Martha Robles

View Original

Parejas extraordinarias. Hannah Arendt y Martin Heidegger, II

Discípulo distinguido de Rickert y Husserl, Martin Hiedegger fue sin duda una de las mentalidades más influyentes del pensamiento alemán, durante y después del régimen fascista. A diferencia de su filosofar, él era débil, escurridizo y temeroso de asumir compromisos en lo político y amoroso. Aun en el declive del nacionalsocialismo  eligió mantenerse a la sombra. Jamás accedió a responder a la lluvia de críticas que, encabezadas por las de su colega transterrado Rudolf Carnap, opacaron su preeminencia en la filosofía del siglo XX no por su obra, sino por su negativa a retractarse de su discurso de 1933 y del silencio que mantuvo sobre el Holocausto.

No obstante la condena sostenida a nivel internacional, encabezó una de las expresiones más creativas del filosofar europeo desde su idea del pensar y la significación del lenguaje definido como  “la casa del ser”.  En realidad se salvó, inclusive de sí mismo y de su al menos aparente cobardía, gracias a los franceses Jacques DerridaEmmanuel Levinas y Paul Ricoeur, que admiraron su precisión y su defensa del discurso humanístico.  Antes que ellos el rescate fue emprendido por su discípulo Herbert Marcuse y la conmovedora decisión de Hannah de reunir, hacer traducir y publicar su obra en los Estados Unidos. Quizá sea el único caso de que, no obstante su supuesto antisemitismo, hayan sido y sigan siendo judíos sus mejores lectores, intérpretes e inclusive divulgadores de su obra. Títulos como De camino al habla aportan otra perspectiva de lo humano desde la raíz del Verbo: imagen, paradójicamente, que no puede estar más vinculada a la esencia del pueblo judío, como de punta a punta, en toda su obra, lo evoca Jabès.  Resultado de una madurez espléndida, Heidegger concluye que “la razón es habla”, “lo hablado puro es el poema” o “el hablar de los mortales es invocación que nombra…”, postulados indivisibles de la poesía que entendieron a profundidad autores tan notables como George Steiner.

No extraña, por consiguiente, que la precoz y talentosísima Hannah se deslumbrara con sus reflexiones, a partir de su lectura de El ser y el tiempo.  Considerada la primera fase en su evolución filosófica, Heidegger entonces pensaba la existencia y la filosofía del ser. Influido por Kant, interesado en la metafísica y hacia el final de su vida en el lenguaje y en la idea del “pensar conmemorativo” tuvo también una fase historicista que Arendt no cultivó, aunque no cabe duda de que nunca dejó de estar abierta a sus tesis, porque hacia el final de su vida hay indicios de haber dado un salto retrospectivo a sus orígenes idealistas.

Hito en su vida, por su parte, el fascismo y lo que siguió a su breve paso por un campo de confinamiento, su fuga a Praga y su activista residencia en Francia la situaron en tan clara filiación de izquierda que ese mismo “shock de experiencia” se extendió a su  vida sentimental. Casi siete años de matrimonio con su otrora condiscípulo Gunther Stern, de 1929 a 1936, en realidad sellaron sus años estudiantiles de los que decidió desprenderse de manera radical. Más que una relación de pareja, este vínculo espejeaba un periodo de turbulencia bélica, de huidas y búsqueda de sosiego político y personal. Arrestada en 1933 por la Gestapo, fue liberada a los ocho días acaso por presiones académicas. En tanto y se aclaraba el suceso, salió como pudo de Alemania guiada por la intuición de lo que aguardaba a los judíos. Su inteligencia la salvó porque todavía no eran obvias las persecuciones antisemitas ni conocidas entre el gran público las purgas en los campos de exterminio.

Sin papeles, con la inestabilidad propia de una  intelectual en fuga, pudo sobrevivir como tantos en situación apátrida durante dieciocho años, hasta adquirir la ciudadanía estadounidense, pasado el medio siglo. Gunther Stern la alcanzó en Francia, cuando su matrimonio ya tambaleaba. Divorciados en 1940,  la pasión política e intelectual de Arendt allí dio el salto decisivo hacia sus intereses dominantes: el totalitarismo y la desobediencia civil. Acosados por la Gestapo, los más previsores salieron de Alemania con las manos vacías. La madre de Hannah pudo rescatar residuos de su fortuna familiar, ya confiscada por el gobierno de Hitler, gracias a la sagaz idea de coser botones de oro en sacos y abrigos. Una vez reunidas en París, conocieron por primera vez las carencias. Apoyadas al menos de manera indirecta por la comunidad local de judíos, Hannah trabajó en una organización de ayuda, la Juventud Aliya, dedicada a enviar y situar a huérfanos en Palestina. Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial y la rápida marcha del ejército alemán a lo largo de Europa, su situación volvió a vulnerarse. Juntos aún, Hannah, su madre y su primer esposo acudieron al auxilio internacional para obtener el visado de emergencia de los Estados Unidos y trasladarse cuanto antes a Nueva York.

