Clitemnestra

Clitemnestra y Egisto a punto de matar a Agamenón. Pintura de Pierre Narcisse Guérin. Museo del Louvre.

Clitemnestra y Egisto a punto de matar a Agamenón. Pintura de Pierre Narcisse Guérin. Museo del Louvre.

Con los ojos desorbitados de espanto y el hacha escurriendo la sangre de Agamenón, Clitemnestra se quedó frente a la bañera mirando los estertores de su marido.  Temblorosa, esperó a que la Muerte recogiera su último aliento. Antes de que las Furias provocaran arrepentimiento en su alma, se miró en el bronce bruñido y, con las señales del crimen surcándole el rostro, advirtió que su cuerpo no ocultaba la huella del tiempo. "¡Vieja... Una vieja repudiada...! ¡Oh, tú, protector de la patria! ¿Cuántas veces te abrazaste a mis piernas llorando y yo te cobijé como si fueras un niño? ¡Ay de ti, infortunado! Ignoraste que nuestras vidas estaban selladas con sangre inocente. Desafiaste a los dioses, humillaste al sacerdote de Apolo y no hiciste caso de los presagios… ¡Mírate ahora, convertido en piltrafa! De las hogueras que encendiste en mi alma, ninguna se iguala a la del dolor que causaste.”

A media luz, donde mejor se movía el sobrino y amante de Clitemnestra, se ocultaba Egisto. El muchacho tenía razones para vengarse de Agamenón, héroe y señor de Micenas. Hijo del incestuoso Tiestes y de Pelopia, se decía que su madre/hermana lo abandonó al nacer en un monte, donde sobrevivió amamantado por una cabra. Al volver a su patria y enterarse de que su tío y padre de Agamenón asesinó a sus hermanos por rivalidades dinásticas, Egisto masculló su revancha. Esperó la ocasión de cobrarse los crímenes. Instigado por Tiestes, asesinó al primogénito Atreo para apropiarse del cetro. Agamenón y su hermano Menelao tuvieron entonces que refugiarse en Esparta donde formaron su ejército para expulsar a los parientes y usurpadores del reino. Desde que fuera entronizado en Argos, la fatalidad  sin embargo, lo acompañaría no sólo por el conflicto con Troya, sino por la sangre que derramó para casarse con Clitemnestra y, para colmo, por la envidiosa rivalidad del joven y codicioso primo que al final desencadenaría la tragedia.

A la sombra, Egisto vigilaba sus pasos. Celaba sus triunfos mientras Agamenón guerreaba contra los valerosos troyanos. Incapaz de igualarse en hombría, se deslizó durante su ausencia hasta el lecho de Clitemnestra.  La sedujo no por amor, sino para que el adulterio activara su respectiva insatisfacción. Sabía sin embargo que nada ni nadie se antepone a la Necesidad y que en su hora él mismo también sería víctima de la interminable tragedia de los Pelópidas. Y aún así persistió porque nunca hubo mortal que no se creyera capaz de burlar al Destino. Enterado de que los combatientes venían de regreso a casa, Egisto tramó con su amante la muerte de Agamenón creyendo que al abatirlo, él compartiría con la adúltera el cetro vacío de Micenas. Y allí estaban los dos en los baños fatídicos. Él, con el odio mordido entre dientes; ella, con los celos ardiendo en su entraña y el recuerdo de su hija Ifigenia, sacrificada diez años atrás.  Y aunque en esta ocasión su brazo dudara al descargar el hacha en manos de la mujer, el joven endurecería su voluntad criminal con su deseo de reinar.

A Clitemnestra no le importaba la cobarde impericia del pretendiente; tampoco su apocamiento, porque seguramente lo despreciaba. Lo había detestado siempre. Pero la soledad era horrible y peor padecía la añoranza del héroe, amado a pesar de todo. Su ausencia le enseñó el dulce sabor del poder. Aceptó los abrazos de Egisto para distraer la pasión. Compensaba su cobardía con dosis de vanidad: era la tía mayor, mujer a cargo del trono, dueña de los establos y los corrales, señora de las despensas, guardiana de mujeres y niños que aguardaban el regreso triunfal de sus protectores. Así que en tanto y el cobarde dudaba, Clitemnestra se aplicó a cortarle los pies al difunto para que su sombra no pudiera escapar de la tumba. No fuera a ser que desde el Hades su alma atizara a las Furias para infligirle un castigo atroz y ella quedara vagando presa de la locura.

Nacida para sufrir, recordaba a la doncella que fue cuando sus padres la entregaron en matrimonio. Hacha en mano, volvió a mirar su reflejo: buscaba algo que iluminara sus ojos, pero el espejo sólo mostraba rencor. Sintió la emoción del amor y la piedad con que solía tributar a los dioses. Cuando joven era obediente y dulce. Aceptaba el Dictado porque no imaginaba que tras tanto penar, dioses, hijos y hombres se volverían contra ella. Jamás reclamó a Agamenón que hubiera asesinado a su primer esposo y a sus dos hijos pequeños para hacerse del trono. Se plegó al mandato de los Dioscuros, y por segunda vez ignorante de su destino, se paró en el tálamo nupcial para engendrar a Ifigenia, Orestes, Electra y Crisótemis. Héroe y señor de Micenas, sabía que para Agamenón era indigno caer abatido en el interior de su casa.  Infame fin, asesinado por la mujer mientras lo bañaba, para quien batalló contra verdaderos guerreros.

Tras el conflicto causado por Paris y Helena y estando la flota griega detenida en Áulide, el adivino Calcas advirtió a Agamenón que no aplacaría las iras de Artemis ni los Inmortales enviarían vientos propicios para que las naves emprendieran su rumbo a Troya si no sacrificaba a su hija Ifigenia. El hombre gimió bajo el yugo de la temible Necesidad: como jefe debía animar a la flota atracada en el puerto, pero como padre no podía inmolar a su hija por el honor de la patria.  Miró las lágrimas en los ojos de los atridas que hundían su escudo y la espada en el suelo exigiéndole el sacrifico y suplicó fortaleza a los dioses para cumplir su misión. Engañada, Clitemnestra hizo viajar a la hermosa Ifigenia creyendo que la desposarían con Aquiles, como le habían anunciado. Al enterarse de que la muchacha sería inmolada, anidó la carcoma en su alma. De nada sirvieron sus ruegos de madre herida porque Agamenón finalmente accedió a honrar a la diosa a cambio del viento. Maldijo al esposo y maldijo la guerra. Lloró a su pequeña y lloró por las infelices mujeres. Arañando su rostro con impotencia pidió a Hera paciencia y valor para vengarse de tan brutal despojo.

Con el vientre tres veces rasgado por el dolor, esperó a su marido cuidando  las tierras, los bienes, los hijos pequeños y el honor familiar. Diez largos años en que dejó de contar las greñas que iban blanqueando su cabellera. Años en que la ausencia de las caricias la apartaba del sueño y alimentaban su ira. Años de hilar, tejer y vigilar el ganado mascullando su antigua desgracia. Años de padecer el rencor de la abandonada y mitigar la pasión con ascuas de placeres perdidos. Enamorada a pesar de todo, había días en que aguardando el regreso espiaba el camino en busca de buenas nuevas. Dispuso que los vigías se apostaran en el techo de su palacio para esperar la señal del fuego que, de monte a monte, anunciaría a los habitantes de Argos la caída de Troya y la proximidad de los buques con los guerreros sobrevivientes.

Las ausencias, no obstante, son arriesgadas. Poco a poco iba ocupando el lugar del hombre y probando el sabor del mando. Le entristecía la belleza perdida al advertir la gracia de las sirvientas que aún sonreían. Se daba cuenta de que su amante ya alcanzaba la edad en que debía reunirse a combatir con los veteranos. Así como ella recibía noticias de su lujuria, anhelaba que Agamenón conociera sus distracciones furtivas, aunque su adulterio le costara la vida. Al menos la cólera enredada a los celos lo llevaría a otorgarle algún lugar en su pensamiento. Se acostumbró a afinar el oído, a vivir con el ojo en alerta y a recorrer el puerto de Nauplia para ver si divisaba las naves con los héroes saludando desde la proa. Pero así como la nostalgia muerde el espíritu, también el olvido aparece a enmendar las lágrimas. Las de Clitemnestra estarían condenadas a continuar teñidas con sangre cuando el guerrero reapareciera en Micenas enamorado de una esclava troyana que, entre sus múltiples bienes, ostentaría como botín de guerra.

Cierta mañana, cuando despuntaba la aurora, el fanal encendido y los gritos de centinelas la hicieron medir el peligro que la acechaba: finalmente Agamenón y sus hombres regresaban presumiendo sus glorias. Esposa otra vez, su infidelidad se mezcló a un extraño presentimiento. Escuchó que habían atracado las naves en medio del júbilo y corrió a vestirse con sus mejores galas. No imaginó que al pisar tierra firme y subirse al carro tirado por hermosos caballos, el victorioso marido marcaría su regreso exigiéndole extender cuidados reales a la troyana Casandra, la joven amante de la que su marido se había enamorado.

El recién llegado la saludó con frialdad, como si entre esposo y esposa no hubiera una historia de sacrificios; como si entre ellos no existiera el vínculo conyugal. Parada entre ambos, la esclava extranjera previó la tragedia.  Sujeta no obstante al dominio del amo, vino a acurrucarse a su lado a la hora de los convites. Allí, cuando los coperos vertían el vino y los hombres narraban hazañas, desventuras y listas de los caídos, Clitemnestra y la preñada Casandra se miraron de fijo y, rehenes las dos por causas distintas, supieron que compartían una misma fatalidad. Hija de Príamo y Hécuba, nacida de buena cuna y destinada a ser despreciada por propios y extraños,  Casandra tocó con desaliento su vientre al sentir que Apolo ponía una vez más en su lengua palabras proféticas que nadie atendía. Repitió en vano el designio fatídico, pero nadie escuchó. Mujer al fin, sólo Clitemnestra sabía lo que sabía su rival y, tendidos los celos entre las dos, por igual  intuyeron que pronto se desencadenaría la tragedia.

Con la falsa intención de agradarlo, Clitemnestra condujo forzadamente al esposo ya ebrio a los baños. Lo metió como pudo a la funesta tina con agua caliente y cediendo a la tentación, le acarició con suavidad todo el cuerpo. El odio superaba su capacidad de perdón y no se dejó llevar por la debilidad reflejada en el temblor de sus labios. Pasados los escarceos, sacó del escondite el hacha y la camisa con mangas cosidas que le impedirían moverse cuando descargara sobre su cuello el primer golpe. Siguieron otro y otro para prolongar su agonía. Herido de muerte, Agamenón resollaba como toro vencido. Igual que a ella, el tiempo también lo había transformado. Vivo o muerto sería sin embargo un héroe y señor de la casa al que ninguna mujer podía levantar la mano. Los Inmortales, por tanto, se encargarían de preparar un castigo ejemplar.

Al enterarse de lo ocurrido, Orestes, el hijo mayor, huyó de Micenas y del acoso de Egisto. En medio de un gran sufrimiento, durante su exilio discurrió vengar a su padre. No bien acabaron los funerales cuando Clitemnestra y su vil amante se hicieron del cetro y engendraron a Erígene. Siete años reinaron en paz, aunque atenazados por el temor. Todo parecía marchar según lo planeado, hasta que Orestes, de manera furtiva y en complicidad con Electra, entró sin ser visto a las cámaras reales, descargó la espada y abatió a los traidores. Lo que siguió determinaría para siempre la Ley ateniense.

Al enjuiciar al vengador de su padre por asesinar a su madre, el primer tribunal de Atenas, fundado y presidido por la diosa Atenea, perdonó a Orestes por honrar la memoria del héroe y, aunque muerta, condenó doblemente a  Clitemnestra por haber sido una mujer de baja condición que pretendió igualarse a sus superiores. Nunca entendió la desdichada asesina las leyes dictadas por Zeus, en cuyo nombre se debe guardar el orden y mantener la sagrada costumbre de acatar las disposiciones del mando y las jerarquías masculinas. 

El último libro

Pintura miniatura del imperio Mogol

Pintura miniatura del imperio Mogol

Cuenta una antigua leyenda Oriental que, al ascender al trono, el legendario príncipe Zemire, quien sería recordado por sus enormes dudas, prometió evitar errores que causan la desesperación de los pueblos. “Fíjate en los que se acercan a ti; y luego…” Sin terminar la frase, su padre expiró. El joven monarca, que poco sabía de la vida y menos aún de las flaquezas humanas, deseaba fundar un gobierno próspero y justo. Preguntó a los profetas si podría reinar sin ser despreciado; y ellos sonrieron. Preguntó después si haría feliz a su gente. Con los brazos cruzados entre las mangas, los hombres miraron al cielo. Que si lograría moderar a banqueros y comerciantes; “será más fácil amansar a los tigres”, respondieron a coro.  Y la paz, ¿será posible?  “Véalo por sí mismo”, le dijeron apuntando en dirección de grupos armados. Más allá, caballos, carros, pertrechos amontonados…; y, en el patio, soldados jugando a las cartas, a los dados o a las pruebas de fuerza. Finalmente Zemire se refirió a la justicia. Miró a uno y a otro y a otro, pero ninguno emitió palabra.  Ante el silencio  cortante, el bufón intervino: “Ni los dioses son justos Señor. ¿Por qué habrían de serlo los jueces?”  

“Si buscas el secreto del buen gobierno mira atrás, camina adelante y escucha tu corazón, resonó una voz temblorosa. “Haz lo que puedas con lo que eres, pero no desdeñes a los que saben ni a los que no saben…”, clamó un anciano con voz apenas audible, mientras el bufón bailaba entre carcajadas a sabiendas de que nadie podría resolver las dudas de su monarca.

Desconcertado, Zemire convocó entonces a los sabios del reino para que le indicaran aciertos y errores de sus antecesores. No fuera a ser que por ignorar de qué estaba hecho el poder y cómo ejercerlo con justa prudencia él mismo se convirtiera en uno de tantos tiranos que solo dejan dolor y, en el mejor de los casos, un puñado de hazañas dignas de recordarse.

-Escríbanme una historia completa del mundo, ordenó. Quiero conocer lo mejor y lo peor de los hombres. Y ellos, con el estupor en el gesto, salieron del palacio sin saber por dónde empezar: si por la necia repetición de debilidades o por las muestras de bondad de los menos; por el cúmulo de pasiones que desencadenan desastres o por actos heroicos que consagran la vida y las libertades. Enlistaron entre ellos tantos  sucesos, sueños y guerras que concluyeron que todo recae en el proceder de los gobernantes. ¿Emprender la aventura con ejemplos de estupidez que multiplican el sufrimiento evitable? ¡No!, indicó un experimentado estudioso. Iniciaremos esta obra monumental con lo más obvio y abultado de todo: los errores que se repiten sin jerarquía y consiguen la única democracia posible: la infelicidad compartida. Desde ahí nos detendremos a examinar los caprichos de quienes, sin aceptar sus limitaciones, se hacen del poder para extender el infierno en la tierra.

Así transcurrieron veinte años. Ellos, viajando entre lo conocido y lo desconocido en busca de datos que más y peor se multiplicaban. El rey, sorteando los días con el cetro en la mano y observando a los otros, como le había aconsejado su padre. Concentrado en resolver problemas que sucedían a tormentas, malas cosechas, intrigas internas, invasiones y cuanto se enredaba a la codicia de ministros, prelados, prestamistas y mercaderes, Zemire formó carácter, se ajustó la corona y como pudo ejerció el poder. Cuando los sabios se presentaron ante él a la cabeza de una caravana de 100 camellos, cada uno con 100 enormes atados de manuscritos colgando pesadamente a los lados de sus jorobas, el monarca les dijo que no había nacido el hombre capaz de reinar y estudiar al mismo tiempo tantos millares de documentos.

-Ya no soy joven –les dijo-. Aun si me fuera dada una larga vida, no tendré tiempo para leer toda la historia. Ni siquiera podré saber qué es lo mejor o lo peor de los hombres. Vuelvan al trabajo. Realicen un resumen de lo que hay que saber, al menos sobre el arte del gobernar.

Quince años más tarde reapareció un número menor de estudiosos con versiones disminuidas de sus hallazgos. Unos envejecidos y otros con la respiración trabajosa, informaron a Zemire con lágrimas en los ojos que varios sabios habían fallecido y, aunque jóvenes elegidos se habían convertido en discípulos, lo que más consiguieron fue reducir sus logros a trescientos volúmenes que venían a lomo de tres camellos:

-He aquí, mi Señor, el resultado de nuestro empeño –le dijo el más anciano con cierta humildad-. Creemos que nada esencial ha sido omitido… 

También envejecido, cansado y enfermo, el rey protestó una vez más por el exceso de testimonios que le sería imposible estudiar. “Reduzcan, reduzcan… No puede ser que el destino me esté negando el conocimiento para ser recordado como un verdadero monarca...”

Pasados diez años la escena se repitió, salvo que ya eran menos los manuscritos, más ancianos los sabios y, aunque rodeados de los que fueran sus aprendices, ya no llevaban ningún camello.  En esta ocasión, los eruditos traían consigo cien mamotretos sobre un elefante guiado por un muchacho desnudo. La leyenda cuenta que con estos libros se fundaría la Biblioteca de  Persépolis, pero de eso nada se podría asegurar; si, en cambio, se tuvo por seguro que el rey, cuya edad ya se le notaba en el cuerpo, exigió esforzarse a los sobrevivientes para que condensaran aún más, de preferencia en un solo libro, lo que todo buen gobernante y hombre digno de serlo debe saber antes de que lo sorprenda la muerte.

Cinco años después, apareció en palacio un viejo tan viejo, tan viejo, cegatón y maltrecho que, además de apoyarse en dos bastones, requería del cuidado de sus sirvientes para leer, pasar las páginas o siquiera para sentarse o mantenerse en pie. Con las manos temblorosas y entre frases apenas audibles extendió a los ministros un fajo de manuscritos que cosidos con hilos finos y engastados en cuero formaban lo más parecido al libro esperado.

-Háganlo pasar a las cámaras reales, ordenó uno de los principales. El rey está agonizando…

La escena no podía ser más triste: postrado en su lecho de moribundo, Zemire aguardaba con ansia la llegada del sabio quien, a su vez, en cualquier momento también podía despedirse del mundo.

-Estoy muriendo como rey –susurró apenas Zemire-, sin haber conocido qué es el hombre.

-Excelencia, el hombre no es gran cosa: apenas un montón de secretos y fantasías que se desvanecen como sal en el agua. Se lo puedo resumir en tres palabras: el hombre nace, sufre y muere…

-Y acumula olvidos y muchos errores, alcanzó a decir el monarca antes de exhalar su último aliento.

En ese instante, el anciano comprendió que lo único que había deseado Zemire era no dañar a sus gobernados y, de preferencia, procurar su felicidad hasta lo posible. Requería un compendio de advertencias para no repetir bajezas. Pero eso no se consigna en los libros, pensó el viejo, porque tanto la desdicha como la desesperanza caminan con los errores propios y ajenos. Tampoco se enteró Zemire de que lo último que aprenden a su pesar los hombres es a ver de frente a la muerte, tras haber tropezado una y mil veces con la misma piedra.

Durante los funerales reales, la historia del mundo se repitió con precisión asombrosa: el empujón de los ambiciosos, la intriga en los corredores, jaleos en pos del poder y la eterna duda sobre la esclavitud compartida por gobernantes y gobernados.  A fin de cuentas, el hombre es el hombre, es el hombre que no cesa de preguntarse qué es el hombre…

 

 

De seños, damitas y madrecitas

Que me llamen damita en la calle me pone los pelos de punta. Ya teníamos bastante con los que gritan pinche vieja o vieja pendeja en la línea peatonal. La retahíla empeora al conducir. Seguir en nuestro carril en vez de arriesgar la vida para que den vueltas prohibidas, se pasen la luz roja, rebasen viboreando o alimentando la fantasía de que los insultos a las mujeres desaparecen embotellamientos les desata una furia asesina.  Más piadosos no obstante complementarios de igual machismo están los taimados que, a propósito de pum, le dicen madrecita a la que ya no consideran objeto de su deseo: curiosa manera de contrastar el archiconocido mamacita, dirigido a las muchachas que parecen contentas con su cuerpo.

Muchas veces he estado tentada a elaborar un diccionario del machismo mexicano. Me lo ha impedido el enojo de una vida de padecer agresiones gratuitas por el hecho de ser mujer. A diferencia de la relación de hombre a hombre de acuerdo al rango y posición social, en general a las mujeres se nos trata como desclasadas. De lumpen para arriba cualquiera es más que nosotras. Así lo demuestran choferes de autobuses, cargadores y cuanto pelafustán se atribuye el derecho de denostarnos. Agregar al abultado léxico antifemenino adefesios como damita, señito o madrecita confirma una vez más que aquí la forma es fondo. Y en el fondo pervive un menosprecio brutal que nos deja sin aliento porque la equidad es puro cuento. En esto no caben interpretaciones: el lenguaje habla por sí mismo.

El diminutivo desmerece a la mujer experimentada que, de preferencia distinguida, ostenta cualidades bien ganadas por su trato con las personas, su educación, su edad o posición social: atributos apreciados especialmente en las monarquías al elegir acompañantes femeninas para servir, formar u orientar a la realeza. Aplicado también  a las actrices principales o primeras damas, en ningún caso –ni siquiera en el del poeta que canta a la “dueña de su corazón”-, el término damita cabría para referirse a una mujer, madura de preferencia y casada o no, como sinónimo de señora. Da la impresión, sin embargo, que anteponer el título de señora a quien lo es conlleva una imposibilidad psicológica que a todas luces indica que el machismo  no es solamente un problema cultural, sino una grave deficiencia íntima y racional.

Con ser añeja la costumbre mexicana del diminutivo, tanto el machismo como los prejuicios religiosos contribuyeron a deformar términos relacionados con la sexualidad y especialmente con las mujeres. De reciente proliferación en el habla que no habla, la voz damita conlleva una aberración humillante que de ninguna manera debemos aceptar. Son de preferencia hombres de baja extracción social y menos escolaridad quienes creen acentuar su consideración al modificar el sustantivo con este horror degradante.

De hecho y por extensión, a nadie se le ocurre decirle caballerito, señorcito o padrecito al hombre maduro. El colmo de esta tendencia a menospreciar la condición femenina acentuando su inferioridad alcanza el lenguaje de los ginecólogos. Más de una vez, a su pregunta de cómo está mi vaginita he tenido que responder, indignada, que gozando de buena salud, quizá como su penecito: palabra proscrita, si las hay, toda vez que el orgullo masculino comienza por el tamaño de su miembro. Creer que por disminuir nuestra fisiología y tratarnos como bobas están demostrándonos amabilidad es una de tantas falsedades que se cultivan en nuestra cultura. Hay que insistir en que el lenguaje no se equivoca: los giros verbales, enmascarados o no, confirman  el profundo desprecio popular a nuestra feminidad.

