Mutilación genital femenina

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La infamia de que  capaz nuestra especie no tiene límite ni fronteras. Hay maltratos a la mujer que quitan el aliento; sin embargo, la mutilación genital o ablación encabeza las expresiones más feroces de perversión e imbecilidad de cuantas pueden imaginarse.  Tras siglos de practicarla como si de un logro se tratara, hasta la segunda mitad del siglo XX fue declarada una violación a los derechos humanos de las niñas.

Tal y como lo divulga la UNICEF con el propósito de abolir esta infamia, “la ablación genital femenina es una práctica discriminatoria que vulnera el derecho a la igualdad de oportunidades, a la salud, a la lucha contra la violencia, el daño, el maltrato, la tortura y el trato cruel, inhumano y degradante; el derecho a la protección frente a prácticas tradicionales peligrosas y el derecho a decidir acerca de la propia reproducción. Estos derechos están protegidos por el Derecho Internacional.”

Poco puede agregarse a lo divulgado por el organismo  internacional sobre esta tragedia, salvo que se cuentan por miles las menores que a diario y de manera forzada se incorporan a la estadística mundial de afectadas. De algo sirven las insistentes campañas humanitarias y judiciales que en Europa y desde Europa se patrocinan para su prevención y en defensa de la condición y del destino femenino. Inclusive son severas las sanciones judiciales no se diga en estados democráticos, sino en el puñado de países africanos que ya prohíben la ablación parcial o total, pero son más fuertes la costumbre y los prejuicios que la necesidad de cambiar para mejorar.

Está tan arraigada esta ferocidad en la identidad étnica y en las creencias que quienes emigraron a la Comunidad Europea viajan ex profeso a sus pueblos para mutilar y, según los arreglos, desposar a sus hijas de entre 4 y 14 años de edad. Temerosas de que sean rechazadas social y sexualmente por no estar mutiladas o circuncidadas, las propias madres se encargan de ponerlas en manos de comadronas o parteras que gozan de gran prestigio y riqueza en sus comunidades. Previamente pagados los altísimos honorarios, realizan la operación de extirpar total o parcialmente los genitales externos de las niñas en condiciones tremendamente antihigiénicas y sin ningún auxilio clínico, a pesar de las complicaciones.

En su admirable tarea de protección contra la violencia y el abuso infantil, la UNICEF no ceja en el empeño de educar y concienciar para que las madres contribuyan a frenar esta infamia. No hay que olvidar que, más pronto que tarde, el sacrificio se completa con el matrimonio forzado de criaturas con hombres que, en casos extremos, son hasta treinta años mayores, lo que viene a agregar lo propio del abuso sexual.

Los datos son alarmantes:  unos 70 millones de niñas en África y el Yemen han sido sometidas a la ablación, inclusive contra su voluntad en el caso de adolescentes instruidas en Europa, en los últimos años. Lejos de disminuir por la presión jurídica y cultural de Occidente, las cifras están aumentando entre la población procedente de África y Asia sudoccidental en Europa, Australia, Canadá y los Estados Unidos porque, además de los prejuicios antifemeninos que condenan su sexualidad, se considera rito de iniciación en sociedades tradicionales.

En poblaciones como Mali o Eritrea mutilan a las niñas a edades tan tempranas como en su primer año de edad con procedimientos tan salvajes como la quemazón de los labios genitales con sal. Lo común, sin embargo, es la contratación de comadronas a partir de la primera menstruación; es decir, entre 9 y 14 años: periodo en que también suelen ser comprometidas o desposadas con sujetos que al punto comienzan a utilizarlas sexualmente con todos los agravantes. Empezando porque sus matrices son aún infantiles, los embarazos inmaduros en niñas y adolescentes son tan frecuentes como los abortos, las muertes evitables, las hemorragias y un sin fin de daños colaterales.

La cercenada carece de placer sexual, lo que representa una garantía contra la infidelidad y la certeza del marido de que, dada su condición y porque le pertenece por entero, la niña/mujer o ya adulta está a su disposición. Literalmente, la ablación reduce a la mujer a objeto de servicio y complacencia masculina. El prejuicio asegura, por añadidura, que la fertilidad se incrementa y “el parto se facilita”, cuando en realidad ocurre lo contrario, pues la ablación genital es la primera causa de daños femeninos irreparables. Para empezar, puede causar la muerte de la niña por colapso hemorrágico o neurogénico debido al traumatismo, al intenso dolor y a las infecciones agudas que devienen en septicemia.

Existen fundaciones europeas que contribuyen a educar a las familias y, a la par, a persuadir a las comadronas de cambiar de oficio, a pesar de que es difícil obtener con otra actividad ingresos tan altos. Por un par de españolas entrevistadas sobre el tema en la Radio Exterior de España, nos enteramos, al detalle, de cómo entran muchas niñas en un estado de colapso inducido por el intensísimo dolor, el trauma y el agotamiento a causa de los gritos.  Otros efectos, pormenorizados por UNICEF, pueden provenir de una mala cicatrización, formación de absesos y quistes, más un crecimiento excesivo del tejido cicatrizante.

Mejor citar el listado de males publicado por la Organización Mundial de la Salud  que incurrir en alguna omisión: “infecciones del tracto urinario, coitos dolorosos, el aumento de la susceptibilidad al contagio del VIH/SIDA, la hepatitis y otras enfermedades de la sangre… Infecciones del aparato reproductor, enfermedades inflamatorias de la región pélvica, infertilidad, menstruaciones dolorosas, obstrucción crónica del tracto urinario o piedras en la vejiga; incontinencia urinaria; partos difíciles y un incremento del riesgo de sufrir hemorragias e infecciones durante el parto.”

Al inquirir a una suerte de líder o patriarca de una comunidad tradicional, el hombre abonó la “gracia” adquirida por la mujer mutilada. Aseguró que la ablación las  hace contonearse de un modo tan peculiarmente femenino que nada más verla caminar su marido la desea. En lo que a mi respecta, tanta y tan diversa violencia, tanta crueldad y tanto dolor evitable me hace descreer de la justicia posible. En realidad, nuestra especie es la más feroz y atraída por el Mal de cuantas pueblan el universo.

El malecón de Tajamar: otra bofetada

noticiasterra.com.mx

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Abogar como Presidente de la República ante los saudíes por el medio ambiente mientras policías y granaderos resguardaban al convoy encargado de la brutal y definitiva destrucción de 57 hectáreas de manglar en el malecón de Tajamar, en Cancún, es otra bofetada del gobierno mexicano a los intereses del país, del planeta, del hábitat, de los derechos humanos y medioambientales y, en suma, de la población y la vida misma.

Propios de regiones costeras tropicales y subtropicales, los manglares son hábitats de camarones, tortugas, cocodrilos, aves y peces y, por su situación y valor ecológico, los más codiciados con fines turísticos. Además de absorber carbono, filtrar contaminantes y contrarrestar el cambio climático gracias a sus múltiples propiedades biológicas, los manglares actúan como eficientes barreras naturales contra huracanes, tormentas, tsunamis e inundaciones.

Cada manglar forma un ecosistema alrededor de árboles llamados mangles. Esta singular especie vegetal crece agrupada en humedales o terrenos cubiertos con aguas poco profundas. Subsisten y se desarrollan por el intercambio de gases que los hace tolerantes a las altas concentraciones salinas que abundan en suelos sin oxígeno. Al destruirlos se libera el carbono acumulado y, en consecuencia, se multiplican los contaminantes tanto en el solar devastado como en el mar colindante.

No obstante sus valiosísimas propiedades y contra el deber institucional de protegerlo, la Secretaría del Medio Ambiente y Recursos Naturales (SEMARNAT), en 2006,  emitió una autorización de impacto ambiental (AIA) a favor del Fondo Nacional de Fomento al Turismo (FONATUR) para urbanizar y construir un conjunto urbano-turístico con oficinas, comercios, hotel y departamentos en el Manglar Tajamar de Cancún. Sin tardanza, con la amañada y previa licencia de construcción, FONATUR vendió el predio a la empresa BI & Di Real State de México y, de ahí, el repartidero de “propietarios”, cuya lista ha publicado en la web la revista Proceso.

Lo que siguió fue el desmonte y destrucción del manglar, contra la supuesta orden de SEMARNAT de presentar un programa de rescate de vegetación y traslado de la fauna protegida y en riesgo de extinción. Desde el pasado sábado, a horas de ocurrido este crimen contra la Naturaleza, la noticia se ha comentado en varias lenguas, con inocultable repudio. Si de suyo el agresivo desastre dirigido por Roberto Borge Angulo, gobernador de Quintana Roo, y por el Presidente municipal de Benito Juárez, Paul Michell Carrillo de Cáceres, es para ponernos la cara roja de vergüenza, también exhibe el lado más oscuro tanto del autoritarismo arraigado como del talante mexicano; es decir, de la tendencia de la mayoría a agacharse, hacer la vista gorda y aguantar abusos de poder, engaños y las más cínicas evidencias de corrupción, mentiras, negocios sucios,  alianzas y componendas.

Nuestra “hermosa República Mexicana” es un muladar dominado por bribones que determinan el destino de millones de subyugados. Si por educación, dignidad, afán de libertad y amor a lo que queda de patria el mexicano común no ha valorado ni entendido la democracia, que sea el montón de desgracias y hechos humillantes lo que lo enseñe y obligue a despertar. Mientras esto no ocurra, los pillos continuarán beneficiándose de la indiferencia de millones de habitantes en este maltrecho y violentado territorio.

Ya se sabe que los inconformes activos son minoría aplastante; sin embargo, a pesar de protestas reiteradas de organizaciones tan respetables como Green Peace; no obstante denuncias de valientes activistas y agrupaciones locales; sobre testimonios publicados por “Salvemos el Manglar Tajamar” en Facebook, donde pueden leerse pormenores y antecedentes de esta tragedia, el ecocidio se consumó en unas horas para  construir el proyecto inmobiliario, sin que la SEMARNAT, la Comisión de Derechos Humanos y hasta la PGR lo evitaran. Hechos como éste, para colmo auspiciado por la Secretaría de Turismo, demuestran no sólo la debilidad de las instituciones, sino lo fácil que es para inversionistas y empresarios “persuadir” a funcionarios para hacer lo que sea, dónde, cómo y a costa de lo que sea, en tanto y se antepongan el rintintín del dinero y el prejuicio de que estos resorts crean fuentes de trabajo. Lo que han hecho tales negocios especialmente en Cancún, son paraísos para pederastas, para negociantes vinculados a la prostitución, reductos ideales de venta y distribución de drogas y, como de paso, “ofertas turísticas” para que especialmente  los Spring Breakers den rienda suelta a su desenfreno y afán de juerga para abatir su espantoso aburrimiento.

Antes de que las máquinas entraran a saco contra animales y vegetales en peligro de extinción, fue desplegado un piquete de más de cien policías municipales y un cuerpo de ganaderos, para que el convoy de la muerte se desplazara y actuara sin oposición, en el mejor estilo de los gobiernos espurios.  Volquetes y trascabos tiraban árboles desde su raíz, plantas, flores, nidos… Y decenas de camiones salían cargados de tierra entremezclada con ejemplares aún vivos de la rana leopardo, la iguana rayada, el cocodrilo Moreletti…: restos del otrora Edén que sistemáticamente ha sido arrasado para reducirlo a tierra yerma, a cemento y simulacro de paraíso tropical diseñado por decoradores y arquitectos.

Ante la indignación masiva, el gobernador Roberto Borge, respondió a periodistas que el FONATUR es el desarrollador del Malecón Tajamar: revelación que hace todavía más inmoral el ecocidio. Agregó que desde 2005 Turismo obtuvo los permisos correspondientes de la Dirección General de Impacto y Riesgo Ambiental (DGIRA) de la SEMARNAT y que, por consiguiente, son legales y hasta convenientes estas medidas. Al respecto, no se arrugó al agregar este galimatías, sólo coherente para idiotas:

“Como Gobierno y como autoridad estamos obligados al cuidado del medio ambiente, pero también somos promotores de la inversión y del desarrollo. Nos interesa que Quintana Roo se mantenga como líder turístico en México y Latinoamérica, aunque es nuestra obligación garantizar que nuestros atractivos naturales sean preservados y puedan ser disfrutados por las futuras generaciones…”

Ha vuelto a triunfar nuestro ancestral síndrome de la derrota. Humillados, devaluados y agachados, aguantamos vilezas con estoicismo inaudito; si acaso, discurrimos burlas y cuchufletas. Carecemos de orgullo y conciencia crítica para ser un pueblo con alta concepción de sí mismo. Por eso somos burlados, saqueados y tratados como pobres diablos por los gobernantes. Ya es hora de cambiar para defender nuestros derechos.  Estamos cada vez más hartos y menos dispuestos a seguir resistiendo.

A todos nos afecta cualquier tragedia medioambiental. Tenemos que denunciar una y otra veces. Debemos insistir y exigir las reparaciones pertinentes, para que  lo “legal” lo sea de principio a fin y no producto de trampas, arreglos y porquerías habituales que legitiman o enmascaran los abusos que no paran, no paran…

Comedia de sangre y vergüenza

Indignante: así debe calificarse el espectáculo de masas montado sobre un criminal mediático, cínico y avezado operador de una realidad creada desde y para beneficio de la corrupción y la demagogia. Los tres capítulos estelares de tan costosa y publicitada telenovela mantienen a la feliz audiencia relamiéndose los bigotes. Chismes sobre la fuga, la huida, el palabrerío y la reciente recaptura del topo narcotraficante continúan arrojando memes y cuentos sobre yerros, gestecillos y desafíos de los protagonistas. Detrás de todo, la verdad sin máscaras: el país que somos, la sociedad que nos define y el gobierno que nos representa.

Esto no es broma. Es la medida de la dizque democracia que pagamos, literalmente, con sangre, sudor y lágrimas; mucha sangre, muchas lágrimas, mucho atraso y más y peor injusticia.

