Martha Robles

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Presidente sin suerte

Ya decían las chuchas cuereras que la suerte, en política, es el primer requisito de un buen desempeño, y sin duda el más importante. Por algo el Hado es y ha sido sagrado. Por algo la gente pide su oráculo o cuando menos vive deseando que le ocurra un milagro. Caprichosa y celosa de sus dones, Fortuna se inclina en favor de sus elegidos, les allana el camino y orienta sus decisiones por rumbos propicios. Cuando se tiene al santo de espaldas, en cambio, cada oportunidad se transforma en calamidad o desdicha.

Acertivo emblemático, Winston Churchill es inseparable de la mejor Europa. La suerte fue su mayor aliada, aunque de sobra tuvo genio y figura. Su memoria florece aún sobre un semillero de anécdotas que borran en lo esencial sus defectos. Ofreció a su pueblo “sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor” y los británicos lo aclamaron. Ninguna de sus debilidades mermó la simpatía, el respeto y el reconocimiento que todavía se profesa  a este Primer Ministro: el más terco, talentoso, original y culto de los tiempos modernos.

Aristócrata, periodista, destacado militar, artista, orador y corresponsal del diario conservador The Morning Post; escritor en posesión de un prosa espléndida, indudable producto de su esmeradísima educación, con los altos estándares de su tradición familiar, Churchill con seguridad nació adulto. Templó sus venas con el flujo constante del whisky y nada, ni el puro infaltable ni la copa vitalicia ni los amores foráneos de la esposa ni la gradual evidencia de que el talento pasó por alto a sus vástagos, impidió que quedara en la historia como un estadista de excepción en el siglo XX.

Pero no es Churchill el eje de estas líneas, por más que tenga su biografía entre las infaltables en mi anaquel de autores y libros amados. Es la suerte que tuvo en su liderazgo. Es la buena fortuna que aparecía en la adversidad como halo protector aun en momentos tan arduos como la Segunda Guerra Mundial.  Es el Hado, en suma,  que no solamente trabajó en su favor, también  lo hizo el único político acreedor del Nóbel de Literatura y ciudadano honorario de los Estados Unidos. Amado por los dioses y su pueblo; admirado en varias lenguas por su genio en el arte de gobernar y con seguridad tutelado por Atenea, su vida pública es la mayor prueba de que un político con suerte es un gran político, mientras que el caso contrario, haga lo que haga, está condenado al fracaso, a la impopularidad y a una gradual autodestrucción que le lleva de fiasco en fiasco hasta fastidiar a sus gobernados.

Sukarno, Nehru, Roosevelt, Felipe González, François Mitterrand y ni qué decir de Obama…  todos ellos con suerte; todos estadistas “de raza”, no obstante la adversidad o precisamente porque aún en la noche profunda se percibe la mano de la Fortuna. Destacado en una larga lista de mandatarios anodinos, suerte tuvo José López Portillo, pero tan pródiga se manifestó en sus orígenes que él mismo, jactancioso, fatuo y petulante, se  fue contra Ella y, contra todo pronóstico, se empeñó en cumplir la sanción de los griegos: “Los dioses ciegan a quienes quieren perder”. Sentencia tremenda, pero tan cierta que fue mil veces repetida  en la Antigüedad a propósito de héroes, reyes y hombres empinados contra sí mismos hasta destruirse y destruir a los demás.

Tampoco es el caso examinar a la jungla del sistema (aunque la tentación sea mayúscula). Sólo pretendo señalar la ostensible mala suerte del presidente Peña Nieto, lo que ya es decir en una personalidad tan mal colocada. No más listo, no más tonto ni más leído, ignorante, de poco fiar o enredoso que sus antecesores Calderón o Fox (por citar sólo a los inmediatos), este pobre hombre, a quien no puedo dejar de mirarle el estigma de la desgracia en la frente, tiene la desventura de que todo, absolutamente todo le sale mal y al revés. Anuncia un 17 de mayo las uniones entre personas del mismo sexo y se la cobran los providas, mochos y anexas… Meses después, su partido se encarga de echar la propuesta al tacho de basura: una evidencia más de que, sobre el fracaso, Suerte lo empuja al ridículo. Desde su llegada a Los Pinos ha sido perturbadora y nefasta su forma de gobernar, pues no ha parado de demostrar hasta dónde está marcado por el “don de errar”.

Es tan infortunado Peña Nieto que yerra hasta cuando acierta, retrocede cuando avanza y la jode hasta cuando se disculpa. Inclusive los niñitos acarreados se duermen en sus discursos o lo increpan sin piedad los estudiantes cuando la consigna es ensalzarlo. En buen castellano: no da una, el malhadado. Miren que la cáfila de la CNTE lo tenga en vilo… No veo a Churchill, ni a Felipe González o a Obama, etc. en semejantes desvaríos político/jurídicos. Y que además le exijan mil plazas con la fresca; sí, mil plazas con sus correspondientes salarios, arbitrios y lo que resulte para que dejen de delinquir donde, como y cuando se les pegue la gana…

Sus reformas, sus salidas familiares, las imprudencias de su esposa y de los hijos, los crímenes de Ayotzinapan y siguientes, la fuga de “El Chapo”, las bribonerías de funcionarios y gobernadores, sus propios escándalos y hasta el insólito chisme provocado por una periodista que, por las causas personales que sean, decide tomarse el tiempo y la molestia de espurgar y compulsar su tesis para señalar plagios…  En esta tierra de ladrones, mentirosos, chapuceros y especialistas en buscar la paja en el ojo ajeno –como gustaba ironizar Jorge Ibargüengoitia-, ¡vaya si no es un gran ejemplo de mala suerte que pongan en evidencia a un plagiario! Pues si lo que no hay aquí son ideas ni trabajos originales: ¡eso no es ninguna novedad!  Por eso las ideas existentes viajan de boca en boca, de cuartilla en cuartilla o de libro en libro ostentándose como propias y originales. Así, algunos escritores podemos decir que en cierto punto nuestra obra se vuelve viajera y que fragmentos de esto y aquello se van quedando en posesión de no pocos usurpadores.

La cuestión es que al infortunado Enrique Peña Nieto todos los tiros le salen por la culata. Y tiemblo no por su historia o su destino personal, sino por el de este pobre México al que ya no le caben más pulgas.

Solía decir Churchill en la Camara de los Comunes que “las actitudes son más importantes que las aptitudes”: lección que, por desgracia, no entienden aquí los legisladores ni los políticos en general. Empezando por el Presidente hay que recordarle al batallón de grillos que es de este genio británico la certeza de que antes de sentirse o creerse importante está la obligación de ser útil.  Malos lectores y peores discípulos de los grandes de verdad, los desventurados mexicanos han hecho de la política una actividad peligrosa y letal. Si a eso hay que añadir mala suerte, “pues ahora si que estamos fregados”, como decía mi padre.

La jetatura de Peña Nieto es  doblemente expansiva y de mal augurio, como mala sombra. En vez de seguir atizando la hoguera de las calamidades, busquemos por eso, con urgencia y deseo de sobrevivir, remedios propicios para este desdichado país,  ya que tampoco la población parece aprender de su pasado ni de los grandes maestros.