La imposibilidad de que los mexicanos llamen a las cosas y a las personas por su nombre atrajo poderosamente la atención de José Moreno Villa al llegar como expatriado a nuestro país. Lo consignó, asombrado, en Cornucopia mexicana. Y no es para menos: ¿cómo se puede estar medio embarazada? ¿Cómo ser medio puta o medio ladrón? ¿Medio enfermo, quizá? Absurdamente se cree que, por añadidura, señito suaviza el trato con señoritas, muchachas, mujeres jóvenes que han perdido la virginidad o adultas de cualquier edad. Algo por cierto tan falso como el prejuicio de deformar las palabras para eludir el incómodo “compromiso” de sugerir su sexualidad o su estado. Así el abominable señito, supuestamente, sirve para dirigirse a cualquiera sin correr el riesgo de suponer su estado, que de manera irracional consideran ofensivo.

Abrumado por vicios lingüísticos equivalentes a los citados, Ignacio Ramírez elaboró una lista para “traducir” términos pecaminosos en el siglo XIX. Propios del peor conservadurismo que aún nos domina advirtió, por ejemplo, que ante el peligro de mencionar las nalgas las buenas conciencias dieron en decirles asentaderas. Al culo (de uso corriente en España) no solo lo redujeron a insulto sino que devino en trasero. Por su alusión al pene, se eligió uno tras otro en vez de chorizo, pechos  en vez de tetas; blanquillos por huevos, estar en estado por preñada o embarazada; aliviarse para no mencionar parir; estar en esos días en vez de menstruar, oiga por el invaluable doña; señoritas galantes o picos pardos a las prostitutas ahora renombradas sexoservidoras; rabo verde al anciano pederasta o acosador de jóvenes y así sucesivamente…

No contentos con enmascarar la identidad, disfrazar el lenguaje encumbra la gran mentira mexicana. La enorme desigualdad social empeora la discriminación mediante los usos del habla. Aunque sabemos hasta cuáles honduras llegan las diferencias entre personas y situaciones sociales, la tendencia es negarlas con palabras que agravan la confusión, aunque se pretenda lo contrario. Enredo verbal y engaño corresponden a una y la misma cosa: incapacidad de entender y aceptar la realidad aunada al miedo a ser rechazado. Así lo advierte no únicamente  el extranjero que de ningún modo puede arrancarle precisión ni claridad a un mexicano, sino los que sabemos que nuestro pueblo es incapaz de aceptar que lo que es es como es.

Por consiguiente, hablar en torcedura tiene mar de fondo, como el montón de expresiones vejatorias  contra la mujer. Si voces como señito, damita, mamacita y madrecita ponen de manifiesto deficiencias de la vida en común, el renglón de los insultos antifemeninos no tiene parangón. La lista llega a ser dramáticamente ofensiva. Basta repasarla para confirmar que la situación femenina  sigue en el subsuelo del respeto, inclusive por debajo de la homosexualidad y de los animales.

Cuesta aceptar que seguimos entrampados en el lenguaje de los siervos, pero la evidencia nos sobrepasa. Pensemos, por ejemplo, que si lo correcto es decir mesero o mozo a quien sirve alimentos, aquí se acude al socorrido joven para que quien desempeña este oficio no se llame a ofendido. Ni qué decir de las criadas o sirvientas porque, aunque hagan lo mismo que las muchachas o empleadas domésticas, no está bien visto aplicarles el término consignado el diccionario para tales fines. No vaya a ser que el sustantivo acentúe la condición de inferioridad social del que sirve al señor o a la señora que paga por ser atendido.

¿ Alcanzaremos alguna vez la dignidad anhelada? Esta es una de varias dudas que nos hacen creer a las actuales generaciones que moriremos sin conocer un México justo. Sin idioma no hay justicia, no puede haberla. Las palabras nombran, sitúan, ordenan el pensamiento; pero  la lista de yerros lingüísticos que abundan en la injusticia es inabarcable. Lo importante es cobrar conciencia de la verdad que se oculta detrás  de estas máscaras. 

Felicidad


© Peter Frey / Survival

© Peter Frey / Survival

Si la felicidad no se aprecia como un fin en sí mismo, la vida carecería de sentido. Digan lo que digan las religiones sobre los mitos edénicos y el valle de lágrimas, no hay bien que en la actualidad supere la saludable sensación de armonía y libertad que nos permite sonreír inclusive en la adversidad. A pesar de su duración variable y por encima de artificios  fomentados por el consumismo, ser feliz es la aspiración más frecuentada en todas las lenguas. Nadie está dispuesto a renunciar al sentimiento de dicha, bienestar real, ausencia de miedo, plenitud y satisfacción que apaga el abatimiento, disminuye la incertidumbre y refina nuestra humanidad. La felicidad, pues, es la corona de la salud mental en nuestra civilización.

Abstracta en cuanto a sus definiciones y móvil de grandes doctrinas como el budismo, el hedonismo y el epicureísmo, la idea de felicidad ha cambiado en el curso del tiempo. De coincidir con la carga del destino regida por los dioses a conquista de logros humanos aparejados al desarrollo con progreso, el sentimiento de bienestar con alegría entraña la complejidad de cada cultura al grado de atraer el interés de la ciencia contemporánea. No obstante, la mayoría coincide en que es un estado vital tan concreto que se reconoce por oposición del infortunio, la amargura y el desaliento.  Se ilustra como un camino hacia sí mismo, hacia la autenticidad del yo en plenitud y conformidad con lo que se es, con lo que se tiene y lo que se anhela.

Indiviso de la capacidad amorosa, la solidaridad y la aptitud para cultivar relaciones gratas, el sentimiento de felicidad allana obstáculos internos y externos que suelen transformarse en patologías sociales o personales. De este modo, el bienestar ciudadano, por ejemplo, contribuye a mejorar la vida en común hasta hacer de la obra política un compromiso para garantizar seguridades, derechos y obligaciones de los pueblos. Está demostrado que el orden progresivo en el cumplimiento expedito de servicios a la comunidad repercute en niveles de confianza que disminuyen la causa esencial del infortunio: el miedo. Miedo a la violencia, al hambre, al engaño, a la improductividad, al aislamiento, a la pobreza, al rechazo, a la falta de protección y, en suma, al mal vivir aunado a la sombra de la muerte... A la sombra del mal morir.

Los estudiosos aseguran que la felicidad coincide con el ideal de realización que ni teme exponerse al riesgo ni elude el compromiso de actuar, sin el cual es imposible enfrentar amarguras, dificultades e incomodidades.  De ahí que sobre los pueblos y las personas más infelices e indotadas para resolver problemas recaigan las peores consecuencias de la adversidad. Inmersos en un círculo vicioso entre  el temor al fracaso, los yerros y la fantasía de un futuro amenazante, los infelices son más proclives a multiplicar a su alrededor causas del sufrimiento de una parte y, de otra, a empeorar su desasosiego a efecto de malas decisiones.

En el caso de quienes acuden al divorcio temprano, durante el proceso de adaptación de la pareja, o a la renuncia prematura de trabajos que plantean desafíos, las investigaciones desvelan que tales rupturas evitables reflejan la incapacidad de los desdichados para asumir riesgos que al final podrían recompensarlos con la satisfacción del acierto: precisamente lo que dispone el carácter a la alegre aceptación de uno mismo, del otro y de su circunstancia. En síntesis: ver el lado bueno de la gente y de la vida redunda en el bienestar armónico en el que se funda la felicidad.

Es más sencillo referirse a situaciones que a pueblos y personas felices. Precisamente por eso los científicos –neurólogos y filósofos sociales incluidos- han tomado por su cuenta el embrollo actual de sus peculiaridades. El optimismo ayuda, cierto, pero estamos expuestos a un sinnúmero de presiones que embrutecen, enajenan y lastiman a las mejores voluntades. Consideremos, por ejemplo, que en la medida en que se elevó el promedio de vida, la senectud arrojó dilemas respecto de su calidad, sus expectativas y  la productividad que la mayor parte de las sociedades aún no puede resolver. Que los ancianos son más infelices que los jóvenes es un hecho innegable. Que sufren aislamiento, exclusión y limitaciones fisiológicas que merman su presencia social, también. El costo político y generacional de su manutención representa una carga para las personas económicamente activas. Esta realidad se agrega a otros alegatos en torno de la felicidad que, por necesidad inaplazable, determinan el reto de un futuro inmediato que se prefigura nefasto de no modificar los términos brutales y discriminadores del actual modelo económico.

Aun así y a pesar de la violencia imperante en muchas partes del mundo, la humana naturaleza se aferra al principio esperanza y sobrevive a experiencias terroríficas mediante esfuerzos de autoafirmación que permiten prefigurar una existencia mejor. Si el ideal de felicidad no estuviera en la mira de esclavos, presos, humillados, hambrientos, enfermos, ancianos, condenados y sufrientes los índices de mortalidad superarían a los del nacimiento. Con esta hebra delgada entre la conciencia de la derrota y la esperanza se ha anudado la historia. Cualquier experiencia gratificante  activa reservas de energía para buscar fórmulas –inclusive mágicas, espirituales, terapéuticas o religiosas- para subsanar desgracias. Sin tal proyección hacia la salud, las mejoras materiales y un estado mejor no se explicarían los trabajos monumentales que emprende la gente en situaciones límite.

Justamente una pequeña dosis de felicidad llevaba a los griegos a sacrificar al Miedo antes de la batalla, para que no los cegara la perversa visión de la Muerte. Por corto que fuera, en su destino impreciso se prefiguraba la recompensa del placer. ¿Y qué otra cosa animaba a Odiseo a realizar hazañas extraordinarias y vencer tentaciones letales si ni fuera su vehemente voluntad de “regresar a la patria”, donde lo aguardaba la felicidad del hogar?

La riqueza literaria en torno de la dicha y la desdicha es inagotable. Cada época y cada cultura, sin embargo, establece sus propias categorías sobre lo grato y lo ingrato, así como de lo soportable, lo deseable y lo insoportable. En esta edad de la ciencia, del monetarismo, del culto a la reconstrucción de la belleza o de la juventud perdida nos ha tomado por sorpresa la aventura de la felicidad y aún no sabemos qué hacer con ella.

Entre sus contradicciones exacerbadas, el progreso arroja medicamentos, objetos de consumo y clínicas del dolor para suavizar o enmascarar otro enemigo mayor de lo placentero: el sufrimiento. Ya nadie duda de que la infelicidad causa enfermedades físicas y psíquicas. Empezando por las depresiones que han enriquecido a la industria farmacéutica de manera escandalosa, una enorme lista de patologías se relaciona con la soledad, la angustia, la frustración, problemas no resueltos y la incapacidad de ser útiles a los demás. Si la compasión se fusiona a la actitud positiva de la vida, el egocentrismo, en cambio, expone sus aspectos oscuros y agrava la melancolía.

La abundancia acumulativa que nos diferencia sustancialmente del pasado, tiende a hacernos más infelices por esta carga artificiosa de motivos fugaces que presuponen lo que debería agradarnos, como las compras sin sentido. Más pronto que tarde desaparece la euforia del consumidor y se manifiesta la frustración con  síntomas de ansiedad. Ante el fenómeno del malestar de la cultura, uno es el pregón para recobrar la salud mental: estar en posesión de la suficiente paz interior para ver, apreciar y disfrutar la enorme belleza que existe aún entre tanta fealdad perversa.

La literatura, finalmente, está poblada de personajes embrollados, víctimas de trampas familiares, económicas, políticas y amorosas que inducen al suicidio o a cometer actos tremendos. De esclavos de la desdicha  está llena la galería de obras maestras desde Shakespeare hasta Goethe, de Tolstoi y Dovstoievski a Flaubert y Somerset Maughan; del nauseabundo Antoine Roquentin de Sartre al estremecedor universo de Sandor Marai…  La cumbre del fracaso de la vida, no obstante, continúa presidida por Kafka. Este genio del absurdo puso de manifiesto el laberinto del terror que se extrema cuando la alienación hace insalvables los conflictos entre el hombre y la sociedad, entre padres e hijos, entre la religión y la burocracia o entre la política y la realidad.  Si alguna reserva de energía queda al lector para explorar la infelicidad, no tiene más que acudir a Anna karenina y Mme. Bovary para confirmar que, paso a paso, se van anunciando las derrotas de la sociedad burguesa con los engaños de una felicidad ficticia.

Tiene razón Eduardo Punzet al afirmar que por primera vez la humanidad tiene futuro y se plantea, lógicamente, cómo ser feliz aquí y ahora. Nos hemos sumergido en esas aguas desconocidas, prácticamente, sin la ayuda de nadie. Iluminar el camino es el reto y lograrlo la gracia que habrá de encarecer no solo nuestras vidas, sino la condición humana.

10 de mayo: de la memoria involuntaria


Tongolele

Tongolele

Cuando yo era niña en mi Guadalajara natal, buena parte del país carecía de agua potable, electricidad, estufas de gas, medicinas y viviendas decorosas. La mortalidad infantil era altísima y escandalosa la de los malos partos. Las escuelas encabezan la lista de lujos, no obstante sus deficiencias públicas o privadas. Para conseguir un cubo de agua o un aula agreste las criaturas caminaban kilómetros, como en muchas regiones sigue ocurriendo en la actualidad. El promedio de escolaridad nacional no superaba el segundo año de primaria; oficialmente se cubre ahora hasta un vergonzoso sexto grado el saldo que arroja un número incalculable de analfabetos y semiletrados.

En los pueblos las mujeres hacían a mano el nixtamal y las tortillas. El alimento básico constaba de chile, cebolla, frijoles y maíz. Una minoría masculina atesoraba el poder, la autoridad y las profesiones, mientras que para las mujeres no solo era impensable acceder a estudios medios y superiores, sino que crecían y morían sometidas a la consigna religiosa de la resignación y el espíritu de sacrificio.  Los malos tratos y humillantes ejemplos de discriminación femenina e infantil, dentro y fuera de los hogares, se daban por sentado. La Iglesia dominaba las conciencias en complicidad con los gobiernos corruptos. Una gran parte de la población rural y monolingüe calzaba huaraches con suela de llanta o simplemente andaba descalza. De arriba abajo se aborrecía lo distinto y ajeno. “Las niñas pobres”, de preferencia indígenas o campesinas, eran traídas por sus padres a las ciudades para convertirse en criadas de las clases medias y cuando “la señora” descubría que los hijos o el marido abusaban sexualmente de ellas e inclusive las preñaban simplemente las corrían por “indecentes y malagradecidas”.

No existían los anticonceptivos, comercializados hasta fines de los años sesenta, pero Agustín Lara endulzaba las delicias del amor idílico y tanto los boleros como las canciones rancheras consagraban un machismo que, por melódico en apariencia, se tenía por inofensivo. Más allá, Tongolele bailaba sin parar en un ámbito completamente esquizoide. El clero insistía en que las madres debían aceptar los hijos que Dios les mandara –de preferencia mediante coitos forzados- y la vida, en general, transcurría como si los libros, la historia, los derechos, la justicia y el resto del mundo no existieran.

El diario Excélsior se afamó por instituir el concurso de “Carta a la madre” que en el puntual 10 de mayo de cada año ponía en evidencia la mascarada del símbolo de abnegación y amor incondicional encarnado en “las cabecitas blancas”. “Reinas por un día”, las madres eran recompensadas anualmente con una lluvia de adjetivos abominables que acentuaban su nula presencia social, su verdadera insignificancia. De entonces data la costumbre de agradar a las “madrecitas” con planchas, licuadoras y cualquier aparato inventado para facilitar sus labores domésticas.

En este cuadro sentimentaloide y a tono con la cursilería de las fiestas de quince años sería infaltable el recuerdo de Sara García –la abuelita del cine mexicano-, cuya mezcla de viuda regañona, feminidad asexuada y autoritarismo senil llegaría a fascinar a quienes consideraban que las mujeres eran “reinas del hogar” que asumían a plenitud sus poderes a partir de la menopausia y de preferencia una vez enterrado el marido.

Las huellas de la poliomelitis exhibían imágenes dolientes en las calles. Vacunas, antibióticos y servicios sanitarios en general mal cubrían la demanda de las clases urbanas privilegiadas. Carreteras y transportes públicos reflejaban el estado de un  subdesarrollo que, lejos de limitarse a deficiencias materiales, se alojaba en las mentalidades supeditadas a la superstición y al imperio de los prejuicios. El lado más visible del autoritarismo recaía en  el sindicalismo charro, en el atraso agrario y en el señorío absoluto del PRI, aunque abarcaba disidencia, crítica e inconformidad. Persecuciones, torturas, chapuzas electorales, demagogia y un sin fin de fórmulas vejatorias, destinadas a mantener el carácter cerrado de la sociedad, se practicaban con la naturalidad con se asentaba un régimen de componendas, alianzas discrecionales, castigos y recompensas sin los cuales hubiera sido imposible fortalecer la estructura institucional del sistema presidencialista.

El lenguaje oficial alardeaba, sexenio a sexenio, “avances históricos” en todos los sectores. Se subsidiaba a los empresarios y la dependencia de los Estados Unidos determinaba el rumbo económico del país. La reforma agraria era uno de los temas infaltables en los informes presidenciales; sin embargo, a nadie interesaba el cuidado ambiental ni la indispensable planeación demográfica y urbana.

Espejo puntual de nuestra realidad intrincada, el palabrerío de “Cantinflas” causaba la felicidad de las masas. El gusto popular se negaba a aceptar las muertes de Pedro Infante y Jorge Negrete, aunque espacio emocional tenía el pueblo/pueblo para admirar a María Félix, Rita Macedo, María Victoria, Dolores del Río, Gloria Marín, Elsa Cárdenas, Pedro Vargas, Toña la Negra, Lola Beltrán, Cuco Sánchez, José Alfredo Jiménez, María de Lourdes, Juan Mendoza “El Tariácuri”, Javier Solís, Miguel Aceves Mejía…

La televisión significó en los años sesenta un salto al mejor de los mundos: con programas en blanco y negro comenzó la invasión de chabacanerías gringas, a modo de comedias especialmente de temas domésticos como Yo quiero a Lucy, protagonizada por una afectada y boba Lucille Ball, quien, además de celebrar la inferioridad femenina incrementó el culto a la fayuca en cantidades industriales. El “sueño americano” se enquistó en el imaginario colectivo en tanto y los jóvenes emigraban por miles al otro lado de la frontera en busca de oportunidades.

Yo asimilaba mis cambios biológicos mirando todo, atenta a lo grande y lo pequeño, con los ojos, la mente y el oído bien abiertos. Entre hogares “decentes” y “casas chicas”, la vida iba depurando el estilo mojigato y ridículo de las mujeres “acomodadas” que en pleno verano se dejaban ver completamente enjoyadas, revestidas con prendas de contrabando y cubiertas con estolas y abrigos de visón, de chinchilla, de colas de zorro y de cuanto bicho se pudiera transformar en artículo de lujo en los escaparates de las calles de Madero o Cinco de Mayo.

Para las muchachas bien, “en edad de merecer”, se organizaban bailes de debutantes o etiquetados de Blanco y Negro en el Country y el Jockey Club, profusamente publicitados en la exclusiva revista Social, abuela del Hola! A quienes “les había hecho justicia la revolución” les dio por ataviarse con trajes acharolados y zapatos picudos y los favorecidos por el arribismo se entretenían acumulando bienes y muebles pinchendale para salir de su postración en la nueva sociedad de prestigio, marcada con el signo del oropel y concentrada –antes de la construcción de El pedregal de san ángel, en  mansiones ubicadas en colonias de lujo, como las Lomas de Chapultepec y Polanco.

Este fue el mundo que deleitó la imaginación novelera de Carlos Fuentes cuando  los beneficiarios del alemanismo circulaban por el Distrito Federal metidos en sus coches enormes, cargados de brillos, de voces, de música al fondo…  Mientras Luis Spota recreaba los enredos del Sistema y Rulfo y Arreola renovaban espléndidamente la narrativa, Fuentes reinventaba con sarcasmo ese México en el que la gente, en su afán de dominar y divertirse,  tenía miedo de vivir y también de morir. Urgidos de seguridad y agarrados a la tablita de los objetos, del dinero o de las tierras en ese país donde-todo-estaba-por-hacerse, se gastaba la vida espiando a los demás y, de manera simultánea, dando brincos para sobresalir, aunque solo fuera en el acontecer de la noche. Maledicentes y chismosos, la infamia era su alimento…

Todo estaba prohibido: leer, pensar, preguntar “cómo nacen los niños”, ejercer la crítica, hablar o siquiera acercarse al sexo contrario, tener curiosidad intelectual, cuestionar la realidad, inconformarse, dudar, bailar, divertirse, escuchar música, viajar… A la vez, todo estaba permitido a condición de que no se notara, de no ser descubierto ni de cometer el error de aceptar el socorrido adulterio o siquiera mencionarlo. Para los maridos infieles una era la máxima trasmitida de padres a hijos: niégalo aunque te maten.

Minoritario no obstante efectivo, el ascenso del feminismo fue como un viento maloliente que enfureció a liberales y conservadores. “Qué ¿no les basta con lo que tienen?” Si bien mi realidad estuvo poblada de ejemplos que me enseñaron que ser mujer y aspirar a una vida digna era más difícil que conquistar el Éverest, el multicelebrado Fernando Benítez se encargaría de apresurar mi batalla contra la inequidad de género. Lo hizo con una de sus habituales majaderías cuando intenté publicar un ensayo en el suplemento cultural que él dirigía. Sin molestarse siquiera a mirar mis páginas, me observó de arriba abajo y lápiz en mano, alzando la cara sin moverse de su silla, dijo en voz alta, con su característico despotismo ilustrado: “Bonita, muy bonita. Tú debes ser una idiota… Todas las mujeres bonitas son idiotas.”

Lo demás no es historia. Es la batalla femenina de todos los días.

De premios, distinciones y otras mañas


Elena Poniatowska, premio Cervantes de Literatura

Elena Poniatowska, premio Cervantes de Literatura

Ni premiando a Dios padre se conseguiría consenso. ¡Ni hablar! Hasta a la “monedita de oro” le brincan detractores, ascetas, renunciantes y evangelistas del desapego. En nombre del darma y de cuanto se vincule a la rueda de la vida, el influjo oriental nos conmina a repudiar lo “ilusorio”: la mayor plaga de este mundo, de donde proceden todas las frustraciones. Es ley lacaniana que lo que tiene uno el otro lo desea y, más allá, mucho antes que él, san Agustín dictaminó en su inamovible, milenaria e intransigente reflexión sobre el pecado, que la envidia es la enfermedad por el bien ajeno. Esto y más es cierto: somos la única especie no solo capaz de inconformidad, sino de quejarse incesantemente de lo que tiene o de lo que carece.

