Martha Robles

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Lenguaje del sistema. Su pequeña eternidad, I

SciELO Analitics

Atrapada en un tránsito infernal, dejé que la retórica del “Sistema” fluyera en voz de la entrevistada por la radio, Claudia Ruiz Massieu: por antecedentes familiares, fruto maduro de la historia del poder en México. Ningún grado académico impidió que desde su lenguaje hasta el estilo de eludir la claridad y perderse el rizo del bla bla bla demostraran que si los dinosaurios dejaron huella en el hueso de su memoria, los “gobiernos de la Revolución” en el populismo amañado de su Partido. Durante minutos eternos, la Presidente del PRI me remontó a un tiempo no tan perdido, cuando el presidencialismo era sagrario de la pirámide del poder. Entonces recordé…

Era el apogeo político del siglo XX. Aunque esfuerzos no faltaran a los contendientes de  “la carrera política”, no cualquiera accedía al Olimpo anhelado. Empezando por la ausencia de escrúpulos, se requería maña, disposición, resistencia política y destreza para ser, actuar y durar como un hombre del sistema. Ni la inteligencia, ni la formación ni la cultura eran ni han sido requisitos para gobernar o siquiera ascender en las codiciadas filas del acomodo; tampoco en la carrera de obstáculos en pos de hueso.

A falta de un vocabulario de términos, frases, giros, usos y costumbres del sistema, aquí reúno la primera tentativa para entender hasta dónde se repiten vicios y voces de generación en generación. A partir del maravilloso madruguete, examinado con lucimiento por Martín Luis Guzmán y por desgracia en desuso en el habla de nuestros días, el uso espontáneo de voces y expresiones del sistema se fue ampliando hasta ilustrar, con precisión de relojero, un modo inequívoco de gobernar, grillar, hacer política o servir al país. Nada menos que a Álvaro Obregón debemos, por ejemplo, la verdad de a kilo de que Nadie resiste un cañonazo de cincuenta mil pesos… Contrapunto que sería, por cierto, de la moral republicana del ingenioso Miguel de la Madrid.

Quedan perlas memorables como la del oficioso Fidel Velázquez que llegó a encumbrar a Miguel Alemán como El primer obrero de la patria. Del siempre respetado Javier Barros Sierra, autor de la frase ¡Viva la discrepancia!, su amigo García Cantú solía relatarme numerosas anécdotas. Una, divulgada a vastedad, ocurrió cuando  el Secretario de Obras Públicas coincidió en Los Pinos con el entonces Secretario de Gobernación, el vinagrillo Gustavo Díaz Ordaz. Uno de entrada a su audiencia y otro de salida de la oficina del Mandatario, coincidieron en la puerta. Primero los sabios, le dijo Díaz Ordaz al cederle el paso al cofundador de la ICA, a lo cual replicó el vivísimo ingeniero, con un De ninguna manera. Primero los resabios.

De vez en vez surge alguna aportación lingüística o anecdótica que deberíamos recoger para ver más allá de lo aparente en la costumbre del poder. Hoy, por ejemplo, solo López Obrador llenaría un tomo de galimatías y barbaridades. A partir de ¡Cállate chachalaca!, se antoja infinita la lista de sandeces, tartamudeos y sinsentidos tales como Las encuestas están copeteadas. Esto es un compló. La mafia del poder. No lucho por el poder. Fue un algoritmo el culpable…

Imposible negar que los hombres del sistema son pródigos inventores de retruécanos: jamás dicen nada comprometedor ni desvelan indicios del fondo cenagoso que los nutre y los acuna. Al describir su colaboración con el general Abelardo L. Rodríguez, Emilio Portes Gil, en el capítulo 10 de Autobiografía de la Revolución Mexicana, dejó esta perla invaluable sobre el abominable agachismo. Sus palabras son, a la fecha, “oro molido”: “(…) Con mi retiro del gobierno del presidente Ortiz Rubio, no incurrí en el error en que incurren muchos de nuestros políticos que, cuando les pegan, se agazapan y se arrodillan aceptando un nuevo acomodo.

