Parejas extraordinarias: Elena Garro y Octavio Paz

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Fue la ola evocada por Octavio Paz en una de sus páginas deslumbrantes: de cresta turbulenta, insaciable su rumor de marejada… Una ola “que se adelantó entre todas”, hasta saltar océano afuera. Delirante, corrosiva y lúcida durante noches de furor, daba rienda suelta a sus fantasmas. Su tinta no le otorgaba remanso ni el silencio la habitaba. En sus páginas resultaba de otro modo hiriente su palabra. Nacida en la Puebla tumultuosa casa adentro, le quedaba chico su mundo mexicano. A bocanadas aspiraba el humo de infaltables cigarros. Se rodeaba de cielos desplomados y de  todo lo que pudo ser de conquistar a Paz en paz. Hizo lo que hizo y eso fue: enorme onda que podía tocar los astros o sumirse en profundidades tenebrosas.

Con saldos al rojo, fueran de vida propia o episodios históricos, su escritura desafiaba y sorprendía. Por sobre nombres que abultaron su universo amoroso y muchos golpes de vida, un hombre fue su delirio  y única razón que la sostuvo hasta su féretro: Octavio Paz. Látigo atareado, estiraba su lengua para lamer en desnudez sus heridas. Gritaba, chillaba, exhibía cuentas privadas y sus sobresaltos ponían a temblar al temeroso temple mexicano. Recia y batalladora, concentraba su potencia de ola y con impudicia se dejaba caer en el paisaje espinoso de nuestras letras. No conoció remanso. Su talento la corroía. Nunca supo separar el hielo del fuego. Se arrojaba a la guerra armada de gritos y uñas, porque nada aprendió del arte de combatir a las sombras.

Hizo hablar a los ríos, elevó a personaje una calle y tuvo el acierto de dar vida a un pueblo para recordar el sino sangriento de la pasión que dejaría petrificada a su Isabel Moncada. Hechiceros, putas, soldados, perros, mujeres, niños, relojes, amores de paso, hoteles y cuanta cosa o señal va marcando las historias atormentadas integraron un universo fantástico en Los recuerdos del porvenir: con la de Rulfo, una de las mayores novelas de nuestras letras.

Inteligente en la escena, dramatizó situaciones trágicas y dignificó la memoria de un Felipe Ángeles que pensaba en la revolución tras las rejas, mientras aguardaba la muerte. Prefirió los grandes despliegues, en el cuento o la novela: paisajes abiertos, movimiento incesante, descripciones agudas y la presencia del narrador, eterno testigo de la difícil faena de sobrellevar la existencia entre episodios que sorteaban lo insólito entre accidentes comunes. La acomodaron en el realismo mágico por su habilidad para enriquecer lo vivido con lo inesperado, pero ni eso la definió. 

Elena podía construir espacios con el lenguaje y arreglar o desarreglar el tiempo donde las vidas se atoran en pequeños infiernos. Dotada con el ojo, el oído y el dedo que sólo percibe y gobierna el escritor de raza, pudo abundar en la autobiografía con arte maestro, especialmente en Los recuerdos del porvenir y La semana de colores, sus libros mayores. No fue sin embargo humilde ante las palabras.  Se prodigaba con facilidad y al renunciar a la síntesis espetaba escenas, párrafos y situaciones prescindibles que acabaron por ensombrecer sus historias.

Persistió como “partícula revoltosa” al zambullirse en la turbulencia que corría por sus venas. Ignoró la prudencia y vociferaba lo mayor o menor de su intimidad desde la certeza de ser acreedora del pedestal. Un pedestal lastimoso, cercado por la corte de gatos que a ella y a su ex marido les apetecía recoger, porque compartían el gusto por la naturaleza felina que rasga, agarra y rasguña para luego recogerse en la apariencia de indefensión. 

Rápida, lúcida, incisiva y atormentada, su dolor traspasaba la indiferencia de quienes ignoraban su obra, su quehacer o su biografía. Mientras Octavio brillaba, ella decrecía como el enfant terrible arratrado hasta límites peligrosos. Suya fue una infancia inacabada que juega con perversiones, no reconoce riesgos ni orillas entre Bien y Mal ni entre lo bello y lo siniestro. De ahí su natural trasgresor y la impudicia al ventilar aspectos tenebrosos de su intimidad peculiar.

Insaciable, no había océano que mitigara su sed ni voz, caricia o aliento que apaciguara el borbotón de lamentos con el que exorcizaba su infelicidad. Antes que ella lo hiciera desde la más grande exageración teatral y al margen de su característico frenesí, ningún otro se atrevió a gritar la verdad oculta en el monedero del escritor. Anudada al destino de Octavio Paz, lo maldijo y lo lloró como una Medea despechada, vengadora y vilipendiada. Insomne, discurrió cuanto pudo para que Octavio-Jasón no pasara un minuto sin padecer su aguijón. Muerto él en 19 de abril de 1998, ella declaró que se le acababa el oxígeno y todos la abandonaban. Sin la causa de su llanto, lloraba su soledad acompañada de la hija trágica, sumida en los corredores de su tormento.

Ella era una Helena como la de la túnica vacía del gran Séferis, la que vaga con la leyenda de sí misma, desamorada y herida, a salto de oleajes despavoridos. Era escritora ante todo, atenida a la fuerza de un odio que le servía de mástil, vela y buque para bogar en las aguas oscuras de una vehemencia que tropezó con el arte de la palabra. Radiante en las fotos de juventud, ágil y bella. Era la ola que refrescaba los mares de la esperanza. Era la madre-niña de la niña que se negó a crecer. Era un talento afilado con cuchillos ardientes. Y después era lava, destellos y tinta que no se agotaba ni con la pena de reconocerse Sísifo atado a su propia condena. Probó el deleite de la creación y con su habla hizo más que literatura al desenmascarar filones innominados de la cultura de la mentira. Quedó reseca y consumida en un departamento prestado de Cuernavaca,  condenada a juntar memorias del pasado y su porvenir. 

En 1958 vivían en París. A sus 41 de edad fue pionera en México como dramaturga y feminista. Su capacidad crítica la hizo incómoda en un ámbito  pacato, ignorante del laicismo. Y es que Elena, quizá por su residencia europea y ser una formidable lectora, se anticipó en la denuncia de la ofuscación femenina que estalla desde el coto domiciliario. De emocionalidad ostensible, su visión de la inconformidad, del tedio y de las trampas tendidas a las mujeres por el prejuicio y la discriminación alimentaría sus ficciones. Vivió a la sombra de Octavio Paz. Disipada durante su mayor turbulencia, no se molestó en disfrazar desvaríos ni conoció la ecuanimidad. 

Única en su especie, fincó un desmesurado estilo femenino, a la manera de la diosa Hera que no paraba de perseguir a Zeus. Al lado de Octavio Paz no halló fisura para revitalizar su infierno con dosis de feminidad verdadera, de poesía y pasión por el arte. Ni qué decir de la relación tormentosa entre ellos que iba dejando huellas en el servicio exterior al que perteneció Paz 22 años, desde 1946 hasta el telúrico ‘68. A veces iba y venía como las mujeres/satélite de los representantes parisinos del surrealismo, salvo que Elena nunca se resignó al silencio. Su índole de Hera furibunda no la ayudó a consolidar su estatura intelectual ni contribuyó a elevar su escritura. Tampoco consiguió infiltrarse en la curiosidad europea como otros coetáneos suyos, todos masculinos, empezando por el propio marido. Hay que reconocerle, no obstante, que su natural solitario en las letras, donde brilló a partir de Los recuerdos del porvenir (1963), fue escalpelo en la moralina de nuestro medio hasta irritar, desenmascarándola, la hipocresía de la sociedad mexicana. 

Vivió atravesada por el rayo de la pasión. Fastidiosa, insolente, con el reto en la punta de la lengua, la pluma en ristre y un saldo de lecturas que la hacían preferir el francés, Elena absorbió las contradicciones de su patria y de su época. Inusual y más sorprendente por su raíz poblana, desafió a su medio con una liberalidad, inclusive sexual y marital, difícil de soportar. Masculinizó su furor sin renunciar al prejuicio de la debilidad femenina. Perdió su eje y no lloró; más bien chilló como hembra herida. Sola y a gritos, enderezó una batalla absurda contra personajes relacionados con el movimiento estudiantil mexicano de 1968. Luego endureció las líneas de su rostro hasta labrar en sus arrugas seniles el mapa del infortunio. Con una historia de desencuentros y fracasos a cuestas, murió de enfisema pulmonar en un hospital de Cuernavaca el 22 de agosto de 1998 –a cuatro meses del fallecimiento del amado-, como una Helena desvalida y condenada al olvido después de la caída de Troya.