Hay que considerar, sin embargo, que toda verdad contiene dos lados y que en la parte oscura, cultural, de las distinciones y del reparto oficial de premios, becas y preferencias subyace una sucia costumbre de encumbrar y/o privilegiar a artistas, intelectuales y figuras públicas que, a discreción y al margen de sus atributos, espejean el carácter de una época: sus miedos, sueños y pesadillas, sus contradicciones e intereses reinantes. El controversial Cervantes otorgado a Elena Poniatowska, sobre quien llueven críticas airadas tanto en la prensa y la radio de España como en México, ofrece la oportunidad de examinar este enredo de méritos personales y conveniencias institucionales que deja en un frágil hilo la función de la crítica.  Imposible negar que el rigor electivo de un premio que desde sus orígenes estableció un alto nivel de exigencia internacional ha quedado en entredicho y que se ha vulnerado la confianza que inspiraban los fallos del Jurado.

Una elección en tiempos de crisis, esta de otorgar la más alta distinción en nuestra lengua a una escritora/periodista que no ha cultivado el arte de la palabra ni se ha caracterizado por la originalidad de su pensamiento o por posturas esclarecedoras sobre una realidad compleja, ciertamente provoca suspicacia; sobre todo, porque aun en su peculiar y oscilante izquierdismo emocional, nunca ha trascendido el lugar común ni sugerido algo comprometedor que la sacara de la categoría de “intelectuales cómodos y orgánicos”, establecida por Gramsci y examinada, desde la perspectiva de la ética en política, por el filósofo español José Luis López Aranguren.

Para no andarnos con rodeos, hay que decir que estamos ante un ejemplo de conveniencia circunstancial entre dos gobiernos conservadores que, en concordato –uno por proponer, el otro por acceder- destacan a una inofensiva aunque ruidosa representante de la conciencia airada que pulula alrededor de un lumpen proletariado legítimamente insatisfecho, que se ha constituido en el capital humano de un líder que no cesa de perseguir el poder personal. Como su brazo femenino e intelectual, López Obrador también domina el efectismo mediante el alegato emocional para mover a las masas que en absoluto acceden al lenguaje de la legalidad, al mundo transformador de las ideas y a la lucha organizada. Que es indispensable el avance de los derechos humanos en una sociedad plural, aún desintegrada, afectada por la criminalidad y urgida de una verdadera democracia, es innegable.  No será sin embargo con una partidocracia subsidiada y teñida de terribles deficiencias morales, educativas y políticas como se acceda al régimen de justicia y a la dignidad ciudadana que todos deseamos.

Si seriedad se buscara sobre el tema social, ahí está vivo aún Miguel León Portilla, con una sólida y documentada obra –traducciones del náhuatl incluidas-, imprescindible para el conocimiento de una larga injusticia, desde los días coloniales. Inseparable del despojo en connivencia de la cruz, la espada, la corona y el régimen de encomienda que ha dejado a los indios latinoamericanos en general y mexicanos en particular en tan complicada situación de supervivencia, el legado de León Portilla contiene claves, elementos históricos y filosóficos esenciales para valorar, desde la inteligencia educada (que es la que compete al muy académico ámbito cervantino), el significado y la presencia social de las etnias desaparecidas o aún en lucha por subsistir en medios que, como el nuestro, siguen siendo brutalmente agresivos contra los más débiles.

Empero y a todas luces, no sería tan monumental aportación cultural y específica lo que pretendió reconocerse a nivel internacional, sino la forma caricaturizada del lenguaje de protesta, incluidos la vestimenta de la galardonada y un discurso sembrado de desaciertos y evidencias de su prosa y peor conocimiento de la historia y la política. Lo demás: que si “la princesa”, como la dio en llamar su protector y pretendiente Fernando Benítez, tan dado como era a los excesos caprichosos, que si feminista, que si ingenua entrevistadora, que si amiga de los pobres, que si Sancha Panza y cuantas boberías y figuras retóricas se multiplican a su alrededor al paso de los días, resulta intrascendente porque lo que queda es lo que hay: la materia impresa de una expresión inferior a las grandes voces que ha dado el país, como pueden corroborarlo quienes leen, estudian, cultivan el saber y la crítica y saben, por consiguiente, de qué consiste la materia literaria.

Es de suponer que ante la terrible situación económica y social por la que atraviesa España, México representa una geografía idónea para las inversiones peninsulares. Enterados por voces “desde dentro del CONACULTA”, desde la “regencia” de Consuelo Sáizar se venía pujando a favor de su candidatura. No que se carezca de hombres y mujeres dignos de recibir el galardón, pero Elena reunía popularidad, apoyo tanto del régimen vigente como del lópezobradorismo y la simpatía irrestricta de algunas minorías activas que, supuestamente, gracias al galardón y a la satisfacción otorgada en su nombre, contribuirían a allanar el camino de acceso a los capitales, al menos no inconformándose.

Está de más insistir en que hay de lecturas a lecturas y que cada clase, gobierno o grupo social elige las voces que los representan y las que les ofrecen elementos para identificarse. Si no fuera así las telenovelas no existirían, tampoco los best sellers, el género del esoterismo encaramado a la astrología ni un lucrativo mercado en torno de la superación personal, incluidas las ramas anexas al espiritualismo “para todos”. Ya lo escribió Levin L. Schücking: el gusto literario es ondulante y caprichoso, aunque invariablemente fiel al carácter de la época. En términos sociológicos, refleja con indudable claridad las relaciones que existen entre la sociedad, el artista y el público.

En Elena Poniatowska debemos ver y reconocer al México que la aplaude, la admira, la sigue y la consagra, lo que no es mérito menor. Con Cervantes o sin él, su sintaxis y su lenguaje en general están más cerca del habla de los más que de esa belleza sin par de que son capaces las palabras y la música, pero que, como los vinos fuertes, no todos pueden ni quieren disfrutar ni paladear. La pregunta esencial, sin embargo, continúa en el aire: ¿Por qué el Cervantes?

¡Qué recuerdo! Una experiencia única

Llegué llena de palabras.
Al ver al público, me quedé sin habla.
M.R

Toda presentación en público es una moneda al aire. Nada, sin embargo, como la innenarrable conmemoración de “1539-1989, 450 años de Imprenta en México”. Un “melífluo” (como lo calificó Octavio Paz) Víctor Flores Olea, investido con las luces fundadoras del CONACULTA, me invitó entre fórmulas estrambóticas y con anticipación a impartir la última de “4 conferencias magistrales”, que se llevarían al cabo en la Pinacoteca Virreinal del Exconvento de San Diego los martes 5, 12, 19 y 26 de septiembre de ese año. Guillermo Tovar y De Teresa, Miguel León Portilla y Efraín Castro completaban la lista de “prestigiosísimos” intelectuales que “desplegarían su erudición” sobre un tema inseparable del desarrollo de la doctrina cristiana y del español en esta tierra. Está de más insistir en la solemnidad con que la que el pastoso Víctor me advirtió que sería “un ciclo de lujo” para afianzar los innovadores bríos de su política cultural. Así que no podía desmerecer ante competencia tan ruda.

Durante un mes febril me concentré en la escritura del ensayo. Los “Nuevos papeles” era de suyo un texto difícil y, a petición de Víctor, pensado para especialistas, historiadores y “un público exigente”, aunque ya se sabe que, según la mala costumbre de menospreciar el trabajo intelectual, no causaría honorarios. La paga consistió en el honor de ver mi nombre en invitaciones ostentosas que quién sabe a dónde fueron enviadas. Así que corregido hasta en pormenores, editado, impreso, cuidado, repasado y dispuesto en la carpeta que llevaría esa tarde con la responsabilidad de ser la que cerrara el ciclo, hice lo propio con mi arreglo personal para estar bañadita, perfumada y bien presentada ante la selecta concurrencia.

Acompañada del entonces esposo, mi hija y tres o cuatro amigas suyas, llegamos antes de la hora señalada.  Nos recibió Virginia Armella, directora de la Pinacoteca y a la sazón madre del Pedro Aspe, poderosísimo Secretario de Hacienda. Al punto anunció que Pedro estaría presente con otros funcionarios “de primer nivel”. Por supuesto, nunca llegaron los tales funcionarios, ni siquiera los obligados del CONACULTA; tampoco los llamados especialistas, académicos o equivalentes. La escena era una fiesta de equivocaciones y ni el más incauto podría suponer que alguien se había tomado la molestia de organizar el evento.

Aquello era un correo de mentiras. Llovía desde temprano. El frío calaba en un recinto solitario, cuyas piedras se antojaban más piedras y más heladas ante la ausencia de luz. No había piso ni cuadros ni gente que entibiaran tan tremenda soledad. Virginia nos condujo a su oficina, donde nos pidió esperar en un figón vecino “mientras llegaban los técnicos de Televisa e Imevisión, el público y los invitados (“más de cien personas confirmadas por el interés que despertaba mi presencia”). “Ya saben, agregó, cómo se complica la ciudad con la lluvia…” Con una de sus hijas, se apersonó Yolanda Mercader, encargada del evento,  y un sujeto de modales exquisitos que preguntó mis generales “para presentarme al público”. El interrogatorio comenzó con una pregunta que me puso a temblar: “A qué se dedica usted…?”

Pasamos casi una hora en el figón aledaño. “Lo que sea, debo enfrentarlo”, les dije a mis acompañantes, a pesar de que los enviados de Virginia Armella insistían en que aguardara afuera un poco más porque los de la televisión ya venían en camino. En la entrada de la Pinacoteca había dos señoras muy repingadas que creí conocer, pero nunca identifiqué.  Lo que me aguardaba era más bizarro que surrealista y, en eso, Antonin Artaud se quedaba corto: tragafuegos, prostitutas, viejos desdentados, ciegos, cojos y acaso sordos, pordioseros, pepenadores, malabaristas callejeros, teporochos…  la Corte de los Milagros de La Alameda Central y sus alrededores.

Unas velas esmirriadas iluminaban la excapilla de San Diego. Nuncá llegó la luz, literalmente. La lluvia se convirtió en tormenta. En penumbra se sentían con violencia los goterones y rayos relampagueantes que, por instantes, alumbraban las caras del “respetable”. Los acarreados aguardaban expectantes en sus asientos. Bajo un murmullo extraño percibí el peso del silencio.  Al punto me di cuenta de que lo importante para ellos era que aquello terminara para atacar charolas y mesas dispuestas con las viandas. Pasé al estrado. Observé… La concurrencia me miraba abrazada a bolsitas de plástico muy bien dobladas en el regazo. El hedor era casi insoportable: gestos del hambre y picaresca pura atraída por la oferta de “vino de honor y ambigú”.  En los ojos inmensamente abiertos de Sofía, mi hija, leí una mezcla de asombro y desafío a vencer. Imposible negar que, al principio, se me puso la cara roja de vergüenza. La adrenalina me invadió de punta  punta. Gastón García Cantú, a excusa de su “mal estado de salud”, se sentó en la última fila, seguramente para salir huyendo.

Puse mis páginas al lado de mi bolso. Inhalé y exhalé. A sabiendas de que se trataba de una prueba de humildad, decidí improvisar porque de ningún modo les faltaría al respeto al negarme a hablar. La situación era difícil. Virginia desapareció. Me armé de valor y poco a poco comencé a contar una especie de historia para niños sobre el viaje de las palabras traídas por mar, la magia de la escritura, la fabricación del papel, el mito de Quetzalcóatl y la sabiduría de los antiguos toltecas. Reiteré el orgullo de su pasado, lo que cada uno compartía con una historia de dioses, de lenguas y prodigios. En la actitud respetuosa de esa gente que apenas parpadeaba y de vez en vez aplaudía a rabiar, como en las funciones de títeres en los parques, iba midiendo los tiempos y el rumbo del mensaje. Concluí con el relato del espejo humeante y los engaños de Huitzilopochtli…

Silencio total. Nadie se movía.

“Cuenta más…. Cuenta más”, se oyó un grito por ahí, salido de la penumbra. Luego, a coro: “sí, sí, cuenta más…” Y rocé la magia de la imprenta y el poder transformador de las letras…

Al final, todos contentos. La picaresca se apelotonó alrededor de los meseros y, a puños, comenzaron a llenar sus bolsas del súper con galletas, bocadillos y pastelitos, como fueran cayendo. Distinta a los tragones burgueses pintados en su mural por Diego Rivera, la Corte de los Milagros se hacía del vino blanco o apuraba el tinto intercalado de coca colas que bebían de corrido y cambiaban por la siguiente copa hasta agotar el último sorbo. Sin tardanza, corrían después a rodearme entre empujones con su bastimento bien surtido y mejor resguardado. En segundos las charolas se vaciaron. Inclusive ayudé a algunos a servirse. Un chimuelo de gorrita tejida llena de agujeros que exhalaba los humores de las cloacas me dijo, conmovido, que nadie, “ni los otros que vinieron antes” les “había platicado cuentos tan bonitos”. Con trapitos o falditas que mal y poco cubrían su pubis, un trío de prostitutas pechugonas con las medias rotas, escotes pronunciados y tacones pelados quiso sacarse “unas fotos con la señorita” para enseñarlas a sus amigas. “Ándale, Manita, no seas malita: arrímate para acá…” Y “Manita” se arrimaba, y sonreía y saludaba de mano o platicaba, según lo fueran pidiendo.

La “conferencia magistral” concluyó con una lección que me dejó llorando toda la noche. Sentí vergüenza por mi vanidad, por creerme superior, por mi falta de compasión, por tonta... A su vez me indignaba la farsa institucional. Al mismo tiempo experimenté un extraño alivio por haber hecho lo que hice y haber permanecido hasta el final sin correr al baño para lavarme las manos cada vez que alguien me tocaba.

Por su orden, a partir del día siguiente busqué a Guillermo Tovar, a Efraín Castro y a Miguel León Portillo. Les pregunté cómo les había ido. Los tres, entre evasivas y lugares comunes que revelan el supiritaco compartido, ni siquiera reconocieron que huyeron a tiempo al toparse con idéntico espectáculo. Los tres suspendieron su lectura y se fueron como llegaron: con sus papeles en mano, decididos a mantener en secreto la experiencia. Ninguno quiso hablar más del asunto. Le narré a Miguel lo sucedido y fue el único que lamentó no haber hecho lo propio. Al mes siguiente, Efraín publicó en un folleto mis Primeros papeles y Excélsior destacó el ensayo en Primera Plana.

Días después vino a casa Víctor Flores Olea. Con tamaña cachiza se disculpó por “no haber podido llegar; pero me informaron que tu conferencia estuvo muy concurrida y fue un éxito”. Sonreí: ¡los burócratas son increíbles! Sí, repuse, “el respetable agradeció como pocos. Los invitados comieron y bebieron muy bien y no me fui hasta despedir al último. Te agradezco la deferencia.” La vida es una broma y la política cultural, una mascarada. Esto de creerse intelectual es pura fantasía.

Si bien la conmemoración “oficial” de los 450 años de la imprenta en México se redujo a una experiencia inaudita, el mundo de las conferencias deja mucho qué desear en este medio: sabemos cómo comienzan, nunca cómo y entre quiénes terminan. Así como descubro auditorios llenos cuando especialmente en provincia publicitan el evento, otras veces los estrategos discurren hacerse en el momento de alumnos de secundaria y preparatoria para evitar que el conferenciante “se sienta como en casa”; es decir, en la soledad de su mesa de trabajo. Lo raro es tener que dirigirse al batallón de pordioseros, putas, cirqueritos callejeros y teporochos que, a cambio del “vino de honor”, estén dispuestos a participar de un espectáculo bizarro.

Invitaciones, sin embargo, nunca faltan. Tampoco la sorpresa habitual del anfitrión cuando le hago saber mis honorarios. “Cómo, maestra, usted cobra?” “¿Y usted no?” Contesto con ironía sin ignorar la respuesta, aplicable por extensión a colaboraciones periódicas y entrevistas: “Ya sabe usted cómo son las cosas… No tenemos presupuesto... Pero, por única vez, háganos usted ese favor…” Así es el surtidor de la cultura subsidiada que corre en paralelo a la oficial y sujeta al presupuesto proveniente del erario del Estado.

Gabriel García Márquez*

Getty Images/Archivo

Getty Images/Archivo

Latinoamérica, “primer productor mundial de imaginación creadora”,  necesitaba un relato que la sacara del desaliento. Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, Alejo Carpentier y Juan José Arreola comenzaron a innovar nuestra lengua a partir del medio siglo pasado, pero faltaban fábulas, signos, mitos y símbolos para contrarrestar con ficciones la inseguridad interna y el menosprecio exterior, cifrados por una historia de intervenciones y sufrimiento. La presión burocrática enfriaba el afán de aventura y el espíritu del cambio se confundía con la explosión demográfica que llenaba de hambrientos y desesperados regiones antes paradisíacas y gradualmente devastadas. Ideales como los de Bolívar y Martí cayeron en desgracia de tiempo atrás, a pesar de tentativas inútiles por recobrar su memoria.

Pesaban los insaciables olvidos de un montón de tiranuelos. La retórica oficial enmascaraba la verdad verdadera durante un siglo XX atormentado con episodios oscuros, por no decir criminales, que arrojaban a las mayorías a la necia costumbre de refugiarse en sueños jamás causados. De lo grato y noble de sus múltiples culturas nada o muy poco se sabía más allá de ámbitos académicos, a pesar de que la imaginación y el ingenio popular se han multiplicado como la injusticia o la pobreza. El mundo era menos mundo sin la voz ni la presencia de millones de indígenas, mestizos, negros, criollos y otros tantos representantes de mezclas raciales, producto del furor sexual de colonizadores, esclavistas, aventureros y “huéspedes de paso” que regaron la simiente del silencio para que los vencidos borraran su rostro, su lengua y su pasado.

Desde la hora de las independencias, algo fétido se fue extendiendo por el Caribe y desde el Río Bravo hasta la Patagonia. Viejos y jóvenes compartían la misma opresión secular, igual desesperanza e idéntica sensación de oquedad que arrojaban a unos a la muerte asegurada durante levantamientos armados y, a los más, a la certeza de que nunca, nada, habría de redimirlos. Por infames o sosos que fueran los gobernantes, los dictadores y un desfile inabarcable de tiranos, caudillos y caciques, en común creían que sus ocurrencias quedarían inscritas en mármol. Así lo fantaseó el gorila cruel y uniformado de El otoño del patriarca de García Márquez y así también, desde su fortaleza de La Ferriére y el Palacio de Sans-Souci, el haitiano emperador negro Henri Christophe, quien sería derrocado por la magia y el vudú del prodigioso Ti Noel: esclavo que Alejo Carpentier inmortalizaría en El reino de este mundo, novela fundadora de lo real maravilloso que encumbraría, por fin, el poder de nuestras letras.

Hasta entonces, la empecinada repetición del tribalismo dramatizaba diferencias de clase, de género, de educación, de lo aparente o especulado. Latinoamericanos y caribeños vagaban alrededor de un vacío sin espejos ni entendederas, como ánimas en pena, despojados de identidad y perdidos en palabras apropiadas, escasamente comprendidas. Eso ocurría hasta pasado el medio siglo XX: la mitad de los cien en la genealogía de los Buendía; y por desgracia sigue así principalmente entre las etnias, aunque con nuevos atavíos.

Pero entonces, de pronto, en un significativo año 1967, apareció en las librerías un torrente de imágenes y relatos deslumbrantes. Como caída del cielo, la literatura sacudió la modorra que afectó a decenas de generaciones sumidas en un sopor equivalente al de la travesía de Bolívar en ruta hacia la muerte. Los lectores encontramos en sus páginas la belleza tejida con metáforas y cuentos inspirados por dios o por el diablo. Cien años de soledad, novela/cifra, nos dio la afectividad compartida. Gabriel García Márquez estaba ahí, con la épica de la soledad.  Un libro no cambió el mundo, pero el arte de la palabra lo aligeró mientras crecíamos asidos al poder de un nuevo lenguaje: el de la narrativa de nuestro mayores.

Inmerso en una pasión hasta entonces oculta, Gabo derramó en sus lectores –minoritarios en principio- el sentimiento de libertad que animaría la patria espiritual del idioma. Dividido en naciones y muchas lenguas, no tenía el continente un pasado, un presente ni un futuro en común. Las diferencias superaban la urgencia de identidad de los hispanohablantes americanos. Una misma desesperación impedía reconocerse en el otro. Afectados por su semblanza imprecisa, los latinoamericanos se sentían alejados de lo que pasaba más allá de sus narices, en “el mundo ancho y ajeno” que un puñado de escritores empezaría a estrechar. Nuestros pueblos no se miraban a sí mismos. Si algo los reflejaba, no lo notaban. Tampoco nombraban un saber que sabiéndolo, ignoraban que lo sabían. El español de la mayoría ocultaba más de lo que decía. El habla era un hipo intercalado con monosílabos. Y nadie, al parecer, entendía nada de nada: tampoco importaba, porque la miseria ciega y analfabeta era uno de tantos hechos que se daban por sentados.

Feliz herencia la del exilio español, cuando abrir una librería o una editorial en nuestros países era lanzar una moneda al aire. Nos trajeron el aire fresco, los espejos, las traducciones, las voces y los títulos con otros modos de ver, entender, nombrar e interpretar la vida. Igual que a Cortázar, Fuentes y Vargas Llosa, Faulkner fascinó al joven García Márquez. Influido por el ficticio condado de Yoknapatawpha, quiso recorrer el Misisipi, donde transcurren la mayor parte de sus relatos y Macondo fue el fruto tropical de su oportuna influencia.

Antes del ascenso de la nueva novela latinoamericana, nuestros escritores desdeñaban tradiciones y símbolos que podrían unificarnos. Creían que su realidad apagaba, más que iluminar e inspirar a las letras. Se desdeñaban peculiaridades y mitos sin darse cuenta de su potencial vivificante. A los novelistas les atraían el anecdotario del campo, los amores rurales y las faenas en los corrales. Generaciones enteras sólo conocieron antagonismos. La Revolución Mexicana aportó la violencia, el caudillismo y las huestes de violadores, mentecatos y borrachos que romperían con la escritura a media luz y con el miedo de describir la realidad que pugnaba por hacerse visible. Sería un principio; el tranco inicial de una carrera larga, de obstáculos, y con entradas y salidas de muchos participantes que poco a poco fueron creando los “sedimentos culturales” referidos por Alfonso Reyes.