Durante su agitada residencia en París,  conoce al berlinés Heinrich Blucher, maestro y activista de filiación comunista. Vital como ella, compartieron el escepticismo teñido de sentido del humor con el que, convertidos en matrimonio desde 1940, contaban chistes sobre los expatriados que, como ellos, emigraron a los Estados Unidos. No fue sin embargo sencilla su adaptación a la vida neoyorquina. Durante los primeros meses, aún conviviendo con Stern, tuvieron que ocupar un estrecho departamento, donde, hacinados los tres –Hannah, su madre y Gunther-, debían desempeñar toda suerte de tareas para subsistir. Gracias, otra vez, al auxilio de sus entonces escasas relaciones judías en ese país, Hannah comenzó a escribir una columna en un periódico de lengua alemana, el Aufbau, que le daba magros ingresos, en tanto y obtenía una posición académica en alguna universidad.

Sería en 1942, que pudo obtener una plaza para enseñar historia moderna de Europa en el Brooklyn College. Las noticias sobre la exterminación sistemática de judíos la tenían sin embargo desolada y sumida en “un verdadero estado de shock”: término que emplearía de manera recurrente en sus escritos para diversas situaciones. Tal el estado de ánimo que, durante toda esa década, fortaleció la idea de escribir su laborioso ensayo sobre el totalitarismo. “El abismo se ha abierto”, afirmó entonces, “y las llamas de Auschwitz representan la más pura encarnación del mal”. Con esta premisa desarrollaría la obra mayor de su vida. Aseguró que tal perversidad, por su magnitud, significaba el acto de mayor irracionalidad de que fuera capaz el género humano. Y no se equivocó, aunque es de creer que el Mal puede ser infinito.

Por primera vez su condición femenina sufriría un “shock de experiencia” que la forzó a controlar cualquier indicio de debilidad. Estados Unidos era tierra de promisión para los perseguidos, pero por ser mujer, judía e indocumentada era objeto de toda suerte de discriminaciones que, en vez de debilitarla,  reforzaron su sensibilidad para abundar en la importancia de la desobediencia civil y abominar del determinismo histórico. Su padecimiento es una de las pruebas fehacientes de que aun en la filosofía política tanto la circunstancia como la autobiografía y el saber de experiencia son inseparables de la obra.

”Ser filósofo”, a la manera de Heidegger, la habría vinculado al idealismo puro de tradición alemana; sin embargo, la circunstancia eligió por ella. No obstante admirarlos, tampoco optó por la selecta minoría de pensadores relacionados con la ontología, la epistemología, la estética o el lenguaje. Si su protector Karl Jaspers era referente unívoco de racionalidad, Heidegger del sentido total, cuya clave se cifraba en el lenguaje. No por nada, en mezcla de enamoramiento y fascinación, lo llamó “rey secreto del pensamiento”, aunque supo apartarse en bien de su autonomía, a pesar de que nunca dejó de ponderar su genio.

Hay biografías que se entrelazan al grado de que no se entenderían sin el espejo ni el contrapunto del otro. Las respectivas de Arendt y Heidegger entrañan el complicado dramatismo del enamoramiento proscrito, un ego masculino por encima del culto al pensamiento y la adversidad del fascismo. Ambos, desde orillas distintas, se interesaron por la verdad en una realidad en que ideas y política se confrontaban desde la más pura negación de la libertad. Aunque su también mentor y amigo entrañable Karl Jaspers tratara inútilmente de que se considerara alemana en vista de su educación liberal y arreligiosa, ella revaloró sus orígenes judíos como resistencia al feroz racismo que por fin la alcanzó hasta sellar su destino. Radicalizó su postura antes, mucho antes de que otros intelectuales advirtieran el peligro ideológico, nacionalista e inclusive criminal que se cernía sobre ellos. Así lo resumió a pregunta de Günter Gaus, en 1964, durante una reveladora entrevista para la televisión alemana: “Si te atacan como judía, debes defenderte como judía”.

