Martha Robles

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Mi pesadilla, nuestro infierno

Ciudades perdidas

De todos los infiernos discurridos por el imaginario colectivo, no hubo uno solo que contemplara la sobrepoblación y sus efectos: gente aglomerada al ritmo en que disminuyen las demás especies. Cinturones de miseria y calentamiento global. Hambre; hambre irremisible de cientos de millones de personas. Marginados ávidos de guías. Hordas cada vez más infames que destruyen cuanto tocan. Negociantes rapaces, gobernantes corruptos. Urbes hacinadas en las peores condiciones. Depredadores sin escrúpulos. Cárteles, sicarios y matones que superan a las Moiras que prodigan castigos espantosos. Muchedumbre que vaga sin destino en el desierto o por mar y tierra en pos de lo que sea. Criaturas famélicas que contrastan el culto de los gourmets a “la cocina de autor…” Insuficiencia de servicios asistenciales. Viviendas que no merecen su nombre. Aire pútrido, aguas contaminadas, selvas aniquiladas, animales y plantas extintos. Niños que nacen, crecen y mueren abandonados a su suerte. En suma, el planeta ahogado en basura, víctima de los peores tratos del inquilino más depredador y autodestructivo de que se tenga noticia: el hombre mismo, criatura que, paradójicamente, se distingue de las demás por poseer atributos tan magníficos como el discernimiento, la palabra, la imaginación y el saber. Sin embargo, y aunque es la única especie que puede aprender cosas extraordinarias y realizar grandes hazañas, es imposible que deje de ser enemiga de sí misma, de la vida y de la armonía. 

La Antigüedad miró el inframundo de modos tan fríos y estériles como ardientes y atenazados por monstruos justicieros. Contempló el firmamento y creó a sus dioses: unos más terribles o protectores que otros.  Al darse cuenta de su sentimiento de orfandad depositó su debilidad, sus fantasías y su necesidad de protección en distintas teocracias.  Supo o intuyó, desde entonces, que sólo sobreviviría sometido a figuras intimidantes y a poderes sombríos. Si de la esperanza surgieron paraísos, promesas, redentores, recompensas y seres inauditos para hacer tolerable la existencia, el síndrome del amo y del esclavo se convirtió en aval de tiranías. 

Al probar el sinsentido el hombre vislumbró las sombras, pensó en la muerte y, ante la sospecha del vacío y la nada, discurrió la resurrección y las reencarnaciones. Auscultó el tiempo cuando nada se sabía del tiempo. Puso nombre y rostro al Miedo coronado con serpientes.  La sexualidad llamó al descubrimiento de los sentidos. Cuando soñó el futuro surgieron intérpretes, adivinos, prelados y profetas; luego, mandamases, jefes, guías, mesías, autócratas y gobernantes que en mayor o menor medida han pretendido competir con las entidades. Hacinado en condiciones infrahumanas, sin embargo, para “el condenado de la tierra” e hijo de la explosión demográfica no ha habidos dioses, credos, gobernantes, redentores ni milagros que rompan la condena en cadena, generación tras generación.

Muchas cosas horribles ocurrieron en el remoto pasado, durante la Edad Media y en épocas sin cuento, pero ningún infierno compite con el creado en algo más de un siglo. Antes de que el hombre matara a sus dioses y se deificara él mismo, la religiosidad se adueñó del ara de sacrificios y los mitos se adelantaron al hallazgo del inconsciente, al arte de las letras y a la reinvención de lo real.  El orden de las cosas y de la vida nunca unificó la dualidad entre el bien y el mal ni combatió la violencia asociada a la crueldad y lo abominable, a pesar de que, desde que hubo memoria, el dolor encabezó los padecimientos humanos: única condena de la que nadie se libra y la que, de manera absoluta, supera todas las creencias. Y aun repasando las bajezas de que han sido capaces los humanos, nunca hubo casi 10 mil millones de personas que, incompatibles con cualquier equilibro ecológico, muestran el rostro más terrorífico de la creación.

Por más que se empeñaran propios y extraños o antiguos y modernos en instituir reglas para relacionarse, mitigar causas evitables de sufrimiento y no matarse entre sí ni dejarse llevar por los peores instintos, nunca se ha conseguido civilizar la índole primitiva de los más. Está visto que el hombre no solamente es el peor enemigo del hombre, también lo es de todo lo vivo en el planeta. A diferencia de las aportaciones minoritarias que elevan la calidad general de la vida, la historia ilustra el lado nefasto de nuestra condición siempre e invariablemente con movimientos masivos. Imposible negar que el poder, en todas sus manifestaciones, transita de los templos a los báculos de mando con el mismo dominio del pastor que conduce a su rebaño. Gracias sin embargo a las individualidades cansadas de la tribu, el raciocinio, la imaginación, la sensibilidad, la creatividad y la voluntad de saber han facilitado los cambios que, paradójicamente, la colectividad asume como propios.  Ni siquiera se toma en cuenta que al distinto se le persigue, se le desdeña y se le margina por no ser ni actuar como los demás. La masa es rebaño en todos los tiempos y situaciones, aunque nunca como ahora estuvo superpoblado el mundo, con todas sus consecuencias. Lo vemos en las favelas, las ciudades perdidas, los slums que crecen y se multiplican como plaga espontánea. A diferencia de otras características humanas exageradas por héroes, antihéroes y seres extraordinarios, el pensamiento mítico previó una reacción estrictamente humana en la necedad de los aferrados a su ignorancia en el mito de la caverna. Mientras que el más avezado o más cansado de su condición se aventuró a romper sus cadenas y descubrir la luz, los demás defendieron la oscuridad, condenaron al distinto y continuaron cautivos. No creer que la claridad es liberadora y que atreverse con lo desconocido también contribuye a sacar a los demás de su postración es, todavía, característico de los sometidos.

