Martha Robles

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Pasiones seniles

Vargas Llosa, tras la ruptura y Mme. Bovary bajo el brazo

De mecha corta y mucha flama en la vejez, la pasión es una bomba de destrucción masiva. Ciego, sordo, obnubilado, el anciano atacado por el rayo cree que por sus venas corre el elixir de la juventud.  De un día para otro se vuelve arrojadizo, dispuesto a grandes hazañas, temerario, ocurrente, tenaz y, sobre todo, transgresor y dueño de una gran energía sexual. Nada ni nadie lo detiene; la realidad mucho menos. En su confusión se encumbra como un invasor agresivo, egocéntrico e implacable. Es tan grande el deseo que su mundo se empequeñece.  Se autoconvence de que el amor y el sexo están a su alcance y que los va a conseguir a expensas del otro, a como de lugar. Mejor si la diferencia de edad es enorme y si la contraparte se enreda a su fantasía, por las causas que sean. La obsesión lo domina en su  prisa por avanzar. Se asume en el lado activo, donde atisba la debilidad del contrario; confirmarlo lo fortalece. Cuando disminuye la flama, la furia se encarga de lo demás.

A partir de Boccaccio, que supo reírse de la lascivia sin ir más allá del tono burlesco, pocos escritores, incluido Benedetti en La tregua, se han atrevido a arrancarle la máscara a las locuras seniles. A los demás les atrae la anécdota, su lado ridículo, el cotilleo y la excusa para abundar en la situación. Por vergüenza se oculta el infierno que desata el delirio de quien, por su propia afectación, altera, daña y se entromete en la vida del objeto de su capricho. No baja la guardia cuando se trata de intimidar, de afianzar su despropósito.  Por mantener el ojo en constante alerta manipula la parte más débil de la sometida y, casi sin darse cuenta, acaba por amenazarla y reducirla a rehén hasta que ella reacciona y, con inusitado esfuerzo, consigue deshacerse del invasor, su acosador domiciliario.

Solo quienes lo hayan probado saben de qué materia está hecho este infierno. Quienes dicen  que con la vejez llega la sabiduría poco conocen la vida. Salvo excepciones, los viejos suelen ser exigentes, iracundos, brutales, violentos, abusivos, celosos, paranoicos y profundamente egocéntricos. La madurez nada sabe de democracia. Ahora Vargas Llosa se ha encargado de demostrar que, ante los errores, hasta los intelectuales pierden la cabeza. Lo describió él mismo en “Los vientos” como enamoramiento de la pichula, no del corazón. De esa pichula que ahora ya no me sirve para nada, salvo para hacer pipí… Y para “hacer pipí” en el mejor de los casos, porque la próstata no perdona cuando impone sus propias leyes.

El dislate, pues, tiene que ver con la pichula… Todo se reduce al machismo, a la fábula del pene sobrevalorado, del chile, del pajarito o como nombre el miembro masculino. Un pene que de repente se sube a la cabeza del anciano que se imagina Adán, el primer hombre, Dionisio redivivo, Aquiles, sátiro, Zeus portador del rayo… Lo cierto es que despierta su vena de acosador. Los desplantes de dominio, aun con apariencia de seducción, pertenecen a la psicología de la víctima y el verdugo o del amo y el esclavo, con lo que implica este nudo.

Cuando “el de la pichula” cree que se ha adueñado de la situación, surge la pura verdad: el viejo “enamorado” se siente ofendido, injuriado y menospreciado. Su paranoia se exacerba con la edad y sus chocheces. Mientras afuera presume a su presa como trofeo, crecen la hipocresía y el repudio interno. Cada vez con más grosería exige atención y en la intimidad extrema su ira. Lo enloquecen los celos y amenaza, insulta, agrede y al punto se victimiza. Enajenado, todo lo perturba.  Su delirio  se expande como nube tóxica. Si de natural mentiroso, crea conflictos cada vez más insalvables, peligrosos y violentos. Frente al espejo comprueba que el tiempo existe y su avance es inexorable.  Entonces lanza puñetazos a la pared, a las puertas, a los libros… Aunque pretenda aparentar superioridad, la locura se impone.  Inocultables, los estragos de la edad lo hacen vulnerable, pero se resiste agarrado a la cólera. Si la costumbre lo llevó a aborrecer lo acumulado en familia durante décadas de rutina, lo forzado en la actualidad crea episodios que lo atormentan. Vive en vilo. Sabe que es y ha sido un intruso, pero se moriría negándolo. Conoce los daños causados por sus abusos; sin embargo, antes culparía a la víctima de su desgracia que reconocer su responsabilidad. No hay solución. Está atrapado. El miedo lo paraliza.  Lo aguijonan la juventud que a su pesar atestigua; peores son el fracaso y la culpa, pero se muerde la lengua. Elude la confesión. Llora en el baño. Habla solo. Añora lo perdido y solo gana lo nuevo para su caos.

