Martha Robles

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Sobre La otra vida de Daniel

La muerte es el rayo y el duelo un abismo. Allá abajo, en la hondura donde la vida ya  no es y lo que es nos obliga a sentir para ser otra vez, el sinsentido enfrenta la urgencia de decir para acallar el dolor y de callar para encontrar la palabra: una palabra. Una sola, la única, la que responda lo que nadie, nunca, ha descifrado. El doliente sabe que no existe ese vocablo milagroso, pero la angustia le hace creer que  una respuesta es posible. Y busca.  Busca al hijo en la Teoría de la Mente y en la Parapsicológica, en la Teoría del Todo o del Campo Unificado, en la Física cuántica o en el espiritismo.  Busca en su corazón, en su memoria y en fotografías. Ciencia, espiritualismo, metafísica o meditación…  

Del rayo se pasa al túnel: es la ausencia que teje y desteje minucias de lo perdido. Es el rostro, un gesto, la caricia suspendida en el punto en que el diálogo resumía una imposibilidad. Es lo no dicho, el secreto que anhelamos saber. El día a día  ansía el alfabeto capaz de descifrar el por qué del vivir o de morir. La madre busca en su propia aflicción al que decidió partir cuando lo inexplicable no sólo golpea, sino que la arroja a la absoluta impiedad, a lo más temido y de pronto probado: la pérdida del  más amado. Ruega, sí, ansía la voz que mitigue la certeza de lo que no tiene regreso.  Quebrados por la desolación, los vocablos se rompen también. Ahogado en lo inescrutable, el llanto seca en vez de mojar el rostro. La congoja no fluye: se abre y se cierra, como las ostras. Y con obsesión se persigue una palabra; una tan larga, tan larga, que reanime las fotografías impregnadas en la memoria.

Una mente educada, como la de Eva, no desperdicia recursos para entender o siquiera acallar al “opresor interno” que, ahora en posesión de ella, torturaba a Daniel. Sin embargo, como doliente confirma que el desesperado a todo va. Siente en la entraña el mordisco de una verdad que hiere, hiere y es tan inmisericorde que pensarla agrega dolor al dolor.  El suplicio no deja lugar a duda: no hay martirio que iguale al del suicidio de un hijo. Para sobrellevar esta pena, Eva Marcuschamer escribió La otra vida de Daniel, un libro inusual, desgarrador, amoroso, inteligente y colmado de observaciones sobre algunos de los temas más candentes de nuestro tiempo como la depresión, la carga social, la homosexualidad, la culpa, la intolerancia y las relaciones familiares que, en pleno siglo XXI, agravan la complejidad que nos impide definir, sin incurrir en conflictos graves, nuestra presencia en el mundo y respecto de los demás.

Quizás Eva no halló La respuesta, pero, inmersa en la tribulación, al escribir accedió a una forma de sabiduría reservada para quienes renuncian a todo, se disminuyen hasta sentirse nada por padecerlo todo, se perturban hasta la ofuscación y, ahogadas en el estado, desde lo más profundo emprenden la ruta hacia la claridad. Psicoanalista avezada, Eva reitera que nada es pronto ni sencillo: hay que explorar las pequeñas cosas; hay que “limpiar” y reganarse desde varias orillas; hay que experimentar la humildad y luchar por ser una misma, otra vez, aunque se arrastre el yugo de la culpa por no haber salvado al hijo. Así durante el proceso del duelo, hasta comprender que ni la madre, ni el prelado ni el psicoanalista ni los meditadores salvan a nadie de sí mismos.

En su carácter de madre, Eva repasa los dos planos de un hijo aparentemente dividido entre el científico logrado y el homosexual en pos de una relación estable; en medio de la que se antoja dualidad agravaba por lo que de los ancestros, los padres y la comunidad arrojamos a los hijos, destaca el eje insoportable de su padecimiento, la depresión. Terrorífico y con frecuencia letal, es el mal que repta en libertad a nuestro alrededor. Es el verdugo que se infiltra por las más insólitas fisuras, burla cualquier diagnóstico, trampea emociones y sentimientos, enturbia la mente, se enmascara, crea su propio lenguaje y trabaja con inusitada eficacia, como la carcoma, desmoronando de adentro afuera, cultivando el sinsentido y oscureciendo el espíritu hasta conseguir que el ser deje de ser…

