Martha Robles

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Príamo. El dolor del vencido

El cortejo de madres dolientes que buscan restos de hijos desaparecidos, me hace sentir la misma piedad que, desde la noche de los tiempos, sintió Homero al cerrar el último canto de la Ilíada: el viejo Príamo, arrodillado y lloroso frente a Aquiles, le ofrece “enormes rescates” y le besa las manos “terribles y homicidas”, a cambio de que le entregara el cuerpo de Héctor, su hijo amado, para “que lo contemplaran su esposa, su madre, su hijo (…) y sus huestes, que pronto lo habrían incinerado al fuego y le habrían tributado exequias fúnebres”.  

Para quien  ya había perdido todo en esa malhadada guerra, causada por la lascivia, este acto tremendo sella su más alto deber paterno: darle al difunto una sepultura digna. El suplicante Príamo le ruega nada menos a quien, tras matarlo, había uncido el cuerpo de Héctor bajo el carro para ultrajarlo arrastrándolo varias veces alrededor del túmulo de Patroclo. Reducido por el dolor, el anciano se prodiga en un dramático llamado a la compasión para recordarle a Aquiles lo que  él significa para su supuesto padre, que “espera cada día que vuelva de Troya”.

Reconozco la congoja de Príamo en el gesto encenizado de mujeres armadas con pico y pala, para escarbar en la tierra yerma con la esperanza de hallar los restos de sus hijos. Igual que Príamo, ellas saben que deben despedirse de sus muertos y darles una sepultura digna. Imaginar las infamias padecidas a manos de criminales, antes y después de muertos, siempre estará asociado al cadáver de Héctor, atado y  arrastrado bajo el carro tirado por caballos. Veo a las madres dolientes y las comprendo al través de la lectura y de las muchas relecturas que ofrece una escena tan honda y conmovedora como ésta: dos hombres que, desde sus respectivas orillas, lloran por lo mismo: la muerte de lo más amado. El héroe vencedor sufre por su Patroclo entrañable, que cayó atravesado por la lanza del valiente Héctor. Príamo, despojado de descendencia y de mando, suplica in extremis al destructor de su prole y su patria, porque la dignidad es lo único que rescata el sentido de ser Hombre.

¿Qué queda a quien, en su despojo absoluto, escarba en el inframundo, donde corre más sangre que fuego, y donde yacen los huesos de miles y miles de hijos e hijas asesinados, ultrajados y al final arrojados al pozo de los peores desprecios? Además del dolor agregado al máximo sufrimiento, queda la certeza de pertenecer a una patria que no protege ni ama ni cuida ni respeta a su gente. Patria del Huitzilopchtli que se niega a abandonar su reino de tinieblas. Patria infame, enemiga de la justicia. Patria donde se encumbra la maldad y se continúan practicando sacrificios humanos. Patria de olvidos, región del vencido.

Los mexicanos no aprendemos nada de nadie: ni de nosotros mismos, ni de nuestro pasado, ni de las lecciones de los otros, mucho menos de los libros. Aprender está sobrevalorado. Por eso del Presidente para abajo se desacredita la inteligencia, se menostrecia la razón, se insulta al que piensa y se encumbra la imbecilidad moral. Es obvio por qué los peores gobiernos se niegan a cumplir con el alto deber de educar a la población: a mayor ignorancia mayor dominio absoluto. A más injusticia, a más mentiras repetidas, peor y más cruel el estado de inhumanidad que nos domina. Sólo gobiernos espurios se atreven a despojar a la población del derecho  a saber, pensar y entender para no repetir errores. Conocer más y mejor sirve para ser mejores personas; pero, ¡por qué habríamos de ser mejores personas? ¿Para qué luchar por un país digno?

No olvido a la madre suplicante y arrodillada ante López Obrador. Incrédula, pensé en las peores bajezas de la historia. Las de la historia sepultada, como ésta, la de los “desaparecidos” en el subsuelo infranqueable. Sentí la cara roja de vergüenza. Que la “ayudara” a encontrar a su hijo. “Que le ayudara”, rogaba… Suplicaba en vano… Como las que escarban convertidas en topos… Todo en vano, sí, porque si aquí “la vida no vale nada”,  la muerte vale mucho menos.   

La memoria está condenada a desaparecer en los rechimales de la (in) justicia mexicana. Rogar, suplicar, como si la justicia fuera dádiva. Suplicantes arrodilladas: ¿hay peor imagen de humillación?  Y no solamente rogar por los muertos. Hijas y madres también se arrodillan clamando “justicia”,  aun a sabiendas de que la justicia es la virtud menos frecuentada en esta patria que devora y mancilla a sus hijos. Al sentimiento de piedad que me invadió al ver una mujer arrodillada siguió la indignación. Entre Príamo y Aquiles había compasión. Antes, ni los soberbios persas o los griegos se sustraían de padecer el mismo sentimiento de piedad por haber provocado tanta desdicha en los vencidos.

Cambian los escenarios, nunca la desdicha. La esencia del Hombre es la misma en Troya que en Guerrero, en la Tebas de Antígona o en la Sinaloa de las “Rastreadoras”. Tanto ha sido el sufrimiento evitable que debemos celebrar la más alta conquista de la razón: el establecimiento de los derechos humanos y, con ellos, el deber moral de gobernantes y gobernados para cumplirlos y hacerlos cumplir. Sólo así evitaremos que las víctimas continúen arrodilladas clamando justicia.