Eligió la furia para cultivar su talento y en su complejidad se reconoció indefensa, a pesar de que si alguna mujer era capaz de intimidar, seducir e influir era ella, decidida a jamás renunciar a su naturaleza de fuego. En el dolor de la abandonada dejó que su belleza se desgastara entre estaciones de México y Europa, hasta convertirse en una enferma cuidada por su hija Helena, “la Chata”, y rodeada de gatos apestosos, inclusive algunos traídos de Francia –el Ministro, Nino, Pedro, Korat, Misha, el tímido Pico, el Negus, el Colinabo, el Payaso…-. 

Nunca bajó la guardia. Constituidos por saldos al rojo, lanzaba dardos envenenados de cólera. A su pesar elevó a advertencia la lección  de hasta dónde puede llegar la autodestrucción cuando se supedita el talento al desajuste de las  emociones. Negaba lo mejor de sí, su esencia, creyendo que así se fortalecía o, al menos, que podía desahogarse gritando su frustración a los cuatro vientos.

Bella, marcada con esa elegancia graciosa que por evocadora del aire europeo suele atraer a cierta minoría instruida de mexicanos, transitó de lo liberal a la trasgresión. Pasó de la curiosidad activa a la digresión de la que pudo ser uno de los primeros ejemplos femeninos de autonomía creativa y creadora en la cerrada literatura mexicana del siglo XX.  Ganó en originalidad lo perdido en mesura. Tuvo su clímax, pero ante la posibilidad de elegir su propio renacimiento, cedió a la ceguera para hacer de la ofuscación la punta hiriente de su palabra.

Era cambiante y fragmentada; endeble como dibujo al agua. En vez de concentrarse en unificar su espíritu, algo muy hondo la impulsaba a más y peores descensos. Apátrida, se mantuvo asida misteriosamente a su raíz. Ni la tinta ocultó su animosidad; tampoco sus mejores páginas mitigaron las llagas que lamía con apetencia felina. A la velocidad de sus naufragios iba trasformando su prosa y castigando la claridad a cambio de discurrir denuncias oscuras, ámbitos y personajes femeninos que espejeaban su  turbulencia sin dejar de ser mujeres/hembras, mujeres de carne y hueso abrumadas por la desesperación. Fue víctima de una ansiedad amorosa equivalente a la sed que en vano trata de saciarse con agua salada. Nada y todo la quebrantaba. 

En ocasiones mostraba una lucidez sorprendente. Equilibrista, oscilaba entre el desafío y el pavor. Aseguró que un escritor (a) que no se compromete ni denuncia las atrocidades de su realidad carece de significación en todos los planos, empezando por el literario. Fue una intelectual incómoda, intrigante, peleonera y anárquica, fiel al impulso y tan creativa como brutal.  Se atrevió con signos y personajes sagrados, empezando por su amado/odiado enemigo, Octavio Paz.  

Fresca aún en sus primeras obras, construyó un mundo donde campeaban lo bello y la magia en situaciones y seres que por su riqueza revelan los corredores oscuros del alma del mexicano. Sus letras no desvelan el espíritu humano, como ella creyó; más bien lo diseccionó, lo enfrentó al escarnio y, al final, lo puso en piedras de sacrificio para ofrendarlo con la sangre remolida de una misma víctima propiciatoria: el amante perdido. 

Nació en la muy conservadora ciudad de Puebla el 11 de diciembre de 1917. Años después, para proteger a la familia de los excesos cristeros, los Garro se trasladaron a “la horrenda, calurosa y miserable” ciudad de Iguala, en el estado de Guerrero, donde ella y sus dos hermanos sobrellevaban el tedio cultivando la fantasía y asimilando lecturas comandadas por su padre. Confesó que le hubiera gustado dedicarse al baile. Fue una de las escasísimas mujeres inscritas en San Ildefonso. Eran los años de  su mayor esplendor, cuando se concentraron en sus aulas notables maestros y hombres pensantes. Inició Filosofía y Letras en la UNAM, pero no la concluyó. En aquél ámbito memorable conoció a Octavio Paz y jóvenes ambos, admirados como pareja, desafiaron a sus respectivas familias para casarse en 1937 y viajar a España, en plena Guerra Civil. Año de aventuras y decisiones promisorias, este episodio se convertiría en uno de los sucesos más importantes de su trayectoria intelectual. 

Al enfrentar penurias en el París de sus inicios, es de suponer que el joven matrimonio recibió con alegría el nacimiento de Helena, su única e infortunada hija, en 1938. Como otros  colegas, los Paz hallaron en la diplomacia la solución económica y cultural para desarrollarse en el extranjero. Pasaron varios periodos en Francia, Suiza y Japón. Antes del correspondiente traslado a India, en 1962, se consumó la separación y, con ella, el principio del enfrentamiento que no vería tregua ni fin. La propia Elena se encargaría de divulgar largos y estruendosos conflictos, infidelidades y agresiones mutuas en las que el tema del dinero sería eje constante. Las noticias llegaban con celeridad a México con la apetencia del psicoanalista y la delicia de los chismosos. 

Definitiva para ambos, no obstante haber denunciado Paz posteriormente que su vida con “la ola” lindaba en lo dantesco, la estancia en París no sólo les permitió enriquecer su respectiva curiosidad intelectual, sino que especialmente para él sería experiencia decisiva en su desarrollo. Allí se integraron al núcleo de intelectuales que  empezando por los surrealistas, iban a la vanguardia del arte y el pensamiento. Era la época en que la Secretaría de Relaciones Exteriores aún valoraba la presencia de los escritores en embajadas: el mejor correo cultural, representaciones de calidad en el extranjero y un surtidor natural de conocimiento y talento que repercutiría en la obra espiritual del país.

No obstante ser reconocida por su agudeza y a diferencia de Octavio, quien desde muy joven comenzó a publicar poemas y ensayos excepcionales, Elena no fue una escritora temprana ni acogida con facilidad en el ámbito literario. Generaba una desagradable tensión, envuelta en lamentos que extendía a sus libros. Abundan evidencias de su agresividad.  En la polémica entrevista realizada al final de sus días en Cuernavaca anudó obsesiones exacerbadas. Desde la pantalla del televisor se encargó de sintetizar al detalle su mensaje al porvenir: resentimientos contra el también agónico escritor quien halló arrestos para responder sus diatribas por los mismos medios de comunicación masiva: “Se puede ser un buen escritor y una pérfida persona. En el caso de la señora Garro, lo que más podría decirse en su abono es que pone su fantasía literaria al servicio de sus rencores y delirios”.

Ambos veían cómo se aproximaba la muerte sin haber resuelto lo fundamental de sus vidas.  Octavio, sin embargo, no perdió de vista la significación de su propia obra. Perduró entre ellos un erotismo demoníaco que les tendía trampas previsibles y constantes. Como si uno y la otra hubieran bebido la peor herencia del patriarcado, exhibieron su correlativo dominio de la muy mexicana capacidad de denigrar al adversario hasta reducirlo a polvo. Con océanos de por medio, a golpes periodísticos o de cualquier modo a condición de que para Elena fuera estruendoso, se enmendaban la plana públicamente o hacían el recuento de sus respectivos olvidos con tal de tenerse presentes. 

Si la literatura como tal pasaba a un segundo o tercer plano en aquellas diatribas, tanta descompostura era inseparable del ámbito de las letras. Caso único en la compleja historia cultural del país, tan agresiva y añosa pelea de gallos incomodó profundamente a Paz y dejó a Elena sin rastro de cordura; pero, por encima de lo anecdótico, mostró las tremendas desventajas que recaen todavía sobre las mujeres. De que fuera furibunda y sus delirios demenciales nadie lo duda, pero hay que apuntar que numerosos escritores ha habido tanto o más agresivos que ella, solo que su índole colérica no ha sido motivo para castigar el reconocimiento a sus obras ni a su persona.

Entre apostillas, misivas y réplicas encendidas, Octavio y Elena fueron construyendo una versión laberíntica que más allá de lo anecdótico podría revelar  lados oscuros de la rivalidad intelectual entre parejas, del carácter de la cultura y del sin fin de torceduras sexuales y eróticas entremezcladas a la creatividad. Por su significación, el poeta distinguido con el Nobel dejó mayores indicios que ella para facilitar la tarea de los biógrafos. Sobre Elena, en cambio, cayó la desmesura con el riesgo de ser estudiada e interpretada a la sombra del escritor más notable del siglo pasado; una larga sombra, como en justicia se quejara, sobre todo en los aspectos más decisivos de su respectiva relación con las letras. 

Se quejaba de que el poeta la había ensombrecido. Paz, por su parte, fue diana fácil de ataques por causas ideológicas. De “reaccionario”, “emisario de las derechas” y cuanto discurriera la tribu defensora de una izquierda cada vez más confusa e intolerante, él insistía en lo suyo: “la democracia a secas”. No obstante, nada de lo padecido sería equivalente al descrédito en el que ella cayó al involucrarse en los problemas del ´68. 

