Un escritor fallece y se desata la tormenta mediática. No un escritor ni una tormenta cualquiera, sino el que mejor llevaba en la frente y en la pasión por las letras el estigma de la Guerra Fría. A partir de su último aliento se han multiplicado dislates de no-lectores y asiduos del saber de oídas, a excusa de sus oscilaciones políticas. La minoría que sabe quién era puede o no expresar reconocimiento, pero razona la pérdida por conocer lo peligrosa e intimidante que es la inteligencia en todo tiempo y lugar, por una causa: la inteligencia incomoda porque se atreve con la verdad; también rectifica y se modifica, como la naturaleza. En suma, la muerte de un hombre singular agita conciencias, pone de manifiesto fracasos y faltantes individuales, sueños quebrados, limitaciones personales, deseos frustrados y lo imaginado por Freud al asomarse al lado oscuro de sus pacientes.
El fenómeno odio/adoración se manifestó con extremos de ira y exaltación, según sucediera también en los funerales de Paz. Inclusive la viuda de Octavio, a saber por cuáles secretas venganzas, se sumó calladamente a su demolición al dejar la obra, sus bienes y su memoria al garete, acaso para facilitar el quehacer de los buitres. Ahora ha tocado a Vargas Llosa ser ave de tempestades. No caen “sobre el muerto las coronas”, sino un vocerío de detractores, índices apuntando a “lo que omitió” y enojos por ser de éste y no de otro modo o políticamente incorrecto. Llueven saetas envenenadas, como si algo les debiera a los contrariados, como si los hubiera despojado de su certidumbre preciosa, como si en su fuero interno y aún de voz viva no hubiera dicho, como el Quijote, Yo se quién soy y sé qué puedo ser... Hay que repetirlo para que quede claro: al igual que Edgar Allan Poe, Kafka, Melville, Pessoa, García Lorca, Paz…, Mario fue el que fue desde que le fue dada la traza de su destino: así lo inexorable, como aseguraban los griegos.
Hizo suyos los saldos extremos que agitaron el espíritu, las fantasías, los sueños malogrados e inclusive las esperanzas de una época singular en la historia de la cultura: la que estalla con ideologías radicales a partir de la posguerra, en la segunda mitad del siglo XX y, teñido de aspiraciones libertarias que fracasan de manera rotunda, se enceniza a partir del XXI. No es que antes no hubiera sucesos ni autores extraordinarios, es que en unas décadas singulares -como otras en la historia- aparecieron genios mundiales (los Beatles, por ejemplo), que hicieron posible lo inusitado. Respecto de las letras, un puñado de talentos tuvo la fortuna de favorecerse con coincidencias felices cuando contaban y pensaban en nuestra lengua de otro modo lo mismo. Esas coincidencias eran la agente para impulsar sus obras en varios idiomas, la editorial española para publicarlos en grandes tirajes y los boomers con curiosidad literaria para leerlos con devoción inusitada. Es decir, Mario fue parte decisiva de un fenómeno irrepetible. Casi mágico e inimaginable, este fenómeno editorial dio visibilidad mundial a nuestra América al través de sus libros, mientras la conciencia juvenil era agitada por algo tan contrastante como el síndrome del nuevo Diógenes expandido por el antibelicismo de los hippies y la idealización del fervor revolucionario, protagonizado principalmente por Ho Chi Min y Fidel Castro.
Al paso de títulos, páginas, obras, biografías y una curiosidad intelectual que sobrepasa la osadía de ser opacada por “la conjura de los necios”, se confirmaría que Vargas Llosa era lo que Camilo José Cela llamó “un escritor de raza”. Hasta que la senectud lo limitó, mantuvo la necesidad de leer/vislumbrar el misterio de la existencia al través de la escritura. Cultivó el don de mostrar el otro lado, el que se oculta en silencio. Demostró que el escritor de raza no lo es por su estilo (que también), sino por su genio para integrar al visionario con el intérprete de los entresijos del ser. Privilegio de unos cuantos, llevar “la tinta en las venas” significa explorar al Hombre en su contexto o fuera de él; significa, además, conocer lo humano reinventándolo, desentrañándolo. Pensado o recreado, el contenido de su escritura no pudo separarse de la interpretación que lo habitaba: aun para entender el pasado, situarse en la realidad y prever el porvenir, todo Hombre es un ser de su tiempo, inclusive siendo una mente adelantada.
Al escritor de raza le atraen el pensamiento, las ideas, la acción y el montón de secretos que construyen el revés de las historias. Con suerte inquiere sombras y luces con que juegan, engañan o esclarecen las palabras y su fondo de pasiones. Le atraen sinrazones, emociones, fantasías, pesadillas, experiencias, silencios, sueños: la existencia en sí. Piensa la vida y sus vicisitudes desde el lado menos obvio y menos visible. Goza del don de VER lo más profundo de lo humano. Gracias a tan maravillosa singularidad, sus obras nos han revelado aspectos tan intrincados como el miedo, la crueldad, el dolor y el mal, la codicia, el poder, el amor y, en suma, la envidia de los dioses. La materia de sus letras es la vida misma, como sólo han conseguido presentar y representar los elegidos de Apolo, como Sófocles, Shakespeare y otros grandiosos.