Los temas, la épica, el revés del poder, fábulas, recuerdos y cuanto hace a la gente ser como es permanecía a buen seguro: no fuera a ser que la tinta corriera y se desvelaran los rostros múltiples de un continente que, a ojos del Conquistador, ocultaba más riquezas de las que mostraba, que eran bastantes. Los colonizadores saquearon cuanto pudieron. En las  venas ocultas se refundieron los muertos, el dolor y la melancolía. Al contar su historia y narrar bellamente las peripecias de los Buendía, García Márquez realizó la hazaña anhelada: remover siglos de búsqueda de un territorio enfermo de soledad, con las tripas llenas de fantasmas y agobiado por el Poder, por el poder absoluto, que no acaba de renunciar a la tentación de eternizarse.

Lo suyo es contar la vida. No explica. Tampoco interpreta, recrea. García Márquez ha visto y narrado su humanidad de un solo golpe, sin divisiones. Soñar, pensar e imaginar ha sido lo mismo en su mente global, en su golem particular. Por intuición o por genio, supo que la realidad todo lo abarca: la vida y la muerte, el mito y la épica; el drama y la tragedia, la ficción y la crónica. Trasmite, no inventa el habla ni los asuntos de sus mayores. Ha dicho a quien pregunta sobre las peculiaridades de su método que así son las cosas en su Caribe natal. Que para eso están los ensayistas, para analizar el por qué; para prever y entender. Al escribir no discute ni se pregunta las causas de una manera de ser. Su audacia expresiva es emocional, afectiva. Ve, oye y ha escrito artículos periodísticos, crónicas, novelas o cuentos con la eficacia del saber trasmitido por los abuelos y la soltura aparente del repentista. Su pensamiento es viajero. Su vocabulario trasciende la magia del diccionario porque el suyo es el puro don de contar. No hay complejos ni himnos ni banderas ni celebraciones; tampoco en su prosa se advierte un problema insalvable: ahí están los difuntos para dialogar con los vivos y ofrecer respuestas asombrosas a lo cotidiano y posible. Están las voces del diario, las propias de su región y las que, ignorantes de su raíz, circulan en el Caribe en libre invención; también por el Altiplano. Cuando falla el folclore, acude a la magia del alquimista. Si la desesperanza entorpece el rumbo, el amor lo resuelve. Si el mundo se cierra, un encantamiento lo abre. Si no existen techos, sobran mujeres para construirlos mediante relatos. Levitaciones, magos, ríos de semen, gallos, putas, el hielo… El universo apretado en la ficción verdadera. Macondo es la casa y el huracán la arremetida que acabaría con un páramo alucinado.

Muerto él, apenas hace unas horas, miro uno a uno en el anaquel sus libros leídos y releídos. Gracias a él nuestras letras dieron un salto gigantesco a la cima del arte de la palabra. La levedad se infiltró a la escritura y por la gracia de su talento Latinoamérica entró por la puerta grande al cerrado cenáculo de los clásicos de la hora. Repaso una línea, reconozco un pasaje y de una historia evocada a otra mi memoria me regresa al día en que, sentado junto a mí durante una comida, sonriente, Gabo me dijo a boca de jarro: “tienes una vida para contarla… No le tengas miedo.”

 

*Fragmento editado de “GM: La épica de la soledad”, en Voces de su tiempo, de próxima publicación.

Una difunta singular


Me dicen que hay que “soltar” a los muertos para que se vayan de una vez por todas. Que no hay que extrañarlos demasiado porque corren el riesgo de seguir “amarrados” a este mundo. Yo oigo con mi escepticismo habitual. “Soltar”, “desapegarse” y “romper ataduras” son voces que, a ciencia cierta, significan todo o nada; es decir, están sujetas a la fe de cada quien.  Ahora resulta que los muertos se quedan o se van a voluntad y que, en cierto modo, de mi depende la liberación definitiva de cuando menos dos personas que echo en falta cuando siento que la vida se quedó como vacía sin sus humoradas maliciosas, sin la amistad que profesábamos.

Rica, simpática, sofisticada, culta, guapísima, elegante, ocurrente y tacaña si las hay, mi amiga rompía todos los esquemas. Gustaba lucir sus numerosos sombreros borsalinos, que le quedaban de maravilla. Así se daba a notar en las bodas, en los toros, en las fiestas y a pleno sol. Transgredía como si nada, como si no se diera cuenta o si en verdad creyera que con llamarse Norma era suficiente para no observar las verdaderas normas. Anarquista natural, actuaba una indefensión “muy femenina” para que cualquiera a su alrededor cargara sus maletas, agilizara trámites, le dieran mesa en restaurantes exigentes, la pasaran a primera clase en los aviones o resolviera cualquier tipo de problemas. Con la fresca se metía por la libre al Lincoln Center, saludando con las de rigor y con la cachiza de hacerse ayudar, en atención a su edad y a cierta cojera tardía, hasta ocupar el mejor asiento. Para colmo, los burlados inclusive agradecían la oportunidad de conocer a señora tan encantadora, “aristócrata seguramente” o una de esas millonarias extravagantes siempre en viaje que ostentan en el rostro su muy apretada biografía.

Pelirroja y asidua de la henna, sus ojos inmensamente azules eran acta de fe de sus raíces escocesas. Además, su inglés era impecable. Al invitarme al mediodía para comer iba desplegando estratagemas para alargar la despedida. A excusa de la anochecida, del tránsito infernal o de lo bien que la pasábamos entre floretes literarios y juegos de palabras, con boberías que nos hacían reír hasta las lágrimas, con el  intercambio de poemas y recetas de cocina, sin omitir ficcionarios extraídos de nuestros pasados amorosos y cuentos sin cuento sobre lados oscuros de los respectivos conocidos, de preferencia intelectuales o políticos, sacaba del cajón un camisón de seda y me aclaraba que “por casualidad” tenía dispuesta la habitación de las visitas. A no querer queriendo me quedaba a seguir la ronda hasta después del desayuno que ella misma preparaba como buen gourmet que era.

Así era Norma Wanless: caprichosa y sabia en lo esencial, aunque su lado más oscuro se antojaba inescrutable. Con frecuencia me enojaban sus abusos, pero igual tenía escondida una sorpresa amable, invariablemente divertida, que me hacía quererla aunque a veces no quisiera. Su inteligencia la salvaba inclusive de los desencuentros con sus hijos. Quizá fui de las pocas que conoció a fondo sus deslices. Me aconsejó cosas tan útiles como tener siempre a la mano un amigo “de enseñar” para las fiestas porque las mujeres solas somos vulnerables. Conocía remedios para el alma y para el cuerpo. Practicaba el don de la amistad, pero mejor se deslizaba con abierto coqueteo con hombres jóvenes, lo que resultaba incómodo para quienes teníamos que aguantar indiscreciones. Era, en fin, un verdadero personaje que podría haber fascinado a Proust, a Flaubert y a algún embajador ávido de relaciones peligrosas.

Casó en primeras nupcias y de manera clandestina con Ernesto de la Peña. Era joven y atrevida a pesar de que nunca renunció al conservadurismo que defendía como conquista de su clase. Procreó con él un hijo de mi edad, primogénito de ambos, que creció sin conocerlo. Un segundo matrimonio con un divorciado mayor la introdujo a los tortuosos no obstante lucrativos caminos de la publicidad en los que volcó su temprana pasión por la poesía. Entre “tus hijos, mi hijo y nuestro hijo”, Norma practicó la charrería que la afamó por sus destrezas a caballo y hermosos atavíos. Trasmutó en abeja reina hasta gobernar el entorno familiar, el social y es de creer que también el económico.

Al enviudar, cuando aún no llegaba a los cincuenta, adquirió la madurez distintiva de los que han probado el sufrimiento, pero sin dejar de comerse la vida a grandes trozos. La conocí por esas fechas y, a pesar de que mediaban dos décadas entre nosotras, su espíritu jovial y su desorden irredento disipaban cualquier distancia entre nosotras. Se tumbaba a llorar dos o tres veces por semana en el diván de un psicoanalista que se llevó a la tumba sus secretos. Al concluir la sesión se reacomodaba las joyas, doblaba su pañuelito bordado, se pintaba los labios y salía a la calle sonriendo a esperar al chofer para que la llevara en el asiento de atrás de su inmenso y demodée cochazo blanco que se negó a cambiar por uno más moderno, “porque ninguno es tan confortable y amplio como éste”.

Fumadora irredenta, igual que su hermana Sylvia, a la que visitábamos juntas todos los sábados de años y años porque vivía enchufada al oxígeno, envejeció como ella con severos problemas respiratorios. Si Sylvia era inmensamente gorda a causa del enfisema que primero la inmovilizó y al fin la acabó, Norma era tan delgada y a veces frágil que se fue consumiendo al tiempo hasta volverse casi una niña. Nunca perdió el glamour ni dejó de hacer travesuras.

Entre enojada y solidaria, la acompañé en su agonía. Antes de que se adelantara en su fase final, los hijos la hicieron dejar su casona de Tlalpan, cuyo jardín adoraba, igual que a su perro, su piano, sus obras de arte, su cocina, sus libros, su independencia, sus amigos, su libertad… La cambiaron a un departamento en la Torre de Palmas, donde padeció cada minuto y sin duda se entregó a la tristeza. Atrás quedaron nuestros viajes a Nueva York, a Nuevo Orleans… Su vida declinó de feo modo: nada qué ver con su talante alegre y ese afán tan suyo de probarlo todo, de conocerlo y disfrutarlo todo. Sin chofer y sin cochazo, atenida a la buena voluntad de los demás, me llamaba para ir al cine, a exposiciones y conciertos; luego, el restaurante, la cena, la copa de vino, los postres y la plática vivísima que la revivía como milagro. Durante sus últimos años extremó sus defectos, aunque nunca perdió el tipo. Cometió errores de los que en ocasiones se arrepintió, pero los asumió con valentía.

No me extrañó que muriera sentada o quizá recostada, pero vestida y despeinada. Llevaba días inmersa en sí misma. Sospeché que se iba cuando dejó de telefonearme a cualquier hora, aunque varias veces al día, pero no hice caso a la intuición y esa tarde me negué a visitarla. Durante sus funerales sentí que me hablaba. No me extrañó: todo podía esperarse de ella. Nunca quiso ser incinerada. Según instruyó, deseaba reposar con su hermana y sus padres en la capilla familiar del Panteón Francés. Y en eso estábamos… Los sepultureros bajaron trabajosamente el ataúd para acomodarlo en un espació en el que a todas luces apenas cabía. Situada con “los dolientes de primer grado”, al frente del grupo que atestiguaba la despedida, sentí la hondura de lo que perdía. Los hombres prepararon la mezcla. Solo se oían las paladas, el movimiento de los ladrillos y, alrededor, un silencio que calaba hasta el hueso. El sol de diciembre quemaba sin calentar y un vientecillo helado me lastimaba más de la cuenta. De pronto, lo inesperado: el ring, ring, ring del teléfono celular llamando desde la fosa. Todos nos miramos. Era obvio que el sonido provenía de la tumba. Los albañiles se espantaron. Ring, ring, ring… otra vez… Con cara de “yo no fui” cada uno revisaba en sus bolsillos, por si acaso. Al corroborar que el sonido provenía del féretro se rompió la solemnidad y reímos a carcajadas.

Así era Norma: se llevó el teléfono móvil en el bolsillo de su chaqueta. No dudo de que fue ella la que llamó, a modo de despedida.

La soñé varias veces tendida en su féretro, como la vi por última vez. No estaba amortajada. Llevaba lo puesto: una blusa estampada, sin aliños y una chaquetita descuidada. Seguramente traía en los bolsillos las bolitas de kleenex que tiraba por todas partes. Después, su nuera me contó que la tarde anterior bajó a la peluquería situada en el sótano de la Torre para que la peinaran. Al final, su hija Margarita depositó sobre su cuerpo un hermoso ejemplar de los Requiems, sus poemas mejor logrados. Yo miré. Todo lo miré con ojos llorosos, inclusive el tránsito fugaz de Ernesto de la Peña quien ya llevaba la muerte dibujada en el rostro. Pensé que después de todo esa historia se cerraba. En ese momento, sin dilación, comencé a extrañarla

Nuestras ciudades: moradas desamoradas

Cortesía www.imagenesaereasdemexico.com

Cortesía www.imagenesaereasdemexico.com

Por su naturaleza cambiante, los problemas sociales no aceptan soluciones definitivas, aunque sus efectos recaen en el sueño y la pesadilla de los logros humanos: las ciudades. Vivir en comunidad obedeció a la necesidad de convivencia, bienestar y seguridad de grupos que, amenazados por invasiones, ataques animales y desastres naturales, descubrieron que sus asentamientos, además de resguardo, los dotaba de un sentimiento de identidad, cooperación y pertenencia que se extendería a la idea nacional.   Los antiguos abuelos crearon sitios coordinados para limitar el efecto de hambrunas, violencia y un sufrimiento colectivo evitable en un mundo mal repartido.

Con el impulso primitivo del orden institucional, ceñido a  ligas religiosas y conductas civilizadoras, el hombre maduró con la traza amurallada de fortificaciones que, además de su función vigilante, consideró la división del trabajo, los mercados y la unidad popular sin desatender el vínculo entre la historia, la autoridad y la geografía.

El desarrollo del urbanismo correspondió al crecimiento de la población jerarquizada que además de coexistir y cumplir con ritos, deberes y devociones, demandaba leyes, espacios de entretenimiento, culto, reposo, reunión y distribución de servicios.  Coronar el esfuerzo trajo consigo la construcción de plazas y obras estéticas para responder, primero, al tránsito del estatismo al dinamismo urbano; luego, al avance acumulativo de una jerarquía social celosa de ideales y certezas lanzadas al porvenir. Correlacionado al régimen de poder,  el urbanismo redundó en la conciencia política y su complementaria ciudadanía.

 Si durante el Renacimiento las ciudades europeas alcanzaron su mayor esplendor al fusionar arte, apego al futuro y talento urbano, no menos admirables serían las conquistas de la Antigüedad, de donde se aprendería que la estética alimenta la armonía, el enriquecimiento del espíritu, el orden social y el orgullo de los pueblos. Persas, griegos, egipcios, helenos y numerosos asentamientos arcaicos, incluidos mayas, teotihuacanos, incas o los jóvenes aztecas cifraron el fundamento de su ser en la arquitectura: la importancia de sus dioses, su poderío y la significación de su presencia en el mundo. Sobre tales bases el hombre ha enriquecido la diversidad cultural.

En la actualidad, el carácter de cada sociedad y de cada país se refleja en la razón o la sin razón de urbes complejas en las que economía, producción y arquitectura obedecen más a la desigualdad que a las aspiraciones de pacífica convivencia, dignidad y bienestar de sus habitantes. De este modo observamos que así como abundan zonas de miseria en las que el paso del infrahombre al hombre no se ha realizado, otras son ejemplos abyectos de hasta dónde el individualismo y el lucro fomentados por el capitalismo salvaje remontan vicios tribales y discriminadores que se revierten contra el sentido de humanidad, abominan del mejor pasado  e instauran la idea de que en la desigualdad divisoria y privilegiada se finca el progreso.

Reducidas a conglomerados inhumanos y expuestas a las peores condiciones de coexistencia, la mayoría de las ciudades mexicanas han perdido el decoro que, acaso hasta los años sesenta del pasado siglo, celebraban nuestros antepasados. Sin planos reguladores, indiferentes a la función social y ecológica de parques, monumentos, jardines y espacios abiertos; sucias, sembradas de adefesios y anuncios espectaculares que agreden a la población indefensa; hacinadas, ruidosas, entregadas a las atrocidades engendradas por la codicia y en general dominadas por la presión de automovilistas adueñados de las calles -ya que el transporte público es tan deficiente como la educación y los servicios asistenciales-, nuestras urbes espetan el cáncer cultural.

Contrario al espíritu de la ciudad, que consiste en civilizar la vida en común, el mexicano se encierra en sí mismo, evita comprometerse con el otro y perpetúa su condición de isla al suponer que, incomunicado, se librará de agresiones. El miedo es motor de su acción y la desconfianza guía que determina un egocentrismo peligroso y contrario al sentimiento unificador de la ciudadanía. Un abatido y sufriente Distrito Federal es la peor víctima del centralismo desenfrenado y devastador. Cercado por cinturones de miseria, foco de atracción de migrantes provenientes del resto del territorio, sediento, conflictivo y superpoblado, el que fuera motivo de admiración por propios y extraños sería cercenado y maltrecho hasta aniquilar el sentido vivificante de nuestra morada colectiva.

Cada uno de los millones de personas que habitamos en esta megalópolis del diablo sorteamos  el riesgo de morir o padecer peligros incontables.  Amanecemos expuestos a ataques delictivos, sin dejar de sufrir la fatalidad de una corrupción tan expansiva y arraigada que, por impune, contaminó hasta la entraña el deber regulador de la justicia. Al cúmulo de malas decisiones, permisos de construcción indebidos y gobernantes ineptos se debe la degradación de los barrios y la subsecuente pérdida de la dignidad urbana. Agréguese a la ausencia de civismo y áreas verdes la destrucción sistemática de joyas arquitectónicas, plazas, fuentes, casas y monumentos que fueran registros de la memoria, sin los cuales ninguna sociedad cifra su identidad cultural.

La presión demográfica determina la moderna formación de urbes verticales; sin embargo, desde Le Corbusier e inclusive antes la arquitectura es un punto de partida para crear una humanidad mejor, más racional y dispuesta a establecerse en complejos dotados con hospitales, escuelas, comercios, parques, sistemas de vigilancia, etc. Lección que, a todas luces, se descuida en ciudades, delegaciones y municipios que crecen a su aire y a poco arrojan las consecuencias de sus yerros.

Nadie puede negar que el arte en general, y la arquitectura concretamente,  refleja la calidad espiritual del hombre. Eso es lo que debemos reflexionar: la correlación entre el fondo que lo nutre y la forma visible del entorno. Si Mies Van der Rohe afirmó que “la arquitectura es la voluntad de la época traducida a espacio”, no nos queda más que lamentarnos por lo que nos define. La sociología demuestra que, hasta hoy, no existe indicador más fiel del carácter social que el estilo, el acomodo y la aportación o el retroceso de sus edificaciones y modos de subsistir en comunidad. Si disolución, enfrentamientos, violencia, estrechez de esperanzas vitales y carencia de garantías cívicas significan un tejido social que hace tiempo transgredió el principio armonía, el impacto psicológico, político y moral de nuestras infortunadas ciudades no es menos gravoso.

Encumbradas en el pasado por su estética, su funcionalidad y un equilibrio mayor o menor entre la idea del futuro, logros modernos y la conservación del legado de nuestros mayores, las metrópolis mexicanas cedieron sin resistencia, sin imaginación, sin decencia política ni amor por la morada más visible y compartida de sus residentes, al peso devastador de la corrupción y la ignorancia. Reina el mal gusto apareado al descenso de la calidad de vida. Podrán multiplicarse los insanos indicios nacionalistas, pero en nada contribuye el Estado para fomentar el patriotismo. Desamoradas, adversas, sembradas de adefesios, enfermas e irracionales: en eso se ha convertido la mayor parte de las urbes en nuestro país, por una causa:  el drama de no saber quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos, qué anhelamos ni cuál es el significado de nuestra presencia en el mundo, siquiera en nuestro pequeño mundo, al que ya podríamos cuidar con un poco de amor. 

Paz en la cultura


Octavio Paz

Octavio Paz

Todo hombre es producto de su tiempo, pero pocos lo transforman. Octavio Paz fue uno de ellos. Hijo de zapatista, nieto de porfirista, nació bajo el terror de Victoriano Huerta.  Creció en Mixcoac, alejado del bullicio de las balas. Lector temprano, observó el ascenso de los gobiernos de la Revolución. Le tomó el pulso a la “dictadura perfecta” y cultivó una ambivalencia de distancia/proximidad con ella. Asimiló para sí los deslices del presidencialismo y construyó un poder personal equivalente al sistema. Un caso sin antecedentes ni continuidad en la historia se constituyó, hasta el fin de sus días, en lo que mejor lo definiría: presidente de la república de las letras.

 Si el presidencialismo repartía alianzas, canonjías, premios, castigos, ninguneos y muertes civiles, la reproducción en paralelo del genio estratégico de Paz haría lo propio en el cerrado ámbito de la cultura. Durante su mayor gloria ninguna hoja se publicaba, nadie brillaba, se opacaba, accedía a los sagrados cotos de academias y distinciones ni avanzaba, se marginaba o retrocedía sin su fallo. Su personalidad imprimía carácter al arte y al pensamiento. Coordinaba su agudo cancaneo con el sube/baja de una mano cuando sus juicios iluminaban la atmósfera de una sociedad más urgida de asimilarse al Norte que de elevar su espíritu.

Mientras que la mayoría escuchaba su nombre como el de alguien que era, aunque no supiera quién era, la minoría que sí lo sabía tambaleaba entre el reconocimiento, el culto a su personalidad o el rechazo a su natural excluyente. Empezando por la cohorte que lo rodeaba, imperaba el deseo de ser visto y aceptado por él, pero nadie ocultaba el enojo provocado por su desdén o su indiferencia. En su obra abundan testimonios de su pasión por el poder, indivisible de su capacidad crítica. Sobre enormes diferencias entre ambos, únicamente André Malraux, en la Francia de De Gaulle, equipara la potestad ejercida por un escritor en una sociedad moderna.

Malraux fue el más fecundo ministro de Cultura de la posguerra. En los diez años de su gestión (1959-69) creó museos, colecciones, parques, monumentos, bibliotecas, exposiciones, conciertos, actividades académicas…  Lo que contribuyera a enriquecer el arte y el pensamiento de Francia y desde Francia. Emprendió su hazaña con la misma prodigalidad con la que se inventó un pasado a la altura de su vanidad y la inteligencia que lo situó entre los notables del siglo XX. No le fue difícil convencer a su amigo e instaurador de la V República de que el hombre nuevo, el de un porvenir europeo abierto y libre, dependía de la responsabilidad del Estado en la formación de las generaciones. Pugnó por la comunicación entre artistas y pensadores con la gente común, de donde surgieron sus Maisons de Jeunes et de la Culture, que hicieron brillar a la cultura francesa. Y De Gaulle, ávido de gloria, lo dejó hacer.

Paz no ignoró la importancia los intelectuales en la pre y la posguerra. Empezando por la aventura de los surrealistas y sin desdoro de la creciente actividad editorial y artística que tendría por complementaria de la escritura,  Francia era capital de las vanguardias y París la ciudad en la que había que estar si es que se deseaba ser alguien cuando mérito, talento y prestigio ensombrecían los intereses capitalistas. Así, cuando el intrépido Malraux acumulaba frutos, un Paz en plena madurez caló hasta dónde y cómo puede llegar el poder persuasivo de la inteligencia al poder/poder de la acción y las decisiones.

