Sobrepasados por tantos crímenes, desaparecidos, abusos, timos, fraudes, engaños y una lista enorme de perversiones políticas y sociales, dudo si los mexicanos estamos en shock o nos hemos entregado al consabido conformismo del “ni modo: así son las cosas y yo qué puedo hacer”. Las monstruosidades a las que nos han acostumbrando a excusa de una absurda y amañada “Cuarta Transformación” (¡que invención más tramposa!) me pone cada minuto, entre ceja y ceja, la lección indispensable de Hannah Arendt: pensar es una obligación moral, especialmente porque el Mal puede llegar a considerarse algo banal, insignificante, sin importancia, ordinario y hasta trivial.
Autora, en 1963, de una de las ideas más inquietantes del pensamiento político moderno, al asistir, en Jerusalén, como corresponsal para The New Yorker al histórico juicio contra Adolf Eichmann, Hannah Arendt se refirió a la banalidad del mal. Esta expresión, desde entonces, ilustra la máxima inhumanidad que puede cometer cualquiera incapaz de pensar críticamente. Lo comprendió al observar al detalle al nazi sin atributos, responsable de la logística del Holocausto: un mediocre cualquiera, burócrata y empleadito o “funcionario” que “obedeció” órdenes sin cuestionar ni pensar.
De todos los presentes (incluidas mentes ilustres) en el famosísimo juicio, la filósofa judía/alemana fue la única que percibió que, contrario a la creencia, no hay que ser un demonio ni un monstruo sádico para cometer las peores infamias. El Mal -escribió en Eichmann en Jerusalén- es algo mucho más ordinario, insustancial y perturbador porque inclusive un ínfimo pobre diablo es capaz de lo más tremendo sin que le tiemble la mano. Aquí, ahora, lo tenemos a la vista y nuestro mundo sigue imperturbable. Hay que decirlo bien alto: la frecuencia e intensidad del Mal nos ha acostumbrado a enterarnos con indiferencia de un espantoso sufrimiento ajeno, inseparable de secuestrados y torturados, cientos de miles de asesinados, desaparecidos y víctimas y madres dolientes que, ante la indiferencia reveladora de las autoridades en primer término, escarban hasta en el infierno en busca de sus hijos.
El Mal no tiene carta aborrecida. Su facilidad hace tan vulnerable a la democracia. Sin controles institucionales confiables el Mal permite que, en política, se asimilen y repitan acciones perversas como si tal cosa. Es escandaloso que en pleno siglo XXI y con una historia de fracasos y tentativas a cuestas desde el XIX, en México hayamos llegado al extremo de destruir la incipiente democratización, a excusa de la ocurrencia dictatorial de López Obrador, ahora convertida en supuesta doctrina (¡cuidado!). En el mejor estilo de las movilizaciones populares, lo aplaude la masa carente de juicio crítico. De nada sirven las lecciones de la peor historia mundial porque la perversidad ideológica y sus consecuencias son una de las mayores tentaciones de las mancuernas pueblo obediente-dictador populista.
Hacer pasar por intrascendente el Mal está sucediendo al abolir a dedazo el Poder Judicial para “acomodarlo” a los intereses narcopolíticos. También está detrás de varias decisiones contraproducentes en la salud pública, en la educación, etc. Todo, pues, es posible cuando se carece de juicio moral y no hay orilla divisoria entre el bien y el mal. Esto explica que en nuestras narices se cometan atrocidades como si tal cosa, empezando por crímenes impunes. Estamos cercados por un batallón de burócratas, empleadillos y funcionarios que “cumplen” órdenes, a excusa de cliches administrativos. En circunstancias arbitrarias como las nuestras, el Mal llega a ser más despiadado que el mismísimo Lucifer porque no se necesita ser un fanático ideológico para actuar sin pensar las consecuencias de los propios actos; mucho menos los ajenos. En el mejor estilo MORENA, simplemente se hace lo que se hace, empezando por la realidad feroz del crimen organizado.
Gracias a Arendt aprendimos que la malicia ni siquiera surge de manera deliberada. Bastan el conformismo, la obediencia ciega, la incapacidad de cuestionar conductas, normas u órdenes injustas para que personas normales -léase narcos, violadores, torturadores, verdugos, nazis, “revolucionarios”, etc- se atrevan con infamias inusitadas por su falta de pensamiento. De eso se trata la banalidad del mal: de llegar al extremo sin renunciar a su apariencia trivial. Su peligrosidad consiste en que cualquier sujeto sin rasgos malignos ni heroicos pasa sin dificultad de ser un mediocre cualquiera a criminal. Si Eichmann es un ejemplo extremo, no menos grave es la verdad que se oculta en el crimen organizado.
Es inminente considerar la gravedad de nuestra circunstancia. Debemos pensar en lo que oculta la propaganda morenista: acabar con la dignidad esencial de la ciudadanía. Sin Justicia, sin verdadera educación, sin un sistema institucionalizado y moderno de salud pública, sin un eficaz y confiable apoyo a la cultura y sin que el Estado garantice las bondades de la democratización, estos individuos ordinarios que ostentan el poder absoluto se está convirtiendo en nuestras narices en instrumentos de más atrocidades no a la manera de la Alemania nazi, no, sino tal y como lo impone en connivencia el crimen organizado. Y si eso no fuera suficiente evidencia, allí están para pensarse las dictaduras de Cuba, Nicaragua, Venezuela… donde -digámoslo de una vez- se han hecho del poder personas insignificantes que pasarían por comunes y corrientes. La realidad nos obliga a pensar nuestra noción de responsabilidad. Pensar la moral y antes que ella la ética porque el Mal no es accidente del destino sino producto de la idiotez moral. Lo que, por oposición, hace que el Bien y la moral sean el deber más alto y digno de la razón.