nos cuesta aceptar la ligereza con que elabora ficciones desde una lógica que no se parece a ninguna. Nos convence de haber sentido un dolor o un gusto inexistente y nos lleva a asegurar que reconocemos un estremecimiento/llave, la emoción de un día, el pensamiento olvidado de su origen, un río de ideas, la música sobrante del barullo, sabores, olores y palabras, muchas palabras que, aunque ajenas o apropiadas, nos envuelven y dan forma de interrogante al ser que un día, asido a la carga de olvidos y añoranzas, descubre que necesita un relato a medida para dar sentido a la existencia. Eso, en cuanto al pasado que atesoramos de manera individual, porque también se complican las historias de los pueblos con reminiscencias colectivas, evocaciones familiares, yerros y experiencias ilusorias que, de tanto repetirlas, se vuelven fidedignas. Todo indica, pues, que la memoria no es una ni propia, sino la guardiana rediviva de todos las cosas que dijeran los griegos: algo similar a un río vertiginoso en el que nos mojamos todos de modos diferentes.

Y luego están los sueños: la otra fábrica de vislumbres o ficciones tan fingidas que podríamos creer que de verdad existen éste y el otro lado de la vida. Perturbadora  como la experiencia de Alicia, la descripción del Emperador Amarillo me demostró que viajamos al través de espejos cargados de relatos. Historias cambiantes, ya se sabe, aunque nada se iguala a la narrativa interior; peor si se trata de construir versiones magníficas, pues pocos aceptan reconocerse en lo ingrato, lo mediano, vergonzoso o incómodo. Sospecho que el depósito de lo que nos afea es lo que hace chapucera a la memoria, especialmente a la histórica: la más acomodaticia y embustera de todas. Quizá engañar es su recurso para hacernos soportable la existencia o al revés: ciertas dagas cortan más porque hay recuerdos/saña  reinventados para peor y sus filos continúan hiriendo. Las remembranzas que perduran enquistadas en el alma lastiman no por lo que fue, sino por lo que hemos agregado a las llagas sin cerrar. Tampoco faltan ráfagas ardientes con sus saldos de cenizas. Gracias a tan misteriosa manera de rehacer lo que damos por sentado  sabemos que hay noches tan pobladas de relatos como los viajes apropiados o el más luminoso de los libros. Y es que los sueños son la pareja ideal de la memoria. Juntos elaboran cuentos inauditos, como hacernos creer que hay un yo completo e ignoto que, a falta de nombre, Freud llamó inconsciente. Como sea, este no-espacio del ser, simplemente es lo que es. Y ni quién lo dude, pues su natural palabrería funciona con pasmosa puntualidad, aunque sin ley, sin orden y sin reloj; de suyo carga, produce y descarga mensajes con tal puntería que, si de algo, deberíamos vivir azorados ante semejante habilidad para dar en la diana.

 Quizá con la secreta intención de balancearnos entre la añoranza y el olvido unos escribimos lo que escribimos y los mitómanos dicen lo que dicen como verdades fidedignas, a pesar de que sepamos que todo es puro cuento.  No existe certidumbre total  ni versión irrefutable; empero, adivinos, profetas, sibilas y ahora psicoanalistas o psicoterapeutas -atareados en remontar olvidos- han administrado con habilidad el poder de interpretar mensajes infiltrados en el silencio, en las pausas o en los sueños. Fueran éstos frutos del Destino o recados de los dioses, lo cierto es que nada se ha apreciado tanto ni durante tanto tiempo como los secretos que, por indescifrables, superan nuestra humana capacidad de entender y, como de paso, la de saber que hacer con lo vivido y fantaseado o con tantas remembranzas que perduran y forman o deforman un carácter, sea éste individual, político o social.

Es también probable que por el solo hecho de pasear entre éste y los otros lados de los sueños,  de la vigilia y del recuerdo elaboremos la ilusión de ser distintos sin dejar de ser los mismos. No es descabellado suponer que al memorizar, soñar e interpretar, nos aventuramos en la fabulosa geografía del alma o revés del ser, donde impera el lado oscuro, el del misterio, del miedo o del deseo. Cuando esa almagrafía se deja leer, entendemos que a pesar de que existir es caminar a ciegas por senderos no pisados, nunca falta el memorista  que alza el índice con una autoridad digna de mejores causas y entonces habla: habla, y habla con temeridad, convencido de saberlo todo y aun mejor del sujeto de quien habla. Habla apoderado del relato abultado con detalles de lo que han sido nuestras vidas y las vidas que se cruzan por las nuestras. Así  comprobamos que con la temeridad del chismoso, el metiche arreglavidas nos aclara quiénes somos, qué hicimos y hasta qué pensamos ayer o en la intimidad de la alcoba. Contrarias al arte de la palabra, por otra parte, las historias orales trasmitidas de boca en boca carecen del carácter sagrado que tuviera lo recordado en tiempos del movimiento trágico. Sin poesía y envilecila por las masas, la vertiente profana del imaginario colectivo ya no resguarda hazañas ni trasmite mitos, solo repite chillidos que nos obligan a desconfiar de la mal llamada memoria de todos.

Si vivir el instante y arrojarlo a los dominios de Mnemósine nos hace creer singulares, al contarlo nos reescribimos, aunque no por ello seamos distintos o semejantes al retrato idealizado. Nos desdoblamos en el otro que va siendo en la escritura y, como la rosa que al evocarla es otra rosa y otra más al escribirla y así hasta que la rosa confirma su condición de rosa, los recuerdos/vocablos se recrean en libertad hasta que atinan o no con su esencia. Lo distino entre la memoria y la rosa es que el núcleo de la memoria no es uno ni fijo ni estéril: se mueve transformándose; se representa imaginándose y se dice nombrándose. Aun el saber acumulado se somete a su condición tornadiza. Y con la multiplicación del acto de recordar, aprendemos no a sobrellevar lo ignorado, sino a cultivar un trato esperanzador con el Hado, con lo sagrado, lo inexplorado, con las deidades y con todo aquello que nos rodea. Así es como, al teclear estas líneas y mirar atrás para entender el hoy, vislumbro la flexible inmensidad que hay entre La historia, nuestra historia y lo que va quedando como saldo en abultado lecho de las voces.