“A esto he llamado yo la política de agachismo, que ha formado en México tantos adeptos y corrompido a tantos valores políticos. Defino el agachismo como el arte de aceptar, cual si fuera un honor, la humillación que el superior impone, cuando el inferior se ha salido del carril que aquél le fijó, de acuerdo con sus intereses personales, o su capricho. El agachismo –que no es palabra castiza, pero que en nuestro medio significa el sistema o la costumbre de agacharse cuando viene el golpe- ha fomentado tal hábito entre nuestros políticos que muchos de ellos, con la mayor frescura, aceptan bien un puesto, bien una canonjía, y a veces hasta un regaño cariñoso, cuando ven que el jefe se ha sentido lastimado con alguna actitud digna de su parte.

“El agachismo está íntimamente ligado con la mala costumbre que –según los agachistas- siguen algunos funcionarios en México, de no renunciar a los puestos públicos que les confieren. En nuestro país son pocos los que renuncian a un puesto, a pesar de que el superior les cause humillaciones. Generalmente esperan hasta que se les despida ignominiosamente como a cualquier barrendero.”

Si las reglas del sistema han sido aplicables tanto a los agachistas como a los trepadores, oportunistas y escaladores de la pirámide, las del ascenso al poder han entrañado una prueba de fuego para los actuales suspirantes desde la diarquía Obregón-Calles: discreción, obediencia, habilidad para esquivar golpes, adulaciones discrecionales, resistencia política… Las condiciones del tapadismo para ser elegido sucesor del presidente saliente eran terriblemente complejas y supeditadas a la disciplina obligada, a la mente perversa y a una total disponibilidad para estar dónde, cómo y cuándo lo demandara El Señor. Y El Señor, en la escala piramidal del dominio personal, era todo aquel situado arriba, tomando en cuenta que arriba o abajo han sido  posiciones circunstanciales respecto del erario y/o del proteccionismo, aunque expuestas a los puntos de vista del imaginario popular: única medida capaz de determinar quién podía chingarse a quién o quiénes eran los verdaderamente chingones en un universo que, de menos, era de la Chingada. Sólo los más curtidos y aguantadores ha sido recompensados por el sistema después de reptar en superficies inhóspitas, sortear escollos, discurrir ardides y eliminar rivales.

Las chuchas cuereras –en femenino- han sido el esqueleto del sistema.  En posesión de varias destrezas, las ha habido teóricas o pragmáticas, para entrarle a los verdaderos desmadres. Orgullosos de sus tretas, estos operadores –hoy llamados pragmáticos- eran infaltables en el pasado a la hora de las presiones: convencer sin comprometerse, ofrecer sin cumplir, acarrear y aclarar enredando lo que de por sí era un nudo gordiano. Por lo bajo, casi en susurro, los calificaban de esquinados, sesgados, abusivos… Expertos en dar largas y atole con el dedo, los zorros/zorros dejaban que los problemas se agotaran por abandono o fatiga en medio de promesas falsas; es decir, hasta en esto pesaban las categorías. Hay que observar con detenimiento esta compleja estructura de dominio para realizar un deslinde, pues las meras chuchas cuereras han formado un estrato aparte en la jerarquía no solamente del poder, sino de la grilla, del sindicalismo charro y de la tenebra dentro y fuera del Partido y/o dentro y fuera del Congreso, aunque invariablemente en los sindicatos, cuya corrupción inexcusable convertiría a los líderes o dirigentes, a los ojos de la población pensante, en emblema de lo abominable.