Rico entre los ricos, la fortuna del ranchero sanguinario y con visos de analfabeto, calculada hace años en más de mil millones de dólares, se expandió sin freno gracias la habilidad de duchos que, sin ser notados o justamente por darse a notar, saben lo que hay que saber sobre multiplicar, ocultar, enmascarar, lavar y mover dónde, cuándo y con quién. Colombia, Panamá, Belice, Estados Unidos, México y Ecuador son países cercanos e idóneos para estos menesteres, aunque ya se sabe cuán ligeras son las puertas cuando movidas a billetazos, pues nada ha sido y sigue siendo más cierto que “con dinero baila el perro; y sin dinero se baila como perro.”

De ahí que debamos tener en cuenta lo eficientes, numerosos, discretos y útiles que son los “paraísos fiscales”. Repartidos en los cinco continentes, son frecuentados, con idéntica garantía y asiduidad, por catrines de doble cara, malandros de bota, pistola y aspecto de padrotes, dictadores, esclavistas, tratantes de armas, gobernantes, políticos y sus parientes, tiranuelos, mochos de larga tradición como la familia Pujol, tan apegada al Opus Dei como a los beneficios del tanto por ciento en su natal Cataluña; y, desde luego, por el inabarcable desfile de delincuentes, encabezados por narcotraficantes y asesinos, cuyas patologías ya han creado, en varios tomos, una “Nueva historia universal de la infamia”.

En México en este caso, la cuestión es que, a la vista o en cubierto, se pueden amasar fortunas tan intactas, límpidas  y seguras como teñidas de sangre sin que norma, fisco, juez, mago, poder o gobierno se atreva  -durante años de ver y ver, de dejar y dejar, de dizque hacer sin hacer lo que se debe hacer y de hablar, hablar y alardear- a incautar no migajas como se ha hecho con casitas, vehículos o ranchos por aquí o por allá, sino el verdadero tesoro de Alí Baba que luce, reluce y viaja de país en país,  de rechimal en rechimal a cielo abierto y de padres a hijos o entre manos aliadas, sin la incómoda intervención del control estatal.

Lo fundamental de lo mal habido a costa de miles de asesinatos y daños gravísimos a la sociedad por el tal Chapo y los de su clase no está estéril en una cueva ni en cajas de seguridad bancarias, sino en plena actividad en inmobiliarias, líneas aéreas, empresas farmacéuticas, ranchos, submarinos –según dijera él mismo-, criaderos e inclusive en fundaciones filantrópicas; esto significa, por consiguiente, que al amparo del neoliberalismo global, el crimen organizado, a pesar de cíclicas estancias carcelarias, puede hacer con los caudales exactamente lo mismo que cualquier persona que se ostenta honorable, contribuyente y hábil negociante,  “admirado y aplaudido por su destreza”. Esto significa, en los hechos, que no hay diferencias sustanciales entre lo prohibido y lo permitido porque en ambos casos el producto está a resguardo de sombras  amenazantes. 

Tras la cuestión anecdótica y sin espejismos ni distorsión, el fenómeno “Chapo” refleja tanto la pobreza cívica y moral de la sociedad como la charlatanería del sistema político y judicial. No recuerdo referencias históricas, al menos desde nuestro siglo XX, sobre ejemplos del discreto deber cumplido por los funcionarios. Nada que indique el respeto a la responsabilidad contraída y el desempeño de la función sin ruido, sin discursos farragosos ni alardes y menos aún justificaciones. En cambio abruman ejemplos de megalomanía, demagogia y desmesura, como si hacer bien, regular o mal la tarea y sus obligaciones fuera una hazaña extraordinaria que debemos aplaudir y hasta conmovernos por tener encima a “tan buena gente”.

Salir a gritar a voz en pecho que por una ocasión, sobre un montón de errores, pendientes y suspicacias y a causa de innúmeras presiones internas y externas, se cumple –con toda esta historia de horrores encima- con el deber, es propio de pueblos atrasados y gobernantes espurios. El circo creado alrededor de este sujeto que tiene por costumbre burlar a la justicia y corromper a su antojo, pone en evidencia cuán previsible, fragmentado y maleable es el Estado mexicano.

En medio de tan tremendas desigualdades económicas y sociales y sin que nadie ignore cuán dañadas están nuestras instituciones, el poder del narcotráfico nos da una lección tremenda: el tejido social está lleno de agujeros, por lo que es posible trasminar entre la población cualquier clase de porquerías. Sin dificultad y sin temor, jóvenes marginados, por cientos, se unen a la delincuencia a la voz de que “mejor muerto joven y bien vivido, que viejo y jodido”. Instituciones, organismos y conglomerados de todo tipo participan de la misma ambigüedad entre el deseo de ser distintos y la imposibilidad de ser lo que se es; y con las instituciones, cada vez más vulneradas e incapaces de elevarse a la altura de una democracia aceptable.

“Pan y circo” se gritaba en la Roma imperial para apaciguar a las masas.  Aquí, el pan ácimo, el trago amargo y las mascaradas que nos sofocan alimentan una realidad sembrada de incoherencias e inconformidad. El conjunto de horrores,  pendientes sin resolver y  carencias morales y materiales exacerban la soledad radical de la población, empeorada por la suma de engaños, inseguridad y desamparo  del régimen de poder que, a todas luces, ha estado y está por debajo del país que debería representarnos, honrarnos y si no enorgullecernos, al menos no avergonzarnos.

 

El Quijote en la cueva de Montesinos

El Quijote cabalga en mi memoria otra vez. Será por la violencia imperante, por lo  brumoso de nuestra cultura o porque la heroicidad y el gusto por las grandes hazañas están en desuso, cada final y principio de año me aparto con obvio gusto de los “cráneos privilegiados”, tan bien retratados por Valle Inclán. No que pueda evitar del todo a iluminados y cabezas/piñata que, al primer toque, liberan su depósito de maravillas, es que prefiero a los que aun entre dislates o inmersos en mundos fantásticos, nunca están fuera de lugar; fuera de “su” lugar, digo, porque de otra forma invadirían el inconveniente y más bien impreciso lugar de los otros.

Así es como año tras año, en mi ilusoria y no muy poblada rueda de la fortuna, me doy a las vueltas entre paisajes ya frecuentados, reconocidos y pródigos en sonrisas. En cada cita anual con mis clásicos no faltan el quijotesco Cervantes, creador de Alonso Quijano quien a su vez discurrió al de la triste figura, que más y mejor se rejuvenece con cuatro siglos que lleva a cuestas. Otros como Heródoto, Kawabata, Calvino, Isak Dinesen, Schwob o Malraux –miembros de mi cofradía personal- llegan también al convite, pero siempre alguno despunta para apropiarse de mi interés.  El episodio de la cueva de Montesinos, en esta ocasión, vino a remover piedras en mi muy “educado” corazón y de nuevo me hizo reconocer que entre lo ficticio y lo real no hay más que asociaciones, de preferencia emocionales, incrustadas en la interpretación.

A partir de que el gallardo Basilio irrumpe en “Las bodas de Camacho” para desposar mediante hábiles artimañas a la no menos dispuesta Quiteria, la aventura del Caballero alcanza momentos estremecedores. Así reaparece en mis días el entrañable episodio de la cueva de Montesinos, donde las Lagunas de Ruidera enaltecen la  médula de la Mancha, para confirmar que Cervantes era en verdad un mago porque podía hacer verosímil la ficción y ficticias tanto a personas comunes como sus más arraigadas costumbres.

La afortunada aparición de un tal Primo sin nombre y también zafado, humanista erudito y “componedor” de libros que por compartir su afición a las novelas de caballería valora todo lo dicho por el Quijote, enriquece el episodio a partir de que, en la andadura hacia la cueva, le da por describir sus obras hechas y por hacer. Llegados por fin a donde el Quijote esperaba mirar con sus propios ojos las maravillas ocultas en el lugar de que tantas noticias tenía acumuladas, quiso adentrarse sin más tardanza ni muestras de miedo por aquella boca de lobo que a Sancho le parecía la del mismo infierno. Fue así como el par de ilusos lo ayudan a descender atándolo por la armadura a una soga en ésta, una de las escenas más mágicas, locas, sugestivas e inclusive simbólicas de la segunda parte.

Mientras sueltan la cuerda entre bendiciones y a la espera de una señal que indique que ha llegado a la sima, todo trasmuta en fábula y revoltura de mito, romance y leyenda allá abajo o allá adentro, donde el Quijote se quedó profundamente dormido en uno de los primeros recodos. Lo primero que consignó fue un hueco tan amplio por entre resquicios iluminados “que podía caber en él un gran carro con todo y sus mulas”. Que “ya iba cansado y mohíno de verme, pendiente y colgado de la soga”, les relató a su regreso, sin que lo tentara la duda de cuán reales eran los portentos allá vistos en lo que le parecieron de menos tres días, aunque los de afuera juraron que no transcurrió ni una hora.

Está de más aclarar que el apresurado Cervantes, urgido por publicar su segunda parte y tan dado como era a confundir nombres, distancias, tiempos y geografía, convirtió en espeleólogo al caballero y lo hizo meter a la cueva carente de vela, de tea y de cuanto sirviera en aventura tan peligrosa. Como de todas maneras eran las visiones de una imaginación desbordante lo que en realidad importaba, no hay duda de que éste de las profundidades y el posterior episodio de Clavileño, cuando con Sancho “asciende” a la esfera celeste en caballo de palo, encabezan los mejores y más logrados momentos de la aventura.

Siempre “cuerdo” y persuasivo desde el espacio de su locura, y sin que lo frenaran las discrepancias de Sancho y el Primo, les fue detallanto punto por punto y sin que nada faltara lo sucedido en aquella oscuridad habitada por cuervos, murciélagos y otras alimañas nocturnas que revolotearon con gran estruendo cuando,  desde la entrada  misma de la caverna, puso mano a la espada para derribar y cortar maleza.  Todo empezó –inclusive el relato- cuando le daban más y más cuerda, aunque en vano el Quijote ya hubiera dejado de pedirla a voces. A fuerza de moverla sin resistencia, Sancho y el Primo comprobaron que podían recogerla con mucha facilidad y sin peso alguno. Creyéndolo accidentado o perdido, el buen escudero lloraba a mares porque tras jalar ochenta de las cien brazas de soga no daba señal su amo de seguir atado y con vida. Cuando todo laxo y con los ojos cerrados pudieron por fin sacarlo no de las profundidades como creyeran, sino de la cercanía donde dormía profunda y plácidamente, el anciano parecía sumido en una total inconsciencia.  Tuvieron que sacudirlo y menearlo para que despertara de “la más graciosa y agradable vida que ningún humano ha visto ni pasado”: justo de la que no deseaba apartarse.

Tras pedir de comer, pues aunque de ascetismo probado, el Quijote solía relatar mejor sus historias cuando en la yerba disponía su escudero el vino y algún bocado, se dispuso a recrear sus visiones. Y así fue como comenzó a referir al par de azorados no un sueño vívido, sino la pura verdad oculta en la cueva a partir de que, en un rebuscado enredo fantástico, apareció un venerable anciano con larga túnica morada, capa de raso verde, gorra negra, barba blanquísima y un peculiar rosario de cuentas en mano.  Se presentó como el mismísimo Montesinos, alcaide y guarda perpetuo del cristalado alcázar subterráneo, que desde allí mismo podía divisar. Tras darle la bienvenida al “señor clarísimo” y enterarlo de los cómos y por qués de su estancia en ese lugar, Montesinos –o su fantasma- lo guiaría con gran ánimo hasta la pequeña sala de alabastro donde se hallaba el secular sepulcro de Durandarte, “flor y espejo de los caballeros enamorados y valientes de su tiempo”. El fiel vigilante no tardó en aclararle al huésped que ahí, como a muchos más, los mantenía encantados Merlín, el francés encantador de quien decían que era hijo del diablo:

“Lo que a mi me admira –le dijo- es que sé, tan cierto como ahora es de día, que Durandarte acabó con los de su vida en mis brazos, y que después de muerto le saqué el corazón con mis propias manos; y en verdad que debía de pesar dos libras, porque según los naturales, el que tiene mayor corazón es dotado de mayor valentía del que le tiene pequeño…”

Muerto y con la mano derecha en el pecho estaba tendido Durandarte, pero eso no le impedía quejarse ni suspirar  entre ruegos al fiel Montesinos para que llevara su corazón a Belerma. Sin el referente del romancero, el episodio de la cueva con este nombre carecería de sentido, pues de Montesinos se cantaba que, con una afilada daga, había sacado del pecho el corazón de Durandarte para que, según le pidiera en su agonía, lo entregara a su señora como prenda de amor tras haber caído en la batalla de Roncesvalles*.    

Cervantes hizo advertir al Quijote algún rastro de la laguna formada en el fondo con  agua de lluvia que se filtra por las paredes de la caverna. Es de notar que ya no abundan en este trayecto hacia la cordura, el desencanto y la muerte aventuras similares a las de sus primeras salidas. Inmerso quizá en la tristeza y el desaliento, el de La Mancha identificaría en la cueva no solo a su guía Montesinos y al de la gesta de Roncesvalles, sino a Lanzarote y a un montón de encantados también por Merlín, como la reina Ginebra. Transmutada en campesina que saltaba y brincaba cual cabra con dos rústicas labriegas, no podían faltar la vaga sombra del mago ni la figura de Dulcinea eternamente confundida con una gran dama. Que lo más extraño, diría el Quijote, fue  que a través de sus acompañantes Dulcinea le pidiera seis reales. Aunque solo le diera cuatro tras breve diálogo, no acababa de comprender cómo es que los encantados necesitaban dinero.

Enojoso a veces, querido siempre, tras releerlo confirmé por qué un disparatado soñador de proezas justicieras ha reinado sin rival en las letras hispanas durante cuatro siglos: hazaña nada desdeñable si consideramos que, desde el apócrifo de Alonso Fernández de Avellaneda, cuya identidad sigue intacta en los mentideros cervantinos, no han faltado los que anhelan brillar a costa del Quijote.  Irritable para unos, conmovedor para otros, el Caballero andante se ha sacudido elogios, envidias y críticas para seguir, con la lanza en ristre, cabalgando en los tiempos de nuestra palabra. A diferencia de las letras inglesas, donde no hay un personaje sino que priva el universo de un enigmático, genial e inimitable Shakespeare, que como nadie ahonda en la condición humana, nuestra lengua se ha nutrido de una voz dominante y de una sola ficción durante cuatroscientos años: las de Miguel Cervantes Zaavedra quien, un año después de publicar la segunda parte del Quijote, murió a los 68 años de edad el 22 de abril de 1616.