 No hay culpables; sin embargo, especialmente en las madres se deposita culturalmente la administración del destino, la salud de la mente y hasta del buen o del mal fin de la sexualidad de sus vástagos. Y Eva, como madre con su historia a cuestas, desde su herida borra a la exploradora racional de subconsciente, de la conciencia y del “malestar de la cultura” hasta que consigue replantear los dilemas de la maternidad, especialmente la imposibilidad de controlar la determinación del otro. Por su orden, las tres partes de que consta el libro son un semillero de reflexiones que en este tiempo tan colmado de violencia, contradicciones y obstáculos, debemos considerar y comprender.

 Hay que insistir en que la culpa es la daga certera que, más o menos afilada, todos llevamos dentro. Es la pregunta que crea un vacío alrededor de ella. No hay comienzo ni final posible en la pregunta esencial sobre las culpas que atenazan de manera inexorable: sólo hay fatiga, laxitud, abandono hasta que las nuevas preguntas  permiten que nuestras vidas “se dejen leer”. Y “dejarse leer” al través del libro que inexorablemente habrá de conducirla a otro libro –como enseña Jabès-, es lo que ha hecho Eva en su batalla contra el dolor.

 El camino del duelo es arduo e imprevisible. Para ella fueron necesarios el silencio, la diaria necesidad de limpiar  y los lenguajes reparadores. Se aplicó rutinas, se entregó al proceso del sufrimiento, cultivó el amor de los más cercanos, recordó, estudió y en su hora escribió, cuando la claridad y el reposo le permitieron expresar su infinito desgarro. Se empeñó en aceptar la decisión de Daniel no sin repasar pormenores de su pasado y, en un admirable acto de compasión, retomó la tarea de ayudar a otros porque comprendió el valor del servicio.

Hay que ser valientes cuando de psicoanálisis se trata y temerarios para atreverse con lo inescrutable. No hay duda de que si el cerebro es el gran enigma que desafía a los científicos, la mente es el mayor de los misterios: la conciencia, el inconsciente, las emociones, los sentimientos y la razón que nos indica los límites del saber, la comprensión y hasta el sentido o sinsentido de la existencia: es la región del ser que, por sobrepasarnos, los griegos reservaron a los mitos, a la tragedia y a los poderes oscuros. Al doliente, sin embargo, no interesa descifrar los vericuetos de la mente, sino aliviar su penar. Hay que estar afligido para darse cuenta de que las emociones son ese temible timón que nos mueve y nos aturrulla, nos oscurece o nos ilumina y, en el peor de los casos, se convierte en verdugo.

Atravesada por el dolor, la madre queda “abrasada y al descubierto”. No hay piso. No hay palabra bendita; No hay lección aprehendida que nos enseñe cómo es la hondura del sufrimiento. sólo y fugaz, el silencio parece reparador. Un instante, pero el instante hiere como daga ardiente. El desamparo, sin embargo, es tan grande que por instantes se toca como la piel de un erizo. Los otros, a veces, ofrecen consuelo. Es el poder del amor. Sin embargo, la ausencia supera la sensación del vacío y el cuerpo enferma porque no hay suficiente espacio para alojar el dolor. Doblegada por la memoria, atenazada por la culpa que más y peor hiere cuanta menos razón se tenga para alojarla, la mente “explora espacios inexplorados” para agravar el tormento. Leo un párrafo y otro sin poder quitarme de la frente el rostro, la sonrisa, la frase acertada de mi querida Eva: la amiga de entre palabras con quien hace años empecé un dialogo para “entender” lo que la vida ni el psicoanálisis ni los mitos lograban esclarecer, como la función de la madre.

En medio del túnel, la obsesión de Eva se acerca de manera inconsciente a la de Kafka cuando éste confiesa a su amigo Janouch que “hablar es sopesar y delimitar”, que “la palabra es una elección entre la muerte y la vida”. Decidirse a escribir fue la doble apuesta por vivir y esclarecer un tormento.  Es la más alta expresión amorosa de la psicoanalista que es. La otra vida de Daniel significa, por consiguiente, un paso más contra la batalla del oscurantismo que envuelve las múltiples formas de depresión que aún carecen de aceptación social y de cura efectiva. Y por este inmenso acto de amor, agradecemos su lectura.