Admirada por propios y extraños, la renuncia de Octavio a la Embajada de México en la India, y la subsecuente “carta” filicida que su hija Helena Paz Garro divulgó en varias lenguas, lo encumbraron ante una generación que apenas lo conocía. La suerte, para la pareja Paz-Garro, estaba echada: Elena, a partir de entonces y siempre acompañada de la eterna adulta-niña, emprendió la fuga al autoexiliarse en los Estados Unidos en 1972, primera estación del peregrinaje doliente y dolido. Después España y París, a partir de 1974. Su figura y su nombre se eclipsaron. Paz, en contrapunto, extendió fama y reconocimiento internacional al lado de Mari Jo, que sin divorciarse de Elena sería su compañera hasta el final de sus días. Entre ellos, sin embargo, perduró el tsunami devastador. Elena escribió relatos y novelas arrancados a su infierno y Paz, autor de una obra monumental, acumuló distinciones y reconocimientos hasta coronar su prestigio con el Nobel.

Incapaz de explicar con coherencia lo sucedido, las dos Elenas (evocadas por Carlos Fuentes en un relato así titulado), se consideraron perseguidas políticas. Elena, en revoltura de genialidad y desvarío, se llamó acosada por “regímenes totalitarios y dictaduras”. Indistintamente se decía que era agente de la CIA, representante del Vaticano y espía de Fidel Castro (¡!). La memoria verdadera, no obstante comentada durante décadas, quedaría refundida en los incontables misterios y relatos ficticios que enmascaran las relaciones entre el poder y los intelectuales mexicanos. Al abrir sus respectivos archivos al cumplirse 25 años de su muerte, vendidos a la Universidad de Princeton, podrá conocerse qué es lo que ella escribía a los políticos entonces y por qué se relacionaba con ellos a distancia, qué pretendía y qué hubo en realidad de cierto o falso en semejante embrollo. En su abultada correspondencia inédita no faltarán quejas eternas: la necesidad de dinero, su infernal relación con Octavio, el desdén mexicano y el nulo reconocimiento a su obra. De política nada interesante, porque no estuvo en su repertorio.

En la dramaturgia, su obra mayor sería “Felipe Ángeles”, basada en el personaje real, uno de los hombres más discutidos y brillantes del levantamiento armado de 1910. Matemático y amigo de Madero, con quien estuvo preso en el Palacio Nacional por órdenes del golpista Victoriano Huerta, el hidalguense fue estratego de la División del Norte y adversario de las dictaduras hasta acabar fusilado en Chihuahua, el 26 de noviembre de 1919. Su juicio fue un oscuro episodio de venganza. Antes de su fusilamiento se recibieron telegramas y peticiones de indulto del propio país y del extranjero. A pesar de que el presidente Carranza pudo condonar la pena, mantuvo una actitud ambigua que al final determinó este crimen fatal. 

Convertido en una de las más perdurables leyendas revolucionarias, Ángeles continúa avivando la curiosidad literaria. Elena recreó sus horas finales. Pese a su actuación en las huestes villistas, tristemente célebre por sus atrocidades, Garro mostró a un hombre de espíritu en el ámbito que Mariano Azuela evocó como tolvanera cegadora e inacabable.

La correspondencia con el joven poeta,  coincidente con el noviazgo hacia 1935, y la sostenida con el escritor argentino Adolfo Bioy Casares, durante periodos de intenso y mutuo enamoramiento emprendido cuando Elena estaba aun casada, en París, con Octavio Paz y Bioy con la legendaria poeta argentina Silvina Ocampo, reservan un tesoro para la literatura. Apenas conocidas en fragmentos, en las misivas de Paz destaca la pasión juvenil que los unió. Soñador y enamorado, el joven poeta estaba dispuesto a hacer “cualquier locura por su amada”. Lo escribió sin sospechar que el designio habría de cumplirse, aunque no en los términos esperados. Por lo poco que se conoce, tales misivas revelan que el cuento que Elena inventó a propósito de su fuga y unión secreta con Octavio sería una de tantas ficciones que gustaba endulzar. Su versión no tiene más fundamento que la nada infrecuente y conservadora oposición familiar que amenaza con separar a los amantes haciéndola enviar a un internado. En esos años, ambos eran estudiantes universitarios. Se dice, sin embargo, que tras las formalidades del registro civil la pareja dejó plantados a los invitados a la ceremonia religiosa que debía realizarse en la Parroquia de San Jacinto, en el antiguo barrio de San Ángel de la ciudad de México. Ferviente católico, el disgusto de José Garro sería doblemente explicable al confirmar, en el atrio, que la rebeldía trasgresora de su hija era el mayor desafío tanto a sus creencias religiosas como a su apreciado concepto de autoridad.

Elena solía provocar amoríos tan apasionados que por seguirla y mantener sus caprichos cuando menos uno de ellos perdió su fortuna en meses de desenfreno y agitación compartidos. Proclive a inspirar leyendas, es probable que la exageración se haya infiltrado en cuentos que se repiten a costa de su memoria como parte de la costumbre oral, tan cara a los mexicanos. Lo innegable es que el tema económico, con la frustración general, fue constante. Sin pudor anunciaba que la acosaban las deudas, que no sólo ella y su hija Helena pasaban hambre y padecimientos, sino que sus decenas de gatos también resentían las carencias que la asfixiaban. 

Así era Elena: una escritora que en sus mejores alientos dejó cuando menos dos clásicos para la historia de la literatura mexicana: su hermosísima novela Los recuerdos del porvenir y la colección de cuentos intitulada La semana de colores, de 1964. En las misivas predomina la figura de mujer desasosegada que, grito en pecho y acompañada de su hija -la adulta niña que asolada por la monumentalidad y peculiaridades de sus padres no pudo crecer-, chillaba su intimidad en todas las azoteas. 

Hay vidas y obras que se funden en idéntico destino. En este caso, uno no puede entenderse sin la otra ya que, a su pesar, formaron una simbiosis indisoluble. Respecto de su narrativa, Elena fue su personaje principal, el más complejo y de síntesis imposible. Sus párrafos, como sus jeremiadas, crecieron desde el exterior. Al modo de su Isabel Moncada –poderosa protagonista de Los recuerdos del porvenir que acabaría convertida en piedra-, ella se consideraría una “no-persona”. Nunca mejor anticipado, su amor fue piedra de toque del porvenir. Elaboró un campo de espejos que la deformaban, afeando gradualmente a la mujer deslumbrante que fue, la admirada y querida por algunos de su generación. Denigrante y fatal, empero, el símbolo del amor transitó del deslumbramiento al odio sin concesiones, hasta convertirse en eje demoníaco de su respectiva existencia.

Elena no supo asimilar el sentido de una libertad que practicaba a pesar de todo. Quizá más amante del teatro que de la narrativa, “por el enorme derecho y revés que existe en él”, confesaría que en el matrimonio también habría un revés y un derecho tan desordenados “que nunca supe por qué me casé, ni si realmente me casé, ya que a los siete años de casada resultó que no lo estaba, pero que sí estaba casada por antigüedad o algo así. Y cuando treinta años después Paz hizo el divorcio, resultó que tampoco estaba divorciada, según me explicó Rodolfo Echeverría, cuyo hermano Luis era entonces presidente de México.” 

Esa tendencia suya a ignorar fronteras entre el sueño y la vigila o entre “el revés y el derecho” cifra su estilo. A pesar de sus numerosos títulos, dos obras brillan con luz propia. Todo está contenido ahí: sus fantasías, los distintivos ciclos de muerte y resurrección, una singular riqueza metafórica, símbolos, descripciones de gran eficacia… Luego -venganza divina a su perfección-, empieza a arrojar obsesiones, encuentros y huidas desde sus cada vez más desgastados puntos de referencia, a pesar de no declinar en su empeño de ostentarse como una “mujer sin ataduras”, en obras reiterativas y densas, memoria de su fuego. 

Fue una jugadora peligrosa. Deprimida y peleada “a muerte” con sus viejos amigos, exigía a gritos un trato de excepción a los gobernantes. No tenía en cuenta que en el México que iniciaba su gran crisis económico-social cuando regresó en 1993 a declinar y morir, los escritores tenían que ganarse la vida de cualquier modo. Ninguna ayuda ni beca ni pensión vitalicia a cargo de Octavio o promovidas por él le eran suficientes. Ninguna respuesta oficial, editorial o privada alcanzaba la altura de sus exigencias. Y es que Elena, ya casi sin respirar, se iba muriendo como una hiena.