 

[*] La precisión del sabio Martín de Riquer nos aclara que “algunos romances hacen de Montesinos primo de un caballero llamado Durandarte (en su origen era éste el nombre de la espada de Roldán, pero se la creyó una persona en las leyendas castellanas), que se suponía muerto en Roncesvalles.”

 

¿Reforma educativa?

Uno de los misterios del régimen de Peña Nieto es el contenido de la muy publicitada y nunca definida Reforma Educativa. ¿De qué se trata? ¿Qué, para qué y cómo se busca?  No hay modo de descifrar el modelo de mexicano que tienen en mente. No sabemos  qué tipo de país desean sus promotores ni cómo piensan preparar a los adultos de mañana. Nada, tampoco,  sobre cuáles imperativos éticos deben regir al ciudadano en ciernes. Congruencia y civismo, para mí, son prioridades inaplazables, pero nada de eso se menciona ni parece existir un compromiso ético aquí, donde tanto se requiere. No se si entre los enigmas que envuelven a la trillada “reforma” se considera infundir en niños y jóvenes la disposición de ser buenas personas y útiles consigo mismos y con los demás, en el más alto sentido de la expresión. Hasta donde podemos inferir, se trata de una suerte de entrenamiento o acomodo general para responder a los desafíos económicos del capitalismo salvaje.

Dos proyectos educativos significados hubo en el siglo XX y ambos fueron destruidos y “reformados”, régimen a régimen, con la gradual, eficaz y creciente intervención nefasta de las fuerzas sindicales. Desde sus orígenes y hasta su degradación absoluta, el magisterio fue espejeando el carácter, los vicios, la corrupción y el estilo del sistema que lo engendró. Gobernantes y SNTE, en connivencia y cada uno por su orden aunque con idénticos fines espurios, aniquilaron tanto los restos del brillante programa de Vasconcelos –fundador de la SEP-, como el Plan de Once Años, discurrido e impulsado por el también escritor Jaime Torres Bodet, en 1958. Entre las grandes propuestas vasconcelianas del Obregonato y los afanes transformadores de Torres Bodet con López Mateos se fueron gestando, multiplicando y probando, con puntual precisión, las tentativas y derrotas que dejaron tras de sí uno de los saldos más indignos y lastimeros de los gobiernos emanados de la Revolución Mexicana.

Lo que atestiguamos es el resultado de un fraude rotundo y sistemático: prueba fehaciente de la calidad política y moral de los gobiernos mexicanos. Para quien algo sepa de historia contemporánea no será difícil entender lo que subyace entre una hasta ahora vacía “reforma educativa” y el gesto de “evaluar” al  magisterio bajo protección policíaca: a eso se ha llegado en esta barbarie.  Más que cualquier otro sector, el magisterio y su disidencia son el espejo más fiel y el producto redondo del sistema de porquería que los anidó. La cuestión es aclarar ¿quién evalúa a quién en este pudridero? ¿Bajo cuáles parámetros y criterios? Y a la par, ¿también se “evaluará” al régimen político que lo nutre y lo sostiene?

El prolongado y corrupto abandono estatal recayó enla mayoría de la población. Tal “evaluación” está pues tan llena de interrogantes e incongruencias como la propia CNTE, enquistada en su mal llamada “lucha” disidente, cuyos excesos se hicieron intolerables y disfuncionales para la de por si compleja estructura de poder de la SEP. Se entiende que acabar con la CNTE era indispensable, pero eso es un tema judicial, no de cuestiones formativas ni pedagógicas. Toda esta bajeza implícita nada tiene que ver con lo que, en términos estrictos, debe considerarse reforma educativa. Limpiar, sanear y aplicar las leyes corresponde al deber de gobernar. Educar significa formar. Una reforma educativa verdadera  comenzaría por una rigurosa, totalizadora y ejemplar formación de maestros; es decir, atreverse con la reestructuración interna y externa de las escuelas normales para modernizarlas en el cabal significado del término.

El tema en torno de cuánto tiempo y mediante cuáles procedimientos se cumplirá una meta pedagógica y cívica, aún ignorada, simplemente no se menciona. Nadie parece interesado en precisar qué  entiende este gobierno por “educar”. Ni qué decir respecto de conocimientos, aspiraciones y métodos de enseñanza. Un sin fin de dudas aparecen cada vez que repaso los dos proyectos educativos del siglo XX mexicano, pero más y peor me persiguen preguntas como ¿cuál es el perfil de maestro previsto para de romper la costumbre de igualar a la población hacia abajo? O, ¿mediante cuáles criterios y autoridades se “reformarán” las conflictivas normales y la Universidad Pedagógica?   ¿Con qué “maestros”, a la sombra de sindicatos espurios, se civilizará a las nuevas generaciones…?

Hasta hoy, la tal Reforma anunciada se ha limitado a una acción y un propósito visiblemente judicial: la batalla política contra la CNTE, y, en el otro extremo, el anuncio de construir baños, espacios y servicios menos indignos o vergonzosos para los escolares marginados, lo cual es una tarea de mantenimiento rutinario que, en otras épocas, se asignaba al actualmente fantasmal Comité de Escuelas.  En resumen: no le veo cuadratura a este galimatías que comienza y se desarrolla como prueba de fuerza entre el gobierno, la SEP y la CNTE, por no citar ni detenerme en la oscura y también indigna historia del SNTE.

Esto parece una confrontación entre el viejo estilo de gobernar a base de alianzas espurias y complicidades en componenda y la presión neoliberal que finalmente puso de manifiesto el fracaso tremendamente tóxico de su modelo de poder. Lo evidente es que continúa sin resolver uno de los principales compromisos de la Revolución y de la Constitución de 1917: la educación.

No se trata de remontar grandes ideales formativos; ni siquiera de reparar el inmenso daño moral causado a las generaciones y menos aún de construir un gran país con personas mejor logradas y más honorables que sus antecesores. Hasta donde puede observarse, se trata de doblegar el oscuro poder en paralelo de los sindicalistas disidentes que alcanzó honduras tremendas, lo cual está muy bien y ya era hora de hacerlo, pero insisto: eso no es educar, sino intentona de darle presencia institucional a la controversial y burocratizada SEP ante las exigencias neoliberales. Es obvio que para este modelo económico, no funcionan los vicios arraigados, empezando por los sindicales. No más control mafioso de plazas ni de cuotas forzadas ni de cientos o miles de escuelas, cuyo estado deplorable no merece identificarlas como tales.

La verdadera y necesaria educación, por consiguiente, continuará aguardando como los milagros que urgen y jamás ocurren.

Del secreto Japón confesional

Feliz casualidad la de encontrar en una librería de viejo de la ciudad de Portland un maltrecho ejemplar del Makura no Soshi –o Libro de la almohada-, escrito por Sei Shonagon en el Japón imperial del siglo XI.  Me refiero al nikki o diario íntimo más afamado de la antigüedad oriental que, diseñado para esconderse en el cajoncillo de la almohada de madera, consta de 300 capítulos tan breves como diversos porque incluyen listados de pájaros y plantas, clasificaciones de cosas gratas o ingratas, un registro del amor en un mundo de poder, y observaciones circunstanciales que suelen fascinar a los amantes de esta cultura literaria.

 Desconocida en Occidente hasta  avanzado el siglo XX, ésta fue una de las primeras obras que, gracias a la versión al francés de André Beaujard, rompió el impenetrable y secular aislamiento del lejano Oriente. Cuando ya era posible leer en inglés desde los antiguos Ise Mogatari y Genji Monogatari hasta algunos títulos de uno o dos autores contemporáneos, Jorge Luis Borges y María Kodama tradujeron al español el Libro de la almohada como claro testimonio del amor que él profesó por las letras japonesas.

Mal se podría entender el culto a lo bello de este pueblo sin sus primeros testimonios literarios que, a la par de las artes plásticas, destacan por su intensidad poética, el exquisito tratamiento del lenguaje y tal delicadeza que, al adentrarnos por ejemplo en el universo de nuestro cercano Kawabata, no podemos menos que advertir un sutil e ininterrumpido hilo conductor entre lo que formó a Sei Shonagon unos mil años atrás y lo recibido por éste, uno de los escritores mejor logrados del legado espiritual de su patria. 

Al modo de los Cantares de Ise o del Genji, El Libro de la almohada no únicamente  muestra la perspectiva femenina de  la vida palaciega y sus vicisitudes, también arroja luz sobre el destino que aguardaba a las damas de corte -hijas de nobles, poetas y familias prósperas- quienes, no obstante su educación esmerada y sobre los privilegios y lujos quizá transitorios de su condición, podían ser violadas, repudiadas, condenadas a buscar refugio en monasterios budistas en el mejor de los casos o a mendigar hasta el fin de sus días.

Respecto de esta creación literaria –el nikki-  que con similar libertad transitaba entre poesía, narrativa, crónica y algo parecido al ensayo, hay que insistir en que, sin perder su sello confesional,  tiene el valor de mostrar la raíz de una cultura moldeada, literalmente, a base de símbolos, rituales, disciplina, arte, poder y reglas estrictas de cortesía. Alto testimonio del culto a la naturaleza de un pueblo que asombra y confunde por sus contrastes, su legado literario es una gran puerta para acceder a un mundo que no puede ser más distinto a nuestra concepción del gozo, la vida, la muerte, el destino, lo bello y, en lo particular, del valor del silencio y la palabra. Hay que agregar que lo peculiar de estas obras está en el modo como se impone la voz del autor real sobre el supuesto narrador, a pesar de que ni entonces la biografía tenía la importancia asignada entre nosotros ni era concebible que el yo –menos aún el femenino- tuviera relevancia.

Es el mundo de danzas casi etéreas y pinturas vivas, como el que en los Cuentos orientales de Yourcenar salvó de la muerte al anciano pintor Wan-Fô. Es el sigilo palaciego, una entrenada y elegante discreción femenina, el papel de arroz, la tinta y los pinceles que como el té, la seda, los peinados, el kimono de varias capas y sus fajas exquisitas, los peinados, la música, los carruajes o los mensajes implícitos en los modos de mover el abanico, trasmiten la raíz del ser y algo innegable en todo tiempo y lugar: la expresión del arte como unívoco sello de identidad. Y es que en cada lienzo, en cada nota, vocablo, jardín, objeto y relación con lo sagrado o lo profano se plasma lo mejor y lo peor de cada cultura, sus aspiraciones, sus dioses, sus fracasos y sus miedos.

Ni que decir de la estética que no por ancestral y sofisticada es menos representativa de un pueblo capaz de contemplar un jardín zen o la floración de los cerezos y a la vez enajenarse en el pachingo, en la banalidad tecnológica o en el absurdo laboral previsto por Albert Camus en El mito de Sísifo. El Japón de ayer y de hoy, sin embargo, tiene una sutil continuidad del anhelo de perfección que, como recurso redentor inclusive de sí mismo, lo distingue del resto del mundo oriental y hasta del capitalismo. Encumbrado por un profundo sentimiento del honor, en lo bello se percibe lo que queda cuando lo demás se ha perdido: la esencia.  Me refiero a la sensibilidad que en todas sus edades y desde los remotos días en que el nipón miró a China para aprender y forjarse un rostro propio, lo rescata de su lado oscuro y de sus obsesiones ancestrales.

Más contrapunto que dualidad, esta peculiaridad haría de Mishima emblema por excelencia del Japón violentamente modernizado y, de manera simultánea, fiel como pocos a peculiaridades inmutables de su cultura. Por sobre el genial Kawabata o el imprescindible Akutagawa, desde su infancia y de la mano de su abuela Mishima quedó tan fascinado con el teatro No que aun en su fase más occidentalizada el Japón medieval y sus rituales fueron el fantasma que gobernó su mente, lo forzaron a escribir con fruición e inclusive lo encaminaron a la busca obsesiva de la muerte ritual –el seppuku-, con todos sus agravantes.

En Japón es tan poderoso el influjo de ciertas tradiciones que cuando gentilmente me organizaron un recorrido por bibliotecas de varias ciudades para conocer manuscritos de los siglo IX al XII, vislumbré ese hilo inviolable entre pasado y presente, entre el tao y el budismo, entre el zen y el aquí que los hace parecer, a veces, tan fatuos, robotizados y consumistas como, paradójicamente, espirituales y creativos.  Así vi de golpe los vasos comunicantes entre La casa de las bellas durmientes de mi amado Kawabata, y antiguos libros de impresiones o Shôshi. Así, también, comprendí de un solo vistazo la intensidad autobiográfica de los secretísimos diarios, poemas y relatos femeninos, clasificados como Nyobo Bungaku y ni qué decir del Diario de Tosa, del siglo X, escrito por Ki no Tsurayuki, poeta y cortesano también de la fecunda era Heian…

Alejada en el tiempo y a la vez deseosa de percibir el trasfondo de una de las culturas de mayor sensibilidad, esta pasión mía se manifestó aquella tarde en que impartía un curso en Portland, y allí mismo leí el comentario del traductor sobre la escritura de la época Heian. Entonces supe que por grande que hubiera sido mi devoción por las letras, por innegable mi apego a Grecia e indiscutible mi formación occidental,  la abundancia de rasgos esenciales de un carácter tan ancestral y refinado atrapó mi espíritu de una vez para siempre. Desde entonces he buscado, leído, explorado y tratado de comprender este universo que puede renacer con las primeras descripciones del alba y en el ocaso consagrar la supuesta heroicidad del kamikaze.

Maestro de la sombra, el artista japonés es el que mejor consigue pintar la luz deslizándose por las cumbres o el que, con destreza sin par, describe las hermosas vestimentas de las damas o el leve temblor de las jóvenes durmientes de Kawabata porque sea mediante la imagen, el sonido, la actuación o la palabra esta vieja, viejísima y fecunda cultura ha sabido cultivar cuando menos dos pilares del talento creador: contemplación y paciencia.