Eso, en cuanto a los episodios nefastos entre el anciano y la muchacha, que nunca tienen buen fin, como demostró durante sus últimos años el peor Alberto Moravia: ejemplo que no deja de horrorizarme.  Otros delirios seniles tienen matices distintos, aunque suelen coincidir en un mismo infortunio. Si la literatura no acostumbra hincar el diente en esta jugosa trama, si lo hace -y con ventas millonarias- el periodismo “del corazón”, la prensa del espectáculo y la industria del chisme. El gran negocio consiste en enganchar a protagonistas y lectores  cuando, escandalosas y desiguales, las relaciones muestran su lado oscuro. Su situación deja de ser manjar de psicoanalistas para nutrir la fantasía de los que “viven de ajeno” y actúan de expertos en revelar secretos, relaciones peligrosas y deslices humillantes.

El mundo del espectáculo se ha enriquecido gracias a Isabel Preysler y Mario Vargas Llosa. Su atractiva des-unión ha puesto en bandeja uno de sus capítulos más publicitados desde que, al cumplir sus ochenta de edad -hace seis-, el escritor se declaró enamorado. Se de quienes han coleccionado el relato por entregas  del idilio, la sospecha y la ruptura de la pareja imposible. Egos consumados son la socialité y el intelectual. “La reina de corazones” hispano-filipina y el peruano distinguido con el Nobel: dos de dos inconciliables.  Luminarias que no aceptan ser opacados por el otro. Ella, unos quince años menor que él, lo aventaja en habilidades de seducción. Su oficio de encantadora de hombres no tiene rival. De las letras, en cambio y por buenas que sean, no puede decirse lo mismo. El fecundo historial amoroso de ella y los premios del autor ofrecían, en principio, una novedosa versión del realismo mágico. Otra manera de ser Mme. Bovary y Flaubert, redivivos en la formación del escritor. El que es, sin embargo, es como es. Y Vargas Llosa es Vargas Llosa: un modelo forjado a sí mismo y reelaborado por sus lecturas. Así la Preysler en femenino y en su ámbito.  Afectado por el nerviosismo de su pichula, el viejísimo escritor cayó rendido a los encantos de esta modernísima geisha que marca tendencia en la moda, en la imaginación burguesa y en las actividades sociales.  En vez de atraerla a lo suyo, él cayó en su cancha.  Perdió el estilo, la calma y el tipo. Absorbido por el espectáculo y la trivialidad, (eterna Emma Bovary) se volvió un octogenario desfasado de sí mismo.

Entre la disciplina intelectual y la frivolidad; entre la ostentación y el dispendio no hay intimidad asegurada. Quienes saben mirar más allá de lo aparente supieron que era una aventura condenada  al fracaso. Aun así, ambos lo intentaron hasta que la convivencia se hizo tan insoportable como los horrores físicos y psicológicos que afean la senectud. Así es estar fuera de lugar: un hombre a sus 86 de edad que se exhibe atrapado en el bon vivant que deja en ridículo al intelectual. Obnubilado o no por el espejismo, Vargas Llosa no pudo engañarse ante la sucesión de conflictos. Por miedo, terquedad o vergüenza permaneció en la trampa que él mismo creó. Así son estos dramones. Escritor al fin, lo publicó hace meses, pero su confesión disfrazada pasó inadvertida: se le soltaron “Los vientos” con malos augurios… La obviedad se afianzó cuanto más pretendía negarla. Como sería de esperar, fue ella quien anunció el fracaso. Ella quien, sin perder el estilo, demostró que hay delirios,  aunque ninguno como el delirio senil: caprichudo, celoso, irritable, exigente e insoportable.

Imagino el fin del prolífico escritor, del hombre que, desde sus primeras letras, quiso todo para sí: talento, poder, gloria, amor…  La eternidad. No me extraña que, en la senectud, probara la pasión de la pichula. Y al despertar, arrepentimiento, culpa, la obviedad: medio siglo compartido con la prima/esposa/secretaria y madre de sus hijos.

El culebrón está servido. La verdad es lo que es, diría san Agustín.  Tarde o temprano, el destino nos sitúa en nuestro lugar.