Malraux perteneció a la élite entre el poder y las letras. Octavio, consciente de la contrastante realidad mexicana, optó por el servicio exterior como Alfonso Reyes, Antonio Gómez Robledo, la mayoría de Contemporáneos y muchos escritores que, hasta el ascenso del neoliberalismo, practicaron una distante atracción con gobiernos en boga. Eran los años en que París derramaba oportunidades que México no estaba en aptitud de ofrecer. Los escritores/diplomáticos cumplían la doble función de beneficiarse intelectualmente y mostrar un rostro digno del país en el exterior. Nunca mejor ilustrados, los vasos comunicantes ponderados por Reyes arrojaron frutos tan invaluables –sin descontar al exilio español-, como los sedimentos de una cultura intelectual en varias lenguas en la que descansarían las siguientes generaciones.

Fechada por los acontecimientos de 1968, la vida pública y privada de Paz dio un giro radical, igual que el país. De embajador distante en India y escritor apenas conocido y peor leído en su patria, con su poema Blanco adquirió una popularidad inusitada. Nada más conocer su renuncia y la crítica al presidente Díaz Ordaz para que los universitarios lo hicieran suyo y lo consagraran como cabeza y autoridad moral. A diferencia de Malraux, quien declinó a la par de De Gaulle por sus posturas contrarias al espíritu del ´68 parisino, Paz se convirtió en un gigante sin rival en espacios dominados por el priísmo.

Como lo observó y aprendió de los mejores durante su intensa vida parisina, ejerció con maestría la tarea editorial.  Si desde joven fundó y colaboró en revistas, con la creación de Plural y la subsecuente Vuelta impuso en México un antes y un después en la curiosidad de los lectores.  Incluyó nombres e intereses que respondían a la apertura de los representantes del Baby Boom. Practicó la ruptura con un pasado sin continuidad e hizo suyo el impulso democratizador por el que sería perseguido e impugnado por fanáticos de las izquierdas.

No se equivocó: las ideologías fracasaron, las izquierdas acabaron presas de su incapacidad para evolucionar y las democracias, no obstante enormes limitaciones, fueron desplazando a los totalitarismos. Entre sus lectores destacaban los descreídos  de la deificación de Castro y la Revolución cubana así como del rumbo de las guerrillas, especialmente en Nicaragua: uno de los hitos por el que sería más atacado. Su imperio en la vida cultural fue correlativo al incremento de su prestigio, hasta coronar con el Nobel una obra excepcional. Jamás construyó monumentos literarios a la Revolución ni se inclinó ante gobernantes que se encumbraban honrándolo. Abominó de la “literatura comprometida” y solo fue fiel a sí mismo. Al fortalecer sus relaciones tanto con los protagonistas de la política como con el poderoso Emilio Azcárraga, fundador y dueño de Televisa, su poder personal se consolidó con sorprendente destreza.

Cuando muere en abril 10 de 1998, el sistema de poder que lo dotó de una indudable presencia social agonizaba en paralelo. Nada sería igual a partir de que a la sombra de sus funerales, dignos de un hombre de Estado, la democracia emprendió una transformación sustancial que recayó en otro modo de concebir y apoyar la cultura institucionalizada. Sin él, el poder de las individualidades se disipó. El neoliberalismo arrastró a los intelectuales a una lucha feroz por la subsistencia y la difusión de sus obras.  Las élites dejaron de serlo de manera ostensible o al menos directa. El gobierno amplió sus actividades culturales en los estados de la República y lo que se ha perdido en culto a la personalidad, en trascendencia de “la alta cultura” y aportaciones singulares se ha ganado en espacios medios que quizá con el tiempo contribuyan a elevar, con la educación, el bajísimo nivel de la sociedad.

Octavio Paz

Octavio Paz

Al conmemorar el centenario de su natalicio -marzo 31 de 1914- su nombre, su poesía y su prolífica ensayística vuelven a brillar entre festejos, publicaciones y medios de comunicación. Más allá de la herencia de un Alfonso Reyes poco leído y casi olvidado, la figura y el legado de Octavio Paz se encumbran con renovados bríos. Poco se dice aunque hay que reflexionar en ello, sin embargo, de su relación con el poder y su peculiar asimilación personal de lo mejor y peor de un siglo XX mexicano. Las consecuencias respecto de la discriminación, el atraso que iguala a la mayoría hacia abajo y las dificultades que aún enfrentan los autores independientes recaen directamente en la calidad de una cultura intelectual, artística y científica a la que falta de todo, empezando por la democratización del saber y el subsecuente respeto a obras y creadores que dignifican al país y nuestra existencia.

Misterios del amor


Dibujo por Burdge-bug

Dibujo por Burdge-bug

Todos –o casi- conocemos el estallido de un arrebato enceguecedor que identificamos con el enamoramiento. Enigmático y huidizo, es un fenómeno efervescente de preferencia compartido entre dos. Su intensidad duele, fascina, exalta, alegra y se expande por los sentidos hasta obnubilar la conciencia. Experimentarlo no solo hechiza y crea un territorio excluyente de lo cotidiano, además aviva el deseo sexual y despierta el afán de exclusividad y trascendencia que suele acompañarse de preocupaciones egoístas que, en el mejor de los casos, conduce a lo que Alberoni llama “estado naciente”; es decir, el que genera una peculiar fusión de individuos separados que incita a crear un destino juntos, a compartirlo todo, a sacrificarse por el amado y  abrirse a una peculiar sinceridad.

Aunque el enamoramiento homosexual no es en esencia distinto, en la mayoría de los casos el de las parejas en edad de procrear se complementa con el acto reproductivo, donde comienza otra forma de ver, aceptar y apreciar al amado en una situación que rebasa el propósito excluyente de “vivir en el otro” para vivir con él al dar vida, forma y sentido a una identificación primitiva.

La felicidad del enamorado no tiene rival. Eterniza el presente. Consagra el instante. Allana el futuro. Vuelve transgresor, arrojadizo y aventurado al más tímido. Diviniza al objeto de su pasión y encuentra cauces para expresar la necesidad de introducirse a una situación nueva, revolucionaria si las hay, a la altura de una verdadera historia de amor. El amante/amado, por simple que sea, acude a la poesía para ilustrar por sí mismo o en palabras ajenas la transfiguración de su espíritu. Cupido se encarga de borrar defectos y debilidades de quien se vuelve único y especial por el hecho de ser “el elegido de su corazón”. Bajo el influjo de Venus las imperfecciones se vuelven graciosas, la piel, los gestos, los movimientos, las palabras e inclusive tonterías y rutinas se agregan a una continuidad placentera. Antes diversa, la vida se concentra en  una sola persona, la que causa esta “herida” transfigurada en una dulce alegría. Una dual seguridad/inseguridad acecha sin embargo a los amantes. Es la presencia invisible  del temor a que “eso” –su entusiasmo implícito- disminuya o desparezca, sea por la envidia de los demás, por los impedimentos externos que se interponen en el cumplimiento de sus deseos o por el riesgo de que la relación derive a un apagamiento tan súbito como su estallido inicial. 

El uno, al fundirse en “nosotros”, despliega fuerzas que ponen en juego los alcances de la energía vital. El enamoramiento nos lanza a la aventura de creernos capaces de las hazañas más temerarias. Imaginamos más de la cuenta, fantaseamos, percibimos olores, colores y sensaciones que irrumpen en el erotismo. Una luz desconocida irradia cuanto fuera opaco y el anhelo de dar y tener placer agita la entraña con la intención de estar en el cuerpo del otro. Desprovistos de sexualidad, los amores platónicos parecen condenados a la imposibilidad de adquirir forma, trascendencia y sentido. Sin embargo, la existencia de una barrera, real o imaginaria, se vuelve acicate para mantener en vilo esa ilusión peculiar que mantiene en estado puro las fuerzas que lo alimentan.

Tal es la explosión de emociones y sensaciones del alma enamorada que los especialistas en la materia, cuyas interpretaciones por cierto son múltiples, diversas y no necesariamente coincidentes, aseguran que si bien es una de las experiencias más enriquecedoras, felices y anheladas por la mayoría, solo es soportable porque no es un estado lineal ni permanente. Si tanto fuego quema, no sentirlo siquiera una vez entristece al grado de ensombrecer la existencia. Se requiere sabiduría para conservar sus ascuas y estar en disposición de atizarlas para que la relación fluya en tránsitos de enamoramiento y amor, lo cual resulta difícil cuando los amantes descuidan el nutriente de la generosidad, la comprensión, la simpatía mutua, el sacrificio, el respeto y el reconocimiento a la individualidad del otro.

Nada como la amistad que se va construyendo durante periodos de declive, rutina o pasividad para reiniciar etapas de nuevos descubrimientos recíprocos. La procreación y el cuidado de los hijos es uno de esos periodos/cifra en que el enamoramiento disminuye a cambio de explorar otras formas de amor solidario y sólido. Hay múltiples factores que comprometen e involucran a la unidad de la pareja en situaciones que ponen a prueba su resistencia a lo distinto y externo.  Inmersos en un ámbito familiar, laboral o social, los enamorados se dan cuenta  de que a su pesar hay algo que tiende a separar lo que antes parecía indivisible. Por eso los enamorados, intuitivamente, se apartan de los demás, porque la exclusividad es de suyo excluyente como recurso de protección. Y no solo eso: está suficientemente estudiado que los no enamorados se sienten intimidados por este estado naciente que conmociona, agita fanatismos, remueve intereses, sacude supersticiones y prejuicios y atenta contra las categorías establecidas de la vida cotidiana.

 Toda pasión -y ésta antes que las demás-, espeta las potencias que la alimentan. De ahí su riesgo mortal. Así lo ejemplifican desde los mitos hasta las historias de amor  proscritas como la de Tristán e Isolda, Abelardo y Eloísa y ni que decir de Romeo y Julieta, a quienes bastó coincidir unos días en el reconocimiento mutuo para que, en el fervor de la adolescencia y el natural hervidero hormonal, prefirieran morir antes que renunciar a la dulzura encarnada por el amado/amante. A sabiendas de que eran mutuamente insustituibles y que los obstáculos familiares superaban su intención de “permanecer unidos para siempre”, eligieron la muerte antes que enfrentarse al vacío que significaba vivir sin el nutriente de su efusión compartida y fantástica. Por sobre el romanticismo que encumbra a esta pareja de jóvenes legendarios, en ellos se advierte la profundidad de que es capaz el estallido del enamoramiento.

No es extraño que la sociedad asocie ciertos estados de enamoramiento “no convencionales” con la locura, la transgresión y la insensatez. Motivo de burla y escarnio, el apego desmesurado de un viejo por una muchacha se tiene por grotesco, ridículo y fuera de lugar, toda vez que la disparidad también lo es de las energías vitales y de actitudes que desencadenan el impulso natural de crear una reciprocidad compartida. Inevitablemente el adulto enamorado de  un o una joven se expone a sufrir un delirio teñido de muecas, caprichos y conductas que extreman los riesgos de un montaje romántico condenado no únicamente a la censura y a las desventajas implícitas en tal inequidad generacional, sino al choque de expectativas diferentes que tarde o temprano demuestran que, para que el enamoramiento trascienda inclusive entre miembros de culturas y religiones distintas, requiere que la pareja cumpla con la posibilidad de convertirse en espejo, complemento solidario del otro y disponibilidad para renunciar a cosas esenciales a cambio de otras quizá satisfactorias para ambos.

Desde tiempos inmemoriales se ha demostrado que la humanidad está hecha para reconocerse en los ojos, en el deseo, en la aceptación y en la simpatía de quien le regresa la emoción del amor para dotarlo de identidad, fuerza, sentido y sobre todo certidumbre: algo que, ciertamente, cursa situaciones y provoca reacciones completamente distintas al solo llamado de la sexualidad que comienza y concluye con el atractivo y la satisfacción de conquistar el objeto del deseo. Lo cierto, en asunto tan ardiente, es que de no cegarse a las imperfecciones del otro, nadie aspiraría a probarse en este afán de encantamiento y felicidad que, con suerte, enriquece nuestro sentimiento de humanidad.

El poder del Padre

Saturno devorando a un hijoFrancisco de Goya

Saturno devorando a un hijo

Francisco de Goya

La figura del padre es asunto serio. Unos más que otros, y desde los tiempos bíblicos, saben en qué consiste su Ley y de lo que es capaz su poder. Si su presencia es indivisa del sentimiento de lo Absoluto, basta sentir el hachazo emocional de su ausencia para que los espectros se multipliquen desde el pozo insondable del sentimiento de orfandad hasta la recóndita región de lo inescrutable. Si su solo nombre -el nombre del padre- administra la hebra de identidad que, para bien o para mal, reconocemos como guía del destino, a su sombra el hijo se queda como vacío, expectante y urgido de la palabra que lo dote de realidad, trascendencia y sentido.  Sin él, la vida transcurre en una lucha forzada entre la aceptación, el rechazo y el ir y venir del régimen de autoridad imperante al sentimiento de culpa que determina el comportamiento en toda sociedad patriarcal. Con él, el mundo se delimita, se nombra y aun en la opción de la rebeldía el padre subsiste en el eje oscilante de lo que somos, lo que podemos o no queremos y lo que aspiramos a ser.

En una obligada batalla de fuerzas opositoras, en cuyo núcleo se encuentra la naturaleza del ser que podríamos llamar individualidad, el destino encuentra su curso a partir de esta figura, la más tremenda de todas. Nadie, hasta ahora, puede ir en contra del Dios todopoderoso que está en el cielo, en la tierra y en todo lugar, empezando por su proyección en la mente inclinada tanto a ampararse en la protección absoluta como a identificarse con las divinidades que ella misma discurre, inclusive con la intención de resguardarse de sus alcances nefastos. El ciclo de atadura e independencia se complica hasta que el afortunado mortal atina con cierto equilibrio que lo preserve del desamparo y le permita actuar entre la ruptura y la continuidad de lo que lo identifica y le permite reconocerse. Situado a mitad del referente paterno y su anhelo de libertad, el hijo/criatura que logra desanudar una relación expansiva desde la cuna hasta la mortaja debe enfrentarse a las fuerzas oscuras para cumplir victoriosamente, como Hércules, los trabajos impuestos como condición de cordura.  Esta lucha, sin embargo, cifra la independencia del hijo que habrá de repetir la maldición de las sociedades patriarcales que, como la nuestra, no dejan lugar a dudas: el Padre, su palabra y su Ley son tan sagrados como invencibles e intransferibles.

Esto se antoja una condena igual o peor a la padecida por Sísifo porque, de todos los modos y hagamos lo que hagamos, el Padre/padre, ausente o presente, es indivisible de nuestra naturaleza. Anodino, piadoso, cruel, amoroso, abandonador o monumental, el patriarca –o su símbolo- gobierna el espacio reservado al secreto/guía del Orden por excelencia, donde subyace el miedo que nos impulsa a actuar para ir tras él, contra él, en pos de su protección, contra su autoridad o a la sombra de su indeclinable capacidad de construir o destruir al ser que somos o al huérfano que vaga entre el delirio, el sueño y la vigilia fragmentada al modo de un Hamlet atenazado por el espíritu paterno o un Juan Preciado perseguido como muerto/vivo por las visiones fantasmales de Comala y sus habitantes; pero, todas ellas, invariablemente, supeditadas a la figura del Pedro/padre a quien ni la muerte despojó de poder y palabra.

Desde la noche de los tiempos y a partir de las edades del mito y la tragedia hasta las más intrincadas novelas, relatos y biografías, la literatura se ha poblado de padres para ilustrar la complejidad existencial. Si queremos vislumbrar de qué está hecho el hombre, tenemos que comenzar por descifrar el misterio del Padre y el principio de lo absoluto que lo mantiene en su Olimpo desde que existen la memoria y el sentimiento de indefensión que define a toda criatura. Y es que, supeditado a la potestad divinizada por excelencia, por el hecho de su origen el vástago carece de jurisdicción propia, por una causa: el creador está por encima de la criatura. Como de manera genial lo representa el movimiento trágico, no hay clamor de misericordia ni ansia de libertad ni afán de independencia que mitigue la determinación suprema. Si acaso, al hijo estará dado acatar la tensión entre la voluntad y la Necesidad, justo donde el destino adquiere su nombre. En juego queda la pugna del pasado con la inseguridad de un presente difuso, pero obligado a orientar una y otra vez el peso de la memoria convertida en sentimiento de culpa como guía del porvenir.

Más allá del implacable Saturno, devorador de sus vástagos, en el mundo siguen reinando los Zeus implacables que, portadores del rayo, lo mismo engendran héroes que mortales condenados a batallar contra el infortunio, las fuerzas superiores, el miedo y la pasión que obnubila al grado de convertir al emblemático Gregorio Samsa en un insecto monstruoso. Siempre estará Kafka en nuestro inconsciente para ilustrar la metamorfosis del hijo que, tras un sueño intranquilo, se encuentra una mañana cualquiera “echado sobre el duro caparazón de su espalda”. No soñaba, no, asegura el genio del absurdo en una descripción sin rival en las letras modernas. La habitación era la misma del día anterior, iguales los objetos, aunque el espacio parecía reducido en contraste con el repugnante animal de vientre oscuro e innumerables patas “lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas (que) ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia.” Confinado en su indefensión, incapacitado para asumir las responsabilidades impuestas por un Orden sin concesiones, Gregorio, quien solo podía soñar pesadillas que la realidad se encargó de fabricar, dejó de ser Gregorio/Franz al sentirse cucaracha en un escenario doméstico sembrado de situaciones intolerables que lo aniquilarían para siempre.

Borges no se equivocó al afirmar que entre las mayores novelas del siglo XX destacan La metamorfosis y Pedro Páramo. En ambas es aplastante -por no decir aniquiladora- la autoridad del padre. Tanto Juan Preciado como Gregorio Samsa son víctimas de una crueldad invisible e indivisa del orden social; peor si en ese orden anda mezclada la religión, lo absoluto sella de antemano cualquier tentativa liberadora. La supremacía masculina elevada a norma es el rasero de la debilidad. Este proceso es tan real e infalible que después de pretender huir o tratar de entender una situación sin fisuras ni explicaciones, el subyugado enloquece, trasmuta en insecto repugnante, cede a la dinámica del absurdo y finalmente muere de manera horrible, como Josef K, sin sustraerse de la Ley que de antemano lo condena.  Colmada de alusiones alegóricas que refuerzan la sensación de espanto y misterio, la obra kafkiana arroja metáforas espléndidas sobre los desafíos supremos en sociedades que no otorgan consuelo ni ofrecen salida a las víctimas de las figuras paternas totalizadoras. Así lo confirmó este genio sin par en sus obras y en sus diarios: “Estoy condenado, y no solo estoy condenado hasta el final, también estoy condenado a defenderme hasta el final.”

Desde los días en que los griegos discurrieron al Zeus lujurioso, humanizado y monumental, los hombres probaron el alcance de su debilidad. Ir contra él, tras él, a su sombra o a por él  -como ejemplifican los casos de Electra, Antígona e inclusive de la mismísima Atenea, la “prudente” inmortal nacida de la cabeza del Padre-, equivale a quedar supeditado a la persecución de un mismo propósito: de una parte, plegarse al mandato instituido y, de otra, tomarle el pulso al miedo, asumir el latigazo del sentimiento de culpabilidad  y reconocer que cada uno, como el memorable Josef K, es sujeto de un proceso en el que se habla de muchas cosas a las que no basta la razón para contrarrestar la sentencia de un tribunal que se va convirtiendo paulatinamente en la sentencia irremisible. En síntesis, el padre es El Padre, lo que impide que el vástago se vuelva Hijo en un mismo espacio. Nada ilustra mejor esta imposibilidad y el proceso de transformación de la autoridad que las edades fundadoras de la Grecia arcaica, cuya condición de cambio y progreso dependía de que el hijo matara al padre para asumir él mismo un nuevo y poderosísimo patriarcado. El símbolo de esta ruptura necesaria es uno de los ejes intransferibles del moderno psicoanálisis.

 En las honduras del ser se inscribe no solamente la supeditación distintiva de nuestra condición de criaturas, sino el impulso liberador y de ruptura necesaria que habrá de definir nuestra individualidad o nuestra fatal supeditación.  Las religiones entienden y administran esta potestad superior de manera magistral: de ahí su poder y su permanencia como símbolo de lo tremendo. Maestro del secreto motor que activa el poder/poder, Shakespeare puso nombre, rostro y escenario a la dificultad que entraña la relación con el padre y, por extensión del mando, del tirano, como suprema figura política y psicológica. Impotentes ante el hachazo emocional que provoca su ausencia algunos, como Malraux, crearon una ficción verdadera para hacer soportable su existencia mediante la invención de una historia mejor a la autobiografía verdadera. Más sinceros, otros como Joseph Roth se atrevieron con el ajuste de cuentas, no obstante su levedad.  Aun a los escritores más valientes, sin embargo, lanzan destellos de culpa en sus páginas al dejar que la palabra explore no los claros, sino las regiones tenebrosas del padre.

En mi caso, al verlo yacente hace varios años medí su dimensión exacta, pero también la rendija por la cual escaparme. Frente a su cadáver entendí a cabalidad -inclusive a mi pesar- cuán hondo puede ser el sentimiento de orfandad. Temor y temblor: era la patria. Imposible sustraerme de su influencia, del alcance del rayo, de su significación, de su palabra: el nombre del Padre. Entonces, ya sin él, busqué mi lugar y mi libertad, su reflejo y palabras para nombrar cuanto se negaba a ser mencionado. Como si fuera mortaja, me incliné sobre la página en blanco y dejé que el lenguaje trazara el mapa de mi debatida orfandad, que tanto y por tan largo tiempo me había esclavizado. Desde el pozo de lo que sabía sin saber que lo sabía desperté una mañana bañada por el lenguaje. Reducido a ceniza, todos los días confirmo que la Ley del Padre es La Ley, es La Ley… Y sin embargo, la Palabra es la Palabra, llave liberadora.

Parejas extraordinarias: Elena Garro y Octavio Paz

elena+garro+y+paz.png

Fue la ola evocada por Octavio Paz en una de sus páginas deslumbrantes: de cresta turbulenta, insaciable su rumor de marejada… Una ola “que se adelantó entre todas”, hasta saltar océano afuera. Delirante, corrosiva y lúcida durante noches de furor, daba rienda suelta a sus fantasmas. Su tinta no le otorgaba remanso ni el silencio la habitaba. En sus páginas resultaba de otro modo hiriente su palabra. Nacida en la Puebla tumultuosa casa adentro, le quedaba chico su mundo mexicano. A bocanadas aspiraba el humo de infaltables cigarros. Se rodeaba de cielos desplomados y de  todo lo que pudo ser de conquistar a Paz en paz. Hizo lo que hizo y eso fue: enorme onda que podía tocar los astros o sumirse en profundidades tenebrosas.