Vargas Llosa fue absorbido por el espíritu del XX, con sus pros y contras. Desde sus primeras líneas palpitó en su mente el carácter de su tiempo. Joven aún, veía, leía y registraba la violencia social, empezando por la de su padre ausente y tardíamente presente. Miró su entorno e infundido del espíritu revolucionario que flotaba en el ambiente, se interesó en las luchas sociales, políticas, sexuales y económicas que bajo nombres, etiquetas y lenguajes diferentes, mudarían de aspecto, de centuria, de milenio, de vocabulario y de protagonistas, hasta fusionarse en el galimatías de que somos víctimas en el actual XXI. Viene a cuento recordar hasta cuáles extremos llegaba el machismo de quienes se presumían marxistas, comunistas o progresistas “inamovibles” porque, en su idiotez insólita, a más de uno le oí decir en público que cogían como revolucionarios. “Vaya, sinvergüenzas”, pensé mientras dos o tres presumían su “supremacía revolucionaria”. Tan machista pues, sanguinaria, injusta y brutal era la actitud que ni los más enconados se atreverían a negar que aquel ímpetu “revolucionario”, consagrado por idealistas y ciegos, encumbró la crueldad. Crueldad era divisa de supuesta virtud que reptaba en las calles, en la intimidad, en las escuelas y aun en la manera de vivir e imponer una masculinidad caricaturizada: machismo del peor, pues, o capacidad consagrada de humillar, violar, torturar, zaherir y matar. Cuando al través del Caso Padilla Vargas Llosa supo en la mismísima Cuba la verdad de la invención de Fidel, valientemente dijo NO con otros intelectuales que, en adelante, también descreyeron del mito del comunismo. Con la verdad y los testimonios en mano, la ruptura con Castro fue definitiva. Entonces cumplió y hasta el último de sus días el “hasta aquí, me voy, no participo de esta farsa criminal”.
Por consiguiente, falleció un gran escritor, no cualquiera. Murió el gran creador de verdades ficticias o ficciones verdaderas. Se redujo a ceniza el ensayista y narrador que con mayor brillo, diversidad, talento y fecundidad dotó de trascendencia literaria la acertada tarea de dos catalanes visionarios: la emprendedora agente Carmen Balcells y el editor Carlos Barral, cuyo logro conjunto giró en torno del puñado de jóvenes escritores (hombres en su totalidad), que a partir de los años sesenta protagonizaron el trillado Boom o estallido literario. En paralelo, insistir en los términos “derecha” e “izquierda” -directrices de la Guerra Fría que se niegan a desaparecer, pese a su sinsentido-, y asociarlos con falacias políticas tales como progresistas o reaccionarios, es una necedad tan grande como pretender separar al criminal Stalin del Comunismo, a Fidel de la devastación moral de su fantasía revolucionaria, a Hitler del monstruoso nazismo, a los gorilas latinoamericanos y africanos de las honduras dantescas del Mal y así sucesivamente. “Izquierda” o “derecha” no son más que términos explotados por la propaganda que no garantizan un mejor orden social o moral. En idénticas dosis sendos lados de la política tiene cuentas pendientes con las generaciones. Igual engañan, violentan privilegios, transforman constituciones, se atreven con deformaciones que vulneran la legalidad, las libertades, los derechos y deberes de la población. En fin, que ser de izquierda o de derecha no es garantía de nada. Ni siquiera prueba estar a la derecha o a la izquierda de algo fijo, inamovible.
Los aficionados a etiquetar lo bueno y lo malo y lo humano e inhumano como lados políticos tampoco son ni han sido revelación de nada. Aun en la Revolución Francesa, de donde procede la costumbre de situar en el parlamento a los de la derecha y los de la izquierda, se cometieron tantísimos actos de crueldad que repasar los crímenes de las hordas justicieras aún nos pone a temblar. Representativo de los bandazos de la Guerra Fría, Mario Vargas Llosa fue un gran escritor que al margen de sus posturas políticas deja una obra excepcional. En los hechos, sus simpatías políticas y personales no fueron muy diferentes a las del propio Castro y sus “revolucionarios” aliados, solo que estos mantuvieron sus mascaradas de manera vitalicia, lo que explica que sus tropelías aún se ocultan en un pozo sin fondo. El propio Ortega, el gran monstruo nicaragüense al que consagraron en su hora “revolucionaria”, pasó de guerrillero libertador al gran demonio apareado con bruja que supera la maldad de sus antecesores de “derecha”. No que sean peores a los etiquetados de “conservadores”, pero hay que aceptar que las biografías de los tales héroes de las izquierdas reservan verdades terribles sobre las cargas ideologicas con las que han engañado a los ingenuos y a los crédulos.
No se me ocurriría descalificar a Shakespeare por reaccionario ni etiquetarlo de izquierdas. Impensables tales términos en otras épocas. Imposible someter a mis griegos amados a la necedad discriminadora de las etiquetas ideológicas. Es vicio de nuestro tiempo devaluar aciertos del arte y el pensamiento con cuestiones excluyentes atesoradas por la ortodoxia religiosa o doctrinaria, de por sí cambiante, frágil y engañosa. Debemos a grandes talentos como Conrad, Camus, Malraux, Steiner, Borges, Kawabata, Flaubert, Woolf, Yourcenar, Márai, Vargas Llosa… haberse ocupado del Hombre, inclusive con sus bajezas y sus contradicciones: pensar al Hombre y mostrarlo “con su mísero montón de secretos”, desde la grandeza y sin temor a las honduras menos exploradas de la mente, la conducta y la conciencia; ése es el valor perdurable.
Es imposible someter a los grandes del pasado a adjetivos ociosos. De Vargas Llosa quedarán luces y sombras de su tiempo y de su propia existencia. Obra que, como pocas, abunda en las maneras de ser y pensar, así como en los contrastes, fantasías y errores de los hombres y mujeres de una época tan tenebrosa, frágil y embustera como la protagonizada por su niña mala. Mojó su tinta en dudas y experiencias de hombres y mujeres atrapados en sus pasiones, en sus fantasías, en historias enredadas a muchos fracasos y desvaríos. De eso se trata la gran, la inmensa literatura: de merodear la hondura humana con el mayor instrumento de su razón: inteligencia, imaginación, claridad y belleza de la palabra.