Martha Robles

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Ricardo Garibay. Escalpelo en ristre, I

Fotografía de la web (sin autor)

De pasada, insolente, soberbio y bravucón, como el modo de su Eleazar para adueñarse  del Charco y de La Alazana en La casa que arde de noche, así se apropió el hidalguense Ricardo Garibay del desdén de los perversos, esquivos e implacables hombres que se dicen de ley. Se definió “un verdadero hijo de la Chingada”, y por sus desplantes –que a nadie sorprendían-, nada disfrutaba más que serlo en verdad; sobre todo al exhibir deslealtades y en su costumbre de pedir, exigir y jamás agradecer. Ni qué decir de su grosería emblemática con las mujeres...

Autor de cuentos, relatos, novelas, guiones para cine y artículos periodísticos, Garibay no descubrió a plazos ni enmascarado un mundo áspero, distintivo del “México bronco” que subyace en el inconsciente colectivo. Tampoco probó a tientas el violento trasfondo de nuestra realidad miserable. Transformó la rudeza radical en literatura, tal vez para sublimar su profunda religiosidad. Rasgó la verdad de golpe y a jirones coléricos, hasta dejarla al desnudo. Exhibió la crueldad y, desde ahí, creó su vocabulario personal. Para él, la vida se juega a navajazos, sin tregua ni emociones de sobra, en los precisos términos de las peleas de gallos, los pleitos sanguinarios, las apuestas y las mentadas de madre.

Machos broncos, mujeres silentes, despreciadas, agachadas o agazapadas, hasta hacerse imperceptibles; madres vengativas, padres autoritarios, prostitutas enardecidas, un boxeador: sus personajes proceden de la mísera vileza que se arrulla en la cuna y se prodiga como los cardos. Esta desgracia moral, manifiesta en los palenques, deslinda en sus obras una ácida territorialidad delimitada con palizadas. Toda esta acidez con la habilidad de abarcar, sacudir y comprometer hasta los más pasivos lectores.

Impúdicamente, con exhibicionismo culposo y católico, Garibay recreó en varios títulos los contrastes de espíritus irritados, quizás por el ancestral sentimiento de inferioridad. Maestro de la descripción, de prosa clara y creador de imágenes que hieren como clavo ardiente, sus expresiones golpean la conciencia. Incómodo en persona y en las páginas, fue marginado del medio literario. Y él, en lo suyo, modificó la infelicidad en alarido. Solo la literatura consigue tratar la grosería como recurso de redención. De allí su vehemencia y la permanente sospecha de que, atormentado, pudo sobrevivir y soportarse a sí mismo lanzando obras candentes a librerías. Libros en llamas, sí, porque sus párrafos turbulentos,  llenos de adjetivos y tramas agresivas fueron forjados, acaso como él mismo, a altísimas temperaturas.

Por su intensidad, sus temas y personajes dividen nuestra tradición literaria en el grupo de rudos e inconformes y los otros; es decir, el conjunto comandado por José Vasconcelos, quien fusionó su autobiografía a la historia híper adjetivada del México que agonizó con el antiguo régimen, el de Porfirio Díaz.  Lo hizo estallar, de manera convulsiva, para renacer más airado, más turbulento, procaz y sin descuidar el fanatismo nacionalista, que empeoraría con los “gobiernos de la Revolución”. Rencoroso, violento y desde del machismo encumbrado por la altanería de los hacendados criollos, Garibay tuvo el acierto de novelar la raíz de un talante, del mismo modo que Vasconcelos evocó el abuso del poder, el engaño y la corrupción. Mientras que el fundador de la Secretaría de Educación Pública selló su tiempo narrativo al de los cambios en la propiedad de la tierra y el establecimiento social del nuevo vasallaje, a Garibay, nacido en 1923 en Tulalcingo, Hidalgo, correspondió el de la revolución “institucionalizada”. En ambos casos es el país que resurge desde el despotismo mestizo, donde impera el ranchero tiránico, el padrote, el cacique y el abusivo impune. Arquetipo  del macho bravío, tirano y dominador, el personaje frecuentado por Garibay no pertenece a la política, sino a los bajos fondos sociales, donde se engendra la reciedumbre totalitaria. Desbarajustado con la tolvanera, mancillado como las mujeres, los bienes y las haciendas del amo, este exponente del machismo “puro” ostenta su sexualidad con escarnio y sin goce. El destino incierto de su antecesor histórico rueda de tropa en tropa durante las balaceras para deslindar, a partir de los años veinte, un carácter distintivo del mexicano vulgar y contemporáneo que transmuta en golpeador domiciliario, en político insolente y corrupto o en el protagonista cotidiano de la vida de la calle en los barrios indóciles.

