Martha Robles

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Veleidad de los premios

Editorial Planeta

Salvo excepciones honrosas como las del Goncourt, que cuenta con nombres como Simone de Beauvoir, Duhamel, Proust, Malraux, Julien Gracq, Pascal Quignard y muchos incuestionables por su calidad, sus aportes o sus ideas, hay que fijarse en los que reciben  premios y distinciones literarios para conocer los estándares de quienes los  otorgan y la temperatura de los tiempos.

Obviamente hay de termómetros a termómetros. El arte, la originalidad, el vanguardismo, el hallazgo, el pensamiento crítico y la significación de las obras han sido en mayoría  desplazados por la comercialización impuesta por agresivas  campañas de promoción discrecional de autores, títulos y contenidos calificados de “populares”.

A los consorcios del libro solo importan el lucro y las ventas encabezadas por novelas, que deben ser “ligeras”, rápidas, efímeras y de preferencia escritas con mano de palo o, en su defecto, como de cursitos de redacción o producto de los ahora apreciados “talleres”, para sacar de la manga a poetas, narradores y sabe Dios cuánta cosa carente de formación, de disciplina, talento y curiosidad intelectual. Ni siquiera se necesita estudiar gramática, sintaxis ni preceptiva; tampoco se requiere ser un verdadero lector: no vaya a ser que a los compradores de libros se les obligue a “entender” cualquier texto arriba del lugar común. Así que, como recomiendan los bobos: “hay que bajar de nivel” para entretener con “libros entretenidos” porque todos, todos, todos tenemos una historia que contar, aunque solo unos cuantos sepan cómo hacerlo.

Por extraño que parezca, se conserva el encabezado de literatura para aglutinar y lanzar al mercado la no/literatura.  El noble y necesario arte de las letras o de la palabra, que recrea reinventado nuestra humana condición, ha sido inclementemente machucado y menospreciado por los monopolios y, con ellos, por los que escriben (que no escritores de raza), los que venden y por el batallón de consumidores/”lectores”. La nueva y portentosa cofradía de súper ventas, por consiguiente, se ha constituido en eficaz instrumento para estandarizar al hombre o mujer/masa: igualar hacia abajo, para que nadie se salga de la tribu.

Es odioso asociar al pasado con el prejuicio de “los mejores tiempos”. Ciertamente el arte, la cultura de calidad, el vanguardismo y cuanto se refiere al talento han sido pasión, tarea, nutriente  y sustento de minorías. Es también minoritario el puntal de los grandes cambios que de modos distintos redundan en favor de los más que vienen atrás y, aunque con frecuencia a cuenta gotas, se benefician con sus aportes, mediante el ascenso de la cultura y la educación general. Pero esa es otra cuestión, porque cuando el prestigio de las que se tenían por mejores editoriales se apoyaba en el de sus autores y entre editor y escritor había reconocimiento y mutua protección. Ganaban así las grandes obras y el ascenso cultural de las generaciones. La figura clásica del editor, a la manera de Roberto Calasso, Italo Calvino, Maxwell Perkins o del famoso argentino Manuel Gleizer, es otra de las especies en extinción. Hoy abundan empleados en megaempresas que lo mismo podrían vender sillas que elegir y contratar títulos y autores.

La condición es una misma: cuanto más anodina, superficial y empeñada en anular “la dificultad de pensar”, la medianía está más próxima a valorarse por popular y  “éxito de ventas”.  Y qué mejor medida del estado general de la educación y de las aspiraciones impuestas por la publicidad y el monetarismo que la dizque literatura espetada por todos los medios posibles, empezando por las redes sociales. Luego, en los montones de títulos y autores de medio pelo con que nos reciben en librerías con la fajilla de “premiados”.

Si se considera que desde el estallido emocional del romanticismo y aun desde antes y hasta la actualidad la novela ha sido un “fenómeno” de lectura esencialmente femenino, hay que pensar cómo repercute en el nivel general de la población. Aunque nos invade un boom de escritoras, tradicionalmente la literatura la escribían los hombres para ser leída por mayoría de mujeres típicamente clasemedieras y preferentemente de mediana edad para adelante.  Respecto de la cultura y del gusto “literario”, por consiguiente, podemos asegurar que así como la mujer es el eje reproductor de la miseria, también lo es de la educación sentimental, intelectual y social de su entorno.

Esto viene a cuento porque la prensa, radio, tv y redes sociales en España arden en burlas, reproches y comentarios nada amables, a propósito  del reciente  y muy jugoso Premio Planeta (un millón de euros) otorgado a una animadora de la televisión, por su novela (o lo que sea) La hija de la criada. Si fueran piedras las opiniones contra Sonsoles Onega, ya la habrían lapidado. No es que haya una comunidad de escritores de verdad y defensores y amantes de la literatura, es que, como ya repiten, los de la popular Editorial Planeta se preocupan siquiera en cubrir las apariencias.

Así están las cosas. No tiene por qué sorprendernos. Donde hay libertad, que cada quien elija lo que puede o lo que quiere, pues nada más lejos del espectáculo y sus vicisitudes que el mundo del verdadero escritor, del pensador, del artista. Para quien lo sepa, siempre estará Petrarca para recordarlo.