Se quejó de ser incomprendida y maltratada en su patria, a pesar de que a su regreso,  enferma y cargada de resentimientos y “miserias”, fue nombrada emérita del Sistema Nacional de Creadores, en 1993. Tal distinción le otorgó una beca vitalicia que, por supuesto, no le bastaba para cubrir sus gastos; es decir, nada era bastante. 

Hábil creadora de su mejor y peor personaje, ella misma, comenzó a castigar su talento al concentrarse patológicamente en la huida y persecución. Desencadenó el ciclo atormentado que la transformaría en el ser violento, neurótico, vengador y desesperado que cultivó hasta su último aliento: décadas sin tregua, gastadas entre libros que escribía y textos que iba perdiendo en casas y cajas abandonadas como reflejo de su alma. Años también en que se irían agudizando sus rasgos esquizoides, teñidos de ciclos de violencia y depresión que la llevaron a enemistarse aun con desconocidos.

En temperamento tan señalado por contrastes insalvables, serían de esperar las más inusitadas reacciones. Se reconoció públicamente débil, desamparada e inofensiva. En el dolor de la abandonada dejó que su belleza se desgastara hasta convertirse en una enferma intimidante por sus arrestos. Era incómoda, inoportuna, habladora e impertinente. Lectora formidable, hizo de su razón la peor enemiga. Una de las más admiradas y repudiadas escritoras mexicanas, Garro vivió atravesada por un furor que la consumía entre conflictos maritales, adulterios oscuros y un peregrinaje imparable entre la geografía y la vida social. Abrumadora, insolente, de voz en daga y armada de un poderoso saldo de lecturas, descubrió que en la literatura cifraría su expiación. Absorbió las contradicciones de su patria. Inusual en una mexicana y más sorprendente por su raíz conservadora, católica y poblana, transgredió las costumbres. Fue impugnada, desdeñada y muy amada por varios hombres. Llevó el lamento colgando de su lengua. Nada la arredró, excepto la memoria de Octavio Paz, convertida en lava. 

Que los dos fallecieran el mismo año antecedidos por agonías lastimosas no sería casualidad para quienes escudriñamos “la historia del revés”. Si Elena fuera “la ola”, Octavio un laberinto de secretos en cuyo centro resonaba el eco de sus muchas voces y se multiplicaba su apego a las máscaras. Por sobre sus episodios infernales, de ambos quedarán sin embargo páginas que dignifican y encumbran lo mejor de nuestra literatura.

Parejas extraordinarias León y Sofía Tolstoi

Sofía Tolstoi solo habría pasado a la historia como la controversial esposa del célebre novelista de no haber sido reconocida después de su muerte en Sobre mi padre,  reveladora biografía escrita por su hija Tatiana. Confidente y hasta cierto punto víctima de la telúrica relación de los Tolstoi en el enredado universo tribal en que se convirtió la casona Yásnaia Poliana. Tanitchka echó mano de los respectivos diarios de sus padres, así como de cartas, fotografías y recuerdos desde luego para tributar a su adorado padre, pero también como un desagravio de la memoria de Sofía, su madre.

Con trece hijos de los que ocho alcanzaron la edad adulta, Sofía nunca logró que el testarudo y autócrata conde Lev Nikoláyevich Tolstoi, 16 años mayor que ella, aceptara el uso de métodos anticonceptivos. Tampoco estaba en la naturaleza del hombre más encumbrado de su tiempo reconocer que, tras copiar a mano y “con buena letra” siete veces el manuscrito de Guerra y Paz, existir a su sombra y ser autora de un diario notable, a Sofía sobraban razones, talento y habilidades para brillar con luz propia…  Invisible e indotada a los ojos de los demás, solo podía ser notada a través del hombre que la investía de presencia, nombre, títulos y significación social.  

El caprichoso Conde Tolstoi era el eje de su vida. Inclusive lo fue durante el trágico desenlace de una intensa relación que aún reserva secretos sin descifrar. Las cosas adquirían o perdían sentido en función de sus exigencias, sus ideas cambiantes, su animosidad y su literatura. A su lado ningún día podía ser como el anterior porque una mañana podía amanecer persiguiendo a la mujer con la pasión al rojo y a la siguiente decidir que sería casto. 

Consagrada a servirlo, como se esperaba en el XIX de toda mujer educada y de buena cuna, al casarse a sus 18 años con un ya destacado Tolstoi de 34, no sospechó que, sin tardanza, tendría que soportar las intemperancias del hombre que, presa de imparables contrastes y devaneos sexuales, no solo engendraría cuando menos un hijo fuera del matrimonio, sino que, consecuente con su distintiva inestabilidad,  transitaría hacia la vejez entre desvaríos filosóficos, religiosos, nutricionales y pacifistas. 

Invariable matrona y guardiana de la despensa, se olvidó de la joven ingenua que fue y se convirtió en una gobernanta implacable, mandona y robusta.  Llevaba las llaves de Yásnaia Poliana colgadas del cinturón, con todo lo que implicaba: educar a la prole, administrar los bienes, resguardar las finanzas, controlar criados y siervos, cubrir las exigencias domésticas de la muchedumbre que habitaba la finca legendaria, amamantar, cuidar e instruir a sus niños, que adoraba, y padecer enfermedades rematadas con cinco duelos que la dejarían devastada. Eso, sin descontar la inusual entrega con la que cuidó, celó y amó al hombre que “escribía frenéticamente durante todo el invierno, lleno de emoción y con lágrimas en los ojos.”

El 12 de enero de 1867, en plena factura de la monumental novela Guerra y paz, que de tanto copiarla seguramente acabaría memorizando como Anna Karenina, Sofía describió en su diario una escena típica de su estrecha colaboración que sostenía con el escritor: “Todo lo que me lee me emociona tanto que casi se me saltan las lágrimas. Y no se si eso se debe a que soy su mujer –es decir, obedece a mi simpatía- o a que es realmente bueno. Creo que más bien a esto último. A nosotros, a la familia, lo único que nos reporta son les fatigues du travail, a mi me muestra una impaciente irritación, y últimamente he empezado a sentirme muy sola.”

Recia, decidida, era “un carácter”, como diría Unamuno cuando “cada uno es cada uno”.  Ninguna con un dejo de debilidad podría haber sobrevivido al egoísmo protagónico del patriarca. Y agobiada por los excesos delirantes de su deidad domiciliaria, Sofía fue perdiendo la fe en la medida en que la religiosidad de Tolstoi se exacerbaba. Con el ojo en alerta sobre descubrimientos que abrían paso a la modernidad, desde 1887 se fascinó con la fotografía. Más de mil placas de su autoría y de no desdeñable factura dan cuenta de la Rusia zarista, de la vida familiar, y especialmente de la pasión que la unió a su esposo. 

Debió discurrir un orden preciso para darse tiempo de llevar un diario durante casi sesenta años, desde octubre de 1862 hasta su muerte, en 1919, a los 75 años de edad, habiendo atestiguado la Primera Guerra Mundial, descubierto tardíamente la música y sufrido de manera directa la agitación revolucionaria. Que estaba cansada, escribió; fatigada de sufrir agitados resabios matrimoniales, conflictos familiares, la muerte de cinco de sus trece hijos; cansada de ser sistemáticamente ignorada, devaluada, humillada… 

Los escasos periodos de silencio escritural coinciden con estados de depresión, fastidio o desaliento. Invaluables, sus anotaciones sobre las transformaciones anímicas del monstruo sagrado que debió ser insoportable en la intimidad, en nada desmerecen aciertos de Tolstoi sobre los penares del alma. Ninguno de los fieles y fanatizados devotos que lo tenían por “santo” e iluminado conseguiría integrar, como ella, un registro biográfico y psicológico tan completo y profundo. 

A pesar de que sus diarios se publicaran décadas después de su muerte, siguen siendo tan fascinantes como imprescindibles para inquirir la complejidad de una excepcional, apasionada y en muchas ocasiones brutal relación de pareja. Con maestría describe el filón demencial de uno de los Inmortales de la literatura rusa y, con la aceptación de una maternidad cumplida como parte de su naturaleza, desvela sin darse cuenta “la pura verdad” de una mujer “peligrosa”, intimidante e incómoda a causa de su inteligencia.

Por su parte y a diferencia de quienes ascienden arañando el destino desde un pasado familiar lastimoso, Tolstoi nació en la finca familiar de Yásnaia Poliana y, aunque huérfano temprano a cargo de sus tías, creció rodeado de privilegios reservados a la nobleza. Allí escribió gran parte de su obra. Y desde  allí fue y vino por los contrastantes y disipados escenarios de la Rusia imperial hasta que, cansado de la ociosidad y la vida disoluta, “sentó cabeza”, guardó profundas discrepancias con la Iglesia ortodoxa y sufrió una gran conmoción al darse cuenta de la infortunada realidad de los campesinos. 