 

Pablo Neruda

Cantaba al amor como atesoraba trebejos y libros viejos. Lo habitaba un ritmo que en vano se ha querido imitar. Bromeaba con las palabras, sin renunciar a su melancolía. Creyó en la literatura comprometida y cedió a la tentación ideológica. Fue chileno y de nuestra América; un comunista empecinado en ajustar versos a torceduras políticas que no lo favorecían. No me extrañó escuchar que, desde las profundidades del sueño y víctima de la pena mayor de su vida, su corazón reventó en la tarde del 23 de septiembre de 1973: doce días después del golpe de Estado de Augusto Pinochet contra Salvador Allende.

Transcurrieron sus últimos días en estado febril, acaso envenenado por el enemigo. Chile era un hervidero de persecución e incertidumbre. Su cuerpo cedía al llamado de la tristeza. Cada noticia sobre las atrocidades de Pinochet lo empinaba a la muerte. Aún así, consciente de que los sucesos destrozaban su cuerpo y su espíritu, Neruda preguntaba, escuchaba la radio, repasaba los desajustes políticos y lloraba los saldos de sangre y escarnio desperdigados por los golpistas. Lloraba también al amigo muerto durante el asalto al Palacio de La Moneda. Lloraba la traición y a su gente. Sabía que lo sucedido significaba un atraso insalvable. Y desde el abismo previsto ante la bancarrota empujada por los Estados Unidos, adivinaba el final de una historia que declinaba a la par de la suya.

Apresurado, gastó sus horas restantes dictando a su amada Matilde Urrutia su último testimonio: “Mi pueblo ha sido el más traicionado de este tiempo [...] Las obras y los hechos de Allende, de imborrable valor nacional, enfurecieron a los enemigos de nuestra liberación [...]  Escribo estas rápidas líneas para mis memorias a sólo tres días de los hechos incalificables que llevaron a la muerte a mi gran compañero el presidente Allende...” Lo que siguió anticipaba sus funerales: el allanamiento militar de su refugio marino. La humillación decisiva, el golpe al poeta sumado al Golpe: una batalla de símbolos. Reinaba a su alrededor el nerviosismo doméstico que abatió a su Isla Negra, de la misma manera que arrasó días después con su casa y sus bienes en la ciudad de Santiago. Luego, acoso y toque de queda.

Con la de Chile se precipitó su agonía. Entre la presión internacional y las dificultades interpuestas por los leales a Pinochet, no pudo ser más tortuoso su traslado a la clínica Santa María de Santiago, donde a poco habría de morir. Agónico, tuvo que sortear amenazas y retenes en el trayecto. Imperaba en las calles la desesperación, el silencio, la tortura... Desaparecían los niños de parturientas detenidas y los hijos pequeños de sindicalistas, trabajadores y de cientos de parejas abatidas con furia por sus ideas. El país era cifra de sufrimiento.

De tan insólitos, los trámites funerarios parecen irreales: al trasladar el cadáver desde el hospital por la calle Manzur, en dirección a su casa para velarlo, se pinchó una llanta de la carroza. Los soldados se adelantaron y todo estaba saqueado. Llovía por dentro y por fuera mientras el ataúd vacilaba entre charcos, vidrios y cosas rotas. Cercados por carabineros y metralletas, los dolientes se sentían desolados. Aparecieron algunos amigos; periodistas de todas partes, una silla para Matilde, prestada por la vecina... Así transcurrió una noche fría alrededor del féretro. A la mañana siguiente, no faltaron percances: uno de los cargadores del ataúd cayó al agua al pasar el puente sobre un canal. A pie, la marcha fúnebre crecía al paso de calles donde se respiraba el peligro. La muchedumbre desafiaba los riesgos. Se multiplican las flores y, a pesar de la abundancia de militares, se dejaron oír las voces de despedida: “Pablo Neruda, presente, ahora y siempre.”

La pena, la rebeldía reprimida y la congoja en los rostros se congregaron en aquel cementerio erizado de uniformados que no vigilaban el funeral de un poeta, sino el signo siempre temido de la palabra. Por el cerro de San Cristóbal,  otro admirador espontáneo se atrevió a gritar “arriba los pobres del mundo”. Y coreaba la muchedumbre desafiando a las armas. Los dolientes, propios y extraños, cerraron filas frente a la cripta y escucharon discursos. Mientras tanto, las dificultades se entremezclaban al absurdo de nuestra América y a la natural suspicacia: “Se olvidaron de cavar el hueco, señora -le dijo el enterrador a la viuda-; pero mañana se hará...” Y lo que se hizo durante horas ganadas al caos fue esperar ladrillos, cemento y arena. No estaban las cosas para confiar el destino del muerto a la promesa del sepulturero.

"Es un entierro erizado de fusiles y ametralladoras", escribió en sus memorias Matilde, tiempo después. "El pueblo sabe qué significa ese despliegue, ya han caído tantos, hay tanta sangre en las calles de Chile, y por esto es doblemente emocionante el valor de este pueblo que va gritando: “Pablo Neruda, presente, ahora y siempre”. Quedó por fin enterrado en el Cementerio de Santiago de la calle México. Otra víctima del sangriento golpe que mutiló y continuó mutilando vidas, ideales, conquistas y libertades. Allí concluyó su obra, un sueño de justicia social, la esperanza que él encarnó para todos los hombres, su canción desesperada. El desfile se dispersó. El clima era adverso. La prensa del mundo publicó pormenores de sus últimas horas; pero Pinochet y sus huestes, amparados por la influyente intervención de Kissinger, no desdeñaron descargas de odio para desaparecer del país hasta la última huella de discrepancia.

Casi veinte años después, los restos de Neruda regresaron a su Isla entrañable para reunirse con los de su amada Matilde. Polvo y huesos, su memoria y el símbolo  volvieron a la casa de las caracolas, al refugio que compró con el Premio Nobel. Regresó Neruda al pueblo de bordadoras y lavanderas nocturnas, a su playa del Pacífico, donde fantaseaba “robinsonadas”. Extraño lugar: mezcla de casa e ilusión de navío, convertido ahora en Fundación que lleva su nombre y museo. Entre salones, “camarotes”, corredores tortuosos y nichos sin lógica, están sus colecciones insólitas. Neruda atesoraba mascarones de proa, botellas de todas formas, colores, antigüedad y tamaños; tarros de cerveza, frases enmarcadas, piedras y mariposas, dioses de madera o barro y figuras consagradas por su devoción a los objetos. Abigarrados, pasillos y cuartos reflejan sus identidad: barcos envasados, puertas estrechas, libros, vestigios marinos, estampas, esculturas... Lo que por estar en la Isla Negra pudo preservarse de la mano criminal de un Pinochet que conseguiría burlar la justicia, pero no la denuncia tardía de su feroz gorilato.

A Neruda le dio por fusionar fantasías a su arquitectura interior. Coleccionaba trebejos con falsa vocación de anticuario, y le daba por construir espacios cada vez más bajos, estrechos y alargados, para que nadie dudara de que era en verdad capitán de su barco imaginario. Un barco de leños y ladrillos; sin proa ni popa, inconcluso en los extremos y a la espera de nuevas ocurrencias. Un barco de poeta con nostalgia de ave. Nunca una casa fue a una obra lo que Isla Negra al escritor Neruda. No un lugar para vivir cómodamente ni tampoco su definitiva residencia, sino uno de los huecos relevantes de su historia. En ella construyó su metáfora biográfica. Allí congregó  indicios de su infancia inacabada. No Isla, sino solar con añoranza de montaña eternamente bañada por las olas; de Negra tiene esta casa misteriosa lo que el poeta de marino verdadero, pero allí se congregaron los nombres como en la memoria los signos. Discurrió pasadizos para bogar entre objetos y recuerdos de sus viajes. Dispuso su lecho en lo más alto de su buque en tierra, asentado frente al mar sobre la roca. Ese fue Neruda, el poeta que buscó la luz de Chile en el incesante palpitar del agua.

Practicaba su índole viajera sin soltarse del "pecho polvoriento" de su patria. De su Temuco natal dijo que las tablas en las casas tenían olor de bosque, que estaban cargadas de alimañas y allí soplaba el viento helado, al través de los tejados. Desde entonces, desde que respirara en la cuna el vaho de la resina y lo atrajeran el rumor de la hojarasca y tallas de sirenas, su amor se hizo maderero. Fue leñoso, húmedo y mecido por el viento, como su tierra temblorosa. Igual al chirriar invernal de las ventanas. Fue tan rezumante como las goteras que abundaban en su casa; y tan intenso como la humildad ubicua de su infancia, hecha de harina y largos trenes. Su vida quedaría tejida con gemidos tan delgados como la luz de las linternas, igual a sus sueños fulgurantes o como su fábula del mundo en Isla Negra.

Mástil solitario, fuego arrollador y árbol de raíz profunda, Neruda fue isla consagrada en el corazón de la poesía. Soliloquio erizado de pasiones, oda elemental, siempre luz entre las sombras. Su canto es noche errante, secreto albor, sonriente a veces y desmesurado siempre, igual que la expresión de sus amores e infortunadas debilidades comunistas. Poeta siempre. Siempre voz y canto puro. Amaba las palabras. No que confundiera política y poesía, sino que un día, quizá sin darse cuenta, se apropió de su alma una conciencia de humanidad desgarradora que lo hacía beligerante, lo exiliaba de sus signos y a veces lo apartaba de su vena más legítima.

Desafinan sus versos comunistas. La ideología castigaría sus versos. Cuando dejaba atrás la insurrección forzada surgían su levedad, la fuerza de la vida o el vino fuerte del minero que llevaba en la punta de su lengua. Por poeta y su unívoca moral, lo mató la muerte desatada en Chile. Lo mató el acoso, la sombra del fascismo que se adueñaba de todos los espíritus para dejar a cambio una lista de atrocidades inauditas. Matilde, la inseparable Matilde que habría de amortajarlo, vigiló el cauce editorial de sus memorias. Al evocarlo insistió en que Neruda seguía las noticias del golpe "como puñales que se adentraban en su carne”.

Con el corazón enfermo, tocado por la Parca y según sabemos también envenenado, se mantuvo vigilante. Enlistaba con tristeza los signos de la sangre derramada en Chile. Inundada, saqueada e incendiada, las noticias recibidas de su casa de Santiago integraron otro símbolo que lo jalaba hacia la tumba. Que no se iría de Chile, a pesar de los apoyos diplomáticos, ni se llevaría sus libros en el avión ofrecido por el entonces Presidente Luis Echeverría. La Embajada mexicana hizo lo imposible para salvarlo de la inminente persecución de Pinochet, pero decidió quedarse en Isla Negra. Así acabó: un visionario quebrado de dolor, un hombre rendido a las ilimitadas posibilidades del poder. Dictó las frases que rápidamente lo mataban. Sabía que eran voces de moribundo y que sus palabras fusionaban los destinos del poeta y del hombre inseparable de los asuntos de su tiempo.

"Están matando gente -le dijo entre jadeos a Matilde-, entregan cadáveres despedazados. La morgue está llena de muertos, la gente está afuera por cientos, reclamando cadáveres. ¿Usted (siempre la llamó de usted, amorosa distinción que él gustaba enfatizar) no sabía lo que le pasó a Víctor Jara? Es uno de los despedazados, le destrozaron sus manos... ¡Oh, Dios mío! Si esto es como matar un ruiseñor, y dicen que él cantaba y cantaba, y que esto los enardecía…"

Inmovilizado en su cama, se quedaba mirando las olas por el ventanal, donde lloraba en silencio. Matilde sabía que la muerte se lo llevaba, que el sufrimiento se lo llevaba, el dolor lo mataba. El cuerpo ametrallado de su amigo, el Presidente Allende, anticipó sus funerales proscritos. Lo sobrevivió doce días. A los dos los mató el odio, la dictadura.

Versos, agua, objetos: cuanto tocaba quedaba convertido en bosque. Un bosque de mascarones, conchas y pequeños puertos. No distinguía entre labios y raíces; ni en estaciones de su vida pudo separar la poesía de la política. Aun el agua que bañaba su Isla Negra quedaría tocada por la vieja edad de la neblina y su expectación del nuevo día. Ese era Neruda: un navegante en tierra; un poeta, quizá el más grande que haya dado nuestra América.

Lo mejor perduraría en la señal que para siempre lo acompañó juntó a su cama. Indicio de su infancia inacabada: un borrego de tres patas, apenas más grande que un antebrazo, juguete abandonado que en cierta Navidad un operario descubrió entre los tablones de su casa a medio construir. Era el borrego que el poeta abrazaba cuando se abrían las goteras y dejaban pasar al viento del polo sureño que resoplaba durante heladas noches oscuras. Pasó el tiempo, se sumaron los muertos, las heridas y las penas. Cayó Pinochet.  Chile recobró la democracia. Neruda, en cambio, perduró como el olor del mar: expansivo, inacabable, como el aire que aún lo escucha o que lo toca.

De mujeres y violencia, otra vez

 Insignificante, confinada o utilizada a discreción en asuntos territoriales, políticos, monárquicos, religiosos o económicos, desde la Antigüedad y hasta los estallidos feministas, la mujer careció de derechos y presencia social, de patria, de voz, justicia e inteligencia actuante. Tampoco tuvo reconocimientos ni autodeterminación, como aún ocurre en buena parte del mundo, donde el tiempo, la barbarie y la estupidez moral avanzan hacia atrás. Reflejo de la estratificación social, a campesinas y pobres ha tocado lo peor, pero ni las privilegiadas han evitado ser vendidas, intercambiadas, esclavizadas o repudiadas a capricho, lo mismo entre antiguos mexicanos que entre remotos persas, chinos, egipcios, celtas, germanos o íberos; y, más acá, en la India de hoy y en grandes regiones de África y Asia y también en Oaxaca y Chiapas.

Tan remota como el primer vestigio de humanidad, la sujeción femenina ha probado de todo: carne de sacrificio a los dioses, vestal, espectáculo, vientre reproductor, vigilante de la masculinidad y encarnación del demonio; para la Iglesia, brujas e instrumento de fuerzas oscuras, condenadas a la hoguera…  Para los sádicos inquisidores, cuya perversidad discurrió las peores crueldades de que se tenga noticia, también un pasaporte a los infiernos para los pobres hombres engañados.