Con el ascenso del nacionalsocialismo, otra muy diferente sería la elección y el desarrollo de Heidegger quien, desde 1928, impartía la cátedra de filosofía en Friburgo en sustitución de su guía y profesor Edmund Husserl. Acusado de antisemitismo e injerencia en el nazismo, el severo y hasta rígido creador de Arte y poesía quedaría estigmatizado, a pesar de que antes de cumplir un año en funciones renunciara al puesto, deseablemente afectado por problemas de conciencia. Entre su obra y las indecisiones que habrían de distinguirlo, triunfó el silencio hasta el día de su muerte, ocurrida el 26 de mayo de 1976, a sus 87 de edad,  seis meses después del súbito fallecimiento de Hannah, en Nueva York, el 4 de diciembre de 1975.

Para George Steiner, en Heidegger, -interpretación del filósofo y de la crisis del espíritu alemán-, esta forma de astucia practicada por Martin era parte de su “sagacidad campesina”: “La boca apretada y los ojos diminutos que parecen escrutar al interlocutor desde una herencia milenaria de hábil reticencia”. Actitud o más bien posición efectiva, lo cierto es que Heidegger se negó a decir cualquier cosa sobre la política mundial e inclusive sobre Hannah. Tampoco se refirió al ascenso soviético o al materialismo estadounidense ni, de manera concreta, al fascismo que conoció a profundidad por los oficios policíacos de su militarizada y horrenda esposa.

Sólo así, desde su aislamiento, el “genio de la palabra” aseguró la continuidad de su obra y, fundamentalmente por carta y, no sin reservas la relación con Hannah, después de largos periodos de distancia. Heidegger fue siempre Heidegger desde el  orgullo por su preciada cultura alemana –principalmente la lengua, la filosofía y la música-. Consciente del trasfondo de esa soberbia, Hannah, a pesar de todo, mantuvo tan conmovedora fidelidad intelectual por su maestro que se empeñó en darlo a conocer al resto del mundo y a las nuevas generaciones.

Lo fascinante de este peculiar enamoramiento intelectual es que, a querer o no, cada uno va dejando claves oculto donde menos lo imagina. Él, defensor por excelencia de la palabra y ella quien más afeaba el lenguaje. Brillantes los dos, los separa una distancia abismal en sus respectivas maneras de apreciar el decir y el habla.  Quizá sus reflexiones orientadas al estar-en-el-mundo, vigentes aún mientras Arendt se relacionaba con él, despertaron en ella una gran curiosidad sobre la manera como el hombre (o la mujer) es literalmente “arrojado” por el ser, cuya casa, la casa del ser, es nada menos que el lenguaje. Y Hannah, según observara su amiga entrañable, la novelista Mary McCarthy, “trataba de hacer con el idioma una suerte de violación que la lengua no tiene por qué soportar”: contrapunto singular de la pasión que su maestro sostuvo por la palabra.

Hannah no dudaba en discurrir neologismos, por incomprensibles que fueran. Tampoco desdeñaba aberraciones lingüísticas que desesperaban a su colega norteamericana quien, orgullosa de su estilo y su concisión, pulía sus páginas con ostensible perfeccionismo. Cuando Hannah enviaba sus manuscritos para que los corrigiera la puntillosa Mary, esta novelista se irritaba ante el cúmulo de “horrores” que destruían el idioma y que la filósofa justificaba alegando que “escribía a toda prisa” porque así era la velocidad de su pensamiento y no estaba dispuesta a sacrificar sus ideas por la estética.

A diferencia de Heidegger, quien en ocasiones rozaba la poesía en sus disertaciones sobre el habla, Arendt lo desatendía sin pudor. Era tan descuidada con los términos como con la gramática. Si el antiestilo fuera estilo, el suyo brillaría; sin embargo, agita al lector en cada línea por la intensidad de sus juicios. Al respecto se lamentaba Mary diciendo que la escritura es la más alta manera de “humanizar el salvajismo de la experiencia”. Hannah era una mujer de juicio y de experiencia antes de serlo de palabra, de palabra a la manera de Heidegger, que tanto ponderó la belleza y la fuerza vitalista y luminosa de la expresión.

De años atrás comenzó a integrar su obra con artículos periodísticos, ensayos, conferencias y con cuanta página o saldo aislado considerara útil para examinar las tres formas de la vida activa: labor, trabajo y acción o, en contrapunto, el espacio del pensamiento puro o vida contemplativa que dio en rechazar en el pasado. Todo lo cual indica que, quizá de manera inconsciente, con esta obra dedicada “a la mente”, pretendía sellar, armonizándolas, las dos orillas de su pensamiento y de su razón cordial: las nutridas por los grandes maestros del idealismo alemán y la propia del filosofar político, forzada por el furor nacionalsocialista.