En su primera juventud probó el Derecho y los Estudios Orientales en Kazan, pero  en el frívolo mundillo de San Petersburgo y Moscú se cocinaban las mejores historias, donde él mismo resultaba protagonista. Al participar casi accidentalmente en una de las campañas de la Guerra de Crimea en la brigada de artillería en la que su hermano era suboficial, sufrió su primer golpe de conciencia y tanto en la memoria como en sus páginas el Sitio de Sebastopol perduraría como referente de heroicidad. 

Enamorada, ella era todo frente a él y nada para sí misma: oído, lectora, copista y crítica; correctora invariable, guardiana de la casa y de las cuestiones mundanas, amante sin horario, anfitriona, esposa a tiempo completo... Y él, que sabía escudriñar como pocos los entresijos del alma humana, era incapaz de tratar y valorar con justicia a su esposa. En sus fases más críticas, cuando las ideologías y sus adeptos se beneficiaban de sus desvaríos dejó que la violencia se metiera a la casa por la puerta grande. Abominó de la intimidad sexual, se declaró pacifista, vegetariano y víctima de los furibundos celos de una Sofía abandonada que no supo qué hacer con la profunda depresión que siguió a su sentimiento de fracaso.  

Apenas cubierto con un modesto sayal al uso de los campesinos de la región, se dejó crecer la barba, adelgazó y adquirió el aspecto del santón o gurú oriental, cuyas fotografías suelen reproducirse como testimonio de su “conversión”. En vano pretendió deshacerse de los bienes para “repartirlos” entre los siervos y no pocos oportunistas que lo cercaban, aislándolo de los suyos. Entonces huyó de casa, no sin antes dirigir a la desesperada Sofía esta reveladora despedida:

“Tú le has dado al mundo cuanto has podido: un gran amor maternal y un gran espíritu de sacrificio. Pero durante el último periodo de nuestro matrimonio, desde hace 16 años, nuestras vidas se han separado.”

Los testimonios coinciden en que las pasiones campeaban en Yásnaia Poliana, mientras llegaba toda clase de gente para ver al gurú. Lejos estaban los días de sus tránsitos ideológicos. Imbuido de piedad y ascetismo, al final de sus días renunció a la vida mundana, inclusive a sí mismo. En uno de sus habituales arranques autoritarios el “iluminado” conde, elevado a las alturas de la más inexpugnable espiritualidad, habría arrojado a las manos de la canalla y de los oportunistas que lo cercaban hasta el último pliego de su obra y la última semilla de sus tierras. Solo Sofía se lo pudo impedir, pero al precio de la tragedia que sellaría su memoria y su relación matrimonial.

La conflictiva muerte de Liev Nikolálevich Tolstoi en una estación perdida de ferrocarril, cercado como estuvo por su médico y el grupo de “oscuros” liderados por el fanático Chertkov, la dejaría desolada desde aquel fatídico 20 de noviembre de 1910. El final de la historia no pudo ser más dramático: él, aquejado de pulmonía, dejándose llevar por nadie hacia ninguna parte para acabar tirado en el catre del vigilante; ella, con el alma y el corazón heridos, clamando a distancia que la dejaran ver al marido agónico.

Contrapunto sombrío en la vida del novelista, según la versión de sus adversarios, ella lo sobrevivió nueve años. Para encumbrar a Tolstoi, el régimen soviético ensombreció la memoria de Sofía. Sus diarios y fotografías solo cobraron vida y sentido cuando declinó el comunismo. A casi un siglo de distancia de su muerte, ocurrida en noviembre de 1919, Sofía Tolstoi ofrece otra lectura, mucho más conmovedora, de su realidad femenina para dejarnos una certeza: la inteligencia de una mujer es un arma mucha más peligrosa y temida que una descarga de artillería.

Mariposas negras

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Un aleteo seco, como en sordina, anunció su llegada. No quise ver, pero sabía que era ella: terror de mi infancia, herencia materna, anuncio de muerte y augurio nefasto.  La miré de reojo. No fuera a ser que, como en la peor de mis pesadillas, viniera a posarse en mi cara. Casi en sigilo retrocedí para que no me notara. E inmóvil, como mejor se enquistan en la memoria las figuras nocturnas, allí estaba: parda, enorme, con las alas extendidas allá arriba, donde ni plumero ni escoba conseguirían alcanzarla. Un temblor cargado de adrenalina ascendió en espiral desde los pies hasta la coronilla.  “Debo sacarla”, pensé, pero el pavor me paralizó. 

Entregada a mi lucha contra el pasado, me mantuve a resguardo. La mariposa negra era más poderosa que yo y más convincente que la razón o el sentido de realidad: bastaba sentirla para que los recuerdos cobraran vida y me situara en el espacio de las premoniciones insospechadas. Todo empezó cuando una de ellas apareció pegada en la pintura barata que, sin ninguna razón, las mudanzas transportaban de casa en casa, como si de algo de valor se tratara. Aquella “marina” horrenda completaba las historias de la familia y nadie la quiso cuando nos hicimos adultos. De suyo simbolizaba tormentas que atraía o reflejaba su oleaje vertiginoso. El grito de mi madre reveló la gravedad del suceso: alguien cercano y pronto, iba a morir. Lo comprobamos a la mañana siguiente: mi hermanito enfermo, de apenas tres meses de edad, llegó difunto del hospital. 

Cumplidos cada uno en su oportunidad, los anuncios adversos antecedieron a la merma de los parientes. Por absurda que se antojara, la superstición se enquistó en mi conciencia. Era inminente que, con cada mariposa furtiva, alguien cercano se iría del mundo. De nada servían los escobazos para ahuyentarla. Tampoco los trapos la espabilaban ni hubo remedio, oración, sahumerio, estrategia o consejo que evitara lo inevitable. En ciclos más largos o más cortos llegaba el insecto odiado a repetir el ritual funerario hasta que un día me atreví a hacer un trato con ella: “tú cesas de anticipar ataúdes en el interior de mi casa y yo te dejo el camino franco para que te poses en libertad al lado de la ventana abierta”. Durante un tiempo desaparecieron difuntos y mariposas negras. Recobré la confianza y volví a ventilar la casa sin padecer el acecho del huésped incómodo.

Era una noche de luna llena, apenas hace unas semanas, cuando advertí que la misma u otra más grande e intimidante reaparecía de la nada. Empavorecida, me atreví a susurrarle: ¡shu, shu… fuera, fuera de aquí! La mariposa siguió sin embargo quieta, adueñada no solo de la pared, también de mis miedos, de mis recuerdos más negros y de la remota voz de mi madre que repetía desde no se dónde aquel desconsuelo hiriente que me dejó en el alma una cicatriz de fuego. Basta de trucos, me dije: esto no tiene sentido. Y me senté frente a ella a observarla como si secretamente aguardara el ring ring del teléfono con el aviso de que alguien insospechado se nos había adelantado.

El insomnio me perturbó entremezclado de pesadillas. Me sentí removida por lutos viejos y penas anticipadas. Decidida a vencer el estigma salté de la cama y busqué una toalla deshilachada. “Te equivocaste de casa”, le dije asestando el primer golpe de trapo. La mariposa aleteó con su ruido en sordina y cambió de lugar. Así una vez y otra vez. Volví a arremeterla, solo para agitarla. Tras un vuelo torpe y en círculos vino posarse en uno de los libreros, donde guardo fotografías. Inhalé y exhalé. “No te detengas”, me dije temblando y sin dejar de ahuyentarla. Encaramada en el escritorio cercano a los anaqueles extendí la tela y con suavidad, lentamente, logré cubrirla en toda su envergadura. En vano luchó batiendo sus alas porque por fin conseguí atraparla mediante varios dobleces. Incapaz de aniquilarla a palos como hubiera deseado, me dirigí al balcón con el envoltorio, no sin antes cerrar la puerta para evitar que me sorprendiera con un giro hacia adentro. Sacudí la toalla y la mariposa negra desapareció de mi vista fusionada a la oscuridad.

Convencida de que al fin había triunfado sobre la superstición y el destino, tiré el trapo en el basurero. No fuera a ser que me pegara la tiña, como los mayores advertían en mi infancia. Me lavé las manos. Me vi al espejo y, en penumbra, algo parecido a una sombra me sorprendió parada a mi lado: “la soledad es aliada del miedo”, susurré. Sin ceder a la tentación del espanto, regresé a dormir plácidamente. Horas después, desde Guadalajara, me telefoneó Olga mi prima: “mi padre ha muerto”, me dijo… Y yo, prendida al recuerdo infantil del día en que creí ver a la bisabuela reflejada en una de las tres lunas del ropero mientras exhalaba su último aliento, también repasé los signos que precedieron un largo listado de despedidas: mi abuelo, mi abuela, mi padre, mi sobrino, mi hermana, mi madre… Y ahora, mi tío. 

