México es un país complicado. Por el añejo drama de identidad, cualquier definición es ociosa. Quizás por eso, a falta de exactitud, no nos incomoda el mote de surrealistas. Y es que aquí, como en el cuento de Alicia, todo sucede al revés. No es que haya que pararse de cabeza para encontrar el núcleo de la cuestión, pero sí, especialmente siendo mujer, hay que achicarse para andar, aunque azorada, por este mundo de acosos incesantes, sucesos insólitos, alaridos amenazantes, mentirosos irredentos, golpes bajos, máscaras, disimulos, atacantes esquivos y reinas o reyes de corazones que, a su manera aunque invariablemente cruel, sentencian lo mismo: “que le corten la cabeza… que le corten la cabeza…”
Y de cortadores de cabezas sabemos bastante y de tiempo atrás, sean reales, imaginarios o simbólicos. Acaso esta pasión por pelar al otro hasta disminuirlo o convertirlo en nadie (el ninguneo) se deba a una costumbre ancestral, a una maldición inexpugnable o al secreto placer criminal que desciende de Xipe Totek, el dios amarillo del maíz que desollaba al enemigo y se revestía con su piel. Lo cierto es que por aquello de la evolución cultural, los mestizos se negaron a renunciar a tan peculiar tradición y con la facilidad que ofrece un medio que carece de justicia, sustituyeron la piel por la capacidad matadora de la lengua para, a punto de insultos y voceríos, reducir al enemigo (imaginario o no), pisotearlo entre escupitajos y cargas de tanto desprecio que la víctima, una vez desollada, queda condenada a andar entre “los vivos” sin cabeza: un esqueleto tambaleante, con la rabia como único alimento.
Si, la historia mexicana es cosa seria. Perdido a saber desde hace cuántos siglos lo mejor del rojo y del negro del sabio tolteca, avanzaron en libertad los legados de Huitzilopochtli y Tezcatlipoca en detrimento de lo que Quetzalcóatl pudo trasmitir a las generaciones como demiurgo civilizador. Y por aquello de que somos naturalmente desmemoriados y producto de una mezcolanza racial, social y lingüística cada vez más intrincada, mal podríamos presumir de conocer esa franja cultural del pasado que, de carácter interracial, permanece en la oscuridad entre la Malinche y nuestros bisabuelos: conjeturas puras y duras -las de acá de este lado- es lo que hay respecto de nuestro pasado verdadero. Es más poderosa y visible la acción de los genes que la obra incipiente de los estudiosos de la genealogía; es decir, los que descubren nuestros verdaderos orígenes para poder reconstruir el misterio de lo que fuimos, lo que somos y en lo que nos podemos convertir.
Y luego, infaltable aunque aún poco considerada como espejo y reflejo, está la referencia insólita de Coyolxauhqui, la diosa desmembrada. Hay que ver de fijo la piedra “de la de cascabeles en las mejillas” en el Templo Mayor de los aztecas para aceptar, al menos por inferencia, que la crueldad es cosa añeja en esta tierra odiadora de lo que sea o parezca distinto. Y no se diga en tratándose de mujeres; peor si piensan, si muestran carácter, si aspiran a “lo que corresponde a los hombres”, si son “enojonas”, “medio locas” o brabuconas, igual que cualquier machito (¡Y vaya si los hay majaderos, insidiosos y brutales!). Si por lo que sea resultan ser distintas (y mejor no hablar de grandes inteligencias), porque abren el portal de la discriminación “del revés” y al punto desatan tormentas, actos de exclusión, ninguneos expansivos y cuanto cabe en este consabido imperio masculino y masculinizado que, con naturalidad, ejerce el desprecio en todas sus modalidades: desde el social hasta el racial (de ida y vuelta o sin distingo de tonalidad de la piel); hasta, desde luego, el arraigado que se hace imperceptible porque se mide con la vara de la educación, pues aquí lo políticamente correcto es igualarse hacia abajo. Así que es bastante peligroso ser educado o culto de verdad y no por cuento ni simulación. Intelectual en serio: pensante y distinto (¡qué peligro!); es decir, lo que más irrita al portador del síndrome del vencido es el pensamiento crítico y el espejo que muestra su verdadera naturaleza. Entonces hay que aislarse a riesgo de que se deje venir el grito de ¡a ningunerla!, “¡que le corten la cabeza...!”