Convertida en pesadilla, la figura del planeta en ruinas me deja sin aliento. Pienso en esto a propósito de la malhadada costumbre de los latinoamericanos a caer bajo los mismos yugos, a encumbrar a los peores y a no salir de su postración. Aunque desde los movimientos de independencia la población se ha multiplicado de manera escandalosa, conservamos nuestras cavernas a excusa de la autopiedad, de lo malos que han sido los otros o porque llevamos en la frente el estigma de los cautivos. No se si es falta de talento, de autoestima colectiva, de voluntad de superación, del complejo del vencido que aborrece a los que se adelantan y se atreven en solitario a vencer la inclinación a la derrota, pero es obvio que no levantamos cabeza. Con ser monstruosos los problemas que padecemos, los fantoches, populistas, dictadores y redentores se reproducen con inaudita fertilidad, ahora en países con enormes cantidades de habitantes que en nada se parecen a las sociedades prehispánicas ni a las coloniales. 

Hemos construido sociedades desarticuladas, enfermas de si mismas, sea por su estigma inescrutable, por la espada y el acero intimidantes durante la Colonia o porque, libre e independiente al fin, el latinoamericano no ha podido ni sabido  qué hacer consigo mismo. Nunca lo ha tentado la cultura del libro ni ha aprendido a  conducirse para superarse. Así que, en su infierno “inmerecido”, sistemáticamente se niega a crear Estados a la altura de sus ideales y gobiernos que siquiera no se presten al ridículo ni a la condena de repetir y repetirse en los errores que dicen redimir.

A los habituales fantoches que apenas se pretenden personajes de ficción o de mitos, se agregan consortes peculiares, como la que actúa de chamana o adivina que, según nos dicen, cogobierna un pobre país (un pobre país pobre) condenado a la postración como Nicaragua. No que el protagonismo femenino sea novedad, tampoco el culto a magos, brujos, charlatanes y sibilas en posesión de artes oscuras, es que la historia parece empeñada en superarse a sí misma cuando se trata de padecer episodios y personajes oscuros. 

Antes aparecían “líderes” a fuerza de empujones y dizque revoluciones, como la cubana eternamente consagrada. Siguieron los “movimientos populares” y la sucesión de gorilas a punta de golpes, fiestas de balas y pilas de cadáveres. ,Ahora los fantoches se incuban en las urnas; unas urnas más embarazadas que otras, más nutridas con la simiente populista o esparcidas donde las promesas fertilizan más que las aulas, mejor que las actividades agrícolas y laborales y con la seguridad de que el más codiciado capital político es la miseria con ignorancia. Hay esperpentos de todo pelaje en estas tierras donde se culpa de nuestros males a españoles del siglo XVI y a los que resulten (“el otro, el otro es el culpable”). Lo importante es tener al chivo expiatorio en la punta de la lengua para no asumir las propias faltas ni reconocer las deficiencias. 

Al margen de los índices acusadores se han multiplicado los dictadores y los fantoches aplaudidos por las masas, protegidos por las fuerzas militares, encumbrados por los narcos y endiosados por lambiscones y trepadores. Creadores de intrincadas redes de complicidad y componendas, no faltan iluminados que reciben mensajes del más allá al través de pajaritos, ni herederos de los herederos del libertador, como en la pobre Cuba convertida en una inmensa cárcel. Ungidos, pues, los autócratas son espejo y reflejo de los “votantes” que los eligen, los consagran y dejan que los “guíen”, los “protejan” y los liberen del mal encarnado en los enemigos y explotadores corruptos “del pasado”. 

Desde Río Bravo y hasta la Patagonia, además del Caribe, encontramos evidencias de hasta dónde las generaciones se han multiplicado geométricamente y de espaldas a los logros acumulativos de la cultura.  Los que no aceptan ni han aceptado ser parte del rebaño son señalados, menospreciados, ninguneados...  Ni siquiera el prodigioso Dante imaginó un averno emparentado al nuestro. Sus figuraciones se corresponden con la idea del pecado. Su distribución de castigos me parece casi infantil -sin desdoro de su genio- ante la realidad que nos ha tocado en suerte y que, convertida en pesadilla, me obliga a mirarla de frente en la oscuridad más profunda que antecede al insomnio.