Al igual que mi hermanito pequeño, de cuyo rostro ni siquiera quedó un retrato, ninguno de mis parientes se fue de este mundo sin que alguna mariposa negra apareciera previamente en mi casa. Pasmada, entendí que lo sobrenatural tiene sus propias leyes y que no hay escoba, consigna ni trapo que le impida al destino determinar el estilo de hacernos saber cómo se habrán de trasmitir sus designios.

Amistades líquidas

Zygmunt Bauman

Zygmunt Bauman

La encarnizada lucha por la vida ha castigado severamente el vínculo más perdurable, sano y sagrado de las relaciones: la amistad. Al advertir que la conveniencia, el acomodo o el interés personal se sobreponían al nexo entre dos o más personas, Aristóteles aclaró que sin virtud no se puede crear una amistad verdadera. Si con ella la vida establece compromisos emocionales que facilitan las experiencias satisfactorias, generosas y gratificantes, sin ella se corre el riesgo de ceder a la ansiedad, a la incertidumbre, al desamparo y la confusión que desencadenan deseos conflictivos.

 La amistad es un eslabón que dota de sentido, esperanza, certidumbre y solidez al resto de las relaciones. Por ella son menos graves las situaciones adversas y sin ella la soledad puede ser insoportable. Lo sabemos quienes hemos cultivado este sentimiento de confianza, libertad, comunidad y aceptación que nos inclina a agradar y a hacer un bien al amigo. Inclusive el amor de pareja exige este lazo que mitiga el miedo a ser rechazado o excluido de la unión voluntaria.  Aunque cargado de riesgos, el amigo busca y encuentra el hilo que articula e identifica en vez de separar un destino coincidente entre criaturas inteligentes.

Todo ha cambiado, sin embargo, con la apresurada tentación de pasar de una relación a otra, de un tema a otro, de un objeto de interés a otro y de un mensaje a otro, propios de la “modernidad líquida”, ilustrada en títulos reveladores por el intelectual y sociólogo polaco Zygmunt Bauman. Premio Príncipe de Asturias 2010, empleó la figura de la veloz transitoriedad impulsada por la desregulación de los mercados, su complementaria revolución tecnológica y el subsecuente descrédito de vínculos firmes y duraderos para referirse a la tragedia autodestructiva de nuestro tiempo.

No es casual que durante el último cuarto de siglo, con el ascenso del consumismo y el poder del dinero, hayan proliferado la deshumanización de los vínculos afectivos y el desafecto de las cuestiones vitales. A cambio de presencias perdurables estamos a la vera de “amistades virtuales” que actúan como espejo y pantalla de nuestra fragilidad en sociedades sin modelo, sin seguridad ni estructura, cuyo mejor producto disolvente se multiplica en las redes sociales.

 Tiene razón Bauman al indicar que en una sociedad privatizada e individualista el amor, los otros y las relaciones se hacen flotantes, volátiles, prescindibles y siempre cambiantes.  Así el extinto estado de bienestar, cuyos valores de “solidez”, permanencia y seguridad que sustentaban el esfuerzo constructor de un futuro con certezas han desaparecido. Las falsas libertades implícitas en la modernidad líquida impiden ejercer el derecho a la felicidad, mientras que la endeble y arbitraria cultura laboral nos obliga a asumir miedos y angustias existenciales que arruinan la previsión del porvenir y traen consigo consecuencias nefastas en la condición humana.

Según sus tesis, tanto el individuo como la familia y las instituciones perdieron rumbo y respeto por la vida, la dignidad, el amor y el contexto vital de nuestra especie. Protagonizado por la rápida aceptación del Facebook, la impaciencia de un mundo global ha encontrado el nicho idóneo en la web para dar cabida y rostro a lo momentáneo en tránsito hacia ninguna parte y a la multiplicidad de mensajes que hacen que el protagonista/consultante, fiel al factor sorpresa, no sepa a dónde ni para qué ir, a pesar de compartir  direcciones con amigos virtuales que también se asoman a ver qué, lo que sea sobre el otro, para fantasear una vía de acceso a su intimidad.

Sin embargo y haga lo que haga, “el amigo” no podrá satisfacer la necesidad de sentirse cerca y aceptado por las demás “amistades”. Pero no ser excluido en recinto tan frágil alimenta la ilusión de estar comunicado. Tampoco podrá librarse del efecto aleatorio de la selección y el destino de mensajes generalmente efímeros que reflejan la urgencia de decir, de hacer y ser atendidos. Ante la casi imposibilidad de consolidar compromisos y vínculos reales, en realidad los recintos virtuales demuestran que los episodios pasajeros se corresponden al sentimiento de frustración y vacío derivado de la veloz desintegración de la vida social.

La economía de mercado impone sus leyes no para hacernos partícipes de una mejor calidad de vida, sino para asimilarnos a los rigores de un mundo sin futuro donde el trabajo/basura, los pobres y marginados del falso concepto del “éxito” o de libertad, se consideran prescindibles.  En eso consiste la regla excluyente del individualismo, en hacer del yo el centro de un universo que sucumbe a la presión consumista.

Con el recurso de “úselo y tírelo”, las relaciones de número –no de calidad- se contagian del síndrome de la impaciencia que se entromete en nuestras más íntimas aspiraciones. La sensación de vacío transitoriedad depresiva, así como el miedo al compromiso real explican la supremacía de ofertas superficiales de “superación personal” y de éxito en una globalidad sin asidero ni identidad confiable.  Se teme al fracaso personal, económico y social, por lo que hay que “estar” a la vista y en el deseo del otro: un nombre convertido en referente del “secreto arte de ser aceptados”, inclusive por una población anónima.

Si la amistad entraña una conexión afectiva, fraternal y solidaria fundada en la persistencia y en la certeza de que al llenar un vacío individual ofrece un aliado para los malos momentos, su ausencia multiplica el efecto de la “individualización” de la vida moderna.  Aunque fuera ideada por su creador para consolidar nexos afectivos, la amistad virtual cambió de propósito al “diluir” los vínculos humanos. Todo es contradictorio, hasta ahora, en la funcionalidad afectiva y comunicadora de la web: permite establecer lazos, pero suficientemente “flojos” para ser desanudados. Lo peor, respecto de la psicología de rechazo, es someterlos al golpe de una tecla –delete-, que los desaparece del registro “amistoso” del Facebook, de la “conexión” entre parejas  “conectadas” o de “las relaciones de bolsillo”. Nombres, “amigos”, “parejas o encuentros virtuales” y mensajes  se pueden excluir, revisar o sepultar a conveniencia, y no pasa nada.  Su permanencia está sujeta al señuelo del atractivo, como los productos comerciales o las inversiones que primero crean expectativas, en su momento rinden y en cierto punto declinan.

 “Vivir juntos y separados” en relaciones cuyo compromiso ya no tiene sentido ni futuro es consigna de la modernidad. Estamos expuestos a aproximaciones temporales cifradas por la velocidad.  No arriesgarse ni otorgar sostén afectivo es ideal  en el cambio incesante, por lo que las emociones implícitas en la amistad no llegan a cuajar ni a perdurar. Si bien las parejas  deben ser laxas, ligeras, sin complicaciones y dispuestas a deshacerse en cualquier momento, las amistades virtuales también se rigen con el principio de “entrada por salida”.

  No renunciar al compromiso afectivo es nuestra verdadera vía de salvación. El mundo se diluye y nos envuelve en un caos intimidante, pero todavía no hay quien no desee, por sobre todo, ser amado, acogido y aceptado. Esta necesidad real, alojada en la raíz del ser, nos hace creer que por el carácter sagrado de los vínculos amistosos la humanidad podrá rescatar dos principios indispensables para recuperar nuestro contexto vital: fraternidad y confianza solidaria.

La tristeza de un genio

Giacomo Taldegardo Francesco di Sales Saverio Pietro Leopardi

Giacomo Taldegardo Francesco di Sales Saverio Pietro Leopardi

De tanto repetirla con ligereza, la soledad del escritor se ha convertido en una figura casi anodina, sin sustancia. Hay que leer biografías para conocer el revés de los libros, la parte de la vida que se empeña en la pasión de saber. Recién concluí Hacia el infinito naufragio, en cuyas páginas el español Antonio Colinas, con una intensidad estremecedora, describe las durezas padecidas por Giacomo Leopardi, “el otro Dante”, célebre autor de Canti y –cosa curiosa en su vasta obra-  también de una original historia sobre los errores humanos.  Fue uno de los clásicos del romanticismo y de la poesía italiana del siglo XIX aunque, por encima de todo, estuvo dotado con una inteligencia excepcional y una pésima salud que desde su nacimiento determinó su breve destino. Víctima de una agonía lastimosa durante la epidemia del cólera que él no padeció, aunque algunos biógrafos así lo afirmaran, no llegó a cumplir los cuarenta de edad, pero dejó una obra que deslumbró a los notables de la hora e inclusive en nuestros días atrae aún la atención de filólogos, poetas y estudiosos de la literatura.

