Martha Robles

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Noa Pothoven. Del pene y la llaga

Noa Pothoven

“El sufrimiento es insoportable (…) Estoy exhausta…” La dramática confesión de Noa Pothoven, publicada en Instagram unas horas antes de morir, me dejó sin aliento.  No desperdicié lecturas ni búsquedas en la web con la intención de mitigar el golpe y llegar hasta el fondo de este complejjísimo problema en el que cualquier alegato feminista es nada frente al iceberg que ocultan los penes enfermos de los abusadores.   

La historia del poder y la complementaria sujeción no puede ni debe separarse del examen de los torcidos comportamientos sexuales que reflejan el verdadero carácter de la época en general y de la sociedad en particular. Indivisas de las zonas más tenebrosas del hombre, las agresiones fundamentalmente dirigidas a mujeres y niños encabezan los relatos más estremecedores tanto de las invasiones armadas como de los índices de criminalidad y desprecio, desde la antigüedad hasta nuestros días. Cada vez que un hombre, en solitario o en “manada”, penetra a una mujer contra su voluntad está incurriendo en uno de los actos más abominables de nuestra especie.  Los daños que causa son inenarrables. Cuando ocurre en masa deja un dardo envenenado, una  dolorosa, humillante y acallada secuela que queda en la memoria de los pueblos; si individual, se expande a tortura con frecuencia consentida o al menos enmascarada por los parientes, para evitar “el qué dirán” y dizque para no poner en entredicho el entorno de “los afectados”; es decir, quienes de hecho no son los afectados ni asumen una responsabilidad moral, legal ni amorosa con las víctimas.  

Lo cierto es que la brutalidad de que es capaz el hombre al través del pene no dejó sus únicos testimonios con las avanzadas persas, egipcias, griegas o romanas (por citar las obvias). Tampoco Aníbal, Gengis Khan ni la mismísima y santa Inquisición agotaron el memorial de crueldades relacionado con el sexo enfermo y la tortura. Los psicópatas  belgas probaron el alcance de sus bajezas durante su inaudita explotación del Congo (el Congo belga) que alcanzó el siglo XX, y aún surgen revelaciones espantosas sobre los crímenes sexuales cometidos no solamente en  la Primera y la Segunda Guerra Mundiales o durante la vergonzosa  ocupación de los japoneses del territorio chino, sino por los pederastas encubiertos por la Iglesia, y así sucesivamente… 

Nada más que por no dejar de lado la noticia de hoy, relacionada con el violador, pederasta, abusador, explotador y tratante de blancas, hay que agregar el reciente caso del líder de la iglesia de la Luz del Mundo, Naasón Joaquín García: ejemplo vivo de que tales infamias son posibles y prosperan gracias al encubrimiento interesado y en complicidad de políticos y autoridades a excusa de los apoyos electorales. Es pues insondable y está sembrado de trampas y corredores turbios el tema del abuso y las violaciones que en muchos países son pasados por alto, como aquí y ahora.

Casi niña comencé a enterarme de que el violeo y el saqueo encabezado por Villa y característico de “la Bola” en la  Revolución Mexicana, vino a sumarse al “realismo social” de nuestra incipiente literatura. De cerca y de lejos supe cómo –también repetido durante la Cristiada- aquellos babeantes borrachos y lascivos inmundos, ávidos de penetrar con violencia lo que fuera, invadían las casas o las haciendas para chingarse a las viejas y de preferencia joderse a las muchachitas… Por más de dos infelices que trabajaron ya viejas en casas de mi familia supe hasta dónde calaban en sus vidas aquellas secuelas.  El filón dantesco del machismo mexicano ha caminado con la barbarie remanente que, con torpeza o sin ella, por fortuna ha hecho reaccionar a las más jóvenes gracias al criticado, aunque necesario, #metoo. No hay más que recordar que, descritas e ilustradas en varias lenguas, las violaciones cometidas durante la guerra de los Balcanes ganaron un sitio destacado en el catálogo universal de infamias, “para que las mujeres llevaran en el vientre al hijo del enemigo”.

La cuestión es que la infortunada Noa Pothoven ha demostrado, mediante su radical  incapacidad para sobreponerse a las consecuencias de los ataques sexuales, según detallara en su dramática autobiografía Ganar o aprender,  que los agresores son roba-vidas y deben ser enjuiciados como homicidas. Su arma es el pene. Matan el espíritu. Aniquilan el derecho a crecer y sobrevivir sin angustia porque la memoria del suceso es un tormento inacabado. Hay que tratarse y empeñarse durante años mediante costosas terapias para superar el trauma. Hay, también, que “redirigir” la conciencia y las secuelas físicas para sanar la propia sexualidad herida. Del montón de mujeres conocidas que en cualquier edad han sido violadas por uno o varios agresores, acosadas con violencia, sometidas o lastimadas inclusive mediante las trampas del “cortejo” y la simulación marital, no he sabido de una sola que envejezca sin la sombra nefasta del peculiar  dolor que queda después del dolor.

Las agresiones sexuales son el gran indicador de la violencia imperante en la sociedad. No habrá historia completa ni conocimiento de la realidad sin este examen a profundidad de la conducta y las desviaciones sexuales más recurrentes. Nuestro caso es un ejemplo de hasta dónde se correlacionan la política, la calidad del Poder Judicial, el bajísimo nivel cultural y las agresiones sexuales: miles y miles de feminicidios, una escandalosa y creciente cifra sin resolver de robo de jóvenes y menores de edad y noticias irrefrenables y a cielo abierto sobre la explotación y la esclavitud sexual.  

A propósito de las noticias sobre Noa, varias se concentraron en el debate sobre la eutanasia y en lugares comunes sobre de la inmadurez de los adolescentes, para no mirar, de una vez por todas y desde cualquier perspectiva, que la violación es una de las cuestiones más trascendentales de nuestro tiempo.  La joven holandesa de 17 años se dejó morir el pasado domingo por inanición después de que le fuera denegada la muerte asistida.  Es obvio que fallaron todas las instancias para tratar sus padecimientos, porque no pudo superar el estrés post traumático, la anorexia ni la depresión provocados por los abusos sexuales padecidos a los 11 y 12 años y por haber sido violada en un callejón, a los 14.  

Aunque en 2017 se registraran en Holanda 6858 peticiones de eutanasia, de las cuales 83 tenían una base siquiátrica, la revelación autobiográfica sobre los daños causados por las agresiones sexuales fueron una papa caliente que nadie pudo enfrentar a favor de la víctima. Aun en ese país, reconocido por su adelantada postura ante los derechos y las libertades individuales, se topan con un muro infranqueable en casos como éste. 

Una vez más se ha demostrado que  los penes violentos, la lascivia y las deformaciones sexuales despojan a las víctimas de la totalidad de sus derechos, empezando por el de vivir.  Ante la cabal imposibilidad vivir, pierden su sentido esencial los derechos humanos.  La pequeña Noa Pothoven, al elegir una muerte lenta, puso su nombre en una de las llagas más dolorosas y menos resueltas de nuestro tiempo: las afecciones mentales, en general enredadas a la insania social y a controversias que entrecruzan ciencia y moral.