Conscientes de que en el Imperio Romano sólo las herederas eran tomadas en cuenta, consortes, amantes, prostitutas, madres y cuanta joven o anciana accedía al disipado universo del poder marcaba sus fueros con lo que mejor dominaba: la maternidad, los venenos y sus artes amatorias. Cuando disminuía el interés sexual de su dueño, siempre quedaba la conspiración palaciega. Aún así, la presencia femenina integra el capítulo más delgado de la historia: si las antepasadas fueron nadie, las hijas de las hijas prefiguraron a cuenta gotas un rostro y un carácter hasta que, en la actualidad, el capitalismo salvaje nos colocó entre la caricatura sexual y el motor del consumismo; entre la medida inequívoca del desarrollo social y jurídico y el producto mejor o peor logrado de los poderes y las religiones imperantes.

En realidad y a la par de indios y niños en el caso de México, las mujeres permanecemos en el último peldaño de la modernidad religiosa y social; algo como una especie de Nepantla institucional donde medio vivimos con los pies anclados en el pasado, la cabeza inclinada hacia adelante y el cuerpo, de preferencia adolorido, en la antesala de la justicia, la dignidad y la democracia. Lo que persiste sin descifrar ni resolver es la causa o raíz de tanta y tan emponzoñada violencia. En realidad, no sabemos por qué la mayoría de hombres tienden a agredir, vejar, zaherir. Hay kilómetros de literatura sobre el tema, pero no una explicación completa e inteligente de este fenómeno que a casi todas, con más o con menos, nos ha convertido en víctimas. No hay psiquiatra, sociólogo, prelado, feminista, sexólogo ni antropólogo que explique lo que iguala al bruto de hace 5 mil años con el abusador de hoy. Tampoco sabemos por qué no vivimos en equidad. La lógica del absurdo, por tanto, es inequívoca e intemporal: uno golpea, amenaza, intimida, espía, esculca e insulta y la otra, aterrorizada y reducida a su máxima indefensión teñida de desamparo, se inmoviliza, acata el mandato y se disminuye hasta doblegarse a la sombra del pobre diablo que pretende sentirse alguien a costa de violentarla.

Nada importa si es académica, artista, filósofa o campesina, trabajadora, ama de casa, empleada o monja; tampoco es cierto que, aunque idealmente limite el exabrupto, temple el espíritu y modere la grosería, la educación sea remedio contra la agresividad, el abuso y el sadismo de los golpeadores: ahí está la “culta” Alemania nazi para probarlo. Los intelectuales pueden ser tanto o más brutales que los sujetos agrestes, porque golpean con imaginación, conocen el valor de las palabras, tienen y aman el poder y pegan donde, cuando y como más daño causan.  En todos los casos y con lecturas a cuestas o sin ellas, la incauta hija de una cultura machista acaba en la lona a causa de la violencia ejercida por su autoritario y “comprensivo protector”. Con el alma desgarrada e incapaz de volverse una Antígona dispuesta a desafiar al tirano, se queda meses e inclusive años abatida, sin descubrir por dónde le llegan los trancazos, hasta que un día y quizá demasiado tarde renace  como el Ave Fénix de sus cenizas, concentra en un grito de libertad toda su energía y se atreve a echar a la calle, casi a empujones, al desconcertado agresor que, según él: “sería incapaz de hacerle daño a nadie”.  Lo que sigue, como saben las mujeres maltratadas, es la incomprensión de su medio, la crítica y otra forma de marginación.

Políticos, empresarios e intelectuales, además, son hombres de poder en posesión de un ego monumental, aunque cobardes al desplegar su machismo. Esta es cifra de la ONU: 7 de cada 10 mujeres han sido víctimas de violencia en alguna época de su vida. No se si en España sean más bárbaros o más civilizados que, por ejemplo, en este México donde ni siquiera hay datos suficientes. Lo cierto es que allá no hay día sin que las noticias detallen pavorosos asesinatos de mujeres: octagenarios celosos que matan a cuchilladas a la esposa anciana. Cincuentones que la ahorcan o balacean porque la mujer se niega a seguir conviviendo con él; veinteañeros y treintañeros con hijos pequeños que, ciegos de ira, dejan irreconocibles a las infelices tras una tanda de patadas, bofetones y golpes, inclusive con martillos… España tiene una gran organización judicial y de seguridad y apoyo para mujeres agredidas y en desamparo; sin embargo, es impresionante y de reflexionar este género de agresiones.

Desde los relatos bíblicos que encumbran la supremacía machista hasta Aristóteles o San Pablo, lo mismo se valora la honra y el pudor que la supeditación y la castidad porque la mujer, por su ausencia de pene según griegos y romanos, está indotada para la valentía, el arrojo y la batalla.  Que su físico la imposibilita para enfrentarse “cuerpo a cuerpo” y su natural “debilidad” debe plegarse a la autoridad masculina. Esto y más necedades abultan la historia de las creencias hasta prefigurar, en nuestros días, una feminidad moldeada por el consumismo, la banalidad y la imbecilidad moral.

No es accidental que el pecado tipificara la primera culpa femenina que dividiría a la humanidad. Los tres credos monoteístas -judíos, cristianos e islamistas-  repudian a la mujer y comparten el sagrado, primitivo y remoto culto a la “Ley del Padre”: un imperativo tan excluyente como irracional e inmoral. Tales prejuicios siguen clavados en el inconsciente colectivo, por lo que, sin transformar el fondo retrógrado de la ortodoxia, será imposible cambiar la culturas porque creencias y doctrinas religiosas son más poderosas  y asimilables que las normas civiles.

Sin negar la feroz superioridad masculina, las culturas politeístas han sido ligeramente más abiertas que las vinculadas a Jesús, Mahoma y Jehová.  Aún así, hay que insistir en cuán tremendos son el régimen de castas y la compra/venta de niñas y mujeres mediante la monstruosa costumbre de la dote: infamia equiparable a la ablación. En fin: no hay más que rozar el tema para que, como cascada, se deje venir el desfile de crueldades que nos avergüenzan y obligan moralmente a denunciar cada vez que podamos en favor de una vida justa, digna y civilizada.

INCERTIDUMBRE ARMADA

ISIS Forces operating in Iraq. BBC

ISIS Forces operating in Iraq. BBC

El neoliberalismo fracasó en unas décadas. No contento con extremar distancias entre riqueza y pobreza, engendró al monstruo del terrorismo. A ningún estudioso escapa la intervención de las potencias en Iraq, Afganistán o Siria, por citar algunos ejemplos. La nefasta estrategia de Bush jr., ávido de petróleo y supuestos triunfos militares, creyó que abatiendo a Sadam Hussein, también controlaría la avanzada fundamentalista. Ignoró que el dictador suní era un interlocutor necesario para Occidente. Sin él y gracias al entrenamiento y apoyo militar y financiero que recibió el saudí petrolero Osama Ben Laden en los Estados Unidos, el fundador de Al Quada pudo extender geográfica y militarmente la red de terroristas cuya peligrosidad, multiplicada y enredada al “nuevo califato”, ha puesto al mundo al borde del estallido bélico.

A partir de los ataques terroristas en París, los analistas han comenzado a etiquetar la etapa armada del fracaso neoliberal como “guerra de culturas”, “enfrentamiento de civilizaciones” o lucha de intereses entre Oriente y Occidente. Lo cierto es que el terrorismo ha puesto a Siria en el núcleo que agudiza la confrontación entre islamistas y democracias dirigentes. Además de comprometer la paz, el conflicto redunda negativamente en las economías emergentes y en el destino de millones de desplazados que huyen de sus infiernos hacia Europa o los Estados Unidos, a su vez corresponsables de la degradación de países enteros. Tal la evidencia de que, en vez de rectificar el monetarismo global, el mundo ha caído en una de las peores y más complejas crisis internas, externas e inclusive religiosas, de cuantas tengamos noticia.

 Ante error tras error consumado y defendido por las partes en pugna, una cosa es evidente: cualquier modelo económico único para culturas y desarrollos distintos principia y acaba en dominio único. La supuesta apertura democrática del mercado del trabajo, del dinero y de productos de consumo era imposible entre sociedades desestructuradas y países avanzados, como quedó demostrado al grado de que ahora, mediante estrategias que pretenden contener a los terroristas, no discurren más solución que una alianza internacional y violenta para “abatir al enemigo común”.

Sobran razones para estar alarmados. Hay que insistir en que la ideología neoliberal no es inofensiva. Verdadera fábrica de miserables y del puñado de propietarios de la riqueza mundial, entre cuyos negocios más lucrativos está la fabricación de armas, el capitalismo salvaje es indefendible. Sin diversidad regulada por la justicia, sin tecnología propia ni tolerancia real; sin educación de calidad y alimentos aparejados a servicios asistenciales y especialmente sin equilibrio social, garantías de seguridad y capacidad de ejercer derechos, deberes y libertades, las mayorías quedaron excluídas de las oportunidades vitales no solo en su patria, sino del progreso compartido. Agréguense el fundamentalismo islámico y la rebatiña petrolera y empresarial para coincidir con quienes insisten en la urgencia de parar, de una vez por todas, con la también llamada “economía de casino”, cuyos afanes confinan a más de la mitad de la población mundial en una realidad infrahumana, en un planeta devastado por la codicia.

El inventario de aciertos no supera las deficiencias globalizadas.  Los países en desarrollo siguen en el traspatio del progreso. Inmersos en una miseria con ignorancia arrastrada durante generaciones, afectados aún por las consecuencias del colonialismo que nadie quiere recordar, supeditados a la corrupción y a gobiernos espurios, las diferencias entre los simbólicos Norte y Sur, son inconciliables.   Narcotráfico, correo de armas, hambre, criminalidad y sangrientas luchas internas no pueden enmascararse con avances monetaristas. La desventaja de los países emergentes respecto de las economías de punta es casi insalvable en lo que se refiere a tecnología, niveles competitivos, producción, aportaciones científicas, educación, seguridad y capacidad de crear infraestructura, empleo y niveles dignos de vida, por lo que el panorama inmediato resulta desalentador.

No es accidental que las migraciones del Sur hacia el Norte y del Este hacia el Oeste alcanzaran niveles críticos a las puertas de sociedades industrializadas. Con el desgaste de tierras y agua, efectos contaminantes, sobreexplotación de recursos, el declive de las izquierdas, más el narcotráfico y no pocos conflictos armados, la inequidad económico/social se multiplicó hasta situar la dinámica migratoria en la cima de las prioridades. En suma: la realidad mundial se descompuso. El dilema, por consiguiente, es inaplazable y también global: se debe diseñar no uno sino varios proyectos económicos razonables y afines a las capacidades de países y culturas diferentes. Si valoramos la democracia, comencemos en términos locales por sanear la política y abatir la corrupción, inclusive en las inversiones y en nombre de la justicia. De continuar dependiendo del modelo único no tardaremos en involucrarnos en enfrentamientos bélicos de alcances inimaginables.

Las olas de refugiados y migrantes hacia Europa, por otra parte, rozaron el riesgo límite anunciado ante la desestabilización mundial prevista al término de la Guerra Fría. Al respecto, el diplomático peruano Oswaldo de Rivero escribió en El mito del desarrollo (1998), que así como cayó el imperio romano y según las tesis de Jean Christopher Rufin en L’ Empire et les Neuveaux Barbares (1991), ciertos países –como México- se convertirían en Estados Tampones para contener a las masas del Sur mediante créditos/inversiones y supuestos apoyos financieros de emergencia para evitar la invasión prevista de millones de expulsados de sus regiones de origen.

De Rivero agregó que ser un Estado pobre, vecino de uno próspero, se convertiría en una renta estratégica más remunerativa cuanto mayores la inmigración clandestina y los refugiados generados por la invialidad económica de los pobres. Ninguna de las previsiones en este sentido, sin embargo, se aproximó al drama humano del siglo XXI que, en principio, tuvo a países del Maghreb como Argelia, Marruecos y Túnez, y México como tapón de centro y suramericanos, como beneficiarios de “ese tipo de renta estratégica” que resguardaría tanto el bienestar de los Estados Mediterráneos del Norte como de los Estados Unidos.

Imprevisible a fines del XX, la crisis de Siria, aunada al fortalecimiento islamista, modificaría el mapa, las políticas migratorias y sus respectivas respuestas “civilizadas”. Este fenómeno inutilizó la estrategia neoliberal que pretendió contener invasiones sucesivas de “nuevo bárbaros” al atraparlos en limes o zonas tampones surgidos de la inviabilidad de sus Estados.

Como nunca hacen falta mentes críticas, cabezas pensantes y dirigentes prudentes. La paz está en riesgo, igual que los derechos y libertades, por desiguales que sean sus logros. Si fueran inteligentes las izquierdas dejarían de lado su codicia y sus rebatiñas electoreras para comprometerse con propuestas y soluciones locales e internacionales. Es indudable que, en situación tan aciaga, las potencias deben asumir su responsabilidad en el conflicto para modificar cuanto antes sus estrategias militares y económicas.

ADRIANO: UN SUEÑO CREADO

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Padecer una “larga noche del alma” con suerte culmina en sueño creador. Es un estado latente, brumoso y denso que facilita los tintes trágicos. Contra el deseo de librarse de su avance nefasto se afianzan las ataduras, los pensamiento fijos y un dolor cortante que separa de sí mismo al que lo padece, hasta dejarlo en un pozo estéril. Entre espíritu recios, sin embargo,  la mente halla luz y, lejos de ceder a la tentación de la caída algo, desde el fondo, arroja destellos de lo aún  impreciso por alcanzar. En tal estado Marguerite Yourcenar prefiguró a Adriano desde la distancia que la separaba de sí.

Al trazar sus indicios ya había frecuentado la lectura de autores antiguos. Inclusive anotó su propósito de “reconstruir desde adentro lo que los arqueólogos del XIX habían hecho desde afuera”. El de su juventud, no obstante su precocidad, no era aún el tiempo del estallido, sino el de una poderosa concentración interior que, acaso inconscientemente, la inducía a perseguir “su mundo”, el mundo del escritor. Así consta en apuntes que dejó aquí y allá, en sus baúles emblemáticos, para reconocer años después, que tanto su voz como la sustancia de su obra ya palpitaban en sus primeros papeles. Enriquecida por la experiencia, adquirió por fin domicilio fijo, que no quietud ni pasividad. Tiró lo inútil y se quedó con lo que María Zambrano llamó “La Guía” o sustrato del autor que subyace detrás de la obra.