         Si el genio creador es un misterio, más inexplicable se antoja el don de ver y mostrar el lado oculto de la vida, como lo hiciera el poeta italiano. La pesadumbre desesperada, característica del conde Giacomo Taldegardo Francesco di Sales Saverio Pietro Leopardi, nacido durante el apogeo napoleónico el 29 de junio de 1798 en su palacio de Recaneti, tuvo mucho que ver con su mala salud y malformación ósea, pero sus testimonios sobre la severidad de sus padres y el catolicismo cerrado que lo formó sellarían una tristeza profunda que lo hizo desear la muerte. En su Zibaldone o diario de pensamientos, dejaría en unas frases –elegidas por Colinas- la imagen que tuvo de su madre, Adelaida Antici: “Yo conocí una madre que consideraba la belleza como una verdadera desgracia, y viendo a sus hijos feos o deformes, daba gracias a Dios por ello; es más, pretendía que, en vista de tales males, renunciaran enteramente a su juventud.” “Eran los tiempos –apostilla su biógrafo- en los que Leopardi –joven aún, pero ya deforme- huía de las pedradas y de las burlas de los chicos de Recanati.”

         Sólo por el peso religioso de la obediencia en su naturaleza vulnerable se entiende el control que sus padres ejercían sobre él al grado de que ni a sus 21 años de edad podía salir a pasear fuera del palacio sin la compañía de sus hermanos o sus sirvientes. Mientras que su inteligencia era un hervidero de pasión e imágenes e ideas volcadas en su poesía, solo anhelaba la libertad de moverse, comunicarse con sus pares y conocer un mundo más allá de los límites impuestos por las lecturas domesticas.

         Vivir con personas que pensaban de manera completamente distinta a la suya lo llevó a decir, más de una vez, que “toda vida intelectual resulta infructuosa sin el fértil diálogo”. Que moriría si no cambiaba su condición de esclavo ya que “la soledad no está hecha para los que arden y se consumen en sí mismos (... ) Si al menos pudiera cambiar de vida..”, escribiría entre lamentaciones cuando planeaba la primera de sus huidas infructuosas de casa, hacia los dieciocho años de edad,  en una de sus misivas a su amigo entrañable,  el escritor Pietro Giordani quien, al parecer, redactó la inscripción que se le puso a su tumba en la iglesia de San Vitale, en el camino de Pozzuoli, que decía así:

Al Conde Giacomo Leopardi, recantés,

filólogo admirado fuera de Italia,

escritor altísimo de filosofía y poesía,

digno de parangonarse solamente con los griegos,

que  falleció a los XXXIX años de edad

a causa de continuas y míseras enfermedades.

Lo hizo Antonio Ranieri,

durante siete años y hasta la última hora unido

a su amigo adorado. MDCCCXXXVIII.

El primero en advertir que había engendrado un talento fuera de serie fue su padre, el erudito y archiconservador conde Monaldo, cuyo linaje se remontaba a los orígenes del siglo XIII, uno de los más antiguos de la península italiana, aunque sus prendas de nobleza no le impidieron dilapidar su herencia hasta rozar la pobreza. Sería su esposa Adelaide, descendiente de los marqueses de Antici y afamada por imponer a los hijos una severidad que rallaba en la humillación, quien se encargaría de abatir los errores administrativos del marido a fuerza cicatear hasta rehacer una parte de la fortuna de la familia, cuando Giacomo ya era adulto y a distancia, por fin independiente, en vano les rogaba apoyo financiero para subsanar “una miseria que a cualquiera avergonzaría”. No solamente jamás recibió el apoyo requerido sino que ni muerto conseguiría un gesto amoroso por parte de sus padres.

         Bibliófilo él mismo y dueño de una de las bibliotecas más ricas y diversas de la hora, misma que aún puede apreciarse en su casa-museo de Recanati, un pequeño poblado de la costa adriática, en la región de las Marcas de Ancona en la provincia de Macerata, Monaldo discurría cualquier artimaña para hacerse de libros a espaldas del celo neurótico de la esposa, quien no soltaba ni el dinero ni el afecto ni las llaves. La condesa accedió sin embargo a poner en manos de los más ilustres mentores a sus hijos Giacomo, Carlo y Paolina, quienes no tardaron en llamar la atención de Sebastiano Sanchini, su primer preceptor, bajo cuya mirada Giacomo escribió sus primeras composiciones literarias, a los ocho años de edad.  En su concepto de educación, sin embargo, no había cabida para valorar la libertad de pensamiento ni ninguna acción que estuviera fuera del coto de las prohibiciones religiosas, fusionadas a las familiares.

         En tanto Giacomo aprendía griego y hebreo y hacia los quince de edad componía una Storia dell’Astronomia de notable erudición, se iban sucediendo los maestros para instruir a los hermanos con lo mejor de las ciencias y las humanidades. Convencido de que nadie aprovecharía mejor sus libros, el expulso jesuita mexicano José Torres -de quién aprendió el español- los heredó al morir al acervo de los Leopardi, no sin antes reconocer que poco era lo que podía enseñar a Giacomo, pues en todo su saber y su dominio de lenguas lo superaba. Y no se equivocó ya que entre traducciones tempranas del griego y del latín, ensayos filológicos y primeros poemas antes de cumplir los veinte y con daños severos a la vista a causa de dedicar más de quince horas diarias al estudio disciplinado, este sin par hombre de letras acudió al recurso de las misivas para ampliar el cerco que lo asfixiaba; sin embargo, ni en eso fue libre ya que su padre le sustraía la correspondencia para impedir que “tan malas influencias” lo sacaran de su estricto control.

         Luego de tentativas fallidas de huida y no sin enfrentar enormes obstáculos familiares y económicos, pudo viajar un mes a Roma, donde conocería a sus primeras y decisivas amistades literarias. Dueño de una fecundidad admirable, una tras otra sumaba obras  como las veinte primeras Operetti Morali, las diez primeras Canzoni y las Annotazioni, publicadas en Bolonia. Gracias a la invitación del editor Stella partió de Recanati hacia Milán y de ahí a Bolonia, a Florencia y a Pisa. Picado de melancolía, regresaba a casa, aunque la tensión con sus padres se fuera extremando al grado de que tenía que acudir a la ayuda de los amigos toscanos para sobrevivir y atender su creciente gravedad. En la cuarta y última carta que dicta en su vida –la del 27 de mayo de 1837, unas semanas antes de morir el 14 de junio en Nápoles, al amparo de sus protectores-, le habla a su padre de “su enfermedad, del asma que le impide caminar, descansar, dormir”. Sabe que su fin está próximo e invoca el eterno reposo, “no por heroísmo, sino por el rigor de las penas que sufro.”

         Enamorado de lo imposible, según consta en Zibaldone di pensieri –traducido espléndidamente por el propio Colinas como Cantos y Pensamientos- de las tres mujeres que literal y casi accidentalmente cruzaron por su vida quedaría el motivo para escribir algunos de los poemas más bellos de la lengua italiana.

         Con Hacia el infinito naufragio Antonio Colinas pone de manifiesto que la vida detrás de los libros puede ser tanto o más rica y sorprendente que el legado de cualquier escritor.  Leopardi es más Leopardi, más melancólico y desesperado al grado de impugnar a Dios y abominar de la religión, después de conocer esta espléndida biografía.

 

 

EL CENTRO HISTÓRICO Y LA VERDAD DE MÉXICO

Foto por:  http://www.fotosimagenes.org

Foto por:  http://www.fotosimagenes.org

Todo está ahí, en el Centro de la Ciudad de México, sin congruencia ni hilo conductor: vestigios de nuestro pasado mexica, huellas de la colonización, edificios y sueños truncados desde la Independencia hasta el porfiriato, los gobiernos de la Revolución y la pesadilla de nuestros días, incluidos defecaderos y orinales a cielo abierto, ratas, comederos insalubres, teporochos tumbados a discreción, estatuas de la Santa Muerte engalanadas en el mejor estilo kitsch, efigies de la Guadalupana en banquetas y comercios atiborrados de luces y baratijas, San Judas de cualquier tamaño, tendajones, prostitutas y padrotes, vecindades y jonucos, niños que juegan con basura, pordioseros y ladrones, iglesias, mercados, fritangas y conventos que despiden olores putrefactos…  Lo insólito se aprieta en esa zona, inclusive nuestro amor/odio por una Capital en la que vida, supervivencia y muerte se entremezclan a la repugnancia, al placer y al asombro.