Con saldos al rojo, fueran de vida propia o episodios históricos, su escritura desafiaba y sorprendía. Por sobre nombres que abultaron su universo amoroso y muchos golpes de vida, un hombre fue su delirio  y única razón que la sostuvo hasta su féretro: Octavio Paz. Látigo atareado, estiraba su lengua para lamer en desnudez sus heridas. Gritaba, chillaba, exhibía cuentas privadas y sus sobresaltos ponían a temblar al temeroso temple mexicano. Recia y batalladora, concentraba su potencia de ola y con impudicia se dejaba caer en el paisaje espinoso de nuestras letras. No conoció remanso. Su talento la corroía. Nunca supo separar el hielo del fuego. Se arrojaba a la guerra armada de gritos y uñas, porque nada aprendió del arte de combatir a las sombras.

Hizo hablar a los ríos, elevó a personaje una calle y tuvo el acierto de dar vida a un pueblo para recordar el sino sangriento de la pasión que dejaría petrificada a su Isabel Moncada. Hechiceros, putas, soldados, perros, mujeres, niños, relojes, amores de paso, hoteles y cuanta cosa o señal va marcando las historias atormentadas integraron un universo fantástico en Los recuerdos del porvenir: con la de Rulfo, una de las mayores novelas de nuestras letras.

Inteligente en la escena, dramatizó situaciones trágicas y dignificó la memoria de un Felipe Ángeles que pensaba en la revolución tras las rejas, mientras aguardaba la muerte. Prefirió los grandes despliegues, en el cuento o la novela: paisajes abiertos, movimiento incesante, descripciones agudas y la presencia del narrador, eterno testigo de la difícil faena de sobrellevar la existencia entre episodios que sorteaban lo insólito entre accidentes comunes. La acomodaron en el realismo mágico por su habilidad para enriquecer lo vivido con lo inesperado, pero ni eso la definió. 

Elena podía construir espacios con el lenguaje y arreglar o desarreglar el tiempo donde las vidas se atoran en pequeños infiernos. Dotada con el ojo, el oído y el dedo que sólo percibe y gobierna el escritor de raza, pudo abundar en la autobiografía con arte maestro, especialmente en Los recuerdos del porvenir y La semana de colores, sus libros mayores. No fue sin embargo humilde ante las palabras.  Se prodigaba con facilidad y al renunciar a la síntesis espetaba escenas, párrafos y situaciones prescindibles que acabaron por ensombrecer sus historias.

Persistió como “partícula revoltosa” al zambullirse en la turbulencia que corría por sus venas. Ignoró la prudencia y vociferaba lo mayor o menor de su intimidad desde la certeza de ser acreedora del pedestal. Un pedestal lastimoso, cercado por la corte de gatos que a ella y a su ex marido les apetecía recoger, porque compartían el gusto por la naturaleza felina que rasga, agarra y rasguña para luego recogerse en la apariencia de indefensión. 

Rápida, lúcida, incisiva y atormentada, su dolor traspasaba la indiferencia de quienes ignoraban su obra, su quehacer o su biografía. Mientras Octavio brillaba, ella decrecía como el enfant terrible arratrado hasta límites peligrosos. Suya fue una infancia inacabada que juega con perversiones, no reconoce riesgos ni orillas entre Bien y Mal ni entre lo bello y lo siniestro. De ahí su natural trasgresor y la impudicia al ventilar aspectos tenebrosos de su intimidad peculiar.

Insaciable, no había océano que mitigara su sed ni voz, caricia o aliento que apaciguara el borbotón de lamentos con el que exorcizaba su infelicidad. Antes que ella lo hiciera desde la más grande exageración teatral y al margen de su característico frenesí, ningún otro se atrevió a gritar la verdad oculta en el monedero del escritor. Anudada al destino de Octavio Paz, lo maldijo y lo lloró como una Medea despechada, vengadora y vilipendiada. Insomne, discurrió cuanto pudo para que Octavio-Jasón no pasara un minuto sin padecer su aguijón. Muerto él en 19 de abril de 1998, ella declaró que se le acababa el oxígeno y todos la abandonaban. Sin la causa de su llanto, lloraba su soledad acompañada de la hija trágica, sumida en los corredores de su tormento.

Ella era una Helena como la de la túnica vacía del gran Séferis, la que vaga con la leyenda de sí misma, desamorada y herida, a salto de oleajes despavoridos. Era escritora ante todo, atenida a la fuerza de un odio que le servía de mástil, vela y buque para bogar en las aguas oscuras de una vehemencia que tropezó con el arte de la palabra. Radiante en las fotos de juventud, ágil y bella. Era la ola que refrescaba los mares de la esperanza. Era la madre-niña de la niña que se negó a crecer. Era un talento afilado con cuchillos ardientes. Y después era lava, destellos y tinta que no se agotaba ni con la pena de reconocerse Sísifo atado a su propia condena. Probó el deleite de la creación y con su habla hizo más que literatura al desenmascarar filones innominados de la cultura de la mentira. Quedó reseca y consumida en un departamento prestado de Cuernavaca,  condenada a juntar memorias del pasado y su porvenir. 

En 1958 vivían en París. A sus 41 de edad fue pionera en México como dramaturga y feminista. Su capacidad crítica la hizo incómoda en un ámbito  pacato, ignorante del laicismo. Y es que Elena, quizá por su residencia europea y ser una formidable lectora, se anticipó en la denuncia de la ofuscación femenina que estalla desde el coto domiciliario. De emocionalidad ostensible, su visión de la inconformidad, del tedio y de las trampas tendidas a las mujeres por el prejuicio y la discriminación alimentaría sus ficciones. Vivió a la sombra de Octavio Paz. Disipada durante su mayor turbulencia, no se molestó en disfrazar desvaríos ni conoció la ecuanimidad. 

Única en su especie, fincó un desmesurado estilo femenino, a la manera de la diosa Hera que no paraba de perseguir a Zeus. Al lado de Octavio Paz no halló fisura para revitalizar su infierno con dosis de feminidad verdadera, de poesía y pasión por el arte. Ni qué decir de la relación tormentosa entre ellos que iba dejando huellas en el servicio exterior al que perteneció Paz 22 años, desde 1946 hasta el telúrico ‘68. A veces iba y venía como las mujeres/satélite de los representantes parisinos del surrealismo, salvo que Elena nunca se resignó al silencio. Su índole de Hera furibunda no la ayudó a consolidar su estatura intelectual ni contribuyó a elevar su escritura. Tampoco consiguió infiltrarse en la curiosidad europea como otros coetáneos suyos, todos masculinos, empezando por el propio marido. Hay que reconocerle, no obstante, que su natural solitario en las letras, donde brilló a partir de Los recuerdos del porvenir (1963), fue escalpelo en la moralina de nuestro medio hasta irritar, desenmascarándola, la hipocresía de la sociedad mexicana. 

Vivió atravesada por el rayo de la pasión. Fastidiosa, insolente, con el reto en la punta de la lengua, la pluma en ristre y un saldo de lecturas que la hacían preferir el francés, Elena absorbió las contradicciones de su patria y de su época. Inusual y más sorprendente por su raíz poblana, desafió a su medio con una liberalidad, inclusive sexual y marital, difícil de soportar. Masculinizó su furor sin renunciar al prejuicio de la debilidad femenina. Perdió su eje y no lloró; más bien chilló como hembra herida. Sola y a gritos, enderezó una batalla absurda contra personajes relacionados con el movimiento estudiantil mexicano de 1968. Luego endureció las líneas de su rostro hasta labrar en sus arrugas seniles el mapa del infortunio. Con una historia de desencuentros y fracasos a cuestas, murió de enfisema pulmonar en un hospital de Cuernavaca el 22 de agosto de 1998 –a cuatro meses del fallecimiento del amado-, como una Helena desvalida y condenada al olvido después de la caída de Troya.

Eligió la furia para cultivar su talento y en su complejidad se reconoció indefensa, a pesar de que si alguna mujer era capaz de intimidar, seducir e influir era ella, decidida a jamás renunciar a su naturaleza de fuego. En el dolor de la abandonada dejó que su belleza se desgastara entre estaciones de México y Europa, hasta convertirse en una enferma cuidada por su hija Helena, “la Chata”, y rodeada de gatos apestosos, inclusive algunos traídos de Francia –el Ministro, Nino, Pedro, Korat, Misha, el tímido Pico, el Negus, el Colinabo, el Payaso…-. 

Nunca bajó la guardia. Constituidos por saldos al rojo, lanzaba dardos envenenados de cólera. A su pesar elevó a advertencia la lección  de hasta dónde puede llegar la autodestrucción cuando se supedita el talento al desajuste de las  emociones. Negaba lo mejor de sí, su esencia, creyendo que así se fortalecía o, al menos, que podía desahogarse gritando su frustración a los cuatro vientos.

Bella, marcada con esa elegancia graciosa que por evocadora del aire europeo suele atraer a cierta minoría instruida de mexicanos, transitó de lo liberal a la trasgresión. Pasó de la curiosidad activa a la digresión de la que pudo ser uno de los primeros ejemplos femeninos de autonomía creativa y creadora en la cerrada literatura mexicana del siglo XX.  Ganó en originalidad lo perdido en mesura. Tuvo su clímax, pero ante la posibilidad de elegir su propio renacimiento, cedió a la ceguera para hacer de la ofuscación la punta hiriente de su palabra.

Era cambiante y fragmentada; endeble como dibujo al agua. En vez de concentrarse en unificar su espíritu, algo muy hondo la impulsaba a más y peores descensos. Apátrida, se mantuvo asida misteriosamente a su raíz. Ni la tinta ocultó su animosidad; tampoco sus mejores páginas mitigaron las llagas que lamía con apetencia felina. A la velocidad de sus naufragios iba trasformando su prosa y castigando la claridad a cambio de discurrir denuncias oscuras, ámbitos y personajes femeninos que espejeaban su  turbulencia sin dejar de ser mujeres/hembras, mujeres de carne y hueso abrumadas por la desesperación. Fue víctima de una ansiedad amorosa equivalente a la sed que en vano trata de saciarse con agua salada. Nada y todo la quebrantaba. 

En ocasiones mostraba una lucidez sorprendente. Equilibrista, oscilaba entre el desafío y el pavor. Aseguró que un escritor (a) que no se compromete ni denuncia las atrocidades de su realidad carece de significación en todos los planos, empezando por el literario. Fue una intelectual incómoda, intrigante, peleonera y anárquica, fiel al impulso y tan creativa como brutal.  Se atrevió con signos y personajes sagrados, empezando por su amado/odiado enemigo, Octavio Paz.  

Fresca aún en sus primeras obras, construyó un mundo donde campeaban lo bello y la magia en situaciones y seres que por su riqueza revelan los corredores oscuros del alma del mexicano. Sus letras no desvelan el espíritu humano, como ella creyó; más bien lo diseccionó, lo enfrentó al escarnio y, al final, lo puso en piedras de sacrificio para ofrendarlo con la sangre remolida de una misma víctima propiciatoria: el amante perdido. 

Nació en la muy conservadora ciudad de Puebla el 11 de diciembre de 1917. Años después, para proteger a la familia de los excesos cristeros, los Garro se trasladaron a “la horrenda, calurosa y miserable” ciudad de Iguala, en el estado de Guerrero, donde ella y sus dos hermanos sobrellevaban el tedio cultivando la fantasía y asimilando lecturas comandadas por su padre. Confesó que le hubiera gustado dedicarse al baile. Fue una de las escasísimas mujeres inscritas en San Ildefonso. Eran los años de  su mayor esplendor, cuando se concentraron en sus aulas notables maestros y hombres pensantes. Inició Filosofía y Letras en la UNAM, pero no la concluyó. En aquél ámbito memorable conoció a Octavio Paz y jóvenes ambos, admirados como pareja, desafiaron a sus respectivas familias para casarse en 1937 y viajar a España, en plena Guerra Civil. Año de aventuras y decisiones promisorias, este episodio se convertiría en uno de los sucesos más importantes de su trayectoria intelectual. 

Al enfrentar penurias en el París de sus inicios, es de suponer que el joven matrimonio recibió con alegría el nacimiento de Helena, su única e infortunada hija, en 1938. Como otros  colegas, los Paz hallaron en la diplomacia la solución económica y cultural para desarrollarse en el extranjero. Pasaron varios periodos en Francia, Suiza y Japón. Antes del correspondiente traslado a India, en 1962, se consumó la separación y, con ella, el principio del enfrentamiento que no vería tregua ni fin. La propia Elena se encargaría de divulgar largos y estruendosos conflictos, infidelidades y agresiones mutuas en las que el tema del dinero sería eje constante. Las noticias llegaban con celeridad a México con la apetencia del psicoanalista y la delicia de los chismosos. 

Definitiva para ambos, no obstante haber denunciado Paz posteriormente que su vida con “la ola” lindaba en lo dantesco, la estancia en París no sólo les permitió enriquecer su respectiva curiosidad intelectual, sino que especialmente para él sería experiencia decisiva en su desarrollo. Allí se integraron al núcleo de intelectuales que  empezando por los surrealistas, iban a la vanguardia del arte y el pensamiento. Era la época en que la Secretaría de Relaciones Exteriores aún valoraba la presencia de los escritores en embajadas: el mejor correo cultural, representaciones de calidad en el extranjero y un surtidor natural de conocimiento y talento que repercutiría en la obra espiritual del país.

No obstante ser reconocida por su agudeza y a diferencia de Octavio, quien desde muy joven comenzó a publicar poemas y ensayos excepcionales, Elena no fue una escritora temprana ni acogida con facilidad en el ámbito literario. Generaba una desagradable tensión, envuelta en lamentos que extendía a sus libros. Abundan evidencias de su agresividad.  En la polémica entrevista realizada al final de sus días en Cuernavaca anudó obsesiones exacerbadas. Desde la pantalla del televisor se encargó de sintetizar al detalle su mensaje al porvenir: resentimientos contra el también agónico escritor quien halló arrestos para responder sus diatribas por los mismos medios de comunicación masiva: “Se puede ser un buen escritor y una pérfida persona. En el caso de la señora Garro, lo que más podría decirse en su abono es que pone su fantasía literaria al servicio de sus rencores y delirios”.

Ambos veían cómo se aproximaba la muerte sin haber resuelto lo fundamental de sus vidas.  Octavio, sin embargo, no perdió de vista la significación de su propia obra. Perduró entre ellos un erotismo demoníaco que les tendía trampas previsibles y constantes. Como si uno y la otra hubieran bebido la peor herencia del patriarcado, exhibieron su correlativo dominio de la muy mexicana capacidad de denigrar al adversario hasta reducirlo a polvo. Con océanos de por medio, a golpes periodísticos o de cualquier modo a condición de que para Elena fuera estruendoso, se enmendaban la plana públicamente o hacían el recuento de sus respectivos olvidos con tal de tenerse presentes. 

Si la literatura como tal pasaba a un segundo o tercer plano en aquellas diatribas, tanta descompostura era inseparable del ámbito de las letras. Caso único en la compleja historia cultural del país, tan agresiva y añosa pelea de gallos incomodó profundamente a Paz y dejó a Elena sin rastro de cordura; pero, por encima de lo anecdótico, mostró las tremendas desventajas que recaen todavía sobre las mujeres. De que fuera furibunda y sus delirios demenciales nadie lo duda, pero hay que apuntar que numerosos escritores ha habido tanto o más agresivos que ella, solo que su índole colérica no ha sido motivo para castigar el reconocimiento a sus obras ni a su persona.

Entre apostillas, misivas y réplicas encendidas, Octavio y Elena fueron construyendo una versión laberíntica que más allá de lo anecdótico podría revelar  lados oscuros de la rivalidad intelectual entre parejas, del carácter de la cultura y del sin fin de torceduras sexuales y eróticas entremezcladas a la creatividad. Por su significación, el poeta distinguido con el Nobel dejó mayores indicios que ella para facilitar la tarea de los biógrafos. Sobre Elena, en cambio, cayó la desmesura con el riesgo de ser estudiada e interpretada a la sombra del escritor más notable del siglo pasado; una larga sombra, como en justicia se quejara, sobre todo en los aspectos más decisivos de su respectiva relación con las letras. 

Se quejaba de que el poeta la había ensombrecido. Paz, por su parte, fue diana fácil de ataques por causas ideológicas. De “reaccionario”, “emisario de las derechas” y cuanto discurriera la tribu defensora de una izquierda cada vez más confusa e intolerante, él insistía en lo suyo: “la democracia a secas”. No obstante, nada de lo padecido sería equivalente al descrédito en el que ella cayó al involucrarse en los problemas del ´68. 

Admirada por propios y extraños, la renuncia de Octavio a la Embajada de México en la India, y la subsecuente “carta” filicida que su hija Helena Paz Garro divulgó en varias lenguas, lo encumbraron ante una generación que apenas lo conocía. La suerte, para la pareja Paz-Garro, estaba echada: Elena, a partir de entonces y siempre acompañada de la eterna adulta-niña, emprendió la fuga al autoexiliarse en los Estados Unidos en 1972, primera estación del peregrinaje doliente y dolido. Después España y París, a partir de 1974. Su figura y su nombre se eclipsaron. Paz, en contrapunto, extendió fama y reconocimiento internacional al lado de Mari Jo, que sin divorciarse de Elena sería su compañera hasta el final de sus días. Entre ellos, sin embargo, perduró el tsunami devastador. Elena escribió relatos y novelas arrancados a su infierno y Paz, autor de una obra monumental, acumuló distinciones y reconocimientos hasta coronar su prestigio con el Nobel.

Incapaz de explicar con coherencia lo sucedido, las dos Elenas (evocadas por Carlos Fuentes en un relato así titulado), se consideraron perseguidas políticas. Elena, en revoltura de genialidad y desvarío, se llamó acosada por “regímenes totalitarios y dictaduras”. Indistintamente se decía que era agente de la CIA, representante del Vaticano y espía de Fidel Castro (¡!). La memoria verdadera, no obstante comentada durante décadas, quedaría refundida en los incontables misterios y relatos ficticios que enmascaran las relaciones entre el poder y los intelectuales mexicanos. Al abrir sus respectivos archivos al cumplirse 25 años de su muerte, vendidos a la Universidad de Princeton, podrá conocerse qué es lo que ella escribía a los políticos entonces y por qué se relacionaba con ellos a distancia, qué pretendía y qué hubo en realidad de cierto o falso en semejante embrollo. En su abultada correspondencia inédita no faltarán quejas eternas: la necesidad de dinero, su infernal relación con Octavio, el desdén mexicano y el nulo reconocimiento a su obra. De política nada interesante, porque no estuvo en su repertorio.

En la dramaturgia, su obra mayor sería “Felipe Ángeles”, basada en el personaje real, uno de los hombres más discutidos y brillantes del levantamiento armado de 1910. Matemático y amigo de Madero, con quien estuvo preso en el Palacio Nacional por órdenes del golpista Victoriano Huerta, el hidalguense fue estratego de la División del Norte y adversario de las dictaduras hasta acabar fusilado en Chihuahua, el 26 de noviembre de 1919. Su juicio fue un oscuro episodio de venganza. Antes de su fusilamiento se recibieron telegramas y peticiones de indulto del propio país y del extranjero. A pesar de que el presidente Carranza pudo condonar la pena, mantuvo una actitud ambigua que al final determinó este crimen fatal. 

Convertido en una de las más perdurables leyendas revolucionarias, Ángeles continúa avivando la curiosidad literaria. Elena recreó sus horas finales. Pese a su actuación en las huestes villistas, tristemente célebre por sus atrocidades, Garro mostró a un hombre de espíritu en el ámbito que Mariano Azuela evocó como tolvanera cegadora e inacabable.

La correspondencia con el joven poeta,  coincidente con el noviazgo hacia 1935, y la sostenida con el escritor argentino Adolfo Bioy Casares, durante periodos de intenso y mutuo enamoramiento emprendido cuando Elena estaba aun casada, en París, con Octavio Paz y Bioy con la legendaria poeta argentina Silvina Ocampo, reservan un tesoro para la literatura. Apenas conocidas en fragmentos, en las misivas de Paz destaca la pasión juvenil que los unió. Soñador y enamorado, el joven poeta estaba dispuesto a hacer “cualquier locura por su amada”. Lo escribió sin sospechar que el designio habría de cumplirse, aunque no en los términos esperados. Por lo poco que se conoce, tales misivas revelan que el cuento que Elena inventó a propósito de su fuga y unión secreta con Octavio sería una de tantas ficciones que gustaba endulzar. Su versión no tiene más fundamento que la nada infrecuente y conservadora oposición familiar que amenaza con separar a los amantes haciéndola enviar a un internado. En esos años, ambos eran estudiantes universitarios. Se dice, sin embargo, que tras las formalidades del registro civil la pareja dejó plantados a los invitados a la ceremonia religiosa que debía realizarse en la Parroquia de San Jacinto, en el antiguo barrio de San Ángel de la ciudad de México. Ferviente católico, el disgusto de José Garro sería doblemente explicable al confirmar, en el atrio, que la rebeldía trasgresora de su hija era el mayor desafío tanto a sus creencias religiosas como a su apreciado concepto de autoridad.

Elena solía provocar amoríos tan apasionados que por seguirla y mantener sus caprichos cuando menos uno de ellos perdió su fortuna en meses de desenfreno y agitación compartidos. Proclive a inspirar leyendas, es probable que la exageración se haya infiltrado en cuentos que se repiten a costa de su memoria como parte de la costumbre oral, tan cara a los mexicanos. Lo innegable es que el tema económico, con la frustración general, fue constante. Sin pudor anunciaba que la acosaban las deudas, que no sólo ella y su hija Helena pasaban hambre y padecimientos, sino que sus decenas de gatos también resentían las carencias que la asfixiaban. 

Así era Elena: una escritora que en sus mejores alientos dejó cuando menos dos clásicos para la historia de la literatura mexicana: su hermosísima novela Los recuerdos del porvenir y la colección de cuentos intitulada La semana de colores, de 1964. En las misivas predomina la figura de mujer desasosegada que, grito en pecho y acompañada de su hija -la adulta niña que asolada por la monumentalidad y peculiaridades de sus padres no pudo crecer-, chillaba su intimidad en todas las azoteas. 

Hay vidas y obras que se funden en idéntico destino. En este caso, uno no puede entenderse sin la otra ya que, a su pesar, formaron una simbiosis indisoluble. Respecto de su narrativa, Elena fue su personaje principal, el más complejo y de síntesis imposible. Sus párrafos, como sus jeremiadas, crecieron desde el exterior. Al modo de su Isabel Moncada –poderosa protagonista de Los recuerdos del porvenir que acabaría convertida en piedra-, ella se consideraría una “no-persona”. Nunca mejor anticipado, su amor fue piedra de toque del porvenir. Elaboró un campo de espejos que la deformaban, afeando gradualmente a la mujer deslumbrante que fue, la admirada y querida por algunos de su generación. Denigrante y fatal, empero, el símbolo del amor transitó del deslumbramiento al odio sin concesiones, hasta convertirse en eje demoníaco de su respectiva existencia.