Tal la especie literaria de Garibay, mancuerna de la inconformidad vasconceliana, voluntarista como él, irritado, conservador y religioso hasta la desesperación. Poseedor, también, de una prosa que modulada, rítmica y organizada entre percusiones, desciende del oído popular y en ocasiones sorprende por su eficacia. Prosa como guiada por una marcha que va más aprisa, más aprisa, hacia un clímax que, ostensible en sus últimos títulos, traslada su rebumbio a la intención de dejar sin aliento a sus lectores. El grupo de los otros, en nuestra tradición, consta de muchedumbre que cabalga en lo aparente en pos de lo anecdótico, sin atreverse con el escalpelo. Un escalpelo que “cala hasta el hueso”, como dijera Truman Capote para ilustrar la virtud de los grandes narradores. Voces diversas pero, en caso alguno, señaladas por el fuego liberador. Sus obras evocan un infierno que, como paisaje nacional, atiza sin piedad a los duros y desasosegados. Si Vasconcelos se explica a sí mismo en función del desquiciamiento cultural que le tocó en suerte, Garibay eligió la pavorosa metáfora de "abrirse en canal" y mostrar la entraña. Llama de viva expiación,  no oculta la intención de amedrentar a los indiferentes, a los descreídos y a quien fuera. Golpear, sí, con tal de que la agalla dejara abierta la herida causada por el Padre-padre, eterno regidor de los dobleces del México posrevolucionario. El padre monumental y odioso que marcó el carácter dominante del siglo XX, entre el premio y el castigo radicales.

Lector de pocos asuntos y hábil discutidor, transitorio alumno en Facultad de Filosofía y Letras y en la de Derecho de la UNAM (1952-3), Garibay no fue un escritor culto ni de grandes reflexiones. Lo sabía, sin confesarlo jamás. Esta limitación le pesó al grado de abominar del universo académico o intelectual que tachó de “pedante”. Nunca se cansó de desdeñar a los otros ni de ponderar su propia naturaleza autodidacta, aunque quizá le costaba aceptar que lo suyo no consistía en interpretar, sino en contar mediante imágenes bien logradas. Era corto el desprecio manifiesto, comparado al que lo habitaba, especialmente dirigido contra colegas escritores y periodistas. Amó el periodismo, que practicó en diarios, revistas, la radio y la televisión como un traslado o vaso comunicante de sus letras. Inclusive en alguna estación de su vida fue jefe de Prensa de la Secretaría de Educación Pública. Tal era su pasión por el oficio que, con su énfasis distintivo, afirmó que “el escritor que hoy en día no es periodista no es nada ni nadie. El escritor que no navega en la piel de los días –el periodismo-, no sirve para nada”.

Misógino, autoritario, majadero, de baja estatura y vientre abultado, como tenía que ser. Caminaba echado palante y gustaba de discurrir metáforas groseras. En el talento fincó su orgullo. Se preciaba de su don y lo espetaba como divisa de su genio. Conocedor de la ferocidad distintiva de nuestra cultura, concentró su fortaleza interior quizá para batirse contra él mismo primero; y después contra la adversidad circundante. Nada lo pudo sosegar, ni siquiera su disciplinado fervor por la escritura. Atacado por un cáncer de próstata singularmente doloroso, murió presa del mismo tormento que lo meció desde la cuna. Dijo públicamente que la enfermedad lo había atacado “do más pecado había”. Pero Garibay, como se presentaba a sí mismo con su apellido, en realidad parecía desollado, indefenso, víctima del miedo: un escritor quizá de remoto origen vasco, armado de dagas y con el espíritu surcado de cicatrices.

Agazapado, como se sobrevive en el mundo de la pobreza, ataviado con aliños en donde lo que muerde no es el hambre sino el espectro de la amargura, el móvil de tan obvio impulso tosco, distintivo de su estilo, exhibe el sentimiento de menorvalía denunciado por  Samuel Ramos. Se trata de la actitud vitalicia engendrada a golpes de odio, a chorros de insatisfacción y en medio de inútiles aspavientos. Suerte de salvajismo nutrido con amargura desde el vientre materno, el ensañamiento que acompaña al machismo se gesta lenta y minuciosamente hasta conseguir la exacta mezcla de rencor, desconfianza y ausencia de escrúpulos que los convertirá, en especial a los hombres, en representantes de una cultura que "no se raja ni se achicopala". Tal carácter abomina de la legalidad, cultiva la autarquía y genera caciques y cacicazgos aun en los reductos domésticos o particularmente en ellos. Actitud que es astuta, no obstante carecer de raciocinio; sagaz, aunque torpe al manifestar su patanería; recelosa de los demás, empeñada, empero, en demostrar probidad personal: tendencia distintiva de su generación; burda, generalmente ridícula en sus gesticulaciones, a pesar de su impostado autocontrol. Es ante todo fiel al destino azaroso del equilibrista: prefiere abandonarse al riesgo en situaciones límite que ceder al mínimo acto de cordura o de compasión.