Para entender su memoria fecunda, así como el ideal de Zenón y desde luego la disciplina de Adriano, pensemos por analogía –con la filósofa española- que Don Quijote “bien puede ser una confesión; una confesión ejecutada, en vías de hecho, encubierta, por tanto, y que a medida en que se avanza en la modernidad se va haciendo explícita, pues que el autor va cada vez hablando más de sí mismo, de lo que sueña (…) de lo que se sorprende sintiendo, pensando…” Y en eso consistió la genialidad de Yourcenar: en probarse en situaciones límite y salir bien librada al explorar recovecos del alma, gracias al auxilio de los clásicos.

Al crear otro modo de inquirir contrastes existenciales y vencer el cíngulo de los géneros, confirmó que una historia no tiene principio ni fin, porque al fusionar su legado al hombre que cobra vida y pide ser definido, la biografía reinventa las letras.  Ella desdobló la memoria posible a partir del combate implícito en la agonía que, a la manera griega, la llevó a describir con similar esplendor la angustia de Alexis, el sacrificio de Antínoo, su más íntima pasión o el afán constructor de Adriano desde la difícil perspectiva del destino humano. Al deslizarse entre eventos del pensamiento desentrañó las edades del ser, sin las cuales no se logra unidad en la ficción verdadera.

Al respecto, Graham Greene escribió que “uno elige arbitrariamente el momento de la experiencia desde el cual miramos hacia atrás o hacia adelante”. Tal el instante en que el hombre aclara su justa libertad ysu verdadera servidumbre. Reflexivo, dócil a su natural melancólico, en agonía y consciente de los combates humanos, Adriano vio el punto sin retorno de dar forma a su aventura, así como de pensar el poder y explicarse en función de la historia. El cómo hacer literatura de su dilema y a quién dirigir el mensaje fue una disyuntiva de difícil solución, hasta que Marguerite aceptó que era el reino de la vida interior el que debía dominar la obra porque, en todos los casos, buscó al hombre que, bajo el aspecto del ser silencioso, la conduciría al método único del soliloquio para probar su estrecha dependencia de la palabra.

Tras escribir varias versiones entre sus veinte y sus veinticinco años de edad y después destruir los manuscritos que anticiparon a Adriano, el “momento” o sueño creador de una Yourcenar en plena madurez ocurrió al reencontrar un pasaje subrayado, quizá en 1927, en la correspondencia de Flaubert: “Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que sólo estuvo el hombre”. Por uno de esos vislumbres con que el destino decide manifestarse en seres privilegiados, comprendió que el emperador romano era este hombre solo y al mismo tiempo vinculado con todo que al fin retrató desde el fondo de sí misma, auxiliada por un sin fin de voces y documentos.

Absorta en su tiempo convulso y en las afinidades expansivas de la Historia Augusta, ante la aventura de Memorias quedó atrapada no en la naturaleza imperial sino en la del hombre “casi sabio” que, al filo de la muerte, divide en dos al imperio y nombra co-emperadores a Lucio Vero y al memorable estoico que el propio Adriano renombró Marco Aurelio, autor de Meditaciones, consideradas un monumento al poder perfecto en plena decadencia de la literatura latina.

 Mediante la pasión por Grecia que uniría una obra tan amplia como profunda, Marguerite eligió el eficaz recurso de la carta dirigida a Marco Aurelio, precisamente para abarcar vínculos entre una misma herencia cultural, embates de la política, la disciplina y el poder, el envejecimiento, los términos siempre imprecisos del compromiso humano, así como lo referente al amor/dolor y desde luego a la belleza y la muerte: temas que, por cierto, la acompañaron de punta a punta. “Sólo una vez he sido amo absoluto. Y lo fui de un solo ser”, haría decir al emperador enfermo mientras evocaba la intensidad de su “Edad de Oro”. Al ensayar la muerte mediante el insomnio, él, en posesión del mayor cetro del mundo, perseguiría indicios de dignidad al dolerse de que el amor, el placer o lo bello lo abandonaron.

Y por abundar sin temor a reconocerse y exponer al lector a tal estado del alma, le debemos a Marguerite Yourcenar uno de los textos modernos que mejor se aproximan a su certeza de que es trágico el destino del Hombre. Con Greene, sin embargo, podríamos agregar que no es la tragedia lo único que nos hiere, ya que “lo grotesco también tiene sus armas, ignominiosas y ridículas”: algo que tampoco la autora eludió, inclusive en los extremos del final de su propia vida. Como ella misma, Adriano rogó que lo bello y el amor continuaran para siempre. Estas ausencias fueron el nervio de su existencia, el motor de una sensación de vacío que cursó la senda del poder ajustada al exacto término de su melancolía, disfrazada del estoicismo de Yourcenar.

A nada aspira más el verdadero escritor que a encontrar su voz, pues “tener un mundo” no es otra cosa que definir un carácter o consumar el codiciado estilo. El término, por desgracia, perdió valor al caer en manos de quienes, con la temeridad del ignorante, se denominaron “correctores de estilo”, como si eso fuera posible, pues ya se sabe que se tiene o no se tiene porque, en esencia, es la seña de identidad del autor.  Se la busque en verso, en Fuegos, en sus Cuentos orientales o en cualesquiera de los varios títulos de largo aliento, Marguerite es la misma que cursa entre llamas, en aguas quietas, durante la contemplación y el silencio o en pasajes en que el pensamiento le exigía disipar las sombras de un hombre que, frente al mar, en la lucha homosexual de Alexis o con el corazón quebrantado en su lecho, enfrenta la muerte y mira hacia atrás hasta reconocerse a cabalidad, a excusa de anhelar la paz.

El Adriano histórico, como sus antecesores, construyó caminos y mejoró la vida de las ciudades; hizo puentes y puertos en regiones imposibles, lo que vino a sumarse al gran legado civilizador de Roma. Con el modelo de César en mente aprendió a dictar diversos textos a la vez y a hablar mientras seguía leyendo. Discurrió un método de vida en el que podía cumplirse la tarea más pesada sin una sola tregua. Se propuso eliminar la noción de fatiga. Practicaba, por ejemplo, una libertad alternativa: las emociones, las ideas, los trabajo interrumpidos para ser reanudados como si nada porque podía ahuyentarlos o llamarlos a capricho, como si fueran esclavos. Esa aptitud le otorgaba, como a su biógrafa, la certidumbre de que, en vez de someterse a ellos y en atención a su imperativo de orden, eliminaba todo sentimiento de servidumbre a ideas o trabajos, así como al ánimo o al desaliento. Todo, pues, así fueran banalidades, se apoyaba en una arquitectura interior perfecta, “como los pámpanos en un fuste de columna”.

Otras veces dividía al infinito: cada pensamiento, hecho o minucia era objeto de segmentación pormenorizada en múltiples reflexiones o hechos, de manejo más simple. Lo difícil, así, se desmigajaba en un “polvillo de decisiones minúsculas”. El mayor rigor, sin embargo, lo aplicó en la “libertad de aquiescencia” (del latín <acquiescere>, quedarse tranquilo, consentir, o <quiescere>, descansar). Entrenar su conformidad ante lo grave y lo placentero le permitió gobernar sin sobresaltos internos en tanto y a ella, siglos después, la llevó a realizar la hazaña de las letras modernas con idéntica “virtud augusta”. Virtud que los llevó a cumplir  lo tedioso, amargo o indigno como “un ejercicio útil”, saboreándolo lo mejor posible.

 Autora y personajes compartieron la gracia de convertir lo tedioso e insignificante en tema de estudio, al extraerle un motivo de aprendizaje o alegría. Frente a un suceso imprevisto y una vez adoptadas las medidas precautorias concernientes a los demás, puso en boca de Adriano lo probado por ella: “me consagraba a festejar el azar, a gozar lo que me traía de inesperado. La emboscada o la tempestad se integraban sin esfuerzo a mis planes o en mis ensueños.”

Alejandro fue determinante para los grandes emperadores romanos. Trajano y Adriano no fueron excepción. Trajano, por ejemplo, soñó equiparar sus conquistas de Asia, y superarlo de ser posible. Su intento fracasó, pues a su muerte brotaron una gran cantidad de rebeliones que, herencia de Adriano, hubo que pacificar a toda costa o, en el mejor de los casos, continuar la costumbre de la guerra en nombre de la paz. Adriano, por su parte, aplicó estrategias de equidad en el ejército, similares a las del macedonio: permitió a los oficiales dar órdenes en su propia lengua; también hizo desposarse a los veteranos y procrear con bárbaras para facilitar la colonización y legitimar a sus hijos. Procuró que se afincaran allá, en el rincón de la tierra que debían defender, y no vaciló en regionalizar el ejército. Pretendió, mediante políticas casi idénticas a las del macedonio, que cada hombre defendiera su campo, su granja y sus leyes nacionales, las de Roma en primer lugar: tales centros civilizadores eran considerados palancas o cuñas para entrar poco a poco allí donde se emborronaban los instrumentos más delicados de la vida civil. Adriano también acudió, como el macedonio, al Oasis de Siwah con Antinóo, y antes visitó la tumba de Héctor, el héroe de la Ilíada. Cazó un león y un oso. Le rindió tributo en el Faro de Alejandría y acompañado del extravagante Lucio, tampoco le dio importancia a su trato con las mujeres.

Apasionante y apasionado, amante de oráculos y presagios, Adriano fue el más intelectual y cultivado de los emperadores. Helenista, fue un patrón generoso. Muchos de sus lugares visitados se beneficiaron de su liberalidad. Atenas recibió una biblioteca, un gimnasio y un pórtico y pudo también concluir el templo de Zeus Olímpico, comenzado por Pisístrato unos 700 años atrás. En Roma fundó el Ateneo, para conferencias y recitales. Construyó el Panteón, el templo de Venus y Roma, y su mausoleo o moderno castillo de S. Angelo y el puente por el que se accedía a él, el Pons Aelius. Se construyó una gran villa en Tíbur (Tívoli), convertida en fuente de ricos tesoros artísticos.

Dio otro sentido creador a la recaudación de impuestos: ordenó fortificaciones, dragó puertos y cambió paisajes ásperos. Creó bibliotecas y graneros para prever el futuro. Reconstruyó lo ruinoso y prefirió el uso de los ladrillos en Roma; En Grecia y Asia, el mármol natal. Trascendió las posibilidades de los cuatro órdenes arquitectónicos de Vitruvio. El Olimpión de Atenas tenía que ser el contrapeso exacto del Partenón. Las capillas de Antínoo, sus templos, habitaciones mágicas, misteriosos monumentos metafóricos del pasaje entre la vida y la muerte, oratorios de dolor, recintos de plegaria: todo para entregarse a su duelo. Dispuso su tumba a orillas del Tíber: reproducción a escala gigantesca de las de la vía Appia, aunque con recuerdos de Babilonia o Ctesifón... La Villa Adriática: “tumba de los viajes, último campamento del nómade, equivalente en mármol de tiendas y pabellones de los príncipes asiáticos...” Cada edificio era el plano de un sueño creador que se valió del poder para revolucionar su mundo. Fue tolerante con el cristianismo, a condición de que los creyentes se plegaran al orden establecido. Se dice que murió en Tíbur con un poema en los labios, dirigido a su alma: “animula, vagula, blandula” (<<almita, errante, dulce...”). Sus cartas, discursos y una autobiografía se perdieron.

Asus 47 años de edad, entre enero y marzo de 1950, Yourcenar redacta el episodio de la muerte de Antínoo en el sótano donde vivía en Bronxville, con las paredes decoradas con imágenes de la Villa dei Misteri. Llora profundamente. Sueña y evoca… No sólo está conmovida por la muerte del joven amante del emperador; también confirma lo incomunicable del dolor humano. Y así lo consigna en sus apuntes: “Un hombre lo ha sufrido, se ha debatido contra ese sufrimiento, y luego lo ha olvidado. Está muerto.” Y, más allá, la afirmación decisiva: “La palabra escrita me enseñó a escuchar la voz humana (…) en tanto y la vida me aclaró los libros”. “Sólo podrán comprenderme algunos conocedores del destino humano”. Así, cuanto más se esforzaba en lograr un retrato fiel, más se alejaba del hombre y del libro que podrían agradar. El resultado: la obra de un genio sin la cual no podríamos comprender la turbulencia de nuestro tiempo.

Marguerite Yourcenar: Toda sabiduría es paciencia

Sabía que había que decirlo todo y volverlo revelación; pero como la verdadera escritora que fue, tenía claro que el sí mismo e inclusive el yo de los otros no solo se ocultan y burlan las letras, también están ausentes en el espejo de los días, a pesar de imponerse en la palabra interior.  No hay más que seguir las huellas de El laberinto del mundo para confirmar que la casa de la memoria de Marguerite Antoinette Jeanne Marie Ghislaine Cleeneweck de Crayencour, nacida en Bélgica en junio de 1903, era un surtidor de imágenes, sensaciones, ideas, voces, luces y tal cantidad de pequeños y grandes detalles que para completar la compleja versión de quién era en verdad tuvo que remontar la noche de los tiempos, abundar en el riquísimo trasfondo del latín que su padre le enseñó a los diez años de edad, y del griego que por él mismo aprendió a los doce y no parar hasta desentrañar el revés de su orfandad, la aristocracia que contrastó el peculiar espíritu paterno y todo cuanto contempló, experimentó y absorbió en sus apretados 84 años de edad, hasta morir en la isla Mount Desert la noche del 17 de diciembre de 1987.

De niña fue distinta a todas; de joven solo fue fiel a sus propias leyes y a partir de la madurez depuró la poderosa individualidad que fascinó a unos, desconcertó a los más e invariablemente sorprendió al consolidar un modelo y una obra inclasificables. Por eso desconcierta el autorretrato al volverse literatura clásica quizá desde sus primeras páginas que hizo, rehízo y consolidó con una sabiduría traída de lejos: tan lejos como podía llegar un saber delicado y a la vez tajante, como la espada samurai que debe pasar 100 mil veces por el fuego para templarse en la perfección.