Y por aquello de la actualidad, está en boga el ejemplo de la Güerita bravucona que, supuestamente extranjera (¡vaya agravante!), “anda en boca de todos”. Nada falta para que el Xipe Totek que los mexicanos llevan dentro la desollen hasta dejar sus huesos bien pelados. Su desmesura tiene por lengua un lanza llamas que no duda en arrojar cuchillos y culebras… Nada, por consiguiente, ajeno a las muy arraigadas y cotidianas costumbres masculinas que aquí, en nuestra santa tierra, son pasadas por alto y aparentemente no indignan a nadie ni causan tanto escozor entre las buenas gentes.
La cuestión es que si algo se aprende en este imperio del machismo y de las máscaras, es que a punta de acumular vejaciones, muchas mujeres emulan lo que en hombres vejatorios es común y corriente, aunque cuando ellas insultan como nacos (según sus términos) o como narcos (a modo de la narcocultura que nos domina), se cae el techo del cielo. Busquemos la verdad, por favor, pues es difícil, en México, mantenerse indiferente y ecuánime ante el acoso amañado no se diga de los agresores en general, sino de los uniformados que saben todo de la peor corrupción que se practica en la calle a costa de los automovilistas y los incautos. No se de nadie que no haya sido extorsionado una y muchas más veces por esta cáfila de mañosos. No hay defensa para ninguno de los lados en este episodio de agresión compartida, pero no deja de llamar la atención que nada se diga de cuál y cómo fue la causa que enardeció a la lengua de fuego, ahora acusada de discriminación y una sarta de barbaridades. Ahora resulta que este buen hombre que a todas luces la esperaba para ponerle la araña… es la víctima del mal. Yo, la verdad, no me lo creo, porque en toda mi vida NUNCA me he topado con un mordelón (como se los apodaba), que no haya hecho todo por extorsiornarme a excusa de que “no llevaba bien puesto el cinturón de seguridad”, “se pasó el amarillo”, “dio una vuelta prohibida”, “se le acabó el pago de la estacionada”, así sea de un minuto.. , y la infinita lista de etcéteras que bien conocemos. No nos hagamos los disimulados. Así que cabe preguntarse, ¿por qué el policía ofendido no cumplió con su deber sin tanto rollo? ¿Por qué se lo ve en el bla bla bla en vez de hacer lo que, idealmente, indica su reglamento? Desde mi punto de vista, el poli no es víctima, sino un pésimo representante de su tarea.
Toda verdad tiene dos lados: la del que la dice y la del que la cree. ¡Cuidado con las consecuencias que provoca la insidia, lo infundado, lo que se supone y se divulga sin fundamento como río desbordado! A esta mujer, al parecer desquiciada y de antemano nada simpática, “ya le cayó el chahuiztle…” Y que Diosito la agarre confesada porque aquí la crueldad es ley. Y ya han comenzado a desollarla.
Ninguna mexicana, por el hecho de haber nacido en un medio naturalmente hostil, está exenta de tener alguna reacción al rojo. Tarde o temprano descubrimos nuestra hoguera interior y, cuando menos sospechamos, el chamuco enciende una mecha y ¡santo cielo! se quema hasta el último rescoldo de santa, sabia y paciente feminidad. Nada sabemos del minuto anterior al estallido multipublicitado, pero me cuesta creer que el ofendido fuera una blanca paloma, ajeno a la muy frecuentada costumbre de la extorsión, inseparable del ritual de “hacerse el pendejo” para que “caiga” la amenazada de ser infraccionada “a menos que…” A saber, pues en vista de que no hay justicia y los jueces discurridos por MORENA son parte del mismo caldo de encubrimiento y complicidad, todo, absolutamente todo es posible a condición de provenir del lado oscuro. Lo que puede inferirse de la Güerita en cuestión, ahora elevada a Lady es que, quizá de tanto anidar ofensas, engendró al monstruo que alguien le dejó en el vientre: nada difícil de comprender, por cierto, desde la experiencia femenina.