Martha Robles

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Yoísmo y humanidad residual

“Me gusta, lo quiero, lo cojo, lo compro, lo tengo…” El yo primero, el mi ante todo, yo por qué, no quiero problemas y demás actitudes individualistas exhiben el engendro del consumismo y la publicidad.  Pese a los alardes triunfalistas de los necios, es inocultable la profunda crisis de egoísmo,  miedo, desaliento y melancolía causada por un falsa idea de progreso global que provoca olas de barbarie, miseria, destrucción ecológica y millones de personas estancadas en la nada, para ser lanzadas a ninguna parte.

A excusa de las bondades de la democracia global, se encumbraron el espíritu excluyente y la codicia, sin priorizar lo fundamental para modernizar al Estado: dignidad y respeto a la vida en sociedades solidarias, igualitarias, plurales y libres. Mientras que el egocentrismo floreció con el libre mercado y su invención del negocio de la vanidad sustentada por prendas, cosméticos, tiliches de firma, gimnasios y cirugías plásticas como respuesta a la desesperada búsqueda del “éxito” y al manipulado pánico a envejecer, la autocomplacencia derivó en una de las fantasías más burdas de la época: el yo-yo como principio, centro y fin del universo.

En panorama tan contrastante y sembrado de deficiencias, no es extraño corroborar que los sobrepublicitados derechos humanos no se respeten ni se tomen en cuenta en la mayor parte del mundo; México incluido, se mata porque sí, porque la vida del otro no vale nada, porque “hay prioridades”... A fin de cuentas, las personas como tales valen mucho menos que el dinero, el poder, las drogas o las mercancías.

El feroz matrimonio entre monetarismo y macroempresa no formó mejores personas ni intentó cuidar el ambiente. Al desacreditar la ética en provecho del lucro mercantilista lo primero que se afectó, especial y radicalmente en países vulnerables, fueron la política social y la ecología, lo cual redundó en mayor desempleo y tremendos daños directos y colaterales en agua, tierra y aire, a causa de la explotación irracional de los recursos naturales.

En conclusión, el modelo económico global inventó una utopía, pero no diseñó un mundo mejor: extremó las desigualdades entre ricos muy ricos y pobres tan pobres que la miseria se constituyó en santo y seña de más de la mitad de la población mundial.  Sin distingo de pueblos desarrollados o “emergentes”, el neoliberalismo desacreditó la fuerza moral de la cultura, así como el valor del esfuerzo y cuanto fomentó en el pasado la movilidad social hacia arriba. Golpeó  tan agresivamente a las clases medias y bajas con el desempleo, el ataque a la seguridad social y la marginación progresiva del depauperado que, en vez de ascender, profesionistas, asalariados y la muchedumbre de trabajadores con ingresos mínimos y básicos se fueron igualando hacia abajo al ritmo de la extinción de esperanzas activas y sus complementarias garantías vitales.

Más que cualquier otro en la historia, este régimen de inhumanidad encumbró el consumismo conformista, la adoración al dinero fácil, la banalidad, la economía de casino, el egocentrismo a ultranza y lo más espantoso de todo: la multiplicación de lo que desde el milenarismo medieval se percibió como sobrantes de humanidad; figura que Zygmunt Bauman incorporó a su examen de la modernidad “líquida”. Me refiero a millones de vidas desperdiciadas que, como las mercancías, se vuelven residuos no reciclables, inútiles, prescindibles y sin posibilidad de rasgar la coraza individualista de los beneficiarios del capitalismo salvaje. Residuos, pues, a los que se puede dejar a su suerte porque para ellos no hay cabida en este mundo cerrado y excluyente que, paradójicamente, se presume abierto, tolerante y democrático.

Expulsados en cantidades cada vez mayores de sus pueblos de origen, refugiados, pobres, ilegales o indocumentados, desplazados, desocupados y migrantes son los cuerpos visibles de la humanidad residual. Si el mundo se acostumbró hasta la indiferencia a ver “en vivo” escenas apocalípticas de los africanos en fuga, en pateras, ahogados, esclavizados y/o enfrentados a muerte al traspasar fronteras proscritas, las odiseas de afganos, rumanos, paquistaníes, kurdos, mexicanos, apátridas y tantos más que huyen sistemáticamente de este a oeste y de sur a norte, dejaron de ser noticia y motivo de interés para la ciudadanía “cómoda”, alimentada y consumidora, para reducirse a cifra de la crisis del desaliento.

No obstante la indiferencia de los yo-yo y los mi me conmigo, gran parte del continente africano está inmerso en un espantoso sufrimiento. Pero no sólo África está envuelta en dolor… Hambre, explotación, miseria, talibanes implacables, potencias subsidiarias de la violencia y fabricantes de armas, enfrentamientos civiles, pueblos y culturas en vías de extinción forman un conglomerado de víctimas y victimarios que, por el rebote en la degradación ambiental, puede decirse que nuestro planeta enfrenta un claro peligro de agotamiento y fin definitivo.  El panorama es dantesco, pero así como el riesgo es tangible, también la ceguera forma parte de este proceso autodestructivo en el que, pase lo que pase y a pesar de las advertencias, el dinero atesorado sigue siendo el único dios y la codicia su profeta.

Con ser cada una más espantosa que la otra, la incuestionada figura de los sobrantes de humanidad está enfocada en los sirios atrapados, en tránsito, sin punto de llegada ni destino. Emigrantes o refugiados en pos del sueño capitalista, intimidan a los países de acogida por su número, su capacidad de reproducirse, sus costumbres machistas y su religión: un compendio que los hace indeseables, a pesar de los derechos humanos.

El aspecto de la desesperanza es correlativo a las fotografías de un Alepo y una Siria destruidos. Eso producen las migraciones masivas en quienes se sienten vulnerados por su proximidad: miedo tremendo no sólo al terrorismo, al Islam y a lo distinto y ajeno, también a la pérdida de seguridad, a ser despojados de todo, empezando el derecho a ser considerados personas.

Los “refugiados” perdieron presencia social, orgullo económico y académico, sus aspiraciones más firmes y el sentimiento de ser útiles a los demás. Profesionista o barrendero, niño o adulto, hombre o mujer fueron “eliminados” del concepto de humanidad, primero por el feroz enfrentamiento ideológico, político y religioso que acabó a bombazos con el Estado sirio; luego, por el abierto repudio de las sociedades avanzadas y con baja densidad demográfica.

Esto de las migraciones masivas, de gente sin lugar y países y sociedades quebrantadas se vincula al sistema concentrado en el consumo que promueve la costosa figura de úselo y tírelo para acelerar la producción y activar el monetarismo. No reciclar objetos ni personas es la consigna, porque ambos son igualmente residuales o desperdiciables. Bauman recogió esta figura milenarista al analizar, en la humanidad y sus parias, cómo este orden, el supuesto progreso y la globalización han incrementado la superpoblación de excluidos, cuya condición consiste “en la ausencia de ley aplicable a él”. El fenómeno está a la vista y el tema, por apasionante, se antoja inagotable.