Lo aseguró Marguerite de varias maneras y directamente en su misiva  a Jeanne Carayon del 3 de junio de 1973: “En materia de vida personal, hay que decirlo todo firmemente y sin equívoco o, por el contrario, no decir nada en absoluto”. Detrás, siempre detrás del intento y aun de la obra consumada, perduraría hasta el final de sus días la dificultad “de delimitar lo que fuimos y la sustancia de que finalmente está hecha el alma”, como bien advirtió Michèle Goslar, su más acuciosa biógrafa y fiel guardiana de su memoria.

Al paso de su lectura descubrí que su imposible propósito de llegar a la raíz del ser tenía una causa entreverada a sus andamiajes intelectuales, a su indeclinable interés por la salud del planeta y a una sensibilidad que la mantenía con los ojos, la mente, los sentidos y el corazón bien abiertos. Era un alma tan vieja, probada y sabia, que en sus varios tránsitos por la rueda de la vida pudo absorber la filosofía del mejor Oriente, lo esencial de Grecia y Roma, la intolerancia europea que cursó del Medioevo al Renacimiento y, en el colmo de su afán de abarcarlo todo, también los problemas esenciales del siglo XX.

Consciente de que nuestros comienzos nunca son libres y de que, contrario a la idea del designio, formamos parte del movimiento incesante que tanto recurra a Heráclito, en su vejez se mostró satisfecha por haber cumplido con lo que el azar o el destino, Dios o el karma le hizo interpretar en pos de un universo mejor. Una de las mentes más lúcidas con las que me he topado en mi culto a los libros, hallazgos y autores en varias lenguas, no bien deslumbraba con una obra monumental cuando aparecía por aquí o por allá algún indicio de la humildad que solo alcanza el verdadero humanista o, en el extremo contrario, la implacable energía que la llevó a enfrentarse con editores, directores de escena y no pocos críticos y académicos. Llenaba a plenitud de concepción de Unamuno de "ser un carácter". De ahí su singularidad: peregrina, extranjera por elección, rebelde no obstante devota de la virtud, enérgica y por consiguiente obstinada, perfeccionista, disciplinada, en posesión de tal claridad que bien pudo significar la lógica, genial y, por encima de todo, apasionada. Pues de qué otra manera, como no fuera la hoguera interior, podría haber abundado en los enigmas del ser sin haberse probado en los furores reservados a los espíritus fuertes. Dejaba entintado el destello casi místico e iluminador que privilegia a quienes perciben y ante todo honran lo sagrado y  ni que decir del aliento con que, en prosa o en verso, hacía palpitar no nada más al lector absorbido por sus historias, sino a los personajes  que, como le dijera Borges durante su encuentro en la Ginebra que pronto lo vería morir, no saldrían de su laberinto “hasta que hayan salido todos”.

Elevó su genio con el deseo de ser útil a los demás, como dijera de Adriano y Zenón. A fin de cuentas, en eso consiste la misión de ser hombres: en fusionarse a una experiencia vital inconstante, para mejor o para peor, pero sin renunciar a la inteligencia que sustenta la simpatía, esa palabra tan bella que significa “sentir con…”, de donde vienen a gestarse el amor, la bondad y la más genuina solidaridad, sin descontar la que nos compromete con la continuidad del ambiente y el cuidado de todos los seres vivos.

La originalidad de su estilo, que algunos calificaron de frío por no comprender el intenso rigor de sus construcciones secretas, la preservó de identificaciones ociosas y de la infecunda tendencia a ampararse en cofradías, quizá para encubrir la medianía que ahora, más que nunca, impera en un mundo enfermo de sí mismo, uniformizado y ajeno al verdadero síndrome de Ulises, caracterizado por explorar las realidades ocultas entre el inframundo y el cielo.

Cabeza tan sólida solo podía corresponder a una poderosa y solitaria individualidad que, gracias a la magistral traducción de Julio Cortázar, comenzó a iluminar la estrechez excluyente de mi entorno a partir de Las memorias de Adriano: larga y abultada misiva que me enseñó a contemplar y perseguir itinerarios en pos de respuestas, caminos y nuevas dudas que, a fin de cuentas, nos humanizan más y mejor al probarnos en la humildad implícita de las tareas cotidianas: Barrer el umbral, cocinar, hornear el pan y, sin renunciar al poder transformador de la abstracción, abrirse a la riqueza, como lo hiciera Zenón en Opus Nigrum, “de ese ruido del mar que dura desde el comienzo del mundo”.

La genialidad de Marguerite Yourcenar, desde el momento de transformar su nombre, se expresó en las varias maneras de desentrañar una vida, la suya propia, indivisa de historias evocadas y ajenas, mejor si traídas del remoto pasado o del gusto por recobrar  “las pequeñas rutinas de una gran civilización”, según anotara sobre una de sus largas estancias en París con Grace Frick, en 1951. Su disciplina augusta,  fusionada a la virtus augusta de su memorable Adriano, le mostró el valor de la Patientia que le permitiría crear y recrear bajo la pálida luz de una lámpara en el rincón de su casa por 36 años, rodeada de arces y pinos, pájaros, ardillas y casas diseminadas estratégicamente en la isla de Maine donde los millonarios, desde los días de los Rockefeller, veranean en sus villas.  

Además de confirmar su no pertenencia a nada, quizá por haber visto todo y reservar la tristeza para horas fijas, en atención al difícil desapego que parecía contradecir su naturaleza apasionada, en sus envidiables diálogos con Matthieu Galey –Con los ojos abiertos- confirmaría que su ser esencial fluctuaba precisamente entre Adriano y Zenón: dos actitudes, no obstante distintas, idénticas en la certeza de que “el hombre está en el mundo, y también lo está en el resto de la humanidad”.

 A Madame, como gustaban llamarla en la antigua granja de 1866, cuyo nombre <<Petit Plaisance>> tomó de los remotos marineros de Champlain, en la isla Mount Desert en el extremo de Nueva Inglaterra, en realidad la acompañó el misterio desde su nacimiento hasta agonizar y morir en el hospital de Bar Harbor, a causa de un derrame cerebral, “con los ojos abiertos como platos”.

Michèle Glosar, en su puntillosa Marguerite Yourcenar. Qué aburrido hubiera sido ser feliz, sintetizó sus leyes para la conducta interior, extraídas de los cuatro votos budistas: “dominar el miedo, aparentar calma, ignorar el ruido, luchar contra el cansancio, aceptar el error, rectificarlo, ser valiente, no tener jamás buena conciencia.” Y, en cuanto a sus proyectos, el cultivo –sin duda cumplido- de las grandes virtudes: “serenidad, coraje, atención, sobriedad, circunspección y la no malignidad. Eso excluye la alegría, pues el mundo es demasiado miserable y excluye también el gozo, <<gran estanque claro en el que abreva el dolor>>”.

Indispensable en mis lecturas y cavilaciones -una fuente clara en la que siempre me renuevo-, en mi libro Mujeres del siglo XX, dediqué un largo capítulo/homenaje a esta escritora sin par que tengo por una de mis guías tutelares. Siempre incompleto y abierto a su sabiduría, ese principio de entendimiento, a través de su obra, es parte de un diálogo que hubiera deseado con ella, más que con ningún otro contemporáneo.

El México del horror

Desde el país del terror y en la ciudad del delito veo lo que nos separa de las “democracias de verdad”: orden, justicia, seguridad y civilización. Mientras repaso el terrorífico listado de crímenes y linchamientos atroces en “nuestra hermosa República Mexicana”, confirmo que es vieja la tradición de la violencia, que cualquier pretexto sirve para saquear, incendiar, asesinar, torturar y aun desollar y que, identificados o no, permanece impune la inmensa mayoría de culpables. Solo por presiones mediáticas se reconocen los derechos de las víctimas y, tras la metáfora de Fuenteovejuna, una cáfila de bárbaros, linchadores y ladrones nos deja pasmados a excusa de que no se puede castigar a un pueblo entero.

Ya sabemos que “el pueblo entero” no se mueve si no es que un par de viejas gritonas se encargan de difamar y encender a los furibundos que no necesitan motivos para descargar su salvajismo de siglos. En este imperio de la ilegalidad y el descrédito de las instituciones todo está permitido -o casi-, a condición de que el delito rebase con creces el historial de la imaginación perversa.  Con testimonios y pruebas o sin ellos, la respuesta oficial repite una misma fórmula tramposa que tarde o temprano hará estallar la hasta ahora indignada pasividad de una ciudadanía que está llegando al tope de la tolerancia: “se va a investigar” o, en su defecto, se va a crear “una comisión de la verdad”.

Es hora de decirlo y decirlo alto: el Poder Judicial, en México, es la peor porquería de nuestra historia contemporánea. Estamos dominados por la delincuencia y no podemos confiar en la mal llamada autoridad porque del Ejecutivo para abajo y por todos lados, sin excluir funcionarios de provincia, al gendarme de la esquina ni a los guardianes de las “cárceles de seguridad”, están señalados pública y abiertamente por sus prevaricaciones, abusos de poder, extorsiones, complicidades y cuanto sea posible, a la luz o a la sombra, en esta degradación moral que tiende a premiar a los bribones en vez de castigarlos.  Así, mientras la sociedad se desintegra hasta en sus cimientos, el flujo entre la criminalidad y el régimen de poder es un gran surtidor de privilegios y de sangre que, directa o indirectamente, nos ha reducido a rehenes de un régimen sin justicia ni credibilidad.

Los linchamientos de Ajalpan no son los únicos de que tengamos noticia en los años recientes, pero sí los más descarnados, los que por ningún motivo deben dejarnos indiferentes y los que, por esa desmesura estremecedora, pueden convertirse en el gran anticipo de lo que es capaz una población ignorante, enardecida por el hambre, jalonada por la demencial propaganda de perredistas, morenas, priístas, panistas y hasta curas fanatizados que, con tal de llevar agua a su molino, encienden los de por sí graves y justificados resentimientos sociales, hasta abonar el territorio del odio en el que, por desgracia, todos tenemos que convivir en cabal desamparo.

Arremeter contra cualquier chivo expiatorio tildado de secuestrador, sería solo excusa para dar rienda suelta a la ferocidad colectiva. A unos los linchan por creerlos ladrones, a otros porque los suponen criminales o solo porque “estaban muy sospechosos”. La cuestión es que las huestes dejaron desde hace un siglo sobrados testimonios de la existencia del espíritu del mal que ha renacido sin control y dotado con una extraordinaria capacidad para reproducirse.

El relato mil veces repetido en las noticias sobre el ensañamiento popular durante y después de linchar y quemar al par de hermanos que tuvieron la desgracia de caer en ese pueblo maldito hace ver casi irreales a los cadáveres colgados de los puentes, a los "entambados" y a tantos mutilados y asesinados de manera espantosa. Imagino que si nos describieran el modo como aniquilaron a los de Ayotzinapan para torturarlos, asesinarlos, quemarlos y borrar cualquier vestigio de ellos de la faz de la tierra, nos causaría el mismísimo estupor del que no podemos recuperarnos.

 Que la tragedia se desencadenó hace unos días en Ajalpan, Puebla, porque los vecinos dijeron que los hermanos victimizados “estaban haciendo muchas preguntas”. Peor se puso la cosa cuando al identificarse como encuestadores,  los de Ajalpan entendieron secuestradores: así de fácil es crear escenas peores a las dantescas cuando el alma del chichimeca se manifiesta no nada más por suponer que ambas voces eran una y la misma cosa, sino porque una chiquilla, de las fantasiosas freudianas que nunca faltan, dijo que la habían jalonado. Lo que siguió está detallado en todos los medios informativos.

Los políticos pueden alardear cuanto quieran, pero solo una es la verdad: el país es un infierno. Nos asaltan, saquean nuestras casas, nos roban hasta el más amado vestigio de pasado, nos despojan del derecho a la mínima seguridad y, entre tirios y troyanos, se reparten los bienes de la nación con el descaro avalado por una partidocracia vergonzosa que nada, absolutamente nada, hace por retribuir a la ciudadanía el monumental costo de mantenerla.

Estamos indignados con justa razón. Esto no puede ni debe seguir así. La demagogia oficial nos fatiga tanto como la creciente criminalidad, como el engaño oficial, como la vergüenza de ser mexicanos. Todos y cada uno debemos participar en el saneamiento de la cultura, empezando por recuperar el valor de la crítica y sin descontar el del arte y el pensamiento educado que han dado en menospreciarse por considerarlos superfluos. El descenso que vivimos es la prueba fehaciente y cotidiana de lo que ocurre cuando se privilegia un modelo económico diseñado para extremar la desigualdad entre la minoría privilegiada y la muchedumbre de miserables.

Desde el saneamiento ambiental hasta la cultura general y la defensa de los derechos fundamentales, todo está por reconstruirse en este infortunado país. Nada podrá lograrse y menos aún la democracia, sin embargo, si los Poderes Judicial, Ejecutivo y Legislativo no son sometidos a una severa rectificación. Lo demás tiene que obedecer la lógica de las reparaciones necesaria hasta que la ciudadanía pueda sentirse confiada, digna y en paz.

Autobiografía

El idioma fue mi primer vínculo con lo real, mi seña de identidad y lo que mejor me enseñó a entender lo que nos acerca o separa de los demás. Aun sin saberlo en la infancia, el lenguaje me hacía libre y rebelde. Uno de mis hallazgos en la biblioteca del abuelo fue un diccionario enciclopédico en varios tomos que olía a viejo, tenía ilustraciones preciosas y nombres para mi tan extraños entonces como sufragio, advocación, demagogia, génesis, ornitorrinco o hierofanía. Abrir un libro al azar, poner el índice en cualquier entrada y recibir lo que la palabra me diera me llevó a conocer la felicidad.