Tan cabal imagen de nuestra sociedad desestructurada ilustra la historia el poder. Una república maltrecha engendra esperpentos, falsos redentores, ángeles exterminadores y protestas cada vez más anárquicas y consecuentes con la ilegalidad de la costumbre amañada de gobernar: justo lo que, con desnudez impúdica, hace del Centro un laboratorio invaluable para desenmascarar la verdad de México. Sin descontar nombres de las calles ni recintos que atesoran memoria y olvidos de quienes nos precedieron, lo mejor  y peor logrado de la complejidad política de nuestro pueblo  se congrega en este paisaje urbano.  Abrumador y excesivo: así es el saldo de una larga jornada dedicada a recorrer  desde el área de La Merced hasta la iglesia de la Concepción, aledaña al Teatro Blanquita.

En realidad, nada falta para conocer las bajezas ni las aspiraciones de que son capaces los hombres. Lo demuestra el extraordinario Museo Memoria y Tolerancia: el más alto ejemplo de lo que se puede lograr cuando talento, cultura, compasión, dinero y conciencia se activan con el sentido de fraternidad indiviso de la esperanza. Lo escribió André Malraux, y no se equivocó: “Como los unidos por el amor, los hombres unidos por la esperanza y la acción alcanzan  dominios que no alcanzarían por sí solos”. Y lo contrario, también. No es casualidad que, sobre las ruinas del temblor de 1985 y embellecido por la plaza y los diseños de Legorreta, Arditti+RDT Arquitectos construyeran una obra de arte para testimoniar, encabezados por el exterminio nazi, tanto el alcance del mal y la locura como del dolor y la irracionalidad.

Los contrastes, pues, son inagotables. Si el ímpetu devastador de generaciones insensibles al legado de nuestros abuelos no es ajeno a la degradación de la Justicia que se respira en cada metro, tampoco la incivilidad que campea en las calles puede sustraerse de la corrupción cultivada en la vida pública como si fuera inseparable del talante mexicano.

La revoltura de edificaciones ruinosas, plazas y edificios espléndidos está poblada por una muchedumbre que subsiste entre la rapiña, el ingenio, la improvisación y una vasta gama de actitudes que oscila entre las tentativas de orden al caos intimidante. En aproximadamente 57 mil metros cuadrados se concentra el rostro de un país que a cuentas gotas –y no siempre con éxito- desafía el estigma de la derrota que los mexicanos llevamos en la frente. La profusión de máscaras que pretende ocultar la verdad de un pueblo que se niega a aceptar su dualidad, exhibe aún la necesidad de sostener una mentira viva, no obstante vieja y artificiosa, con la que se cree aliviar la cruda realidad.

Es el ocurrente recurso de los disfraces, precisamente, el que mejor revela la enquistada costumbre del poder que acude a la promesa, al alarde, al timo, a la simulación y al engaño para golpear una verdad que, a su pesar, se impone  con más dramatismo cuanto mayor la pretensión de ocultarla. Al modo del machismo pródigo en inventos para continuar aplicando la máxima que dicta “te quiero, te golpeo”, el Poder castiga al incauto y al desvalido tras la fórmula de leyes reformadas y dictados irrefutables que, lejos de subsanar la miseria con ignorancia que incrementa la tragedia mexicana, acelera el proceso de depauperación que envilece a los indignados en la proporción en que enriquece a los privilegiados. Sin embargo, el “desvalido” sabe cómo vengarse al enrostrar su condición lumpenizada.

Inocultable en el “corazón de la Capital”, el arco en tensión entre la pobreza y la riqueza, entre la tolerancia y el abuso, entre el horror y lo bello que consiguen burlar el efecto “mano de hacha” que tanto la furia lumpen como la codicia burguesa esgrimen con lenguajes diferentes, deja en claro lo innegable: de la globalización del despojo no habrán de surgir ni el equilibrio social y mucho menos los medios para amparar la dignidad de las personas. 

Enero 21

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Mi vida entera cabe entre la hoja en blanco del cuaderno escolar y el sofisticado laptop, donde escribo estas líneas. En medio de estos objetos no solo está a completo mi biografía, también la más asombrosa historia del hombre. Si la aspirina era de suyo un milagro, antibióticos y vacunas ostentaron el primer triunfo de la ciencia sobre la muerte temprana. Cuando mi primera Sheaffer dejó atrás el lápiz Mirado y la IBM eléctrica a la Olivetti portátil pensé que el reloj se movía con rapidez. Tanto, que en cosa de meses aparecieron en mi biblioteca un fax, un modem y una copiadora. Comencé los ochenta aventurándome con una computadora que a punta de susto y teclazos aprendí a manejar. No bien concluía un libro cuando los supersónicos avances de la tecnología ya me sobrepasaban con ofertas tan seductoras como inauditas. Música, literatura, comunicación, memoria, técnicas de edición… Todo se transformó en unas décadas para conseguir que lo más simplificado y pequeño fuera a la vez lo más eficiente. Con los tránsitos de lo grande a lo pequeño y de lo complicado a lo simple advertí que también en mi escritura debían reflejarse los cambios.

Dos cosas aprendí al ver cada viernes impreso mi nombre en la Primera Plana de Excélsior: lo fascinante que resulta escribir un artículo a vuela pluma y lo efímero que es el ejercicio periodístico. Dado el control burdo y grotesco que ejercía el Gobierno sobre lo publicado u omitido en la prensa, tuve que aprender a ejercer la crítica de modo que, sin renunciar al dictado de la inconformidad, expresara ideas o denuncias sin exponerme a recibir, a la mañana siguiente, la “comedida” visita o el telefonazo del funcionario de la Presidencia.

No que sus predecesores se distinguieran por sus luces o que, más allá de consumarse como “chuchas cuereras”, dejaran un legado siquiera digno, pero ni con la mejor voluntad podían reconocerse atributos, sagacidad, imaginación o talento en Vicente Fox. Llegó a la Presidencia por la puerta falsa, mientras la sostenían nuestros comedidos vecinos del Norte. Ciertamente, el país era un pudridero y la sociedad el caldo infeccioso que no tardaría en reproducir los virus letales que aún nos atacan. Inclusive, en su hora, analicé el fin de “El Sistema” como un suicidio gradual del priísmo. Pesó más su propia degradación que el “hartazgo” a que se refiriera Monsiváis. No obstante la infortunada presencia política de los relamidos y muy conservadores recién llegados, el cambio trajo consigo un aire refrescante para la libertad de expresión que, por supuesto, ni levemente existía.

Por desgracia, cuanto se ganó en apertura se perdió en calidad, cultura y presencia crítica. Escritores y plumas que semana a semana contribuían a crear conciencia desaparecieron a cambio del ascenso de “informadores”, “comentaristas” y “comunicadores”, que tanto en la prensa escrita como en la radio y la televisión reflejan con puntualidad la tendencia dominante para igualarnos hacia abajo, como gustara decir don Alfonso Reyes. Así que somos libres -¡qué libres somos!-, pero para andar en tinieblas y a expensas de diarios y publicaciones periódicas que temen a las ideas en la misma proporción con la que atiborran de imágenes y naderías sus páginas. Los anuncios superan a las noticias y cada mañana el lector corrobora que la muerte del periodismo tradicional es un hecho tan irreversible como el triunfo de la banalidad y el consumismo consagrado por el modelo neoliberal.

La tecnología, por fortuna, es el nuevo paraíso a alcanzar. Ningún periódico en el mundo, por popular y prestigiado que fuera, conseguiría en un año el número de lectores que un activo y seductor usuario de las redes sociales puede sumar en un solo día. Ya se sabe que la popularidad también depende de las leyes de la publicidad y el mercado, pero nadie podrá negar que si para todos este es un recurso de comunicación inmediato e invaluable, para el escritor representa la posibilidad de sortear exitosamente los obstáculos que a diario enfrenta no solamente en editoriales, sino en un medio paradójicamente cada vez más cerrado, excluyente y temeroso de las individualidades, que no del individualismo.

Así que, al emprender esta nueva aventura nada me impedirá abrir mi escritura no exactamente a un nuevo lenguaje “de ida y vuelta”, sino a una expresión más próxima a la circunstancia que la inspire o la requiera. Es decir, podré transitar en el blog del análisis político a una reflexión sobre la historia de la cultura; de un párrafo extraído de mi diario a la crítica literaria y, de ahí, al ensayo, al relato, al artículo periodístico o al comentario sobre autores, lecturas y situaciones que lo ameriten.

Siempre estará el recurso del contacto para cultivar una relación viva y permanente con los lectores. Así que, con su ayuda, mis páginas no estarán condenadas al confinamiento de la hemeroteca que nadie o casi nadie consulta. Gracias al poético recurso de la nube, además, podré decir que en adelante, por la Web he probado el dulce sabor del vuelo y las alturas.