La relación entre ellos no era antecedente menor si tenemos en cuenta que Hannah se convertiría en la gran teórica del antisemitismo. Que reverenciaba el proceso reflexivo de Martin, aseguran sus críticos, aunque al avecindarse en Nueva York y afianzar su matrimonio con Blucher se empeñó en borrar de su biografía éste, un episodio no tan íntimo que si bien pudo ocurrir antes de que Heidegger escandalizara al mundo intelectual, no dejaba de significar para ella un incidente desfavorable desde la perspectiva semita.

Seguramente por estudiar la condición lingüística del pensamiento, por su parte Heidegger plasmó en sus obras la misma semilla antitética que caracterizó su vida. Así como abundan pensadores de prestigio que aseguran que fue un charlatán prolijo y “envenenador del buen sentido”, otros, como Hannah, lo llamaron “genio de las percepciones profundas”. Lo defendió inclusive a pesar de su silencio sobre el Holocausto. Tal dualidad, propia de su temperamento quizá melifluo, se evidenciaba en las cartas a Hannah, fechadas en el periodo en que ella insistía en formar y publicar una colección completa de sus obras. En realidad su tono, deliberadamente frío, era la respuesta dirigida a sus detractores: no rectificar ni ocultar su temor a que, al publicar artículos, discursos o declaraciones que pudieran comprometerlo, se enardeciera la animadversión de los intelectuales contra él.

En un medio tan virulento intelectual e ideológicamente fue inevitable la politización de Hannah. Amenazados con el yugo nazi, los años veinte y treinta de su juventud en Alemania exigían un ideario práctico, sentido común, temple y potencia crítica. Algo que Martin no siquiera imaginó para sí. No deja de asombrar cómo a tan corta edad comenzó a reflexionar sobre el bien y el mal desde la perspectiva de la responsabilidad del Estado. En su ensayo sobre la Banalidad del Mal abundaría con una congruencia admirable en los alegatos sobre la obediente inconsciencia de las masas a propósito del juicio a Adolf Eichman, en Jerusalén,  que tantos enemigos le arrendó porque las víctimas aguardaban un castigo ejemplar, como si el acusado fuera cabeza y no un ejecutor de órdenes criminales. Su premisa, que tanta discusión provocó, era clara: Eichman no poseía de suyo una trayectoria o un carácter antisemita. Carecía de los rasgos de una persona retorcida o mentalmente enferma. Actuó como actuó movido por el deseo de ascender en su carrera profesional. El daño causado fue resultado de haber cumplido las órdenes de sus superiores. Que Eichman era un simple, vulgar burócrata sin criterio propio que como tantos miembros de la masa obedece sin pensar en las consecuencias. No obstante terrible, lo que hacía en los campos de concentración era realizado con celo y eficiencia –como buen alemán-. No había ningún sentimiento respecto del Bien o del Mal en su conducta.

A pesar de la tormenta suscitada, Arendt no cejó: sorteó con talento la crisis y hoy sus razonamientos son indispensables para entender el efecto totalizador del Estado y la trascendencia de la moral en política. No era casual su juicio crítico: impelida por la situación, dedicó el esfuerzo fundamental de su vida a dilucidar hasta dónde una sociedad absorbe  de manera inconsciente el totalitarismo regente y contribuye a su rumbo incierto, lo cual no exime a nadie de su compromiso moral en términos individuales. También observó el fenómeno de la autoridad desde la perspectiva ética, a partir de la furibunda expresión de que son capaces las ideologías, aun entre las mejores conciencias.

Creyó, con Jaspers, que había que pensar enteramente el presente, en vez de someterse a deliberaciones predictivas sobre el pasado o el futuro. “Más aún debemos ser cautelosos –dijo- si consideramos que nunca había sido tan imprevisible nuestro porvenir”. Se anticipó  medio siglo a Francis Fukuyama al advertir que el exceso de historicismo no hace sino conducir a la humanidad a una sucesión de lugares comunes; pero, a diferencia del autor de The End of History and the Last Man (1992), ella fue cautelosa al desdeñar el valor totalizador de la historia y sobrevalorar la cultura democrática. Aseguró sin embargo que es tan veloz el olvido de cuanto pasa a nuestro alrededor que cualquier tentativa por rescatar la “necesidad histórica” se antoja despojada de realidad. Y quizá tuvo razón. Desde los albores del siglo XXI quedó  en claro que, para las generaciones actuales, sólo existe el aquí, el yo mismo con mis caprichos y el ahora en función de los imperativos monetaristas que de tan “globales”, consumistas y determinantes, modificaron la moral social y refinaron el impulso autodestructivo del Hombre contemporáneo.