Mezcla de ideólogos y pragmáticos, a la minoría de animales políticos, como fueran los pensantes Carlos Madrazo, Jesús Reyes Heroles o en otro extremo inclusive Mario Moya Palencia o los infortunados Luis Donaldo Colosio y José Francisco Ruiz Massieu, se les atribuía la autoría de reformas por medio de las cuales tanto el Sistema como el PRI se iban “modernizado” a pesar de las rebatiñas internas y externas de rigor. Por otro parte, tanto los que sufrían vértigo de altura al permanecer de pie en la banqueta como los que se autodenominaban “autoridades”, pendejeaban al infeliz que, en su desesperación, acudía a la burocracia o a los influyentes en pos de soluciones o, de menos, a lo que se decía de mejor modo: quíteme de ahi esas pulgas. Hacerse el buey o, en otros términos el pendejo,  según la expresión común; lo raro: un acto de decencia o de claridad.

La credibilidad era y sigue siendo tan prescindible como la moral en política: ninguno de estos aspectos consigue “buena prensa” en México. En costumbres tan intrincadas no podían faltar el influyentismo ni el orgullo de mi nepotismo, como dijera López Portillo, creador del memorable enano del tapanco y decidido en su hora a Defender el peso como un perro…  o, al entregar el poder a De la Madrid: Ahí te dejo el changarro…

Tampoco podemos omitir lo que el santo patrón del presidencialismo, Lázaro Cárdenas, definiera como Resistencia política: capacidad de aguantar desde insultos hasta reclamos y vejaciones, sin chistar ni parpadear. Por obvias razones, el que llegaba era reverenciado ya que por algo se lo había ganado, aunque también, por obvias razones, nadie podría decir por qué un funcionario resultaba presidenciable o repudiado, al menos ante la opinión pública. A la sombra, no obstante su enorme peso, la presión estadounidense era un hecho definitorio toda vez que la soberanía, o lo que en su nombre se proclamara, estaba supeditada al dictado unívoco de Washington. La estrategia electiva, por consiguiente, debía deslindar lo principal de lo secundario de acuerdo a “la situación” y sin descuidar, hasta lo posible, la supuesta lealtad “del sucesor” para cuidar las espaldas del antecesor.

Crecí observando cómo se tranzaba y/o engañaba a quienes se creían cobijados por los padrinos, los influyentes o los dioses. La grilla estaba a la orden del día y sólo reinaba un lema: Aquí, el más chimuelo masca tuercas. Era prácticamente imposible sustraerse del peso que adquirían las lecciones prácticas de política o, nunca mejor dicho, de ficción política, revestida de ciencia trasmitida más en los corredores que en las aulas universitarias. Por montones merodeaban los oportunistas y los trepadores los linderos del templo, aunque sólo las chuchas cuereras llegaban a donde tenían que llegar: el laberinto del poder. El cuándo y por dónde dependían de destreza, paciencia y no poca perspicacia para precisar el arriba posible o el bajo perfil, la alternativa conveniente o la sombra del “mientras tanto”, sin dejar de hacerse notar ya que nada es más cierto que la sentencia que dicta: santo que no es visto no es adorado, a pesar de que, tarde o temprano, a cada capillita le llega su fiestecita. Y Chuchas cuereras eran quienes conocían al dedillo los tiempos, las palabras y los signos; luego, tenían que manejarse nombres, categorías, corredores oscuros, consensos, concertacesiones (sic), técnicas de congelamiento o muerte civil, acarreos, movimientos de masas, ideas, componendas, complicidades, alianzas, ajustes sindicales eternamente bajo el sagaz dominio de Fidel Velázquez y, por sobre lo demás, algo fundamental: ellos y sólo ellos, podían administrar arreglos  con los rijosos a condición de no tocar susceptibilidades ni dañar intereses sagrados.

El arte del disimulo debía fusionarse a la difícil “discreción” cuyo ejercicio enigmático, a la fecha, continúa colmado de claves jamás escritas, aunque indispensables para colarse al exclusivo sagrario piramidal. Transgredir las normas no declaradas no obstante básicas aún conduce a la marginación, a una indistinta caída pa´arriba o pa´abajo o en casos extremos, al congelamiento temporal o definitivo o, para acabar en la peor de las desgracias:  la muerte civil.

Continuará y se aceptan sugerencias. Con mi agradecimiento anticipado.