La lascivia es uno de los rasgos mayores del machismo, el que más se ramifica en conductas secundarias. Su activa insatisfacción sexual engendra alardes, cuentos donjuanescos y obcecaciones que, avivadas por una naturaleza soez, fomentan unívocas rivalidades masculinas, a excusa de las mujeres. Por necesidad grotesco, también su lenguaje está poblado de imprecaciones, picardías e insinuaciones, así como de dobles mensajes y una gran carga del salvajismo que alcanza, inclusive, la indiscreción de su mirada al paso de mujeres, esas amantes potenciales que nunca llegan a “poseer” a plenitud, aunque así lo alardeen. Son para ellos “prostitutas” -consabidas “putas”- que, conforme a sus múltiples prejuicios, viven según la fantasía machista a la espera de un indicio de aceptación, de cualquier señal seductora o del susurro de cierta palabra obscena que habrá de rendirlas ante ellos tras un juego de resistencia en la que lo femenino juega la peor parte.

En breves líneas o claves de un ceñido estilo, Garibay enseñoreó su dominio de la simbología machista, en una cruda semblanza femenina en Taíb, fechada 30 de agosto de 1985: "...la vuelve irresistible la fama de su putería, su cinismo, su maciza y sonriente inmoralidad y el poder que ha probado e irradia como seguramente lo hacía la Pompadour, por ejemplo. Casi se olvida uno de las indecencias que se le achacan ante la fantasía de abrirla, de poseerla, de esclavizarla..."  Síntesis de un arraigado menosprecio, esta forma de ver y relacionarse con lo femenino recrea con destreza el tono de quienes, incapaces de equidad sexual e inteligencia amatoria, se fortalecen entre sí, precisamente por esas tres pretensiones tiranizantes -poseer, abrir, esclavizar-, que en él completan una pasión por la violencia que trascendió sus libros. Ocurre también el caso contrario que confirma un fenómeno cultural vigente; es decir, que sus personajes femeninos sean tan sombríos que apenas se dejan sentir por su poquedad, su apagamiento irremisible, aunque en el fondo de su ser existan veladas y ocasionales reservas de venganza. Tal la madre y las hermanas, por ejemplo, que pueblan su autobiografía en Fiera  infancia y otros años (1982): espectros en las páginas, acaso presencias borrosas en los episodios de la memoria y generalmente, como también se advierte en sus últimos relatos o semblanzas y en el tono general de sus narraciones, seres accesorios, figuras sin carácter ni destino propios, satélites de la necesidad masculina, a pesar de que ésta sea de índole amorosa.

Predomina el enojo en su lenguaje. Su simpatía por las pendencias, los zafarranchos y la aparente reciedumbre viril, confluye en un vocabulario personal unívoco: es su voz la que asciende asida a un paisaje de aridez candente. Y es deslinde de un panorama cultural tan ceñido a su palabra que podría creerse que no fue Garibay quien buscó un tema, sino que éste lo encontró a él para trascender y trascenderse. Delirante, solo él pudo rasgar velos de la apariencia mexicana hasta dejar al desnudo en las letras no sus virtudes, sino las bajezas del talante nacional y profundamente nacionalista.

Tal la razón por la que su mundo herido no solo se deja sentir en su propia obra, sino al referir sus preferencias literarias y en observaciones a vuela pluma, como las de Pedacería en espejo y Tendajón mixto (1989): fragmentos narrativos, notas, apuntes, evocaciones y líneas que acusan la práctica del diario. Piezas para armar de un rompecabezas de autor, claves desordenadas de una bien temperada ferocidad.  En la Pedacería su crueldad se desplaza libremente en una prosa colmada de fibra, nítida y eficaz, por medio de la cual el Garibay social o domiciliario se integró a sus personajes. Y es que era indivisible de sus caracteres desencantados, violentos, con el puño crispado y la injuria rauda. Inusual en la tradición mexicana, no desperdició el valor de la confesión. A ella se atuvo para extraer lo mejor o peor de sí y convertirlo en literatura.