Vivió una Europa colmada de violencia e inestabilidad. Paradójicamente es la historia la que explica y aun confirma sus tesis antihistoricistas; mismas que, con seguridad, fueron atendidas por Karl Popper, el mayor crítico de las sociedades cerradas. Hannah describió el fascismo como la vuelta a la Europa del salvajismo y el imperio colonial: algo que deberíamos tener en cuenta porque se trata de una interpretación que nos parece más actual y precisa en la medida en que las potencias se van escudando en el neoliberalismo y su complementaria democracia, con un solo propósito: imponer formas nuevas y mundializadas del totalitarismo, indiviso de la economía de mercado. Al estudiar temas tan candentes para varias generaciones como el propio del totalitarismo o la revolución, ella tuvo el acierto de explorar caminos intelectuales sobre la verdad, el compromiso y la libertad mucho más flexibles que las cerradas utopías de las izquierdas en boga que, para su desgracia y no obstante la soberbia con que ostentaban su mesianismo, desparecieron antes, mucho antes de que los llamados milenials siquiera conocieran sus últimos vestigios.

Antes de afamarse con los dos tomos de Los orígenes del totalitarismo, que comenzó a escribir en 1944 y publicó en 1951,  abundó en el existencialismo hasta atinar con la filosofía política y la circunstancia judía: eje de sus preocupaciones sobre el Estado, las libertades y el ser humano. Fue una formidable escritora de cartas. Las intercambiadas entre 1949 y 1975 con la novelista Mary McCarthy no se limitaron a temas privados o femeninos, no obstante su brillante originalidad en ese renglón. Cultas ambas, desplegaban versatilidad, curiosidad y talento en cada párrafo.  Sus misivas podrían encabezar una antología de los diálogos más inteligentes sobre la historia y la cultura de Europa y los Estados Unidos del pasado siglo. Juicios políticos, observaciones sociales, dudas y hasta experiencias sentimentales: nada falta al intercambio de dos individualidades contrastantes, aunque igualmente brillantes. Sus cartas abarcan el agitado periodo de la posguerra en Europa hasta las secuelas revolucionarias que, en 1968, marcaron cambios sustanciales en el orden mundial,  en el pensamiento y  en la actitud de apertura de las nuevas generaciones.

Sobre su interés por desentrañar la conducta irracional y la realidad de las masas, en ella prevaleció una profunda preocupación por la ética racional, invariablemente politizada y en constante estado de alerta frente a la conducta de los gobernantes. Creyó que los grandes males requieren de un alto grado de conocimiento para depurar el pensamiento, la actitud colectiva y las formas de gobernar que influyen tanto en  libertades y derechos como en la educación cívica de los pueblos. Que en las tiranías es mucho más sencillo actuar que pensar –aseguró-; de ahí su pregón en favor del pragmatismo y la desobediencia civil, a condición de estar sustentados por principios. Agregó que sin el cultivo de la razón es imposible formar demócratas y democracias de calidad, capaces de evitar y aun combatir la tendencia perversa de los modernos sistemas de poder. En este sentido, el obvio y no poco agresivo ascenso de las derechas confirma sus advertencias. Sobre todo en lo que se refiere a la xenofobia y a los grandes movimientos migratorios que están reanimando, con sus contradicciones, el espíritu fanatizado de los años treinta.

Su racionalismo fue una respuesta desesperada al sufrimiento provocado por el fascismo. Ante la irracionalidad que experimentó a su alrededor durante las dos guerras mundiales, y especialmente ante el encumbramiento de Hitler, no atinó más que a ponderar las virtudes intelectuales para oponerse a la barbarie. Masculinizó su pensamiento como una reacción natural al rechazo. No consideró, sin embargo, que el nacionalsocialismo floreció y probó sus atrocidades inauditas en la cuna cultural de la más apreciada herencia filosófica de Occidente. De hecho, para subsanar el análisis de las contradicciones en procesos tan complejos como el antisemitismo reforzó su crítica contra el imperialismo y la crisis de la República.

Tras este repaso, la vida y la obra de Hannah Arendt confirman que el cultivo de la razón en tiempos de oscuridad es, ante todo, una prioridad moral.