El concepto de patria nunca estuvo en mis intereses. Ahora tampoco. Por Kafka supe que el poder, para el que no hay escapatoria posible, nos hace sentir expuestos y a la vez insignificantes. También agrava el peculiar desamparo que, parecido al que causa el ojo de Dios, nos persigue hasta cuando nos ignora. De no haber alcanzado la edad en que los documentos pedían apuntar la nacionalidad, no me habrían intrigado las diferencias culturales. Así reparé en el sentido de lo humano, en los contrastes, la injusticia, lo bello y lo sagrado... También descubrí que México era un baúl de luces, culebras y alacranes, de sombras y colores, de milagros y derrotas. Me busqué en la mirada de los otros y me reconocí extranjera. Lo que siguió fue cifra de mi curiosidad y de mi obra: la exploración de la bête humaine que lucha por dejar de serlo a través de la cultura.

A la par de mi pasión por Grecia, lo sagrado y las letras, me propuse estudiar el pasado de México para entender los misterios intactos en su naturaleza serpentina. Tantos fracasos, tantas tentativas, excesos y faltantes; tanto desprecio, saqueos, abusos, mentiras y una escandalosa inclinación a la violencia, en principio me intimidaron al grado de no desear otra cosa que salir huyendo en busca del no-lugar, donde indistintamente depositaba mis fantasías. Pronto acepté que así como la verdad tiene dos lados, los pueblos ocultan el rostro y exhiben la máscara porque están cargados de enigmas y lados oscuros. Que este país y en circunstancias adversas nos haya dado una Sor Juana, un Alfonso Reyes, un Octavio Paz, un José Clemente Orozco, un Luis Barragán y otras tantas cabezas privilegiadas no puede menos que maravillarnos. En ese sentido y no obstante mi pesimismo, creo que precisamente por tales prodigios y no por la medianía exasperante la esperanza de redención es posible.

Pluma en mano, decidí que en caso alguno sería complaciente con lo que me avergüenza de mi país. Aunque en más de una ocasión, al escribir en la primera plana del otrora Excélsior, percibí el fluir del miedo en la tinta, no me tembló la voz al contestar los reclamos de algún presidente ni de sus habituales enviados.  Así que quien se atreva a decir que México ha alcanzado un nivel siquiera mínimo de justicia, bienestar, respeto o decencia es un ciego, un insensato o un político formado en la prevaricación, el engaño y el vicio de mentir, adheridos a su naturaleza como la máscara a la piel.

En lo esencial, y a pesar del puñado de talentos que nos honran, no encuentro indicio que indique que está cerca la hora en que nuestra diversidad cultural, la forma de gobernar, de ser gobernados y en general de vivir, crear, pensar, formarnos, reír, respetarnos y morir esté a la altura de la dignidad que merecemos. Lejos está de conocerse la verdadera historia del país. Ante cada problema, en cada golpe que nos deja sin aliento y aun tras las amenazas veladas, llegamos a una misma convicción: cuando se trata de nuestra realidad, es más lo que ignoramos que lo que sabemos y es también más, por desgracia, lo que padecemos que lo que podemos disfrutar.

Además de repudiar la perversidad, la inequidad, la violencia y la injusticia, en eso, desde la cuna, he gastado las décadas: en combatir atavismos, tratar de ser útil a los demás, descifrar enigmas, cocinar, leer y escribir lo mejor que pueda como una manera inequívoca de encumbrar el amor, la razón y lo bello. A fin de cuentas, mis saldos convergen en una sola certeza: el deber de ser feliz, aunque todo parezca empeñado en multiplicar las causas de sufrimiento.

El símbolo del muro

quist.com

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La noche del 9 al 10 de noviembre de 1989, el mundo se contagió de una extraña inquietud: desde Alemania Oriental corrió el anuncio de una nueva era. Hacía unas horas que Günter Schabowski, miembro del Politburó del Partido Socialista Unificado, anunció al final de una tediosa reunión televisada que las restricciones para viajar a Occidente habían concluido. Acostumbrados a resguardar la opresión del “telón de acero” que dividió al mundo durante 28 años, los militares mantenían el ojo en alerta sobre el gentío que se dejó venir hacia la muralla maldita. Luego se supo que la oficialía no supo cómo actuar. En minutos la multitud se congregó a lo largo y en ambos lados del Muro. Ignorantes de las noticias, los elementos del ejército se prepararon “para lo peor”. Se complicaba la agitación popular y nadie comunicó a los mandos las decisiones. Ante el caos y la suma de protestas en varias ciudades, ningún uniformado se atrevió a iniciar la ofensiva para reprimir a la muchedumbre. Mientras unos se disponían a contener a las masas rebeldes, otros clamaban el fin de la República Democrática Alemana y del bloque soviético y los demás abandonaban sus puestosgritando, ondeando banderas y abrazando a quienes encontraran al paso.  Egon Krentz, al mando desde la reciente renuncia de Eric Honneker, en principio consideró la masacre como una opción, pero los manifestantes sobrepasaban los cálculos y por segundos, al grito de libertad, se impuso lo inevitable.

El comunismo soviético tenía sus horas contadas. Las izquierdas también; al menos las del siglo XX, uno de los más violentos de la historia. Cuando la CNN informó que se habían abierto las puertas hacia Occidente, se expandió una imparable cadena de malentendidos. El ayer y el mañana se juntaron hacia las 21.10 horas, porque un policía liberó el puente de Bornholmer y dijo a los allí congregados: “pueden pasar”. Al evocar el suceso, veinte años después, la periodista española Rosa María Artal escribió que los germano-occidentales los esperaban con champán y que, pese al temor, estallaron el júbilo, los abrazos y las lágrimas.

Imposible dar marcha atrás. Los protagonistas en cubierto del derrumbe –Mijail Gorbachov, Helmut Kohl y George Bush padre-, mantuvieron abiertas sus líneas telefónicas. Margaret Tatcher y un prudente François Mitterrand temían que la unificación acelerada afectara la construcción de Europa, pero inclusive su cautelosa desconfianza sería sobrepasada por los hechos. Era obvio que las opiniones estaban divididas ya que, en contrapunto, Felipe González, desde una España entusiasta ante los cambios, sostuvo su apoyo irrestricto a los planes encabezados por Kohl. Aun los estallidos triunfales tienen algo de absurdo: así la noche de la Guerra Fría, los uniformes grises desplazándose en la niebla, el desbordamiento de berlineses exaltados y hasta ayer disciplinados, los corrillos que bullían en libertad… y, más allá, tres jefes de Estado trazando el porvenir de un planeta aún imprevisible.

Tantos años de susurrar, leer lo proscrito bajo la cama, padecer la rigidez de una vida anquilosada y sufrir una inmovilidad forzada marcaron los rostros de manifestantes que pululaban entre cimientos podridos del símbolo del pánico. Los dirigentes locales, defensores de la “línea dura”, midieron su derrota cuando, al pedir ayuda al Kremlin, Gorbachov dio la callada por respuesta: “El ejército soviético no actuará contra la población”. Entonces Egon Krentz entendió lo que entendió y al comprobar que la continuidad de la RDA no valía lo que una hoja de papel, quizá sintió que el hielo lo cubría de punta a punta.

Todos querían celebrar. Nadie sabía qué decir: ¡Muera éste! ¡Viva aquél! ¡Arriba tal! ¡Abajo el otro! Alguien recordaba la efímera revolución espartaquista de 1919. Un anciano gritaba que volvería el esplendor científico, cultural e industrial del Berlín de los años veinte. Otros observaban. Que no más extremismo, clamaban por miles las dobles víctimas de nazis e izquierdistas. Nunca más ejecuciones ni persecuciones ni torturas. Pronto se sabría que Alemania Oriental no era más que una urbe oprimida y atrasada, sembrada de máquinas, industrias y objetos ruinosos, apenas sostenidos con alambres. Demodée, pobre como solo se podía serlo en las economías soviéticas, allí la ropa, coches, tiendas, costumbres, alimentos y calles mantenían intactos los sobrantes de décadas atrás. Permanecían modas ya olvidadas y aun las expresiones y los gustos de los padres ahora envejecidos. Lo que se buscaba se tenía. La victoria estaba ahí. ¿Qué sigue?, preguntaba un infeliz desconcertado. Y repetía, como advertencia, que es de Europa la tendencia a aceptar el mal, a cerrar los ojos y cooperar con autocracias y tiranos; pero, por encima de las voces,  la tensión se fusionaba al regodeo.

De pronto, el panorama cambió y sin saber cómo ni por qué los guardas fronterizos despejaron puntos de acceso al Occidente proscrito, sin darse cuenta de que por dar la vuelta a un picaporte anticiparon el milenio por venir. Se hizo la luz en medio de la oscuridad: cámaras, micrófonos, corresponsales y enviados de cuanta agencia informativa u organización política se interesara en el suceso trasmitían al mundo los pormenores de éste, uno de los más significados fenómenos del siglo XX.  El momento fue estremecedor: primero se veían la gente y los desplazamientos militares, los puestos de vigilancia y un amenazante fulgor de reflectores; luego, sin explicación ni órdenes de mando, el instante en que los berlineses acometieron con todo: picos, palos, martillos, gritos, uñas...

Hacía horas que el virtuoso de violonchelo, Mstislav Rostropovitch, no perdía detalle desde París. Proscrito en su patria desde 1970, conocía el dolor del exilio y la fuerza moral de la valentía: no solo defendió al escritor disidente Alexander Solshenizin, perseguido por el régimen soviético desde fines de los 60 y expulsado del país en 1973, también se atrevió a cobijarlo durante cuatro años, con su esposa, en su dacha de las afueras de Moscú, cuando hasta respirar era arriesgado.  Nadie era de fiar, ni siquiera los parientes. Así que Rostropovitch entendió el mensaje profético de aquella turbulencia y por nada quiso faltar a su cita con la historia. Ese mismo día, 9 de noviembre, voló a Berlín. Sin dilación fue a apostarse en la orilla Oeste del Muro para animar a la gentea subir, unirse y seguir golpeando el concreto y el acero. Les pedía continuar liberándose y no parar hasta demoler el estigma vuelto frontera de rebeldía, de opresión y de muerte.

Primer artista en llegar a la capital prusiana y de la Alemania unida en el primer imperio después; capital democrática de la República de Weimar; urbe imperial de Hitler y finalmente ciudad dividida, contagiaba su entusiasmo inclusive a los televidentes que atestiguaban el suceso en casi todos los puntos del planeta. ¡Slava!, ¡Slava!, aclamaban niños, jóvenes y viejos a su alrededor. Y Slava, sentado en una silla sacada de sabe dónde y puesta entre los escombros, interpretó las suites de Bach para cello solo, en el punto de control llamado Checkpoint Charlie. Gloria y perfección quedarían para siempre en la memoria del preludio de la suite #1. 

Todo se movía y nada se movía. Hasta parecía que levitaba al ritmo de las notas, que la magia de la música reinaba y que se estaba cumpliendo lo que se pide como plegaria y se recibe como milagro. Cada instante era más luminoso que el anterior, más esperanzador y más hermoso. Aunque costara creerlo, los que como yo presenciaban el suceso a miles de kilómetros, también lo celebrábamos. La justicia poética, que a veces pone algunas cosas en su sitio, consagró ese símbolo de pureza estética y espiritual alargando las notas del violonchelo hasta el más remoto rincón del Universo. Sus manos, su gesto, las cuerdas, los acordes... Un artista al pie del Muro y en medio del ajetreo... La escena era insólita. El mundo se había empequeñecido. Los camarógrafos iban de aquí para allá en busca de sabe Dios qué, porque cada rostro, cada grito, una corneta aislada y aun las colas de los perros que acompañaban a sus amos, se fusionaban en una sola versión de la victoria. Todos los gestos eran el gesto. Nada ensombrecía el instante.

Que pronto habría una radical transformación de poderes y modos de vida expansivos que se deseaban pacíficos, dijo alguien como si leyera un informe. Nada importaban los anuncios porque, al fin y al cabo, no había referentes para entender lo que, desde el Este, engendraría la era poscomunista. Hoy sabemos que siguió una sucesión de independencias, guerras civiles y enfrentamientos entre credos, razas y naciones. Pero ningún testigo de lejos ni de cerca podría negar entonces que ese acto único haría sentir en las horas, días y semanas subsiguientes el peso, la intensidad y el significado de la historia. Fue de alegría la experiencia y también de asombro, desconfianza y miedo, porque en cualquier minuto podrían aparecer la contraorden y las armas.

Los más aguerridos demolerían estatuas para que la efímera memoria en bronce se redujera a papel confinado en bibliotecas. Ayer enaltecidos, hombres hechos monumento, como Stalin, se irían sumando a los escombros. No más culto a héroes falsos ni espías agazapados, delatores al acecho en el trabajo, entre familias, en las aulas o al interior del Partido Comunista. No más torturadores con nombre y apellido; tampoco ideologías, nacionalismos,  castigos ejemplares, yugos ni mordazas. Cada voz era un oráculo, cada cabeza un anhelo y Berlín, esperanza unificada por venir. El doble colapso de la Guerra Fría y de un sistema totalitario era inevitable: “qué importa lo que siga; nada puede ser peor al infierno que se acaba...”

Dividido el mundo, como siempre, algo ocurrió casi de manera imperceptible, aunque renombrado democracia: el eje del planeta se inclinó por inercia a la derecha al reducir la carga del concreto, de hierros, armas, amenazas, piedras y castigos. Los más sensibles juraron haber sentido el cambio que anticipaba otra edad, otra manera de ser y otro estilo de sometery dominar. Otros aseguraron haber escuchado algo parecido a un chirriar de huesos mientras se rompía latensión de la izquierda sobre el centro de la Tierra. En vez de Este/Oeste surgía una zona limítrofe Norte/Sur que no tardaría en demarcar hemisferios de riqueza y pobreza. Asecendieron el dominio del dinero, el imperio del mercado y la égira de millones de migrantes sin destino y sin empleo. Lo cierto es que percibí el tirón y hasta un leve mareo mientras el cuerpo era sacudido de manera misteriosa. Premonición o fantasía, lo indudable es que el Planeta se movió y que desde entonces se ve, actúa y subsistecomo agachado o yéndose de lado, lamentándose y tendiendo a la derecha, aunque siempre bajo el eco del progreso dirigido por la economía globalizada.