Elena no supo asimilar el sentido de una libertad que practicaba a pesar de todo. Quizá más amante del teatro que de la narrativa, “por el enorme derecho y revés que existe en él”, confesaría que en el matrimonio también habría un revés y un derecho tan desordenados “que nunca supe por qué me casé, ni si realmente me casé, ya que a los siete años de casada resultó que no lo estaba, pero que sí estaba casada por antigüedad o algo así. Y cuando treinta años después Paz hizo el divorcio, resultó que tampoco estaba divorciada, según me explicó Rodolfo Echeverría, cuyo hermano Luis era entonces presidente de México.” 

Esa tendencia suya a ignorar fronteras entre el sueño y la vigila o entre “el revés y el derecho” cifra su estilo. A pesar de sus numerosos títulos, dos obras brillan con luz propia. Todo está contenido ahí: sus fantasías, los distintivos ciclos de muerte y resurrección, una singular riqueza metafórica, símbolos, descripciones de gran eficacia… Luego -venganza divina a su perfección-, empieza a arrojar obsesiones, encuentros y huidas desde sus cada vez más desgastados puntos de referencia, a pesar de no declinar en su empeño de ostentarse como una “mujer sin ataduras”, en obras reiterativas y densas, memoria de su fuego. 

Fue una jugadora peligrosa. Deprimida y peleada “a muerte” con sus viejos amigos, exigía a gritos un trato de excepción a los gobernantes. No tenía en cuenta que en el México que iniciaba su gran crisis económico-social cuando regresó en 1993 a declinar y morir, los escritores tenían que ganarse la vida de cualquier modo. Ninguna ayuda ni beca ni pensión vitalicia a cargo de Octavio o promovidas por él le eran suficientes. Ninguna respuesta oficial, editorial o privada alcanzaba la altura de sus exigencias. Y es que Elena, ya casi sin respirar, se iba muriendo como una hiena.

Se quejó de ser incomprendida y maltratada en su patria, a pesar de que a su regreso,  enferma y cargada de resentimientos y “miserias”, fue nombrada emérita del Sistema Nacional de Creadores, en 1993. Tal distinción le otorgó una beca vitalicia que, por supuesto, no le bastaba para cubrir sus gastos; es decir, nada era bastante. 

Hábil creadora de su mejor y peor personaje, ella misma, comenzó a castigar su talento al concentrarse patológicamente en la huida y persecución. Desencadenó el ciclo atormentado que la transformaría en el ser violento, neurótico, vengador y desesperado que cultivó hasta su último aliento: décadas sin tregua, gastadas entre libros que escribía y textos que iba perdiendo en casas y cajas abandonadas como reflejo de su alma. Años también en que se irían agudizando sus rasgos esquizoides, teñidos de ciclos de violencia y depresión que la llevaron a enemistarse aun con desconocidos.

En temperamento tan señalado por contrastes insalvables, serían de esperar las más inusitadas reacciones. Se reconoció públicamente débil, desamparada e inofensiva. En el dolor de la abandonada dejó que su belleza se desgastara hasta convertirse en una enferma intimidante por sus arrestos. Era incómoda, inoportuna, habladora e impertinente. Lectora formidable, hizo de su razón la peor enemiga. Una de las más admiradas y repudiadas escritoras mexicanas, Garro vivió atravesada por un furor que la consumía entre conflictos maritales, adulterios oscuros y un peregrinaje imparable entre la geografía y la vida social. Abrumadora, insolente, de voz en daga y armada de un poderoso saldo de lecturas, descubrió que en la literatura cifraría su expiación. Absorbió las contradicciones de su patria. Inusual en una mexicana y más sorprendente por su raíz conservadora, católica y poblana, transgredió las costumbres. Fue impugnada, desdeñada y muy amada por varios hombres. Llevó el lamento colgando de su lengua. Nada la arredró, excepto la memoria de Octavio Paz, convertida en lava. 

Que los dos fallecieran el mismo año antecedidos por agonías lastimosas no sería casualidad para quienes escudriñamos “la historia del revés”. Si Elena fuera “la ola”, Octavio un laberinto de secretos en cuyo centro resonaba el eco de sus muchas voces y se multiplicaba su apego a las máscaras. Por sobre sus episodios infernales, de ambos quedarán sin embargo páginas que dignifican y encumbran lo mejor de nuestra literatura.

Parejas extraordinarias León y Sofía Tolstoi

Sofía Tolstoi solo habría pasado a la historia como la controversial esposa del célebre novelista de no haber sido reconocida después de su muerte en Sobre mi padre,  reveladora biografía escrita por su hija Tatiana. Confidente y hasta cierto punto víctima de la telúrica relación de los Tolstoi en el enredado universo tribal en que se convirtió la casona Yásnaia Poliana. Tanitchka echó mano de los respectivos diarios de sus padres, así como de cartas, fotografías y recuerdos desde luego para tributar a su adorado padre, pero también como un desagravio de la memoria de Sofía, su madre.

Con trece hijos de los que ocho alcanzaron la edad adulta, Sofía nunca logró que el testarudo y autócrata conde Lev Nikoláyevich Tolstoi, 16 años mayor que ella, aceptara el uso de métodos anticonceptivos. Tampoco estaba en la naturaleza del hombre más encumbrado de su tiempo reconocer que, tras copiar a mano y “con buena letra” siete veces el manuscrito de Guerra y Paz, existir a su sombra y ser autora de un diario notable, a Sofía sobraban razones, talento y habilidades para brillar con luz propia…  Invisible e indotada a los ojos de los demás, solo podía ser notada a través del hombre que la investía de presencia, nombre, títulos y significación social.  

El caprichoso Conde Tolstoi era el eje de su vida. Inclusive lo fue durante el trágico desenlace de una intensa relación que aún reserva secretos sin descifrar. Las cosas adquirían o perdían sentido en función de sus exigencias, sus ideas cambiantes, su animosidad y su literatura. A su lado ningún día podía ser como el anterior porque una mañana podía amanecer persiguiendo a la mujer con la pasión al rojo y a la siguiente decidir que sería casto. 

Consagrada a servirlo, como se esperaba en el XIX de toda mujer educada y de buena cuna, al casarse a sus 18 años con un ya destacado Tolstoi de 34, no sospechó que, sin tardanza, tendría que soportar las intemperancias del hombre que, presa de imparables contrastes y devaneos sexuales, no solo engendraría cuando menos un hijo fuera del matrimonio, sino que, consecuente con su distintiva inestabilidad,  transitaría hacia la vejez entre desvaríos filosóficos, religiosos, nutricionales y pacifistas. 

Invariable matrona y guardiana de la despensa, se olvidó de la joven ingenua que fue y se convirtió en una gobernanta implacable, mandona y robusta.  Llevaba las llaves de Yásnaia Poliana colgadas del cinturón, con todo lo que implicaba: educar a la prole, administrar los bienes, resguardar las finanzas, controlar criados y siervos, cubrir las exigencias domésticas de la muchedumbre que habitaba la finca legendaria, amamantar, cuidar e instruir a sus niños, que adoraba, y padecer enfermedades rematadas con cinco duelos que la dejarían devastada. Eso, sin descontar la inusual entrega con la que cuidó, celó y amó al hombre que “escribía frenéticamente durante todo el invierno, lleno de emoción y con lágrimas en los ojos.”

El 12 de enero de 1867, en plena factura de la monumental novela Guerra y paz, que de tanto copiarla seguramente acabaría memorizando como Anna Karenina, Sofía describió en su diario una escena típica de su estrecha colaboración que sostenía con el escritor: “Todo lo que me lee me emociona tanto que casi se me saltan las lágrimas. Y no se si eso se debe a que soy su mujer –es decir, obedece a mi simpatía- o a que es realmente bueno. Creo que más bien a esto último. A nosotros, a la familia, lo único que nos reporta son les fatigues du travail, a mi me muestra una impaciente irritación, y últimamente he empezado a sentirme muy sola.”

Recia, decidida, era “un carácter”, como diría Unamuno cuando “cada uno es cada uno”.  Ninguna con un dejo de debilidad podría haber sobrevivido al egoísmo protagónico del patriarca. Y agobiada por los excesos delirantes de su deidad domiciliaria, Sofía fue perdiendo la fe en la medida en que la religiosidad de Tolstoi se exacerbaba. Con el ojo en alerta sobre descubrimientos que abrían paso a la modernidad, desde 1887 se fascinó con la fotografía. Más de mil placas de su autoría y de no desdeñable factura dan cuenta de la Rusia zarista, de la vida familiar, y especialmente de la pasión que la unió a su esposo. 

Debió discurrir un orden preciso para darse tiempo de llevar un diario durante casi sesenta años, desde octubre de 1862 hasta su muerte, en 1919, a los 75 años de edad, habiendo atestiguado la Primera Guerra Mundial, descubierto tardíamente la música y sufrido de manera directa la agitación revolucionaria. Que estaba cansada, escribió; fatigada de sufrir agitados resabios matrimoniales, conflictos familiares, la muerte de cinco de sus trece hijos; cansada de ser sistemáticamente ignorada, devaluada, humillada… 

Los escasos periodos de silencio escritural coinciden con estados de depresión, fastidio o desaliento. Invaluables, sus anotaciones sobre las transformaciones anímicas del monstruo sagrado que debió ser insoportable en la intimidad, en nada desmerecen aciertos de Tolstoi sobre los penares del alma. Ninguno de los fieles y fanatizados devotos que lo tenían por “santo” e iluminado conseguiría integrar, como ella, un registro biográfico y psicológico tan completo y profundo. 

A pesar de que sus diarios se publicaran décadas después de su muerte, siguen siendo tan fascinantes como imprescindibles para inquirir la complejidad de una excepcional, apasionada y en muchas ocasiones brutal relación de pareja. Con maestría describe el filón demencial de uno de los Inmortales de la literatura rusa y, con la aceptación de una maternidad cumplida como parte de su naturaleza, desvela sin darse cuenta “la pura verdad” de una mujer “peligrosa”, intimidante e incómoda a causa de su inteligencia.

Por su parte y a diferencia de quienes ascienden arañando el destino desde un pasado familiar lastimoso, Tolstoi nació en la finca familiar de Yásnaia Poliana y, aunque huérfano temprano a cargo de sus tías, creció rodeado de privilegios reservados a la nobleza. Allí escribió gran parte de su obra. Y desde  allí fue y vino por los contrastantes y disipados escenarios de la Rusia imperial hasta que, cansado de la ociosidad y la vida disoluta, “sentó cabeza”, guardó profundas discrepancias con la Iglesia ortodoxa y sufrió una gran conmoción al darse cuenta de la infortunada realidad de los campesinos. 

En su primera juventud probó el Derecho y los Estudios Orientales en Kazan, pero  en el frívolo mundillo de San Petersburgo y Moscú se cocinaban las mejores historias, donde él mismo resultaba protagonista. Al participar casi accidentalmente en una de las campañas de la Guerra de Crimea en la brigada de artillería en la que su hermano era suboficial, sufrió su primer golpe de conciencia y tanto en la memoria como en sus páginas el Sitio de Sebastopol perduraría como referente de heroicidad. 

Enamorada, ella era todo frente a él y nada para sí misma: oído, lectora, copista y crítica; correctora invariable, guardiana de la casa y de las cuestiones mundanas, amante sin horario, anfitriona, esposa a tiempo completo... Y él, que sabía escudriñar como pocos los entresijos del alma humana, era incapaz de tratar y valorar con justicia a su esposa. En sus fases más críticas, cuando las ideologías y sus adeptos se beneficiaban de sus desvaríos dejó que la violencia se metiera a la casa por la puerta grande. Abominó de la intimidad sexual, se declaró pacifista, vegetariano y víctima de los furibundos celos de una Sofía abandonada que no supo qué hacer con la profunda depresión que siguió a su sentimiento de fracaso.  

Apenas cubierto con un modesto sayal al uso de los campesinos de la región, se dejó crecer la barba, adelgazó y adquirió el aspecto del santón o gurú oriental, cuyas fotografías suelen reproducirse como testimonio de su “conversión”. En vano pretendió deshacerse de los bienes para “repartirlos” entre los siervos y no pocos oportunistas que lo cercaban, aislándolo de los suyos. Entonces huyó de casa, no sin antes dirigir a la desesperada Sofía esta reveladora despedida:

“Tú le has dado al mundo cuanto has podido: un gran amor maternal y un gran espíritu de sacrificio. Pero durante el último periodo de nuestro matrimonio, desde hace 16 años, nuestras vidas se han separado.”

Los testimonios coinciden en que las pasiones campeaban en Yásnaia Poliana, mientras llegaba toda clase de gente para ver al gurú. Lejos estaban los días de sus tránsitos ideológicos. Imbuido de piedad y ascetismo, al final de sus días renunció a la vida mundana, inclusive a sí mismo. En uno de sus habituales arranques autoritarios el “iluminado” conde, elevado a las alturas de la más inexpugnable espiritualidad, habría arrojado a las manos de la canalla y de los oportunistas que lo cercaban hasta el último pliego de su obra y la última semilla de sus tierras. Solo Sofía se lo pudo impedir, pero al precio de la tragedia que sellaría su memoria y su relación matrimonial.

La conflictiva muerte de Liev Nikolálevich Tolstoi en una estación perdida de ferrocarril, cercado como estuvo por su médico y el grupo de “oscuros” liderados por el fanático Chertkov, la dejaría desolada desde aquel fatídico 20 de noviembre de 1910. El final de la historia no pudo ser más dramático: él, aquejado de pulmonía, dejándose llevar por nadie hacia ninguna parte para acabar tirado en el catre del vigilante; ella, con el alma y el corazón heridos, clamando a distancia que la dejaran ver al marido agónico.

Contrapunto sombrío en la vida del novelista, según la versión de sus adversarios, ella lo sobrevivió nueve años. Para encumbrar a Tolstoi, el régimen soviético ensombreció la memoria de Sofía. Sus diarios y fotografías solo cobraron vida y sentido cuando declinó el comunismo. A casi un siglo de distancia de su muerte, ocurrida en noviembre de 1919, Sofía Tolstoi ofrece otra lectura, mucho más conmovedora, de su realidad femenina para dejarnos una certeza: la inteligencia de una mujer es un arma mucha más peligrosa y temida que una descarga de artillería.

Mariposas negras

black-butterfly-640x400.jpg

Un aleteo seco, como en sordina, anunció su llegada. No quise ver, pero sabía que era ella: terror de mi infancia, herencia materna, anuncio de muerte y augurio nefasto.  La miré de reojo. No fuera a ser que, como en la peor de mis pesadillas, viniera a posarse en mi cara. Casi en sigilo retrocedí para que no me notara. E inmóvil, como mejor se enquistan en la memoria las figuras nocturnas, allí estaba: parda, enorme, con las alas extendidas allá arriba, donde ni plumero ni escoba conseguirían alcanzarla. Un temblor cargado de adrenalina ascendió en espiral desde los pies hasta la coronilla.  “Debo sacarla”, pensé, pero el pavor me paralizó. 

Entregada a mi lucha contra el pasado, me mantuve a resguardo. La mariposa negra era más poderosa que yo y más convincente que la razón o el sentido de realidad: bastaba sentirla para que los recuerdos cobraran vida y me situara en el espacio de las premoniciones insospechadas. Todo empezó cuando una de ellas apareció pegada en la pintura barata que, sin ninguna razón, las mudanzas transportaban de casa en casa, como si de algo de valor se tratara. Aquella “marina” horrenda completaba las historias de la familia y nadie la quiso cuando nos hicimos adultos. De suyo simbolizaba tormentas que atraía o reflejaba su oleaje vertiginoso. El grito de mi madre reveló la gravedad del suceso: alguien cercano y pronto, iba a morir. Lo comprobamos a la mañana siguiente: mi hermanito enfermo, de apenas tres meses de edad, llegó difunto del hospital. 

Cumplidos cada uno en su oportunidad, los anuncios adversos antecedieron a la merma de los parientes. Por absurda que se antojara, la superstición se enquistó en mi conciencia. Era inminente que, con cada mariposa furtiva, alguien cercano se iría del mundo. De nada servían los escobazos para ahuyentarla. Tampoco los trapos la espabilaban ni hubo remedio, oración, sahumerio, estrategia o consejo que evitara lo inevitable. En ciclos más largos o más cortos llegaba el insecto odiado a repetir el ritual funerario hasta que un día me atreví a hacer un trato con ella: “tú cesas de anticipar ataúdes en el interior de mi casa y yo te dejo el camino franco para que te poses en libertad al lado de la ventana abierta”. Durante un tiempo desaparecieron difuntos y mariposas negras. Recobré la confianza y volví a ventilar la casa sin padecer el acecho del huésped incómodo.

Era una noche de luna llena, apenas hace unas semanas, cuando advertí que la misma u otra más grande e intimidante reaparecía de la nada. Empavorecida, me atreví a susurrarle: ¡shu, shu… fuera, fuera de aquí! La mariposa siguió sin embargo quieta, adueñada no solo de la pared, también de mis miedos, de mis recuerdos más negros y de la remota voz de mi madre que repetía desde no se dónde aquel desconsuelo hiriente que me dejó en el alma una cicatriz de fuego. Basta de trucos, me dije: esto no tiene sentido. Y me senté frente a ella a observarla como si secretamente aguardara el ring ring del teléfono con el aviso de que alguien insospechado se nos había adelantado.

El insomnio me perturbó entremezclado de pesadillas. Me sentí removida por lutos viejos y penas anticipadas. Decidida a vencer el estigma salté de la cama y busqué una toalla deshilachada. “Te equivocaste de casa”, le dije asestando el primer golpe de trapo. La mariposa aleteó con su ruido en sordina y cambió de lugar. Así una vez y otra vez. Volví a arremeterla, solo para agitarla. Tras un vuelo torpe y en círculos vino posarse en uno de los libreros, donde guardo fotografías. Inhalé y exhalé. “No te detengas”, me dije temblando y sin dejar de ahuyentarla. Encaramada en el escritorio cercano a los anaqueles extendí la tela y con suavidad, lentamente, logré cubrirla en toda su envergadura. En vano luchó batiendo sus alas porque por fin conseguí atraparla mediante varios dobleces. Incapaz de aniquilarla a palos como hubiera deseado, me dirigí al balcón con el envoltorio, no sin antes cerrar la puerta para evitar que me sorprendiera con un giro hacia adentro. Sacudí la toalla y la mariposa negra desapareció de mi vista fusionada a la oscuridad.

Convencida de que al fin había triunfado sobre la superstición y el destino, tiré el trapo en el basurero. No fuera a ser que me pegara la tiña, como los mayores advertían en mi infancia. Me lavé las manos. Me vi al espejo y, en penumbra, algo parecido a una sombra me sorprendió parada a mi lado: “la soledad es aliada del miedo”, susurré. Sin ceder a la tentación del espanto, regresé a dormir plácidamente. Horas después, desde Guadalajara, me telefoneó Olga mi prima: “mi padre ha muerto”, me dijo… Y yo, prendida al recuerdo infantil del día en que creí ver a la bisabuela reflejada en una de las tres lunas del ropero mientras exhalaba su último aliento, también repasé los signos que precedieron un largo listado de despedidas: mi abuelo, mi abuela, mi padre, mi sobrino, mi hermana, mi madre… Y ahora, mi tío. 

Al igual que mi hermanito pequeño, de cuyo rostro ni siquiera quedó un retrato, ninguno de mis parientes se fue de este mundo sin que alguna mariposa negra apareciera previamente en mi casa. Pasmada, entendí que lo sobrenatural tiene sus propias leyes y que no hay escoba, consigna ni trapo que le impida al destino determinar el estilo de hacernos saber cómo se habrán de trasmitir sus designios.

Amistades líquidas

Zygmunt Bauman

Zygmunt Bauman

La encarnizada lucha por la vida ha castigado severamente el vínculo más perdurable, sano y sagrado de las relaciones: la amistad. Al advertir que la conveniencia, el acomodo o el interés personal se sobreponían al nexo entre dos o más personas, Aristóteles aclaró que sin virtud no se puede crear una amistad verdadera. Si con ella la vida establece compromisos emocionales que facilitan las experiencias satisfactorias, generosas y gratificantes, sin ella se corre el riesgo de ceder a la ansiedad, a la incertidumbre, al desamparo y la confusión que desencadenan deseos conflictivos.

 La amistad es un eslabón que dota de sentido, esperanza, certidumbre y solidez al resto de las relaciones. Por ella son menos graves las situaciones adversas y sin ella la soledad puede ser insoportable. Lo sabemos quienes hemos cultivado este sentimiento de confianza, libertad, comunidad y aceptación que nos inclina a agradar y a hacer un bien al amigo. Inclusive el amor de pareja exige este lazo que mitiga el miedo a ser rechazado o excluido de la unión voluntaria.  Aunque cargado de riesgos, el amigo busca y encuentra el hilo que articula e identifica en vez de separar un destino coincidente entre criaturas inteligentes.

Todo ha cambiado, sin embargo, con la apresurada tentación de pasar de una relación a otra, de un tema a otro, de un objeto de interés a otro y de un mensaje a otro, propios de la “modernidad líquida”, ilustrada en títulos reveladores por el intelectual y sociólogo polaco Zygmunt Bauman. Premio Príncipe de Asturias 2010, empleó la figura de la veloz transitoriedad impulsada por la desregulación de los mercados, su complementaria revolución tecnológica y el subsecuente descrédito de vínculos firmes y duraderos para referirse a la tragedia autodestructiva de nuestro tiempo.

No es casual que durante el último cuarto de siglo, con el ascenso del consumismo y el poder del dinero, hayan proliferado la deshumanización de los vínculos afectivos y el desafecto de las cuestiones vitales. A cambio de presencias perdurables estamos a la vera de “amistades virtuales” que actúan como espejo y pantalla de nuestra fragilidad en sociedades sin modelo, sin seguridad ni estructura, cuyo mejor producto disolvente se multiplica en las redes sociales.

 Tiene razón Bauman al indicar que en una sociedad privatizada e individualista el amor, los otros y las relaciones se hacen flotantes, volátiles, prescindibles y siempre cambiantes.  Así el extinto estado de bienestar, cuyos valores de “solidez”, permanencia y seguridad que sustentaban el esfuerzo constructor de un futuro con certezas han desaparecido. Las falsas libertades implícitas en la modernidad líquida impiden ejercer el derecho a la felicidad, mientras que la endeble y arbitraria cultura laboral nos obliga a asumir miedos y angustias existenciales que arruinan la previsión del porvenir y traen consigo consecuencias nefastas en la condición humana.

Según sus tesis, tanto el individuo como la familia y las instituciones perdieron rumbo y respeto por la vida, la dignidad, el amor y el contexto vital de nuestra especie. Protagonizado por la rápida aceptación del Facebook, la impaciencia de un mundo global ha encontrado el nicho idóneo en la web para dar cabida y rostro a lo momentáneo en tránsito hacia ninguna parte y a la multiplicidad de mensajes que hacen que el protagonista/consultante, fiel al factor sorpresa, no sepa a dónde ni para qué ir, a pesar de compartir  direcciones con amigos virtuales que también se asoman a ver qué, lo que sea sobre el otro, para fantasear una vía de acceso a su intimidad.

Sin embargo y haga lo que haga, “el amigo” no podrá satisfacer la necesidad de sentirse cerca y aceptado por las demás “amistades”. Pero no ser excluido en recinto tan frágil alimenta la ilusión de estar comunicado. Tampoco podrá librarse del efecto aleatorio de la selección y el destino de mensajes generalmente efímeros que reflejan la urgencia de decir, de hacer y ser atendidos. Ante la casi imposibilidad de consolidar compromisos y vínculos reales, en realidad los recintos virtuales demuestran que los episodios pasajeros se corresponden al sentimiento de frustración y vacío derivado de la veloz desintegración de la vida social.

La economía de mercado impone sus leyes no para hacernos partícipes de una mejor calidad de vida, sino para asimilarnos a los rigores de un mundo sin futuro donde el trabajo/basura, los pobres y marginados del falso concepto del “éxito” o de libertad, se consideran prescindibles.  En eso consiste la regla excluyente del individualismo, en hacer del yo el centro de un universo que sucumbe a la presión consumista.

Con el recurso de “úselo y tírelo”, las relaciones de número –no de calidad- se contagian del síndrome de la impaciencia que se entromete en nuestras más íntimas aspiraciones. La sensación de vacío transitoriedad depresiva, así como el miedo al compromiso real explican la supremacía de ofertas superficiales de “superación personal” y de éxito en una globalidad sin asidero ni identidad confiable.  Se teme al fracaso personal, económico y social, por lo que hay que “estar” a la vista y en el deseo del otro: un nombre convertido en referente del “secreto arte de ser aceptados”, inclusive por una población anónima.

Si la amistad entraña una conexión afectiva, fraternal y solidaria fundada en la persistencia y en la certeza de que al llenar un vacío individual ofrece un aliado para los malos momentos, su ausencia multiplica el efecto de la “individualización” de la vida moderna.  Aunque fuera ideada por su creador para consolidar nexos afectivos, la amistad virtual cambió de propósito al “diluir” los vínculos humanos. Todo es contradictorio, hasta ahora, en la funcionalidad afectiva y comunicadora de la web: permite establecer lazos, pero suficientemente “flojos” para ser desanudados. Lo peor, respecto de la psicología de rechazo, es someterlos al golpe de una tecla –delete-, que los desaparece del registro “amistoso” del Facebook, de la “conexión” entre parejas  “conectadas” o de “las relaciones de bolsillo”. Nombres, “amigos”, “parejas o encuentros virtuales” y mensajes  se pueden excluir, revisar o sepultar a conveniencia, y no pasa nada.  Su permanencia está sujeta al señuelo del atractivo, como los productos comerciales o las inversiones que primero crean expectativas, en su momento rinden y en cierto punto declinan.

 “Vivir juntos y separados” en relaciones cuyo compromiso ya no tiene sentido ni futuro es consigna de la modernidad. Estamos expuestos a aproximaciones temporales cifradas por la velocidad.  No arriesgarse ni otorgar sostén afectivo es ideal  en el cambio incesante, por lo que las emociones implícitas en la amistad no llegan a cuajar ni a perdurar. Si bien las parejas  deben ser laxas, ligeras, sin complicaciones y dispuestas a deshacerse en cualquier momento, las amistades virtuales también se rigen con el principio de “entrada por salida”.

  No renunciar al compromiso afectivo es nuestra verdadera vía de salvación. El mundo se diluye y nos envuelve en un caos intimidante, pero todavía no hay quien no desee, por sobre todo, ser amado, acogido y aceptado. Esta necesidad real, alojada en la raíz del ser, nos hace creer que por el carácter sagrado de los vínculos amistosos la humanidad podrá rescatar dos principios indispensables para recuperar nuestro contexto vital: fraternidad y confianza solidaria.

La tristeza de un genio

Giacomo Taldegardo Francesco di Sales Saverio Pietro Leopardi

Giacomo Taldegardo Francesco di Sales Saverio Pietro Leopardi

De tanto repetirla con ligereza, la soledad del escritor se ha convertido en una figura casi anodina, sin sustancia. Hay que leer biografías para conocer el revés de los libros, la parte de la vida que se empeña en la pasión de saber. Recién concluí Hacia el infinito naufragio, en cuyas páginas el español Antonio Colinas, con una intensidad estremecedora, describe las durezas padecidas por Giacomo Leopardi, “el otro Dante”, célebre autor de Canti y –cosa curiosa en su vasta obra-  también de una original historia sobre los errores humanos.  Fue uno de los clásicos del romanticismo y de la poesía italiana del siglo XIX aunque, por encima de todo, estuvo dotado con una inteligencia excepcional y una pésima salud que desde su nacimiento determinó su breve destino. Víctima de una agonía lastimosa durante la epidemia del cólera que él no padeció, aunque algunos biógrafos así lo afirmaran, no llegó a cumplir los cuarenta de edad, pero dejó una obra que deslumbró a los notables de la hora e inclusive en nuestros días atrae aún la atención de filólogos, poetas y estudiosos de la literatura.

         Si el genio creador es un misterio, más inexplicable se antoja el don de ver y mostrar el lado oculto de la vida, como lo hiciera el poeta italiano. La pesadumbre desesperada, característica del conde Giacomo Taldegardo Francesco di Sales Saverio Pietro Leopardi, nacido durante el apogeo napoleónico el 29 de junio de 1798 en su palacio de Recaneti, tuvo mucho que ver con su mala salud y malformación ósea, pero sus testimonios sobre la severidad de sus padres y el catolicismo cerrado que lo formó sellarían una tristeza profunda que lo hizo desear la muerte. En su Zibaldone o diario de pensamientos, dejaría en unas frases –elegidas por Colinas- la imagen que tuvo de su madre, Adelaida Antici: “Yo conocí una madre que consideraba la belleza como una verdadera desgracia, y viendo a sus hijos feos o deformes, daba gracias a Dios por ello; es más, pretendía que, en vista de tales males, renunciaran enteramente a su juventud.” “Eran los tiempos –apostilla su biógrafo- en los que Leopardi –joven aún, pero ya deforme- huía de las pedradas y de las burlas de los chicos de Recanati.”

         Sólo por el peso religioso de la obediencia en su naturaleza vulnerable se entiende el control que sus padres ejercían sobre él al grado de que ni a sus 21 años de edad podía salir a pasear fuera del palacio sin la compañía de sus hermanos o sus sirvientes. Mientras que su inteligencia era un hervidero de pasión e imágenes e ideas volcadas en su poesía, solo anhelaba la libertad de moverse, comunicarse con sus pares y conocer un mundo más allá de los límites impuestos por las lecturas domesticas.

         Vivir con personas que pensaban de manera completamente distinta a la suya lo llevó a decir, más de una vez, que “toda vida intelectual resulta infructuosa sin el fértil diálogo”. Que moriría si no cambiaba su condición de esclavo ya que “la soledad no está hecha para los que arden y se consumen en sí mismos (... ) Si al menos pudiera cambiar de vida..”, escribiría entre lamentaciones cuando planeaba la primera de sus huidas infructuosas de casa, hacia los dieciocho años de edad,  en una de sus misivas a su amigo entrañable,  el escritor Pietro Giordani quien, al parecer, redactó la inscripción que se le puso a su tumba en la iglesia de San Vitale, en el camino de Pozzuoli, que decía así:

Al Conde Giacomo Leopardi, recantés,

filólogo admirado fuera de Italia,

escritor altísimo de filosofía y poesía,

digno de parangonarse solamente con los griegos,

que  falleció a los XXXIX años de edad

a causa de continuas y míseras enfermedades.

Lo hizo Antonio Ranieri,

durante siete años y hasta la última hora unido

a su amigo adorado. MDCCCXXXVIII.

El primero en advertir que había engendrado un talento fuera de serie fue su padre, el erudito y archiconservador conde Monaldo, cuyo linaje se remontaba a los orígenes del siglo XIII, uno de los más antiguos de la península italiana, aunque sus prendas de nobleza no le impidieron dilapidar su herencia hasta rozar la pobreza. Sería su esposa Adelaide, descendiente de los marqueses de Antici y afamada por imponer a los hijos una severidad que rallaba en la humillación, quien se encargaría de abatir los errores administrativos del marido a fuerza cicatear hasta rehacer una parte de la fortuna de la familia, cuando Giacomo ya era adulto y a distancia, por fin independiente, en vano les rogaba apoyo financiero para subsanar “una miseria que a cualquiera avergonzaría”. No solamente jamás recibió el apoyo requerido sino que ni muerto conseguiría un gesto amoroso por parte de sus padres.

         Bibliófilo él mismo y dueño de una de las bibliotecas más ricas y diversas de la hora, misma que aún puede apreciarse en su casa-museo de Recanati, un pequeño poblado de la costa adriática, en la región de las Marcas de Ancona en la provincia de Macerata, Monaldo discurría cualquier artimaña para hacerse de libros a espaldas del celo neurótico de la esposa, quien no soltaba ni el dinero ni el afecto ni las llaves. La condesa accedió sin embargo a poner en manos de los más ilustres mentores a sus hijos Giacomo, Carlo y Paolina, quienes no tardaron en llamar la atención de Sebastiano Sanchini, su primer preceptor, bajo cuya mirada Giacomo escribió sus primeras composiciones literarias, a los ocho años de edad.  En su concepto de educación, sin embargo, no había cabida para valorar la libertad de pensamiento ni ninguna acción que estuviera fuera del coto de las prohibiciones religiosas, fusionadas a las familiares.

         En tanto Giacomo aprendía griego y hebreo y hacia los quince de edad componía una Storia dell’Astronomia de notable erudición, se iban sucediendo los maestros para instruir a los hermanos con lo mejor de las ciencias y las humanidades. Convencido de que nadie aprovecharía mejor sus libros, el expulso jesuita mexicano José Torres -de quién aprendió el español- los heredó al morir al acervo de los Leopardi, no sin antes reconocer que poco era lo que podía enseñar a Giacomo, pues en todo su saber y su dominio de lenguas lo superaba. Y no se equivocó ya que entre traducciones tempranas del griego y del latín, ensayos filológicos y primeros poemas antes de cumplir los veinte y con daños severos a la vista a causa de dedicar más de quince horas diarias al estudio disciplinado, este sin par hombre de letras acudió al recurso de las misivas para ampliar el cerco que lo asfixiaba; sin embargo, ni en eso fue libre ya que su padre le sustraía la correspondencia para impedir que “tan malas influencias” lo sacaran de su estricto control.

         Luego de tentativas fallidas de huida y no sin enfrentar enormes obstáculos familiares y económicos, pudo viajar un mes a Roma, donde conocería a sus primeras y decisivas amistades literarias. Dueño de una fecundidad admirable, una tras otra sumaba obras  como las veinte primeras Operetti Morali, las diez primeras Canzoni y las Annotazioni, publicadas en Bolonia. Gracias a la invitación del editor Stella partió de Recanati hacia Milán y de ahí a Bolonia, a Florencia y a Pisa. Picado de melancolía, regresaba a casa, aunque la tensión con sus padres se fuera extremando al grado de que tenía que acudir a la ayuda de los amigos toscanos para sobrevivir y atender su creciente gravedad. En la cuarta y última carta que dicta en su vida –la del 27 de mayo de 1837, unas semanas antes de morir el 14 de junio en Nápoles, al amparo de sus protectores-, le habla a su padre de “su enfermedad, del asma que le impide caminar, descansar, dormir”. Sabe que su fin está próximo e invoca el eterno reposo, “no por heroísmo, sino por el rigor de las penas que sufro.”

         Enamorado de lo imposible, según consta en Zibaldone di pensieri –traducido espléndidamente por el propio Colinas como Cantos y Pensamientos- de las tres mujeres que literal y casi accidentalmente cruzaron por su vida quedaría el motivo para escribir algunos de los poemas más bellos de la lengua italiana.

         Con Hacia el infinito naufragio Antonio Colinas pone de manifiesto que la vida detrás de los libros puede ser tanto o más rica y sorprendente que el legado de cualquier escritor.  Leopardi es más Leopardi, más melancólico y desesperado al grado de impugnar a Dios y abominar de la religión, después de conocer esta espléndida biografía.

 

 

EL CENTRO HISTÓRICO Y LA VERDAD DE MÉXICO

Foto por:  http://www.fotosimagenes.org

Foto por:  http://www.fotosimagenes.org

Todo está ahí, en el Centro de la Ciudad de México, sin congruencia ni hilo conductor: vestigios de nuestro pasado mexica, huellas de la colonización, edificios y sueños truncados desde la Independencia hasta el porfiriato, los gobiernos de la Revolución y la pesadilla de nuestros días, incluidos defecaderos y orinales a cielo abierto, ratas, comederos insalubres, teporochos tumbados a discreción, estatuas de la Santa Muerte engalanadas en el mejor estilo kitsch, efigies de la Guadalupana en banquetas y comercios atiborrados de luces y baratijas, San Judas de cualquier tamaño, tendajones, prostitutas y padrotes, vecindades y jonucos, niños que juegan con basura, pordioseros y ladrones, iglesias, mercados, fritangas y conventos que despiden olores putrefactos…  Lo insólito se aprieta en esa zona, inclusive nuestro amor/odio por una Capital en la que vida, supervivencia y muerte se entremezclan a la repugnancia, al placer y al asombro.

Tan cabal imagen de nuestra sociedad desestructurada ilustra la historia el poder. Una república maltrecha engendra esperpentos, falsos redentores, ángeles exterminadores y protestas cada vez más anárquicas y consecuentes con la ilegalidad de la costumbre amañada de gobernar: justo lo que, con desnudez impúdica, hace del Centro un laboratorio invaluable para desenmascarar la verdad de México. Sin descontar nombres de las calles ni recintos que atesoran memoria y olvidos de quienes nos precedieron, lo mejor  y peor logrado de la complejidad política de nuestro pueblo  se congrega en este paisaje urbano.  Abrumador y excesivo: así es el saldo de una larga jornada dedicada a recorrer  desde el área de La Merced hasta la iglesia de la Concepción, aledaña al Teatro Blanquita.

En realidad, nada falta para conocer las bajezas ni las aspiraciones de que son capaces los hombres. Lo demuestra el extraordinario Museo Memoria y Tolerancia: el más alto ejemplo de lo que se puede lograr cuando talento, cultura, compasión, dinero y conciencia se activan con el sentido de fraternidad indiviso de la esperanza. Lo escribió André Malraux, y no se equivocó: “Como los unidos por el amor, los hombres unidos por la esperanza y la acción alcanzan  dominios que no alcanzarían por sí solos”. Y lo contrario, también. No es casualidad que, sobre las ruinas del temblor de 1985 y embellecido por la plaza y los diseños de Legorreta, Arditti+RDT Arquitectos construyeran una obra de arte para testimoniar, encabezados por el exterminio nazi, tanto el alcance del mal y la locura como del dolor y la irracionalidad.

Los contrastes, pues, son inagotables. Si el ímpetu devastador de generaciones insensibles al legado de nuestros abuelos no es ajeno a la degradación de la Justicia que se respira en cada metro, tampoco la incivilidad que campea en las calles puede sustraerse de la corrupción cultivada en la vida pública como si fuera inseparable del talante mexicano.

La revoltura de edificaciones ruinosas, plazas y edificios espléndidos está poblada por una muchedumbre que subsiste entre la rapiña, el ingenio, la improvisación y una vasta gama de actitudes que oscila entre las tentativas de orden al caos intimidante. En aproximadamente 57 mil metros cuadrados se concentra el rostro de un país que a cuentas gotas –y no siempre con éxito- desafía el estigma de la derrota que los mexicanos llevamos en la frente. La profusión de máscaras que pretende ocultar la verdad de un pueblo que se niega a aceptar su dualidad, exhibe aún la necesidad de sostener una mentira viva, no obstante vieja y artificiosa, con la que se cree aliviar la cruda realidad.

Es el ocurrente recurso de los disfraces, precisamente, el que mejor revela la enquistada costumbre del poder que acude a la promesa, al alarde, al timo, a la simulación y al engaño para golpear una verdad que, a su pesar, se impone  con más dramatismo cuanto mayor la pretensión de ocultarla. Al modo del machismo pródigo en inventos para continuar aplicando la máxima que dicta “te quiero, te golpeo”, el Poder castiga al incauto y al desvalido tras la fórmula de leyes reformadas y dictados irrefutables que, lejos de subsanar la miseria con ignorancia que incrementa la tragedia mexicana, acelera el proceso de depauperación que envilece a los indignados en la proporción en que enriquece a los privilegiados. Sin embargo, el “desvalido” sabe cómo vengarse al enrostrar su condición lumpenizada.

Inocultable en el “corazón de la Capital”, el arco en tensión entre la pobreza y la riqueza, entre la tolerancia y el abuso, entre el horror y lo bello que consiguen burlar el efecto “mano de hacha” que tanto la furia lumpen como la codicia burguesa esgrimen con lenguajes diferentes, deja en claro lo innegable: de la globalización del despojo no habrán de surgir ni el equilibrio social y mucho menos los medios para amparar la dignidad de las personas. 

Enero 21

enero21.jpg

Mi vida entera cabe entre la hoja en blanco del cuaderno escolar y el sofisticado laptop, donde escribo estas líneas. En medio de estos objetos no solo está a completo mi biografía, también la más asombrosa historia del hombre. Si la aspirina era de suyo un milagro, antibióticos y vacunas ostentaron el primer triunfo de la ciencia sobre la muerte temprana. Cuando mi primera Sheaffer dejó atrás el lápiz Mirado y la IBM eléctrica a la Olivetti portátil pensé que el reloj se movía con rapidez. Tanto, que en cosa de meses aparecieron en mi biblioteca un fax, un modem y una copiadora. Comencé los ochenta aventurándome con una computadora que a punta de susto y teclazos aprendí a manejar. No bien concluía un libro cuando los supersónicos avances de la tecnología ya me sobrepasaban con ofertas tan seductoras como inauditas. Música, literatura, comunicación, memoria, técnicas de edición… Todo se transformó en unas décadas para conseguir que lo más simplificado y pequeño fuera a la vez lo más eficiente. Con los tránsitos de lo grande a lo pequeño y de lo complicado a lo simple advertí que también en mi escritura debían reflejarse los cambios.

Dos cosas aprendí al ver cada viernes impreso mi nombre en la Primera Plana de Excélsior: lo fascinante que resulta escribir un artículo a vuela pluma y lo efímero que es el ejercicio periodístico. Dado el control burdo y grotesco que ejercía el Gobierno sobre lo publicado u omitido en la prensa, tuve que aprender a ejercer la crítica de modo que, sin renunciar al dictado de la inconformidad, expresara ideas o denuncias sin exponerme a recibir, a la mañana siguiente, la “comedida” visita o el telefonazo del funcionario de la Presidencia.

No que sus predecesores se distinguieran por sus luces o que, más allá de consumarse como “chuchas cuereras”, dejaran un legado siquiera digno, pero ni con la mejor voluntad podían reconocerse atributos, sagacidad, imaginación o talento en Vicente Fox. Llegó a la Presidencia por la puerta falsa, mientras la sostenían nuestros comedidos vecinos del Norte. Ciertamente, el país era un pudridero y la sociedad el caldo infeccioso que no tardaría en reproducir los virus letales que aún nos atacan. Inclusive, en su hora, analicé el fin de “El Sistema” como un suicidio gradual del priísmo. Pesó más su propia degradación que el “hartazgo” a que se refiriera Monsiváis. No obstante la infortunada presencia política de los relamidos y muy conservadores recién llegados, el cambio trajo consigo un aire refrescante para la libertad de expresión que, por supuesto, ni levemente existía.

Por desgracia, cuanto se ganó en apertura se perdió en calidad, cultura y presencia crítica. Escritores y plumas que semana a semana contribuían a crear conciencia desaparecieron a cambio del ascenso de “informadores”, “comentaristas” y “comunicadores”, que tanto en la prensa escrita como en la radio y la televisión reflejan con puntualidad la tendencia dominante para igualarnos hacia abajo, como gustara decir don Alfonso Reyes. Así que somos libres -¡qué libres somos!-, pero para andar en tinieblas y a expensas de diarios y publicaciones periódicas que temen a las ideas en la misma proporción con la que atiborran de imágenes y naderías sus páginas. Los anuncios superan a las noticias y cada mañana el lector corrobora que la muerte del periodismo tradicional es un hecho tan irreversible como el triunfo de la banalidad y el consumismo consagrado por el modelo neoliberal.

La tecnología, por fortuna, es el nuevo paraíso a alcanzar. Ningún periódico en el mundo, por popular y prestigiado que fuera, conseguiría en un año el número de lectores que un activo y seductor usuario de las redes sociales puede sumar en un solo día. Ya se sabe que la popularidad también depende de las leyes de la publicidad y el mercado, pero nadie podrá negar que si para todos este es un recurso de comunicación inmediato e invaluable, para el escritor representa la posibilidad de sortear exitosamente los obstáculos que a diario enfrenta no solamente en editoriales, sino en un medio paradójicamente cada vez más cerrado, excluyente y temeroso de las individualidades, que no del individualismo.

Así que, al emprender esta nueva aventura nada me impedirá abrir mi escritura no exactamente a un nuevo lenguaje “de ida y vuelta”, sino a una expresión más próxima a la circunstancia que la inspire o la requiera. Es decir, podré transitar en el blog del análisis político a una reflexión sobre la historia de la cultura; de un párrafo extraído de mi diario a la crítica literaria y, de ahí, al ensayo, al relato, al artículo periodístico o al comentario sobre autores, lecturas y situaciones que lo ameriten.

Siempre estará el recurso del contacto para cultivar una relación viva y permanente con los lectores. Así que, con su ayuda, mis páginas no estarán condenadas al confinamiento de la hemeroteca que nadie o casi nadie consulta. Gracias al poético recurso de la nube, además, podré decir que en adelante, por la Web he probado el dulce sabor del vuelo y las alturas.